Fue, sin duda, una de las reuniones más difíciles de toda mi vida. Toda la Comisión Ejecutiva de J. P. Morgan reunida en torno a la mesa de negociaciones para escuchar nuestras explicaciones acerca de la verdadera situación de Banesto y del plan de actuaciones propuesto. Fueron seis horas interminables, con todo tipo de preguntas, hasta las más específicas y concretas. La reunión terminó con unas palabras del presidente de J. P. Morgan dirigidas a mí en el sentido de manifestarme todo su apoyo. Había entendido nuestra realidad, conocía las cifras y apoyaba las soluciones.
Cuando terminó la reunión, Roberto Mendoza se me acercó privadamente y, aparte de felicitarme por mi intervención en la exposición y en las respuestas, me dijo algo así: «Me siento orgulloso de haber invertido en Banesto y de ser socio tuyo». Sería estúpido negar que aquellas palabras me produjeron una íntima satisfacción, pero en mi fuero interno latía insistentemente la idea de que ya todo era inútil, que la decisión estaba tomada, que nuestros esfuerzos eran estériles, que nada íbamos a conseguir, que el Sistema había encontrado el momento propicio y la excusa adecuada.
El propio Roberto Mendoza me había proporcionado una clave de importancia durante el vuelo Madrid-Nueva York del día 22 de diciembre de 1993. Me contó que agentes de la empresa Kroll —especialista en investigaciones internacionales— habían conseguido un contacto con el presidente de J. P. Morgan. La razón por la que deseaban hablar con él era la de exponerle determinados temas que conocían sobre mí y que afectaban de manera directa a mi comportamiento y honestidad. Según me dijo Mendoza, el contacto produjo efectos y la reunión se celebró. Los dos grandes puntos de acusación por parte de Kroll sobre mí eran la operación Sansón y las relaciones con UBS.
Curiosamente, como Roberto Mendoza me dijo, se trataba de dos operaciones en las que de manera directa había intervenido J. P. Morgan y, por consiguiente, nadie mejor que el banco americano sabía que cualquier acusación de ilegalidad en las mismas era rotundamente falsa. El caso de la operación Sansón era particularmente importante porque, como he relatado anteriormente, fue el propio J. P. Morgan quien diseñó el esquema, de forma que un cliente suyo apareciera como aparente comprador de Sansón con el propósito de no truncar la posible compra de Valenciana de Cementos. Por ello, conocía a la perfección que lo que Kroll calificaba como «método típico de Conde» era, en realidad, un diseño del primer banco del mundo.
A pesar de que desde este punto de vista esa entrevista había resultado favorable para mí, porque de esta manera J. P. Morgan podía conocer las mentiras que se estaban tratando de hacer pasar por verdades, el asunto me preocupó. En aquellos momentos yo ignoraba que el Estado hubiera encargado precisamente a la empresa Kroll una investigación sobre mí que fue pagada con fondos reservados, según las informaciones que he recibido. Pero no se necesitaba una dosis excesiva de inteligencia para saber o intuir qué es lo que estaba ocurriendo.
En nuestra ampliación de capital había un tercer tramo consistente en una emisión de lo que en el mercado internacional se llaman «bonos convertibles». Desde el punto de vista de la cuenta de resultados de Banesto ese tercer tramo era relativamente irrelevante, puesto que se trataba de obtener dinero con coste y su impacto en la rentabilidad del banco era, por ello mismo, bastante escaso. La diferencia con los fondos obtenidos en la ampliación de capital a coste cero era notoria. Sin embargo, en el terreno de la esotérica legislación de «recursos propios» del Banco de España, los «bonos convertibles» computan como tales y en este sentido nos resultaba beneficiosa. Siempre pensamos que el momento adecuado para emitir en los mercados internacionales era el comprendido entre los meses de septiembre y octubre de 1993.
En aquellos días, J. P. Morgan tuvo especial interés en conocer con detalle dos asuntos: la situación creada en torno a La Unión y el Fénix y nuestras negociaciones con el grupo AGF, empresa pública del Estado francés, y la situación de nuestros créditos e inversiones con Pedro Pueyo, dueño del Grupo Oasis en el que Banesto era socio importante. Invertimos mucho tiempo en tratar de clarificar la situación en ambos casos y eso motivó el retraso en nuestra salida a los mercados internacionales con la emisión de convertibles. También influyó en la decisión la apelación que Argentaria había hecho a dichos mercados mediante la venta de acciones. Parecía que con todo ello —mientras no aclaráramos suficientemente a juicio de J. P. Morgan los dos temas anteriores y la sensación de posible cansancio de los mercados a invertir en pesetas— era más prudente retrasar la emisión a principios de año.
Este retraso desató en Madrid una serie de rumores alimentados siempre desde las mismas fuentes. Se especulaba con las desavenencias entre J. P. Morgan y Banesto. No se especificaban las causas, pero el rumor crecía día a día. Entre nosotros —J. P. Morgan y Banesto—, las cosas estaban tranquilas porque conocíamos la realidad de lo que estaba ocurriendo. Pero el mercado no, y los rumores continuaban con ritmo creciente.
Curiosamente, un día recibimos la llamada de Miguel Martín, subgobernador del Banco de España. El destinatario de la misma era Ramiro Núñez, consejero secretario de Banesto. El motivo, muy concreto: alertarle sobre lo negativo que sería que en esos momentos apareciera cualquier noticia mala para Banesto, a la vista de las negociaciones que existían entre Banesto y el Banco de España. Cuando Ramiro Núñez me contó esa conversación algo en mi interior hizo que se encendiera la luz de alarma. Primero, porque, según he explicado anteriormente, el gobernador Luis Ángel Rojo me había insistido en muchas ocasiones en que nadie distinto de él y del director general de la Inspección conocían la existencia de las negociaciones. Por tanto, era particularmente extraño que el señor Martín se hiciera eco de las mismas. Segundo, porque llamaba la atención esa preocupación de que algo pudiera salir en la prensa. Sinceramente, el tema no me gustó en absoluto.
Lo cierto es que pocos días después el diario
Cinco Días,
perteneciente al Grupo Prisa, publicaba una noticia llena de falsedades acerca de nuestras relaciones con J. P. Morgan. Venía a decir que prácticamente se habían roto las relaciones, que habíamos incumplido nuestras obligaciones de información para con la Security and Exchange Commission americana, que habíamos tratado de vender los convertibles en el mercado americano y que no habíamos encontrado respuesta..., y cosas por el estilo. Ese artículo provocó un desmentido absolutamente rotundo por nuestra parte. Apelé a las relaciones de amistad que entonces creía mantener con Jesús Polanco y le conté la versión del subgobernador en el sentido de que eran periodistas de
Cinco Días
y de
El País
quienes estaban llamando constantemente al Banco de España en demanda de información sobre este asunto. Jesús Polanco me dijo algo muy importante: según sus indagaciones, lo cierto era exactamente lo contrario: el Banco de España, o alguien dentro del Banco de España, estaba provocando rumores sobre Banesto.
Estas palabras de Jesús Polanco desvelándome una fuente de información periodística me preocuparon sobremanera, a pesar de que no me proporcionó ningún nombre concreto. Alguien estaba tratando de provocar problemas en la aprobación del plan. Creo sinceramente que Jesús Polanco no me engañaba en aquellos momentos y que la información que me transmitió era auténtica. Yo se la hice llegar al gobernador Luis Ángel Rojo y su respuesta fue que le resultaba imposible creerlo, porque nadie conocía el estado de nuestras negociaciones. Obviamente, todo esto sucedía con anterioridad al día 15 de diciembre de 1993, fecha en la que, como explicaba anteriormente, el gobernador me dio su visto bueno al plan de Banesto.
Ahora, después de todo lo sucedido, las cosas se ven con mucha mayor claridad. Aprovechando la circunstancia de los convertibles y disponiendo de información proveniente de los servicios de inspección del Banco de España, se diseñó la estrategia de enturbiar y tratar de conseguir la ruptura de nuestras relaciones con J. P. Morgan. Es evidente que si hubiera aparecido la noticia de una cancelación de nuestras relaciones con el banco americano, la explicación hubiera sido muy simple: los gestores de Banesto han engañado a J. P. Morgan acerca de la verdadera situación del banco. Sin el apoyo de J. P. Morgan o, mejor dicho, con la ruptura entre J. P. Morgan y Banesto, nuestro porvenir no tenía salida. Era incluso más potente que un fracaso en la ampliación de capital. Nada hubiéramos podido hacer. La situación en torno al banco se hubiera convertido en insostenible y la necesidad de intervención por parte del Banco de España se hubiera justificado en sí misma. Incluso hubiera sido una demanda obvia para mantener el prestigio del sistema financiero español frente a unas personas que habían engañado al primer banco del mundo y, consiguientemente, era necesario eliminar.
De la misma manera que el fracaso de la ampliación de capital hubiera convertido la intervención en algo «demandado desde fuera», la ruptura de las relaciones con J. P. Morgan hubieran producido el mismo efecto. ¿Tengo constancia de que fuera el Sistema quien enviara a representantes de Kroll a hablar con J. P. Morgan? Sinceramente, no. Ni la tenía entonces ni la tengo ahora. Lo que ocurre es que en estos momentos dispongo de la información de que Kroll trabajó para el Estado español. Conozco que la tesis de ese informe, independientemente de una serie de inconsistencias bastante notorias, se centra en las dos operaciones que constituyeron el motivo de la «acusación» que se dirigió contra mí en las instalaciones centrales del banco americano. Poco importa la ignorancia de que se trataba precisamente de dos asuntos en los que había intervenido J. P. Morgan y, consiguientemente, nadie mejor que el banco de negocios americano para conocer la falsedad de las imputaciones. Eso es solo un error grosero pero irrelevante a estos fines.
Lo significativo es que esa conversación se produjera y que el motivo central fueran los temas estrella del informe sobre mí encargado por el Estado. ¿Fue orden del Estado español? ¿Fue una oficiosidad de Kroll que quizá consideraba que esa actuación entraba dentro de los honorarios que había percibido con cargo a fondos reservados? Lo ignoro. Pero el hecho se produjo y su objetivo era muy claro: romper nuestras relaciones con J. P. Morgan y el propósito lógico era facilitar la intervención de Banesto. Lo cierto es que no se consiguió y el tiempo apremiaba. Había que actuar. La ampliación fue un éxito. El intento de ruptura con J. P. Morgan, un fracaso. Cada día se veía más nítidamente que la consecución del objetivo final solo podría hacerse asumiendo plenamente los costes derivados de ello.
No tengo duda, por consiguiente, de que durante este período de tiempo de negociaciones, una vía paralela de naturaleza política estaba actuando en la dirección de intervenir Banesto. Comprendo que es una frase fuerte. Admitir que, al mismo tiempo que nosotros y J. P. Morgan desarrollábamos una estrategia dirigida a conseguir una solución para Banesto del tipo de la que describía anteriormente, «alguien» estuviera implantando otra exactamente en dirección contraria, es muy fuerte. Cuando lo pienso, no puedo menos que acordarme de las palabras que escribí en mi diario acerca de la conversación que mantuve con Luis Ángel Rojo el 2 de septiembre de 1992.
¿Quiénes eran? ¿Quiénes fueron los autores, cómplices y encubridores de esa estrategia paralela? No lo sé, y en los momentos en que escribo estas líneas sigo sin poder saberlo. He dicho al comienzo de este libro que pretendo un ejercicio de serenidad, y nada hay tan sereno como la propia sinceridad. Ignoro quién diseñó esa estrategia paralela. Hay cosas, sin duda, curiosas. El lector recordará que el gobernador me había insistido en repetidas ocasiones en que nadie más que él y el director general de la Inspección conocían el estado de nuestras negociaciones. Sin embargo, Miguel Martín sabía algo, puesto que la llamada telefónica a Ramiro Núñez lo demostraba. Un día, en una cena determinada, Miguel Martín me dijo algo así: «¿No crees tú que un subgobernador, al final, se acaba enterando de todo?».
Pero tampoco es tan importante concretar nombres, puesto que lo significativo es que actuaba el Sistema. ¿A través de Mariano Rubio, por ejemplo? Es fácil, ahora que conocemos lo que conocemos acerca de las actividades de Mariano Rubio, desplazar hacia él responsabilidades. Pero la verdad es que es bastante probable que así fuera. Primero, porque es evidente que el gobernador anterior siempre tuvo el convencimiento de que detrás del escándalo Ibercorp se encontraba mi mano. Pocos días antes de que en el mes de abril de 1994 el diario
El Mundo
publicara los datos acerca de una cuenta secreta del gobernador y del origen del dinero ingresado en ella, Mariano Rubio, en un programa de Televisión Española, seguía sosteniendo la tesis de que todo lo sucedido en relación con Ibercorp era una conspiración contra él provocada por un diario
(El Mundo)
y un banquero (obviamente, yo).
En las primeras páginas de este libro dejé escrito que, en determinados momentos, algunas personas tratan de encontrar justificaciones externas en las que diluir su responsabilidad ante acontecimientos negativos para sus vidas. El problema surge —digo en esas páginas— cuando esas justificaciones fantasmales son interiorizadas por el propio sujeto hasta el extremo de convertir lo irreal en existente, lo fantástico en vivencia. Lo que estaba sucediendo en torno al gobernador Mariano Rubio era un ejemplo paradigmático de este peligro. No existió ninguna conspiración. Ahí están los datos. Ahí están los hechos. Ahí queda la intervención ante el Congreso de los Diputados de Mariano Rubio, incapaz de negar lo que parecía evidencia. El ministro Solbes reconocía ante el Parlamento de la nación, el día 24 de mayo de 1994, que, solo por el ejercicio de 1988, Mariano Rubio había defraudado trece millones de pesetas y parece que también admitía la existencia de tráfico de información privilegiada en la venta de determinadas acciones propiedad del gobernador. Igualmente, Carlos Solchaga parecía reconocer ante el Congreso que se sentía engañado por Mariano Rubio. Lejos de mí la tentación de juzgar. Me limito a la función de describir. Pero, verdaderamente, la teoría de que todo era una conspiración suena algo más que hueca...