El viajero (163 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

Como he dicho, Luigi, no nos sirvió de mucho omitir de esa narración cosas que consideramos demasiado fantásticas para ser creídas. Algunos de los entusiastas que querían conocerme buscaban a un auténtico viajero de tierras lejanas; pero muchos otros deseaban encontrarse con un hombre a quien consideraban equivocadamente un grand romancier, autor de una ficción imaginativa y entretenida; y el único interés de otros era ver de cerca a un prodigioso embustero, igual que se habrían congregado para contem-plar la frusta de algún eminente criminal en los pilares de la piazzetta. Parecía que cuanto más protestaba explicando «no dije más que la verdad », menos me creían, y me observaban con mayor guasa pero con cariño. No podía quejarme de ser el blanco de todas las miradas, pues aquella gente me admiraba con afecto, pero yo hubiera preferido que me admirasen como algo distinto a un inventor de fábulas. He dicho anteriormente que la nueva Ca'Polo de la familia estaba situada en la Corte Sebionera. Lo estaba, sí, y por supuesto aún lo está geográficamente, y supongo que incluso en el último plano de calles de la ciudad de Venecia ése es el nombre oficial que recibe aquella pequeña plaza, el Patio del Lastre. Pero ningún habitante de la ciudad la llamó nunca más así. Todo el mundo la conoció como la Corte del Milione, en mi honor, pues ahora me llamaban Marco Milione, el hombre del millón de mentiras, ficciones y exageraciones. Me había convertido en un hombre célebre y notorio. Con el tiempo aprendí a vivir con mi nueva y peculiar reputación, e incluso aprendí a ignorar a las bandas de golfillos que a veces me seguían en mis paseos desde la Corte a la Compagnia o al Rialto. Solían blandir espadas de palo y caracoleaban galopando mientras azuzaban sus propios traseros gritando cosas como «¡Adelante, grandes príncipes!», y «¡La horda os va a pillar!». Esta constante atención era una molestia, y permitía que hasta los extranjeros me reconocieran y me saludaran, cuando yo hubiera preferido el anonimato. Pero gracias en parte a ser ahora tan conocido me sucedió un nuevo hecho.

He olvidado por dónde caminaba aquel día, pero en medio de la calle me encontré cara a cara con la pequeña Doris, que había sido mi compañera de juegos en la infancia, y

que tanto me había adorado por aquellos entonces. Me quedé atónito. Por lógica, Doris debía de ser casi tan vieja como yo, poco más de cuarenta, y probablemente, por pertenecer a la clase inferior, debía de ser una marán-tega, una mujer cana, arrugada y gastada por el trabajo. Pero allí la tenía, convertida sólo en una mujer adulta, de unos veinticinco años, no más, y decentemente vestida, no con las informes ropas negras de las viejas vagabundas; con el mismo cabello dorado, la misma lozanía y tan bella como cuando la vi por última vez. Más que sorprendido, quedé estupefacto. Olvidé mis modales hasta el punto de gritar su nombre allí en medio de la calle, pero por lo menos tuve la delicadeza de dirigirme a ella respetuosamente:

—¡Damina Doris Tagiabue!

Ella podría haberse ofendido por mi atrevimiento y haber apartado sus faldas de en medio y pasar por un lado sin mirarme. Pero vio el séquito de golfillos que me seguía imitando a los mongoles, tuvo que contener una sonrisa, y dijo bastante amablemente:

—Sois micer Marco de los, quiero decir…

—Marco de los «Millones». Puedes decirlo, Doris. Todo el mundo lo hace. Y además tú

solías llamarme cosas peores, como Marcolfo y otras.

—Micer, me temo que me habéis confundido. Supongo que debisteis de conocer a mi madre, cuyo nombre de soltera era Doris Tagiabue.

—¡Vuestra madre! —Por un momento olvidé que Doris debía de ser por entonces una matrona, sino una vieja. Quizá porque aquella muchacha era tan parecida al recuerdo que guardaba de ella, solamente me acordaba de la pequeña zuzzurrullona poco formada y poco domada que yo había conocido —. ¡Pero si sólo era una niña!

—Los niños se hacen mayores, micer —dijo, y añadió maliciosamente —. Incluso los vuestros crecerán —y señaló a mi media docena de mongoles en miniatura.

—Éstos no son míos. ¡Emprended la retirada, soldados! —les grité; y ellos frenando y haciendo girar sus imaginarios corceles retrocedieron a una cierta distancia.

—Sólo estaba bromeando, micer —dijo la desconocida que me era tan familiar, y que al sonreír ahora abiertamente se parecía más aún al hada feliz de mi recuerdo —. Una de las cosas que se saben en Venecia es que micer Marco Polo continúa soltero. Mi madre, sin embargo, se hizo mayor y se casó. Yo soy su hija, me llamo Donata.

—Un bonito nombre para una bonita y joven dama: la donada, el don. —Hice una reverencia como si nos hubieran presentado formalmente —. Dona Donata, os agradecería que me dijerais dónde vive ahora vuestra madre. Me gustaría volver a verla. En una época fuimos… amigos íntimos.

—Alméi, micer. Entonces siento deciros que murió de una influenza di febre hace algunos años.

—Gramo mi! Lo lamento. Era una persona muy querida. Os doy el pésame, dona Donata.

—Damina, micer —me corrigió —. Mi madre era dona Doris Loredano. Yo soy, como vos, soltera.

Iba a decir algo terriblemente osado, dudé y luego dije:

—Creo que no os puedo expresar mi condolencia por vuestra soltería. —Me miró

ligeramente sorprendida por mi atrevimiento, pero no escandalizada, así que continué —. Damina Donata Loredano, si envío adecuados sensáli a vuestro padre, ¿creéis que le convencería para que me permitiera visitar vuestra residencia familiar? Podríamos hablar de vuestra difunta madre… de viejos tiempos…

Ladeó la cabeza y me miró un momento. Luego dijo francamente, sin coquetería, como habría hecho su madre:

—El famoso y estimado micer Marco Polo seguramente es bien recibido en todas partes. Si vuestros sensáli se presentan al maistro Lorenzo Loredano en su taller de la

Mercería…

Sensáli puede significar agentes de negocios o agentes matrimoniales, y el que yo envié

fue de este último tipo en la persona de mi seria y almidonada madrastra, junto con una o dos formidables doncellas suyas. Maregna Lisa regresó de esta misión para informarme de que el maistro Loredano había accedido muy hospitalariamente a mi solicitud, y me permitía varias visitas, y añadió con una perceptible elevación de cejas:

—Es un artesano de artículos de cuero. Evidentemente un curtidor honesto, respetable y trabajador. Pero, Marco, sólo es un curtidor. Morel di mezo. Tú que podías estar visitando a las hijas de la sangue blo. La familia Dándolo, los Balbi, los Candiani…

—Dona Lisa, una vez tuve una nena Zuliá que también se quejaba de mis gustos. Ya en mi juventud era terco y prefería un bocado sabroso a uno de nombre noble. Sin embargo, no me lancé sobre la casa de los Loredano y rapté a Donata. Le hice la corte tan formal y ritualmente y durante tanto tiempo como si hubiera sido de la sangre más azul. Su padre, que daba la impresión de estar confeccionado con algunos de sus propios cueros curtidos, me recibió cordialmente y no hizo ningún comentario al hecho de que yo fuera casi tan mayor como él. Después de todo, uno de los sistemas aceptados para que una hija de la clase media en ascenso se elevara más en el mundo era mediante un ventajoso matrimonio de mayo-diciembre, generalmente con un viudo de numerosa prole. En este sentido, yo realmente no era más que noviembre, y además me presentaba sin ningún hijastro. Así que el maistro Lorenzo masculló simplemente una de aquellas frases pronunciadas tradicionalmente por un padre sin medios a un pretendiente rico, para disipar toda sospecha de que está entregando voluntariamente a su hija por el dirito de signoria.

—Debo haceros saber que yo soy reacio a ello, micer. Una hija no debería aspirar a una posición más elevada que la que la vida le ha dado. A la carga natural de su bajo nacimiento, se arriesga a añadir una servidumbre más onerosa.

—Soy yo quien aspira, micer —le aseguré —. Sólo puedo confiar en que vuestra hija apruebe mis aspiraciones, y prometo que nunca tendrá motivo para arrepentirse de ello. Acostumbraba a llevarle flores o algún pequeño obsequio y nos sentábamos los dos siempre con una accompagnatrice (una de las encorsetadas doncellas de Fiordelisa) cerca nuestro para asegurarse de que nos comportábamos con rígida respetabilidad. Pero eso no impedía a Donata hablarme tan libre y francamente como solía hacer Doris.

—Si conocisteis a mi madre en su juventud, micer Marco, sabéis que comenzó su vida como una pobre huérfana. Literalmente del bajo popolázo. O sea que no voy a atribuirle virtudes y gracias fuera de lugar. Cuando se casó con un próspero curtidor de pieles que poseía su propio taller, se casó con alguien de clase superior a la suya. Pero nadie lo habría adivinado si ella no hubiera decidido no mantenerlo en secreto. No hubo nada vulgar ni ordinario en ella durante el resto de su vida. Fue una buena esposa para mi padre y una buena madre para mí.

—Estoy convencido de ello.

—Yo creo que se merecía una situación más alta en la vida. Os digo esto, micer Marco, por si tenéis dudas sobre mis capacidades para ascender más aún…

—Querida Donata, no tengo la menor duda. Ya cuando tu madre y yo éramos niños, podía ver que prometía mucho. Pero no voy a decir «de tal palo, tal astilla», porque aunque no hubiera conocido a tu madre, habría conocido lo que tú prometes. ¿Debo cantar tus cualidades como un trovatore que hace la corte a la luz de la luna? Belleza, inteligencia, buen humor…

—Por favor, no olvidéis la honestidad —me interrumpió —. Pues yo os haría saber todo lo que hiciera falta saber. Mi madre nunca me dio ninguna pista de lo que voy a deciros, y a mí desde luego no se me escaparía nunca en presencia de mi buen padre; pero hay

cosas que un niño llega a saber, o al menos a sospechar, sin que le digan nada. No olvide, micer Marco, que yo admiro a mi madre por haber hecho un buen matrimonio. Pero debería admirar menos el modo en que tuvo que casarse, y vos probablemente también. Tengo la inquebrantable sospecha de que su matrimonio con mi padre fue determinado por… ¿cómo lo diría?… por haber anticipado los acontecimientos en un cierto sentido. Me temo que podría resultar embarazoso comprobar la fecha escrita en su consenso di matrimonio y la que está escrita en mi propia atta di nascita. Me hizo gracia que la joven Donata pensara que podría impresionar a alguien tan endurecido e insensible a las sorpresas como yo. Y sonreí más abiertamente ante su inocente simplicidad. Ella, seguramente ignoraba, pensé, que un gran número de matrimonios entre las clases inferiores nunca se solemnizaban por medio de ningún documento, ceremonia o sacramento. Si Doris había ascendido mediante la más vieja de las tretas femeninas, desde el popolázo al morel di mezo, eso no la rebajaba a mis ojos; ni a ella ni al bello producto de sus tretas. Y si ése era el único impedimento que Donata podía temer como posible interferencia en nuestro matrimonio, era una insignificancia. En ese momento hice dos promesas. Una a mí mismo y en silencio: juré que nunca durante nuestra vida matrimonial revelaría ninguno de los secretos ni de las historias turbias de mi pasado. La otra promesa la formulé en voz alta, después de apagar mi sonrisa y adoptar un aire solemne:

—Te juro, mi queridísima Donata, que nunca te reprocharé haber nacido prematuramente. No hay nada malo en ello.

—Ah, vosotros los hombres maduros, sois tan tolerantes con la fragilidad humana. —Debí de estremecerme, porque ella añadió —: Sois un buen hombre, micer Marco.

—Y tu madre era una buena mujer. Yo no la juzgo mal por haber sido también una mujer resuelta. Ella supo abrirse su propio camino. —Recordé, con una cierta culpabilidad, un ejemplo de ello. El recuerdo me hizo decir —: Supongo que nunca dijo haberme conocido.

—Que yo recuerde, no. ¿Debería de haberlo dicho?

—No, no. Yo en aquellos días no era nadie digno de mención. Pero he de confesar… —me detuve, pues acababa de jurar no confesar nada de lo que hubiera sucedido en mi vida pasada.

Y era difícil confesar que Doris Tagiabue no había llegado virgen a Lorenzo Loredano como consecuencia de haber practicado antes sus ardides conmigo. Así que me limité a repetir:

—Tu madre supo abrirse camino. Si yo no hubiera tenido que dejar Venecia, podía haber ocurrido perfectamente que ella se hubiera casado conmigo cuando hubiéramos sido algo mayores.

Donata puso una cara deliciosamente enfurruñada:

—Qué cosas tan poco galantes decís, aunque sean ciertas. Me hacéis sentir como una opción de segunda clase.

—Y tú haces que me sienta ahora como quien rebusca en un mercado. Yo no te elegí

voluntariamente, querida niña. No intervine en nada. Cuando te vi por primera vez me dije a mí mismo: «Sin duda está puesta en esta tierra para mí.» Y cuando pronunciaste tu nombre, ya lo sabía. Sabía que me estaban ofreciendo un regalo. Eso le gustó y las cosas volvieron a ir bien.

En otra ocasión durante nuestro noviazgo, estábamos sentados juntos y le pregunté:

—¿Qué has pensado sobre los hijos cuando estemos casados, Donata?

Ella me miró parpadeando con perplejidad, como si le preguntara si seguiría respirando después de casados. Así que continué diciendo:

—Desde luego se espera que una pareja casada tenga hijos. Es lo natural. Lo esperan las

familias, la Iglesia, Nuestro Señor, la sociedad. Pero a pesar de estas expectativas, deben de haber algunas personas que no quieran conformarse.

—Yo no soy de esas personas —dijo, como si respondiera al catecismo.

—Y hay otras que simplemente no pueden.

Después de un momento de silencio, ella dijo:

—Estás tratando de decir, Marco… —Por entonces ya se había acostumbrado a dirigirse a mí informalmente. Ahora dijo, eligiendo sus palabras con delicadeza —. ¿Estás queriendo decir, Marco, que, um, durante tu viaje te sucedió algo malo?

—No, no, no. Estoy entero y sano, y capacitado para ser padre. Bueno, esto supongo. Me estaba refiriendo más bien a aquellas desafortunadas mujeres que son, por un motivo u otro, estériles.

Ella apartó de mí la mirada, se sonrojó y dijo:

—Yo no puedo protestar diciendo que no lo soy, porque no tengo manera de saberlo. Pero creo que si cuentas las mujeres estériles que conoces, encontrarás que todas son generalmente pálidas, frágiles y vaporosas damas de la nobleza. Yo provengo de una buena raza campesina, fuerte y vigorosa, y como cualquier mujer cristiana, espero ser madre de muchos hijos. Pido al buen Dios que así sea. Pero si Él en Su Sabiduría ha decidido hacerme estéril, procuraré soportar la aflicción con fortaleza. Sin embargo, tengo confianza en la bondad del Señor.

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