El tercer gemelo (3 page)

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Authors: Ken Follett

—Yo tampoco puedo encargarme de ella —dijo.

Patty mostró su rabia a través de las lágrimas.

—¿Entonces por qué le dijiste que la sacaríamos pronto de aquí? ¡No podemos!

Salieron al tórrido calor de la calle.

—Iré mañana al banco y pediré un crédito. La ingresaremos en una residencia mejor y pagaré la diferencia. Lo que le falte al seguro médico.

—¿Y cómo devolverás el préstamo? —Patty fue a lo práctico.

—Me las arreglaré para que me asciendan a profesora adjunta, después obtendré plaza de catedrática, me encargarán la preparación de un libro de texto y conseguiré que tres multinacionales me contraten como asesora.

Patty sonrió a través de las lágrimas.

—Yo te creo, pero ¿te creerá el banco?

Patty siempre había tenido una fe ciega en Jeannie. Patty nunca había sido ambiciosa. En el colegio siempre estuvo por debajo del nivel medio, se casó a los diecinueve años y se dispuso a alumbrar y a criar hijos sin dar señales de lamentarlo. Jeannie era la otra cara de la moneda. Primera de la clase y gran figura de todos los equipos deportivos, había sido campeona de tenis y cursado todos los estudios gracias a becas deportivas. Fuera lo que fuese lo que dijera que iba a hacer, Patty nunca dudaba de que lo cumpliría.

Pero Patty también tenía razón, el banco no le concedería otro préstamo tan inmediatamente después de haberle financiado la compra del piso. Y Jeannie acababa de estrenarse en el cargo de profesora auxiliar: transcurrirían tres años antes de que consideraran la posibilidad de ascenderla. Cuando llegaban a la zona de aparcamiento, Jeannie dijo, a la desesperada:

—Está bien, venderé el coche.

Adoraba su automóvil. Era un Mercedes 230C de veinte años de antigüedad, un sedán rojo de dos puertas con asientos de cuero negro. Lo había comprado ocho años atrás con los cinco mil dólares que obtuvo al ganar el torneo de tenis del Mayfair Lites College. Cosa que ocurrió antes de que se pusiera de moda ser dueño de un viejo Mercedes.

—Probablemente vale ahora el doble de lo que pagué por él —dijo.

—Pero tendrás que comprarte otro coche —observó Patty, aún despiadadamente realista.

—Tienes razón —suspiró Jeannie—. En fin, siempre me queda el recurso de dar clases particulares. Va contra las reglas de la UJF, pero es muy posible que me gane mis buenos cuarenta dólares a la hora dando clases individuales de recuperación de estadística, a estudiantes ricos que suspendieron el examen en otras universidades. Tal vez saque trescientos dólares semanales; libres de impuestos si no los declaro. —Miró a su hermana a los ojos—. ¿Tú puedes aportar algo?

Patty desvió la vista.

—No lo sé.

—Zip gana más que yo.

—Me matará por decírtelo, pero podremos contribuir con unos setenta y cinco u ochenta a la semana. —Patty añadió por último—: Le pincharé un poco para que pida un aumento de sueldo. Es un poco cobardica a la hora de hacerlo, pero me consta que se lo merece, y el Jefe le aprecia.

Jeannie empezó a sentirse algo más optimista, aunque la perspectiva de pasarse los domingos dando clases a estudiantes que no habían logrado superar el examen de licenciatura le resultaba deprimente.

—Con cuatrocientos dólares semanales extra podremos conseguirle a mamá una habitación con cuarto de baño propio.

—En cuyo caso podría tener cerca algunas de sus cosas, adornos y quizás unos cuantos muebles de su piso.

—Preguntaremos por ahí, a ver si alguien sabe de algún lugar bonito.

—De acuerdo. —Patty parecía preocupada—. La enfermedad de mamá es hereditaria, ¿no? Vi algo de eso en la tele.

Jeannie asintió.

—Hay un defecto en el gen AD3, estrechamente relacionado con el inicio del mal de Alzheimer.

Jeannie recordaba que se localizaba en el cromosoma 14q24.3, pero eso sería chino para Patty.

—¿Significa eso que tu y yo acabaremos igual que mamá?

—Significa que existen muchas probabilidades de que sea así.

Permanecieron en silencio durante un momento. La idea de perder las facultades mentales era algo demasiado funesto para hablar de ello.

—Me alegro de haber tenido a mis hijos siendo muy joven —dijo Patty—. Serán lo bastante mayorcitos para cuidarse por sí mismos cuando me suceda eso a mí.

Jeannie captó un punto de reproche. Lo mismo que la madre, Patty consideraba que había algo reprobable en el hecho de haber cumplido los veintinueve y no tener hijos.

—El hecho de que hayan descubierto el gen es también esperanzador. Eso significa que para cuando nosotras tengamos la edad que tiene ahora mamá, puede que estén en condiciones de inyectarnos una versión alterada de nuestro propio ADN que no tenga el gen fatal.

—Mencionaron eso en la televisión. Tecnología de recombinación del ADN, ¿verdad?

Jeannie sonrió a su hermana.

—Verdad.

—Ya ves que no soy tan tonta.

—Nunca he dicho que lo fueras.

—La cuestión es —articuló Patty pensativamente— que nuestro ADN nos hace lo que somos, de forma que si yo cambio mi ADN, ¿me convierte eso en una persona distinta?

—No es sólo el ADN lo que te hace ser como eres. También influye tu educación, el ambiente en que te has criado. En eso me ocupo.

—¿Qué tal tu nuevo trabajo?

—Es emocionante. Se trata de mi gran oportunidad, Patty. Un sinfín de personas leyeron mi artículo sobre la criminalidad y las posibilidades de que se encuentre en nuestros genes.

Publicado el año anterior, mientras ella estaba en la Universidad de Minnesota, el artículo llevaba el nombre del profesor que lo había supervisado encima del de Jeannie, pero el trabajo lo había realizado la muchacha.

—No llegué a determinar si decías que la criminalidad se hereda o no.

—Identifiqué cuatro rasgos que conducen a la conducta criminal: impulsividad, intrepidez, agresividad e hiperactividad. Pero mi teoría consiste en que ciertos sistemas de educación infantil neutralizan esos rasgos y convierten a criminales potenciales en buenos ciudadanos.

—¿Cómo puedes demostrar una cosa como esa?

—Mediante el estudio de gemelos que se criaron separados. Los gemelos univitelinos tienen el mismo ADN. Y cuando los adoptan al nacer o los separan por algún otro motivo, se educan de manera distinta. Así que hay parejas de gemelos en las que uno de ellos es un delincuente y el otro una persona normal. De forma que analizo la manera en que se educaron y las diferencias existentes entre los comportamientos educativos de los respectivos padres.

—Tu trabajo es realmente importante —dijo Patty.

—Eso creo.

—Tenemos que averiguar por qué hoy en día tantos estadounidenses se vuelven malos.

Jeannie asintió con la cabeza. Eso era, en pocas palabras.

Patty se dirigió a su vehículo, una vieja ranchera Ford, con la parte de atrás llena de trastos de los chicos, chatarra de llamativos colorines: un triciclo, un cochecito de niño plegable, un surtido de raquetas y pelotas y un gran camión de juguete con una rueda rota.

—Dales un besazo a los chicos de mi parte, ¿vale? —dijo Jeannie.

—Gracias. Te llamaré mañana, después de visitar a mamá.

Jeannie sacó las llaves, vaciló, se acercó luego a Patty y le dio un abrazo.

—Te quiero, hermanita.

—Yo también —repuso Patty.

Jeannie subió a su automóvil y arrancó.

Se sentía irritada e inquieta, con el ánimo rebosante de sentimientos encontrados, pendientes, respecto a su madre, a Patty y al padre que no estaba con ellas. Salió a la 170 y condujo a excesiva velocidad, cambiando de carril entre el tráfico. Se preguntó que iba a hacer con el resto del día, pero enseguida recordó que se suponía que iba a jugar al tenis a las seis y luego a tomar pizza y cerveza con un grupo de estudiantes licenciados y profesores jóvenes del departamento de psicología de la Jones Falls. Su primera idea fue cancelar todo el programa de la velada. Pero tampoco le apetecía ni tanto así quedarse en casa calentándose los cascos. Iría a jugar al tenis, decidió: el ejercicio le haría sentirse mejor. Después se dejaría caer por el bar de Andy, pasaría allí cosa de una hora y se retiraría temprano.

Pero las cosas no salieron así.

Su rival en el partido de tenis era Jack Budgen, el bibliotecario jefe de la universidad. Había jugado una vez en Wimbledon y, aunque tenía ya cincuenta años y estaba calvo, aún conservaba buena parte de su antigua destreza y estaba en buenas condiciones físicas. La cumbre de su carrera la alcanzó cuando figuró en el equipo olímpico de tenis de Estados Unidos, allá por la época en que era estudiante en busca de la licenciatura. Con todo, Jeannie era más fuerte y más rápida que Jack.

Jugaban en una de las pistas de arcilla roja del campus de la Jones Falls. Eran dos tenistas bastante igualados y el partido atrajo una pequeña multitud de espectadores. No existían normas relativas a la forma de vestir, pero Jeannie siempre llevaba pantalones cortos blancos y polo del mismo color. Tenía el pelo largo y moreno, no sedoso y liso como Patty, sino rizado y bastante rebelde, por lo que se lo recogía bajo una gorra de visera.

El servicio de Jeannie era dinamita y su mate cruzado de revés a dos manos resultaba verdaderamente asesino. Respecto al servicio, Jack poco podía hacer, pero al cabo de unos juegos tuvo buen cuidado en impedir en lo posible que Jeannie utilizase el mate de revés. El hombre recurrió a la astucia, se dedicó a reservar energías y dejar que Jeannie cometiese errores. La muchacha jugaba con excesiva agresividad, incurría en dobles faltas al sacar e iba a la red con precipitación. En un día normal, Jeannie se daba perfecta cuenta, podía vencerle; pero aquella tarde su concentración se había dispersado y no pensaba las jugadas. Ganaron un juego cada uno, en el tercero se pusieron cinco a cuatro a favor de Jack, con el servicio en poder de la muchacha; tendría que conservarlo para seguir en el partido.

Hubo dos cuarenta iguales, luego Jack ganó un punto y la ventaja fue suya. La pelota de saque de Jeannie se estrelló contra la red y de la pequeña multitud de espectadores se elevó un grito sofocado pero audible. En vez de ampararse en un segundo servicio más lento y seguro, como es normal, Jeannie tiró por la ventana toda precaución y sacó como si se tratara de un primer servicio. La raqueta de Jack conectó con la pelota y devolvió el saque sobre el revés de Jeannie. Esta conectó un mate y corrió hacia la red. Pero Jack no estaba desequilibrado como había fingido y respondió con un globo perfecto, que pasó por encima de Jeannie y al aterrizar justo sobre la línea de fondo le dio la victoria en el partido.

Jeannie se quedó mirando la pelota, con los brazos en jarras, furiosa consigo misma. Aunque llevaba varios años sin jugar en serio, conservaba un inquebrantable espíritu competitivo que hacía que le resultase muy duro perder. Calmó sus sentimientos y puso una sonrisa en su rostro. Dio media vuelta.

—¡Bonito golpe! —gritó.

Se llegó a la red, tendió la mano y una ráfaga de aplausos surgió de los espectadores.

Se le acercó un joven.

—¡Vaya, ha sido un partido estupendo! —acompañó el elogio con una amplia sonrisa.

Un rápido vistazo permitió a Jeannie evaluarlo. Era el típico cachas: alto y atlético, de cabello rizado, que llevaba muy corto, y bonitos ojos azules. Avanzaba hacia ella manifestando todo el interés del mundo.

Pero Jeannie no estaba de humor.

—Gracias —dijo, cortante.

El galán volvió a sonreír; la suya era una sonrisa tranquila y confiada que venía a decir que casi todas las mujeres a las que se la dedicaba se sentían felices de que él les dirigiera la palabra, al margen de si lo que les dijese merecía o no la pena.

—Verás, yo también juego un poco al tenis, y se me ha ocurrido que...

—Si sólo juegas un poco al tenis, lo más probable es que no estés en mi categoría —le interrumpió Jeannie, y pasó por su lado, desdeñosa.

Oyó que, a su espalda, el chico preguntaba en tono de buen humor:

—¿Debo entender, pues, que no existe la más remota posibilidad de que disfrutemos de una cena romántica, seguida de una noche de loca pasión?

Jeannie no pudo por menos de sonreír, aunque sólo fuera por la insistencia del chico, y comprendió que había sido más brusca de lo necesario. Volvió la cabeza y habló por encima del hombro, sin detener el paso.

—Ni la más remota, pero gracias por la proposición —dijo.

Abandonó las pistas y se encaminó al vestuario. Se preguntó que estaría haciendo su madre en aquel momento. A aquella hora ya habría cenado: eran las siete y media y en tales instituciones servían temprano las comidas. Seguramente, estaría viendo la tele en el salón. Tal vez habría trabado amistad con alguien, con alguna mujer de su misma edad que soportaría las lagunas de amnesia y mostraría interés por las fotos de sus nietos. Mamá había tenido montones de amigas —compañeras del salón de belleza, algunas clientas, vecinas, personas que conoció durante veinticinco años—, pero era difícil para ellas mantener esa amistad cuando mamá olvidaba continuamente quienes diablos eran.

Cuando pasaba por delante del campo de hockey sobre hierba se dio de manos a boca con Lisa Hoxton. Lisa era la primera amiga de verdad que había hecho desde su llegada a Jones Falls un mes antes. Era ayudante en el laboratorio de psicología. Estaba licenciada en ciencias, pero no quería dedicarse a la enseñanza académica. Como Jeannie, procedía de una familia pobre y le intimidaba un poco la Ivy League a la que pertenecía la Jones Falls. Jeannie y Lisa simpatizaron al instante.

—Un chico intentó enrollarse conmigo hace un momento —sonrió Jeannie.

—¿Qué tal era?

—Se parecía a Brad Pitt, pero más alto.

—¿Le preguntaste si tenía otro amigo de su edad? —dijo Lisa.

Ella contaba veinticuatro años.

—No. —Jeannie miró por encima del hombro, pero el muchacho no estaba a la vista—. Continúa andando, por si acaso me sigue.

—¿Tan malo sería?

—Venga ya.

—Jeannie, es el asqueroso del que huyes.

—¡Cierra el pico!

—Podías haberle dado mi número de teléfono.

—Lo que debí haber hecho es anotarle en un papel tu talla de sujetador, con eso le habría dejado sin habla.

Lisa tenía un busto realmente voluminoso.

La muchacha se detuvo en seco. Durante unos segundos, Jeannie pensó que se había pasado y ofendido a Lisa. Empezó a darle forma mental a una disculpa. Pero Lisa exclamó:

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