Entonces Neferhor tuvo el convencimiento de que aquel misterio que desprendía su esclava no era casual, y que la magia estaba en ella, como una especie de madre Isis, la gran maga entre los magos. Poco se parecía esta a la que creía haber visto, años atrás, en Niut. Los encuentros amorosos con la que fuera su esposa eran estallidos de desesperación dentro de un sueño del que parecía no despertar nunca. Una carrera permanente en pos de una culminación que nunca llegaba. Siempre había sed en sus labios cuando ambos caían exhaustos, y dicha sed no fue posible apagarla jamás, igual que si formara parte de un oscuro conjuro.
Pero con Sothis era diferente. Mientras copulaban la tierra parecía abrirse bajo ellos para llevarlos a un viaje en el que todo resultaba natural. Sus sensaciones, sus emociones, su desesperación, formaban parte de la naturaleza a la que ambos pertenecían. Esta corría libremente, empujándolos a experimentar lo que ella misma había creado para ellos, y por tal motivo se encontraron liberados de cuanto los ataba a la mezquindad humana. Se trataba de un acto puro, sin engaños de ninguna clase, en el que dos criaturas se entregaban con pasión y sin medida, dejándose ir, como la naturaleza deseaba que hicieran.
No resultó extraño que ambos creyeran flotar, y que sus labios se fruncieran en sendas sonrisas de satisfacción, de plenitud. Los dos ya eran uno solo, entre oleadas de placer que nacían de sus propias esencias y que no querían que finalizaran nunca. La vida les ofreció lo mejor de sí misma en aquel acto amoroso, que se alargó hasta resultar sublime y así, cuando sus cuerpos se arquearon para acabar presas de las convulsiones, ambos creyeron que, igual que ocurriera con la avenida de las aguas, ellos se desbordaban con generosidad, sin guardar nada para sí, como Hapy, el señor que habitaba en el Nilo, hacía cuando decidía procurar una excelente cosecha a su pueblo.
Sothis se desplomó sobre el cuerpo de su amante, jadeante y aún entre espasmos, con la piel sudorosa y los labios trémulos. Este le acarició la cabeza tonsurada, que tanto le atraía, y luego se besaron con ternura, sin decir una palabra, pues no hacía falta. La magia los seguía envolviendo, como si se tratara de una invisible frazada con la que cubrirse en la noche, y bajo su manto ambos respiraron su particular fragancia, convencidos de que había un antes y un después de aquella noche.
Sothis y Neferhor se convirtieron en amantes, como ellos sabían muy bien que ocurriría. El escriba había satisfecho algo más que un deseo la noche en que la tomara por primera vez, y su corazón se hallaba ante una realidad que iba mucho más lejos que la mera pasión. Su amante lo acariciaba con calidez a la vez que lo descargaba de sus pesares con sutileza, mostrándole su punto de vista de las cosas. Sin poder evitarlo Neferhor buscaba su compañía, y cuando regresaba cada tarde a su hogar, lo hacía feliz de poder volver a mirarse en aquellos ojos que le fascinaban.
Sin embargo, Sothis tuvo buen cuidado de no cambiar su actitud dentro de la casa. Ella era una esclava, y en ningún caso debía inmiscuirse en la vida de su señor, y menos tratarle irrespetuosamente. Cuando se amaban, ambos se entregaban el uno al otro sin ambages, y el escriba a veces le hablaba de su vida, aunque por lo general resultara reservado. No obstante ella leía en su mirada, y esta le mostraba el cariño que sentía por la joven, y también la necesidad de notar su calor, de verla dormir junto a él.
La esclava sabía cómo eran aquel tipo de relaciones. Existían parejas que se habían amado toda la vida sin que por ello perdieran su condición. El esclavo lo era para siempre, a no ser que su señor lo manumitiera, y los hijos habidos entre esclavas y hombres libres eran también considerados como esclavos.
Pero a Sothis tales cuestiones no le preocupaban. Ella jamás esperaría su libertad, y el amor que experimentaba hacia su señor iba más allá de cualquier consideración legal. Su corazón se sentía inflamado por aquel hombre, y cuando se le entregaba cada noche, no existía ninguna barrera que los diferenciara. Ella era feliz, y procuraría que él también lo fuese, sin atosigarle con cuestiones que podían terminar con su dicha. Era más afortunada que muchas de las esposas en Kemet, y eso era lo que le importaba.
Neferhor también se sintió algo cohibido. Durante unos días se mostró un poco preocupado ante las consecuencias que pudiera traer la relación que mantenía con su sierva, pero al ver que en apariencia todo discurría como antes, suspiró satisfecho y decidió no volver a inquietarse y disfrutar de la felicidad que le otorgaba Sothis, a la que amaba, aunque se resistiera a reconocerlo. Lejos quedaban las disputas mantenidas en su matrimonio. Ahora la nubia lo sumía en una sensación de bienestar como nunca había experimentado en su vida, y él estaba decidido a no dejar que aquella ventura lo abandonara, con permiso del astuto Shai, al que tanto aborrecía.
—El destino está trazado desde el día que venimos al mundo —le dijo Sothis una noche mientras se acurrucaba a su lado sobre la estera.
—Nuestros dioses nos dan la oportunidad de que lo cambiemos —le contestó Neferhor, con los ojos entrecerrados.
—Vosotros necesitáis tantos dioses para que todo resulte más complicado. Pero el destino solo es uno.
Neferhor sonrió.
—La diosa Mesjenet es la que elabora el
ka
del niño en el claustro materno y en cierta forma determina con ello el destino de este, aunque es la diosa Renenutet la que tiene la llave de su prosperidad y fortuna. Luego está Shepset, una diosa que también se relaciona con el destino, incluso con el que tendremos después de muertos, y por último se encuentra el caprichoso Shai, que por eso representa al sino que puede variarse —explicó el escriba, divertido.
—¿No te parecen demasiados dioses para la vida de un hombre, mi señor?
—Nuestro caminar por la tierra de los vivos es complejo. La prueba la tienes en que ni nosotros mismos somos capaۀces de comprender cuanto nos ocurre. Como si los dioses nos gastaran bromas pesadas constantemente.
—Todo está escrito, mi señor —le susurró ella en tanto le mordisqueaba la oreja.
—Demasiadas vicisitudes y casualidades para que alguien las escriba en tu nacimiento. ¿No crees?
—No hay casualidades. Todo obedece a un plan trazado que seguiremos, queramos o no.
Neferhor rio con suavidad.
—Se me antoja más complicado que el poseer tantos dioses. Millones de caminos que se cruzan justo cuando deben o no —señaló—. Nuestras sendas se tuercen a menudo.
—La tierra todo lo ordena, y lo hace sin dificultad. El destino es algo mucho más sencillo, mi señor.
—¿Piensas entonces que nuestras sendas no se unieron por azar?
—Yo debía llegar a ti, y para ello fue necesario que sufriera. Forma parte de reglas que nunca comprenderemos.
Neferhor se estremeció.
—¿Nuestro encuentro estaba predestinado desde el día en que naciste en la lejana Kush?
—Desde el día en que ambos nacimos. Se trata de algo inalterable, y para que se cumpla es necesario cruzar muchas otras sendas, como tú has dicho antes.
Neferhor se incorporó para mirarla, pues el tono misterioso que a menudo empleaba la esclava al hablar lo turbaba.
—¿Y qué es lo que nos deparará a ambos? —quiso saber el escriba.
—Eso nadie lo sabe. En ocasiones los anhelos resultan contrarios a nuestras conveniencias, y otras veces simplemente no se pueden cumplir.
Neferhor la observó unos instantes, y luego volvió a tumbarse a su lado, pensativo. Cualquiera que fuese quien ordenara el destino, esperaba que no cambiara el suyo, pues por primera vez era verdaderamente feliz.
Hacía mucho tiempo que la existencia de Niut se encontraba más cerca del infernal Amenti que de los paradisíacos Campos del Ialú. Su vida de princesa, entre la abundancia y esplendorosas fiestas, había finalizado desde la muerte de su hijo para transformarse en una forma de horror adornado por el lujo en el que vivía. La hermosa dama sufría una depresión que la sumía en un estado de permanente dolor del que apenas salía. Veía enemigos por doquier y culpaba de su desdicha a aquel príncipe que la había subyugado hasta arrebatarle lo que más amaba; el pequeño Antef. En ocasiones se despertaba agitada, pronunciando su nombre, como si todo hubiera sido una pesadilla de la que se recobraba; pero nadie le respondía; tan solo el eco de su misma angustia, que no lograba sino sumirla eހn una desesperación aún mayor.
Kaleb había terminado por repudiarla públicamente, aunque le permitiese vivir en su palacio como la última de sus concubinas. Otras de sus esposas le habían dado hijos, y ahora el príncipe se dedicaba a ellos, para olvidarse por completo de la que en su día fuera su gran amor.
Así había transcurrido la vida para Niut durante los últimos años, con el corazón destrozado y la soledad como única compañera. Su belleza se marchitó como por ensalmo, y entonces pudo asomarse por primera vez a su
ba
para mirar dentro. Pero este era tan negro, que solo pudo horrorizarse ante lo que vio y maldecirse por todo el mal que había hecho. Entonces, un día Sekhmet fue a visitarla.
La diosa leona, la que envía las enfermedades, entró en ella para mandarle a uno de sus súcubos. Un mal que nadie conocía se apoderó de Niut, y ni los
sunus
de la corte ni los sacerdotes
heka
con sus hechizos pudieron expulsarlo de su cuerpo. La enfermedad empezó a consumirla entre grandes padecimientos contra los que ya nada hacía la mandrágora, y aquel cuerpo, una vez esplendoroso, se convirtió en el de una momia a la que aún no habían amortajado. Con frecuencia musitaba los nombres de Antef, de Heny, de Neferhor…, en tanto sus doncellas se miraban sin comprender lo que significaban, hasta que una mañana les ordenó casi entre susurros:
—Buscad a Neferhor. Debe venir a verme antes de que Anubis me reclame.
Uno de sus sirvientes hizo lo que le pedían, y recorrió Menfis en busca del escriba. Lo encontró a las puertas de la Casa de la Correspondencia del Faraón, y le abordó con temor.
—Gran escriba, debes acompañarme, mi ama te reclama —le dijo.
—¿Tu ama? No sé de qué me hablas —contestó el escriba, molesto.
—La princesa Niut quiere verte y…
—No la conozco. Esa mujer murió para mí hace mucho. No tengo tratos con ella.
—Pero gran escriba, es muy importante que me acompañes. Mi dueña está muy enferma y los médicos aseguran que pronto se presentará ante Osiris. —Neferhor pareció dudar, y el sirviente continuó—: La princesa no hace más que repetir tu nombre y el de su hijo. Debes acompañarme, gran escriba —suplicó.
Neferhor suspiró con pesar y siguió al sirviente hasta el palacio en el que vivía la que un día fuera su gran amor. Una sensación de angustia se apoderó de su estómago, pues la oscuridad volvía a reclamarle como si nunca pudiera librarse de ella.
La primera impresión que tuvo Neferhor al entrar en la estancia fue la del olor a podredumbre. Algo se descomponía en aquel habitáculo; una putrefacción que apenas podía enmascarar el incienso que se quemaba en los pebeteros. El escriba avanzó con paso lento, como temeroso ante lo que sabía que se iba a encontrar, y cuando llegó junto al lecho de Niut su corazón le dio un vuelco, y tuvo q ue hacer esfuerzos para permanecer allí, de pie, ante aquel cadáver que aún respiraba.
Ella abrió los ojos desmesuradamente al verle junto a la cama, y su mirada pareció alegrarse.
—Esto es lo que queda de Niut, gran escriba. No te asustes. La muerte se encuentra presta a extender sus alas sobre mí, y tenía que despedirme de ti.
Neferhor la miró en silencio.
—Eres el único que queda —murmuró Niut—. Heny desapareció hace mucho y yo estoy a punto de partir. Los tres jugábamos en el río cuando éramos niños, ¿recuerdas?, y yo os traicioné.
Durante unos instantes se hizo el silencio, pues la princesa parecía incapaz de respirar.
—Quise cumplir un sueño que solo era eso —prosiguió tras recuperar el aliento—, y para conseguirlo no dudé en hacer el mal a los que me querían. Ya ves, los sueños imposibles acaban por convertirse en pesadillas, aunque yo lo comprendiera demasiado tarde.
El escriba continuó callado, impresionado al verla de semejante modo.
—No te he rogado que vengas para que me perdones. Nadie podrá hacerlo nunca, pues mis pecados no tienen medida. La Devoradora me espera, y no hay conjuro posible que pueda evitarlo.
De nuevo se produjo un corto silencio mientras Niut volvía a tomar aire.
—Solo quería que supieras que me arrepiento de todo el mal que te hice, y que eres un hombre bueno, digno de ser amado. Yo no pude hacerlo pues mi ambición me lo impidió, como tantas otras cosas.
Neferhor sintió que se apiadaba de ella.
—Shai lo decidió así —le contestó, al fin.
—¿Shai? Me alegro de escuchar tu voz otra vez, Neferhor. Me trae buenos recuerdos. Cierro los ojos y aún te veo nadando en el río, junto a Heny. Entonces era feliz, aunque no lo supiera. Me burlaba de ti, y de tu humilde condición, pero solo era para incordiarte. Luego, muchos años después, arrastré tu nombre por Egipto y llevé conmigo el escándalo, como nunca se había conocido.
Neferhor bajó la cabeza, entristecido.
—Te engañé vilmente y nuestro hijo fue víctima de ello. —Ahora el escriba fijó su vista en ella—. Antef era hijo tuyo, aunque yo te lo negara mil veces. Siento no poder volver a verle nunca, pues él estará en los Campos del Ialú, y a mí me espera el Amenti.
Neferhor desvió su mirada, apesadumbrado, y sin poder evitarlo volvió a pensar en el sarcasmo del destino, del que tan a menudo renegaba. En esta ocasión había presentado la peor de sus caras, como ocurriera tantas veces. Para el escriba, Shai era implacable.
—Ven, acércate y toma mi mano antes de que te marches —le suplicó Niut.
Neferhor dudó un momento, pero al ver la mirada de la princesa hizo lo que le pedía. El olor que despedía su cuerpo era insoportable, y al coger su mano la sintió fría, y tan consumida como el resto de su cuerpo. Al notar su contacto Niut pareció sacar fuerzas de donde no las tenía, y apretó aquella mano con el poco vigor que aún le quedaba. Entonces unas lágrimas brotaron de sus ojos para resbalar por su macilento rostro.
—Ahora quisiera pedirte algo, aunque no tenga ningún derecho a hacerlo —musitó ella con pesar.
—Dime lo que deseas —contestó Neferhor.