El secreto del Nilo (33 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

—Estudió los símbolos sagrados en la Casa de la Vida del padre Amón, aunque, al parecer, su impiedad hizo que lo expulsaran —comentaban algunos.

—¡Un impío en Karnak! —exclamaban, divertidos—. Qué barbaridad, cómo han cambiado los tiempos.

—Y que lo digas. Algo grave tuvo que hacer para que lo expulsaran, ya que aseguran que es docto en todo lo referente a los antiguos textos y muy hábil con las cifras —cuchicheaban.

—Hay quien dice que tuvo amores con la mujer de uno de los profetas, y que todo se tapó de la mejor manera posible —señalaban en los corrillos.

—¿Tú crees?

—No me extrañaría nada.

—¿Os habéis fijado en sus orejas? —apuntaba otro—. Dudo de que con semejantes apéndices pueda conquistar a la esposa de un profeta.

Aquellos comentarios levantaban una gran hilaridad y eran muy aplaudidos en los pasillos de palacio; por ello, no fue de extrañar que el joven escriba fuera bautizado con el sobrenombre de
najawy
, o lo que es lo mismo, «el orejas». Hasta el punto de que cuando le veían aparecer bromeaban en voz baja: que viene Najawy, que viene Najawy.

Neferhor no tenía ni idea de tales chanzas, y se limitaba a saludar a aquellos que le sonreían a su paso sin imaginarse las burlas que hacían de él. Claro que allí casi todo el mundo tenía un apodo, aunque el suyo fuera de los más celebrados.

El escriba estaba alojado en una de las villas destinadas a los altos funcionarios. Tenía unos amplios habitáculos, con baño incluido, que a Neferhor le parecían excesivamente lujosos y, en cualquier caso, más de lo que necesitaba. Acostumbrado a vivir en una choza de adobe o en las frías celdas del templo, aquellos aposentos eran una manifestación más de la magnificencia de Malkata.

Como el jubileo se encontraba ya próximo, el joven tuvo oportunidad de conocer a todos los altos funcionarios que, de una u otra forma, se hallaban involucrados en la preparación del festival. Así trabó amistad con Amenemhat, al que todos llamaban Surero, que era jefe de los escribas y mayordomo real; con Kiaemjat, que también era colega suyo y supervisor de los Graneros del Bajo y Alto Egipto; y con Kheruef, un personaje muy unido a la pareja real que detentaba el cargo de intendente real del Dominio de la Gran Esposa Real Tiyi. Era por tanto confidente de la reina y del faraón, Amigo Único de este y Bastón del Pueblo. Kheruef era íntimo amigo de Huy y, como devoto del dios Thot, se encariñó con Neferhor, del que le encantaba su nombre. Pero más allá de la estrecha relación de amistad que todos estos personajes tuvieran entre sí, existía un nexo de unión que no era otro que sus simpatías hacia el clero de Amón, aunque las mantuvieran veladas.

El padre de Surero había sido inspector de los Rebaños de Amón y Kheruef, además de fiel servidor de la corona, era un hombre muy piadoso de los dioses y defensor de las viejas tradiciones.

Todos ellos eran leales a Nebmaatra, aunque abrigaran reservas sobre lo que el futuro depararía al país de Kemet.

Huy sorprendió una tarde a Neferhor al presentarle a la princesa Sitamón. Se trataba de la hija mayor del faraón y la reina Tiyi, de la que Huy había sido preceptor y cuyos dominios además administraba. El anciano quería a la princesa como si fuera hija suya, y ella le correspondía de igual forma. Con motivo de la festividad
Heb Sed
, Amenhotep III había decidido desposarse con su primogénita y nombrarla
hemet-nisut-weret
, Gran Esposa Real. De haber nacido varón, Sitamón hubiera heredado la doble corona de Egipto, y al casarse con el faraón, en un enlace incestuoso, se garantizaba la pureza de la sangre de su linaje divino. Hacía siglos que no se llevaba a cabo una unión de aquel tipo, y tanto Nebmaatra como Tiyi se mostraban felices ante el acontecimiento.

Todo el país se había sorprendido por aquella noticia que no hizo sino alimentar la desconfianza en determinados círculos. Tiyi no daba puntada sin hilo, y en aquella maniobra se podía entrever su mano. El faraón siempre había sido muy activo, sexualmente, y la reina lo conocía como ninguna otra persona en Kemet. Ya en la madurez, Tiyi no se molestaba lo más mínimo ante el ejército de concubinas que revoloteaban alrededor de su divino cónyuge. Ella era mucho más que una esposa; era su consejera y gran amiga, aquella que velaba por él y por el futuro de su familia.

Las conexiones políticas que la reina sostenía con los soberanos extranjeros eran fluidas, y mantenía una permanente vigilancia sobre los asuntos de Estado. Su augusto esposo podía disfrutar de cuantas aventuras de alcoba deseara, algo habitual por otra parte entre los reyes, pero la continuidad de su casa no podía verse amenazada por la primera aventurera que se cruzara en el camino del faraón. Para Tiyi, el matrimonio entre su hija mayor y su marido representaba toda una garantía en este sentido, y un mensaje para aquellos que albergaran aviesos propósitos.

Sitamón había sido educada con arreglo a las tradiciones, y estaba preparada para convertirse en Gran Esposa Real si se casara con su hermano, mas el enlace con su padre había supuesto una sorpresa incluso para la propia reina.

Huy, que la conocía bien, sabía de la desazón que provocaba en la princesa el alcanzar el mismo rango que su madre, aunque se abstuviera de hacer ningún comentario al respecto. El anciano pensaba que Sitamón pertenecía a una época que corría el peligro de desaparecer, y la amaba más que nunca.

La princesa demostró sus simpatías, desde el primer momento, hacia el joven escriba que su viejo mentor le presentó. Neferhor causó en ella un gran efecto, y Sitamón vio en él la impronta del sello que los grandes de Egipto habían llevado durante milenios. Aquel joven era un elegido de la Tierra Negra, y a ella no le cupo la menor duda al respecto.

—Tus estudios guiarán mis pasos y los de mi Divino Padre y Esposo en su
Heb Sed
—le dijo cuando lo conoció—. Como nunca ha ocurrido desde los tiempos antiguos.

—La Tierra Negra no ha presenciado nada igual en mil años —le contestó Neferhor sin poder ocultar su timidez.

Aquel fue el comienzo de una amistad que sería testigo de los importantes acontecimientos que ocurrirían en Egipto. La futura esposa real y el hijo de un humilde campesino representarían diferentes papeles en aquella obra, aunque siempre los uniría una misma afición: los gatos.

Neferhor nunca fue capaz de averiguar por qué los gatos se acercaban a él. Era un enigma en sí mismo, y más allá de las habituales historias a las que eran tan aficionados los
hekas
y las hechiceras, resultaba imposible entender la atracción que su persona despertaba en los mininos. En la villa de Per Hai pronto se dieron cita un buen número de gatos que se aproximaban a él sin ningún temor, para rozarse y hablarle en su particular lenguaje. Esto hizo que se añadieran nuevos ingredientes a los rumores que corrían sobre el joven. A sus famosas orejas hubo que añadir un aura ciertamente enigmática ya que, en el fondo, nadie sabía nada acerca de la vida pasada del escriba.

Los gatos eran considerados como unos animales muy misteriosos en el país de Kemet, hasta el punto de ser divinizados en la figura de la diosa Bastet. Su mismo nombre hablaba de su poder, pues era el resultado de un juego de palabras, al que eran tan aficionados los egipcios:
baenaset
, que significa «el
ba
de Isis». Un animal capaz de representar el alma de Isis no podía sino poseer atribuciones mágicas, y por ello de gata protectora y benevolente podía pasar a ser una leona enfurecida, bajo la forma de Sekhmet, la que enviaba las enfermedades.

Esto llevó a los cortesanos a mostrarse amables con el escriba, pues tampoco era cosa de despertar sobre ellos la furia de la diosa leona.

Como Neferhor daba de comer a los felinos, estos a veces le acompañaban hasta las cocinas reales, donde el joven iba cuando podía a por pasteles de miel, pues le gustaban mucho. Hacía tiempo que había conocido, por casualidad, a uno de los pinches de cocina de Neferrenpet, el cocinero del faraón, al que había sacado de un apuro al calcularle los sacos de harina que precisaría para uno de los banquetes que tan a menudo se celebraban.

—Recuerda que necesitarás el trabajo diario de tres mujeres para convertir el grano de catorce sacos de trigo en siete de harina —le había advertido.

El ayudante del cocinero, que tenía poca habilidad para las cifras, le había quedado tan agradecido que le invitó a unos pastelillos recién hechos, que el escriba aceptó encantado ya que era muy goloso. Así nació una curiosa relación entre ellos. Neferhor acudía de vez en cuando a las cocinas, y el pinche le regalaba algún manjar mientras aceptaba encantado los consejos de aquel sabio.

Del tipo en cuestión nadie conocía su verdadero nombre, aunque allí poco importara. Con su sobrenombre bastaba, y justo era reconocer lo ingenioso que resultaba este, ya que le llamaban Penw, que significaba ratón. Penw hacín. Penw a honor a su apelativo en toda la extensión de la palabra. Era pequeño y sumamente vivaz, y poseía unos ojillos que hablaban con claridad de la astucia que tenía y que permanecían siempre alertas. Hasta las orejas eran de ratón, pequeñas y un poco puntiagudas. Cuando se movía lo hacía con diligencia, como si no quisiera permanecer quieto durante mucho tiempo en el mismo sitio, y al prestar atención fruncía los labios de tal forma que parecía un ratoncillo escudriñando algún manjar.

Para Penw, Neferhor representaba la reencarnación de Thot. Si el dios de la sabiduría habitara entre los humanos, sería como aquel joven que parecía conocerlo todo. Lo mismo calculaba los panes que saldrían de cada saco, que los pastelillos que luego haría Neferrenpet, o el peso de cualquiera de las estatuas de los jardines de palacio. Además se había encargado de averiguar el protocolo que se seguiría en el jubileo del dios, tal y como se observaba en la más remota antigüedad, y decían que el gran Amenhotep, hijo de Hapu, le tenía en alta consideración.

Penw decidió que aquellas eran razones suficientes como para convertir a Neferhor en su dios particular. Para alguien como él, que no sabía leer ni escribir, el escriba representaba una especie de mago capaz de hacer prodigios que solo estaban a su alcance. ¿Cómo era posible que un día le aventurara la cosecha que se produciría ese año en los campos aledaños? El joven le había sonreído para hacerle prometer que sería un secreto entre ambos, y él lo juró por Bes, el dios que mejor le caía, y que le castigaran tirándolo al río si no lo guardaba. Lo más asombroso fue que el escriba acertó en su pronóstico y Penw comprendió que debía divinizar a aquel hombre lo antes posible, ya que no podía esperar de él más que venturas. Cuando le veía aparecer a la caída de la tarde acompañado por su corte de gatos, Penw lo atiborraba de pastelillos, y siempre tenía algo preparado para los mininos, que también parecían divinizarle.

A pesar de ser analfabeto, Penw era un maestro en la supervivencia diaria. La vida tenía unas reglas básicas que él respetaba, y no le había ido mal. Próximo a la treintena, el hombrecillo estaba casado con una buena mujer, de nombre Tipuy, que le había dado cinco hijos de los que solo le quedaba una pequeña que contaba con cuatro años de edad y el inmenso cariño de sus padres. A pesar de que Anubis había acudido a visitarlos en cuatro ocasiones, eran una familia feliz, pues raro era el hogar que no recibía la llegada del dios de los muertos en busca de alguno de sus hijos.

Penw llevaba trabajando en palacio desde pequeño y conocía de sobra las intrigas y cuchicheos que allí se producían, y cómo evitarlos. Hacía mucho que había descubierto que su sobrenombre le proporcionaba ventajas. Mientras le llamaran Penw e hicieran burlas sobre lo inofensivo e insignificante que resultaba, todo le iría bien. En el fondo hacía lo que quería, y como se le veía durante el día correteando de acá para allá, todos pensaban que era un trabajador abnegado y le dejaban en paz. Eso sí, sus orejillas eran capaces de enterarse de cualquier rumor que corriera por las cocinas, que eran muchos, y con su astucia trataba de tomar ventaja en todo lo que le convenía.

En poco tiempo Neferhor se encariñó de aquel hombrecillo sagaz, que le escuchaba hablar boquiabierto, como hipnotizado.

—No te aficiones demasiado al vino, que sé que bebes —le advertía Neferhor, muy serio.

—Ya casi lo he dejado —se justificaba el hombrecillo—. De vez en cuando tomo una copita de vino, de las que el dios no ha consumido. Es como un elixir, y ahora entiendo por qué lo bebe el faraón. Si lo consume el rey, no veo por qué me va a sentar mal a mí.

—Si abusas enturbiarás las ideas de tu corazón —le decía el escriba, malhumorado—, y no podrás razonar. No hay nada que me parezca peor.

Penw agachaba la cabecita como haciéndose cargo. Aquel dios de la sabiduría tenía razón, pero aquella era una de las pocas alegrías que podía dar a su cuerpecillo, y no lo podía remediar. Eso sí, él hacía como que se arrepentía ante el dios Thot redivivo, y asunto concluido.

—Mañana sé que traerán miel de la mejor calidad. Si el altísimo escriba tiene a bien visitarme le podré obsequiar con un tarro, y algo para los gatitos. —Y así se despedía.

12

Con el paso de los meses la fama de su influjo sobre los gatos llegó a oídos de la reina, quien aprovechó la ocasión para llamarle a su presencia. Neferhor siempre recordaría el día en que conoció a Tiyi, y la impresión que le causó. Cuando se postró ante ella tuvo la sensación de que Egipto entero lo observaba, y que aquellos ojos se clavaban en su espalda con el poder de mil lanzas, implacables.

Durante un tiempo se hizo el silencio en la sala en la que se encontraban; ni un susurro se escuchaba, solo la pesada sensación de quien se siente escrutado en lo más profundo de su propia esencia.

Neferhor notó cómo algo le rozaba, pero no se atrevió a despegar la cabeza del suelo.

—Veo que tienes bien ganada tu fama —oyó que le decían—. Puedes alzarte.

Neferhor se levantó lentamente para mirar por primera vez a la reina. Se sorprendió al comprobar su estatura, ya que a pesar de encontrarse sentada saltaba a la vista que era bajita, aunque su figura resultara armoniosa. Tiyi estaba en la treintena, y a pesar de haber dado a luz a seis hijos se conservaba atractiva.

La reina le invitó a aproximarse con un ademán, y Neferhor pudo observar mejor sus facciones. Su semblante vestía la máscara que él tan bien conocía, la de quien guarda todo para sí y solo muestra su indiferencia. Tiyi tenía su mirada perdida en algún lugar del escriba, y este pudo apreciar sus ojos rasgados, en los que unos párpados ligeramente caídos les daban la sensación de poder llegar a ver donde otros no alcanzaban. Su tez era morena, y su rostro ovalado terminaba en una fina barbilla. Además tenía una nariz proporcionada, y sus labios carnosos se fruncían con la expresión propia de quien acostumbra a reír poco. Llevaba una cinta dorada sobre la frente, y su larga melena color caoba caía sobre sus hombros a la vez que desprendía matices rojizos.

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