El Sistema (34 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #Ensayo

Cualesquiera que sean las ideas religiosas que uno tenga, la visita a los Santos Lugares es un momento emocionante. Pero todavía más cuando se pisan las tierras en las que, hace miles de años, alguien fue capaz de explicar una doctrina que sigue viva hoy y constituye el referente de vida ulterior para millones de personas. En parajes a veces desérticos, en ocasiones favorecidos por la naturaleza, pero siempre difíciles, una persona es capaz de asentar una doctrina que se extendió por el mundo entero. Quiero ser respetuoso con las creencias religiosas de cada uno y, por tanto, me resisto a transcribir mis íntimos pensamientos al respecto. Además, este libro no es el lugar más adecuado para hacerlo.

El modelo de país era muy claro en el terreno económico. Tres grandes
holdings
industriales controlaban la economía. Los bancos tenían participaciones en esas empresas industriales. La misión de la banca era instrumental: colaborar al desarrollo industrial de la nación judía. La música y la letra me sonaban. Además, me gustaban mucho.

Pero el proceso de paz estaba en marcha. Parecía lógico que nosotros, los españoles, pudiéramos jugar un papel en el mismo. No me refiero a nuestro papel en la política internacional, sino a los empresarios. Recuerdo que en la conferencia inaugural, un hombre de la talla de Simón Peres, con quien tuve ocasión de mantener una conversación que difícilmente olvidaré, dijo que los políticos podían firmar pactos, acuerdos, tratados, pero la paz era obra de la sociedad civil. Los empresarios tenían que construir carreteras, líneas de teléfonos, abordar el problema de las infraestructuras... Sin ellos, el proceso de paz quedaría solo en unos cuantos papeles firmados por los políticos.

De nuevo una letra y una música que me entusiasmaban. No quería perderme la oportunidad de aportar un grano de arena a este proceso.

¿Que la paz era muy difícil? Por supuesto. ¿Que los factores religiosos tenían mucho que decir? Evidente. ¿Que el problema del Estatuto de Jerusalén era extremadamente delicado? Sin duda. Pero nada de esto era obstáculo para tratar de estar presente en el proceso. Además, en un acuerdo entre árabes y judíos, un español podía ser el
tertius genus
que permitiera la amalgama del conjunto. No puedo dejar de reconocer que, como español, uno de los momentos de más íntima satisfacción se produjo cuando ante cientos de personas, judíos, árabes, expertos internacionales, pronuncié la frase siguiente: «Dentro de pocos días tendremos el honor de la visita de Su Majestad el Rey de España a estas tierras de Jerusalén». El aplauso cerrado me sorprendió incluso a mí mismo. Quinientos años después de la expulsión de los judíos de España, la mención al rey de España levantaba una reacción espontánea tan intensa. Desgraciadamente, este es uno de tantos proyectos que ha abortado el acto de intervención.

Pero retomemos el hilo del asunto. Decía que en el encuentro con el gobernador el día 15 de diciembre yo tuve la sensación de que habíamos alcanzado un acuerdo sobre el plan. Incluso el gobernador llegó a decirme algo así: «Ahora tienes que aburrirte un poco, porque la banca es aburrida, y no dedicarte a temas como los de Gaza y Jericó». Decía que bromeamos un poco sobre este asunto. Pero lo fundamental era que el acuerdo se había producido. La prueba más elocuente es que al día siguiente el consejero delegado señor Lasarte tuvo una reunión con el director general de la Inspección cuyo objetivo era sencillamente proceder a la formulación de los correspondientes asientos contables. Se informó al Banco de España de nuestro esquema de tiempos en cuanto a convocatoria del Consejo, información a los auditores, reuniones a celebrar con las empresas de
rating,
etcétera. Todo ello consta en una carta que el señor Lasarte envió al director general de la Inspección el día 21 de diciembre de 1993. No quiero dar detalles de este tipo porque, a los efectos de la tesis que sostengo, pueden ser farragosos y más o menos irrelevantes. Lo importante es que el lector retenga que el día 15 de diciembre, en una reunión celebrada entre el gobernador Luis Ángel Rojo y yo, recibo la sensación profunda de que el plan está aprobado y que al día siguiente, en el escalón sucesivo de las jerarquías del Banco de España y de Banesto, se va a proceder a ponerlo en práctica. Se perfilan las cartas que el Banco de España nos va a dirigir a estos efectos y las contestaciones de Banesto. Todo estaba acordado. La situación, por consiguiente, estaba controlada. Así lo informé a J. P. Morgan.

El propio gobernador me informa ese día de que, por primera vez, va a hablar con el Gobierno acerca del plan. Es decir, lo que hasta ese momento eran unas negociaciones entre Banesto y el Banco de España va a salir de ese ámbito técnico para ser elevado al círculo de «lo político». Era lógico que así fuera puesto que la envergadura del asunto lo requería. Parece elemental que un plan de este tipo tuviera que recibir el visto bueno de las autoridades político-económicas. Por supuesto que se trataba de algo que se circunscribía a las áreas de independencia del Banco de España, pero me parece congruente y lógico que el ministro de Economía estuviera informado. Insisto en que, en repetidas ocasiones, el gobernador del Banco de España me aseguró que nadie más que nosotros conocía el asunto. Podría citar muchos detalles, llamadas telefónicas, etcétera, pero considero que no es necesario.

Lo cierto es que el lunes 20 de diciembre tuve una nueva conversación con el gobernador. Yo imaginaba que era un trámite para informarme de que todo había ido bien en la «línea política» y para dar por zanjado el asunto. Me encontré, por el contrario, ante un hombre distinto. El tono general de la conversación era sustancialmente diferente. Me insistió en que el plan presentado no podía aprobarse por el Banco de España. Yo no daba crédito a lo que estaba oyendo, puesto que el giro era tan copernicano que tenía que obedecer a alguna razón. De las palabras del gobernador se deducía que, incluso, ponía en duda que yo hubiera informado a J. P. Morgan. No solo sus palabras, sino sus gestos, la forma de hablar y de dirigirse a mí, habían sido alteradas profundamente. Algo muy grave había ocurrido en el tránsito del asunto hacia la «vía política». Solo la presencia de «lo político» podía justificar una actitud tan diferente.

Ante la negativa a aprobar el plan, podría pensarse que —como sería lógico— el gobernador planteara algunas alternativas, pero lo cierto es que en ningún momento se habló de otras soluciones. Nunca se nos propuso ninguna otra fórmula. El gobernador, que había aprobado de facto el plan de Banesto en la reunión del día 15 de diciembre, decía ahora que no podía mantener esa aprobación inicial, aunque sin citar razones nuevas, datos distintos, consideraciones de naturaleza diversa a las que se habían estudiado durante el análisis del plan. Se encerraba en un simple no, y en ningún momento —insisto— proponía soluciones distintas. Yo tenía la sensación de que algo estaba ocurriendo. Paulina Beato no sabía qué decir. Le preguntaba al gobernador si quería alguna otra solución y nunca obtuvo respuesta. Siempre manejaban la expresión de solución «continuista». Un dato que puede parecer una anécdota pero que indudablemente no lo es: Paulina Beato, consejera de Banesto, fue invitada a participar en la copa de Navidad que tradicionalmente da el Banco de España en esas fechas navideñas en un momento en el que ya conocíamos la nueva posición del gobernador acerca del plan de Banesto. Como es lógico, rechazó la invitación. ¿Es razonable que esto se hiciera si se pensaba intervenir Banesto? Parece que la respuesta es negativa. Sin embargo, la evidencia es la evidencia y todo parece apuntar que fue una maniobra para generar confianza, para que no pudiéramos pensar que una operación de este tipo estaba en marcha, sobre todo hoy que sabemos, por declaraciones de T. R. Fernández Rodríguez, consejero ejecutivo del Banco de España, que el día 23 de diciembre tuvo lugar una reunión de la cual él sacó la conclusión de que se podía intervenir Banesto.

Como no encontrábamos una explicación coherente en el plano técnico, tratamos de obtener información por la «vía política». Primero, a nivel de secretario de Estado de Economía, señor Pastor, cuyas relaciones con Paulina Beato eran excelentes. También, teóricamente al menos, con nosotros, puesto que le habíamos nombrado consejero de la empresa Carburos Metálicos en representación de Banesto y Alfredo Pastor había trabajado en la emisión de algunos informes para la Corporación Industrial y específicamente en la venta de la división de ferroaleaciones que llevó a cabo Carburos Metálicos. Con estos datos, teníamos base para creer en el juicio que nos hiciera el señor Pastor. La información que de él recibimos era de tranquilidad, de que ninguna solución traumática se preveía, que todo estaba dentro de las negociaciones lógicas entre el Banco de España y una gran institución financiera.

A pesar de esta respuesta del señor Pastor, el cambio de actitud del gobernador me había resultado tan brusco y tan incomprensible que no estaba tranquilo y por ello decidí seguir indagando. El día 24 de diciembre recibí en La Salceda la llamada de un ministro del Gobierno para informarme de que de las conversaciones mantenidas con el presidente del Gobierno, el vicepresidente y el ministro de Economía no se deducía, en absoluto, ningún tipo de actuación política, y que la situación era de normalidad. A pesar de ello, no conseguía permanecer tranquilo. Yo presentía que «algo» había ocurrido a partir del momento en que el gobernador decide elevar a la vía política el asunto Banesto y ese «algo» era de tal envergadura que ni las palabras de Pastor ni las del ministro conseguían apartar de mi mente la intuición de que había llegado la hora en que el Sistema había decidido actuar.

II. La reunión entre el Banco de España, Banesto y J. P. Morgan el 22 de diciembre de 1993

Por otro lado, me resultaba muy difícil creer que «nada estuviera sucediendo», como me dijo el ministro, dado que el día 22 de diciembre, con ocasión de la llegada a Madrid de Roberto Mendoza, vicepresidente ejecutivo de J. P. Morgan, para participar en un Consejo de Administración de Banesto, yo propuse al gobernador que tuviéramos una reunión con él, con la finalidad de disipar toda posible duda acerca de si yo había informado o no a J. P. Morgan de la realidad de la situación. Al gobernador le pareció adecuado y pedí que asistieran tanto Roberto Mendoza como Violy Harper, quien de una manera muy directa había colaborado en todas las operaciones realizadas entre J. P. Morgan y Banesto y, por tanto, podía contestar técnicamente, con conocimiento de causa, a las posibles preguntas de este tipo que surgieran en la reunión.

Algo me llamó la atención de modo inmediato: la presencia del subgobernador Miguel Martín en la reunión. Hasta ese momento nunca había sido oficialmente informado, al menos por nuestra parte, debido, insisto, a las repetidas veces en las que el gobernador me reclamó que este asunto quedara en el círculo estricto de él y el director general de la Inspección. Por eso no comprendí la razón de la presencia del subgobernador. Justificarla basándose en que nosotros éramos tres personas y ellos, por tanto, debían comparecer en igual número para mantener una reunión equilibrada, no me parece serio. Todo el mundo sabe que el desequilibrio en las relaciones entre el Banco de España y una institución financiera no proviene del número de asistentes a una reunión de trabajo sino, precisamente, de la localización del verdadero poder que, obviamente, se encuentra en manos del instituto emisor.

Pero no solo la presencia del subgobernador sino, también y sobre todo, el indudable protagonismo que adquirió en toda la reunión demostraban que algo había sucedido. La presión del gobernador sobre Roberto Mendoza se construyó en dos terrenos: primero, señalando una situación del banco a la que calificó de dramática, afirmando que se habían perdido el capital y las reservas, y, en segundo lugar, tratando de imputar a J. P. Morgan una responsabilidad en el asunto que le debería llevar a comprometerse de modo firme y decidido a efectuar una ampliación de capital. En cierta medida ambas posiciones eran contradictorias, porque si se comenzaba afirmando una situación patrimonial «dramática» de Banesto, iba a ser muy difícil que J. P. Morgan estuviera dispuesto a poner capital en un banco en tal posición económica.

Roberto Mendoza, cuando concluyó la reunión, me manifestó su incredulidad por lo que había vivido. Me insistió en que nunca hubiera sospechado que podía producirse en su presencia una presión sobre J. P. Morgan para que se comprometiera a suscribir más capital después de una descripción apocalíptica de la situación del banco y que, al mismo tiempo, escuchara cómo yo había recibido amenazas directas de que «me podían quitar el banco». Y era verdad: en esa reunión fue la primera vez en la que el subgobernador Miguel Martín dijo de manera clara y terminante, de forma que pudieron escucharlo todos los presentes, incluyendo al gobernador, Roberto Mendoza y Violy Harper, que él podía encontrar soluciones «para mi dinero».

Creo que el lector comprenderá que los representantes de J. P. Morgan tuvieran dudas razonables acerca de que fueran ciertas las informaciones que yo les había transmitido sobre la posición del Banco de España en cuanto a nuestro plan, porque, desde luego, no se ajustaban a lo que habían visto y oído en esa reunión. Es lógico que lo pensaran, pero la verdad es siempre la verdad. En los años en que mantuvimos relaciones con el banco americano, en muchas ocasiones Roberto Mendoza manifestaba su incredulidad acerca de que fuera posible que verdaderamente sucediera lo que yo le afirmaba que ocurría. Para un anglosajón muchas de las cosas que han sucedido en nuestro sistema financiero no es que fueran increíbles, es que eran difíciles de imaginar. Pero como muchas de ellas ocurrieron, los hechos avalaban mis posiciones y, por tanto, no fue demasiado complejo convencer a Roberto Mendoza de que, una vez más, le estaba diciendo la verdad.

Dado lo que se había visto y oído —como antes decía— en esa reunión, Violy Harper volvió a tener una sesión de trabajo con el director general de la Inspección del Banco de España y con los funcionarios de la Inspección en la que, de nuevo, se volvió a poner de manifiesto una sustancial coincidencia en las cifras y se aceptó por esos funcionarios como coherente cuanto estábamos diciendo. Pero ya nadie quería entrar en el asunto. Era como si un «algo superior» se hubiera apoderado de las negociaciones convirtiendo en indiferentes los argumentos técnicos, los razonamientos financieros, la dimensión de las cifras. Un sentimiento de cierta frustración embargaba el ambiente. El asunto, definitivamente, había pasado a ser un problema político. Por ello mismo, cuando esa misma tarde volábamos hacia Nueva York con el propósito de mantener una reunión con el Pleno de la Comisión Ejecutiva de J. P. Morgan, yo tenía el convencimiento de que la suerte estaba echada, de que nada había que hacer, de que algo o alguien ya había diseñado el futuro. El Sistema había decidido actuar.

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