Nos quedamos en la villa hasta la primavera, de modo que tuve tiempo de conocer bien Constantinopla. Eso constituyó una cómoda transición entre nuestra larga estancia en Oriente y nuestro regreso a Occidente, pues la propia Constantinopla era una mezcla de estos dos extremos del mundo. Eran orientales su arquitectura, sus mercados de bazar, la mezcolanza de tipos, razas, costumbres y lenguas. Pero su guazzabuglio de nacionalidades incluía a unos veinte mil venecianos, más o menos la décima parte que en Venecia, y la ciudad se parecía en muchas otras cosas a Venecia, entre ellas que estaba plagada de gatos. La mayor parte de los venecianos residían y llevaban sus negocios en Fanar, el barrio de la ciudad que se les había asignado, y al otro lado del Cuerno Dorado, en la llamada Ciudad Nueva, aproximadamente un número igual de genoveses ocupaban el barrio de Galata.
Las exigencias del comercio requerían diariamente transacciones entre venecianos y genoveses. Nada les hubiera impedido hacer negocios. Pero sus relaciones mutuas eran muy frías y a un brazo de distancia, por así decirlo, y no se mezclaban ni social ni amistosamente, pues es muy posible que en sus repúblicas nativas estuvieran de nuevo en guerra, como tantas otras veces. Menciono esto porque más adelante yo mismo estuve algo implicado en ello. Pero no voy a describir todos los aspectos de Constantinopla ni voy a extenderme hablando de nuestra estancia allí, porque realmente sólo fue un lugar de recuperación y descanso en nuestro viaje, y nuestros corazones ya estaban en Venecia y nosotros impacientes por seguirlos hasta allí. Así fue como una mañana de mayo azul y dorada, veinticuatro años después de haber abandonado la Cittá Serenissima, nuestra galeazza amarró en el muelle del almacén de nuestra compañía, y mi padre, tío Mafio y yo descendimos por la pasarela y volvimos a pisar el enguijarrado de la Riva Ca´de Dio, en el año de Nuestro Señor mil doscientos noventa y cinco, o según el cómputo de Kitai, el Año del Carnero, tres mil novecientos noventa y tres.
5
Diga lo que diga la historia del Hijo Pródigo, yo sostengo que no hay nada como llegar a casa colmado de éxito para que el recibimiento sea cálido, tumultuoso y acogedor. Por supuesto, Dona Fiordelisa nos hubiera recibido con alegría en cualquier caso. Pero si hubiéramos aparecido en Venecia arrastrándonos como habíamos hecho en Constantinopla, apuesto lo que sea a que nuestros confratelli mercaderes y la ciudadanía en general nos habrían mirado con desprecio, y no les hubiera importado en lo más mínimo el hecho, mucho más importante, de que habíamos realizado viajes y habíamos visto cosas que ninguno de ellos había hecho ni visto jamás. Sin embargo, todos nos saludaron como a campeones, vencedores y héroes.
Durante varias semanas después de nuestra llegada, vino tanta gente a visitar Ca'Polo que apenas tuvimos tiempo de volver a familiarizarnos nosotros mismos con doña Lisa y demás parientes, amigos y vecinos, o de ponernos al día sobre las noticias de la familia, o aprender los nombres de todos nuestros sirvientes, esclavos y trabajadores de la compañía. El viejo maggiordomo Attilio había muerto durante nuestra ausencia, igual que el contable mayor Isidoro Priuli, y también el anciano rector de nuestra parroquia, pare Nunziata; mientras que otros domésticos, esclavos y trabajadores habían abandonado su empleo, o habían sido despedidos, liberados o vendidos, y tuvimos que conocer a sus sustitutos.
Entre la multitud de visitantes que acudían a nuestra casa habían personas que conocíamos de años atrás, pero otras muchas eran totalmente desconocidas. Algunos sólo venían a adularnos a nosotros, nuevos ricos arrichisti, y a intentar sacar algún beneficio; los hombres traían ideas y proyectos y nos pedían que invirtiéramos en ellos, las mujeres traían a sus hijas nubiles y las presentaban para mi deleite. Otros venían con la obvia y venal esperanza de obtener de nosotros información, mapas y consejo, para poder emularnos. Unos cuantos venían a felicitarnos sinceramente por nuestro regreso, y muchos venían a hacernos preguntas inútiles como, por ejemplo: «¿Cómo se siente uno al volver a casa?»
Yo al menos me sentía bien. Era agradable pasear por la entrañable y vieja ciudad, disfrutar de la luz de Venecia, un espejo líquido que cambiaba y chapoteaba constantemente, tan distinta del fulgor infernal de los desiertos y del acerado reverbero de las cimas montañosas y de los violentos contraluces de sol y sombra de los bazares orientales. Era agradable deambular por la piazza y oír a mi alrededor el habla suave y modulada, la cantilena de Venecia, tan diferente del apresurado farfulleo de las multitudes orientales. Era agradable ver que Venecia se mantenía más o menos como yo la recordaba. Habían prolongado un poco el campanile de la piazza, habían demolido algunos viejos edificios y edificado otros nuevos en su lugar, habían adornado el interior de San Marcos con muchos mosaicos nuevos. Pero nada había cambiado de modo discordante y eso me gustaba.
Y los visitantes seguían viniendo a Ca'Polo. Algunos nos resultaban agradables, otros inoportunos, otros un verdadero incordio, y uno de ellos, un comerciante como nosotros, echó un manto de dolor sobre nuestro regreso cuando nos dijo:
—Acaban de llegar noticias de Oriente a través de mi agente en Chipre. El gran kan ha muerto.
Le pedimos más detalles y llegamos a la conclusión de que Kubilai debió de morir más o menos mientras nosotros viajábamos a través del Kurdistán. Bueno, eran noticias entristecedoras, pero no inesperadas: había cumplido ya setenta y ocho años y había sucumbido sin más a los estragos de la vejez. Algún tiempo después obtuvimos más noticias: su muerte no había desencadenado ninguna guerra de sucesión, su nieto Temur había sido elevado al trono sin oposición.
También aquí en Occidente había habido cambios de soberanía mientras nosotros estábamos fuera. El dogo Tiépolo, el que me desterró de Venecia, había muerto y ahora llevaba la sciifieta un tal Piero Gradenigo. También había muerto años atrás Su Santidad el Papa Gregorio X, a quien habíamos conocido en Acre como arcediano Visconti; y desde entonces se habían sucedido ya varios papas en Roma. Además, la ciudad de Acre había caído en poder de los sarracenos, de modo que el reino de Jerusalén ya no existía, el Levante entero estaba gobernado ahora por musulmanes, y daba la impresión de que seguiría siendo suyo para siempre. Yo había estado en Acre para presenciar brevemente aquella Octava Cruzada que Eduardo de Inglaterra dirigía con intermitencias, por tanto creo poder decir que, entre todas las demás cosas que vi durante mis viajes, una de ellas fue la última cruzada.
Ahora mi padre y mi madrastra, estimulados posiblemente por la cantidad de visitantes que atestaban nuestra Ca'Polo, o pensando quizá que deberíamos comenzar a vivir de acuerdo con nuestra nueva prosperidad, o tal vez decidiendo que finalmente podíamos permitirnos vivir como correspondía a la nobleza de los Ene Acá, a la que los Polo siempre habíamos pertenecido, empezaron a hablar de construir una nueva magnífica Casa Polo. Así que al río de visitantes se añadieron ahora arquitectos y albañiles y otros artesanos, y todos venían impacientes, portando dibujos, proyectos y sugerencias que nos habrían obligado a construir un edificio que rivalizara con el palazzo del Dogo. Eso me recordó algo y yo se lo recordé a mi padre:
—Aún no hemos hecho nuestra visita de cortesía al dogo Gradenigo. Ya comprendo que cuando comuniquemos oficialmente que volvemos a establecernos en Venecia, sufriremos la inquisición de los recaudadores de impuestos de la dogana. No hay duda de que encontrarán entre todas nuestras importaciones alguna chuchería con que quedarse a cuenta de los años durante los cuales tío Marco dejó de pagar algún insignificante derecho de aduana, y que insistirán en exprimirnos hasta el último bagatino. Sin embargo, hemos de presentar nuestros respetos a nuestro dogo y no podemos aplazarlo indefinidamente.
Solicitamos una petición formal para una audiencia formal, y el día señalado nos llevamos con nosotros a tío Mafio y cuando ofrecimos los regalos al dogo, como dicta la costumbre, presentamos algunos en nombre de tío Mafio además de los nuestros. He olvidado lo que él y mi padre regalaron, pero yo entregué a Gradenigo una de las placas paizi de oro y marfil que habíamos llevado como emisarios del kan de todos los kanes, y también el cuchillo de tres hojas que me había sido tan a menudo útil en Oriente. Mostré
al dogo su ingenioso funcionamiento, y él estuvo jugando un rato con el arma, me pidió
luego que le contara las ocasiones en que utilicé el cuchillo, y así lo hice, brevemente. Luego formuló a mi padre algunas preguntas de cortesía, destacando principalmente los asuntos comerciales entre Oriente y Occidente, y las perspectivas de Venecia para incrementar este tráfico. Después expresó su satisfacción de que nosotros, y a través nuestro Venecia, hubiéramos prosperado tanto en nuestra estancia en el extranjero. Luego dijo, como estaba previsto, que le gustaría que demostráramos a la dogana haber pagado debidamente a los cofres de la República la contribución correspondiente a todas nuestras venturosas empresas. Nosotros dijimos, como estaba previsto, que esperábamos la llegada de los recaudadores de impuestos para que escrutaran los intachables libros de cuentas de nuestra Compagnia. Luego nos pusimos en pie esperando su permiso para salir. Pero el dogo alzó una de sus manos cargada de anillos y dijo:
—Una única cosa más, miceres. Quizá ha escapado a vuestro recuerdo, micer Marco, ya sé que habéis tenido muchas otras cosas en que pensar, pero sigue pendiente el pequeño asunto de vuestro destierro de Venecia.
Me quedé mirándole mudo de asombro. No era posible que suscitara aquella vieja acusación contra un ciudadano actualmente muy respetable, estimado y gran contribuyente. Con un aire de ofendida altivez dije:
—Suponía, so serenitá, que el estatuto de obligatoriedad había expirado con el dogo Tiépolo.
—¡Oh!, por supuesto yo no estoy obligado a respetar los juicios pronunciados y las sentencias impuestas por mi predecesor. Pero a mí también me gustaría mantener mis libros intachables. Y ahí está esa manchita sobre las páginas de los archivos de los Signori della Notte.
Yo sonreí, creyendo que ya entendía y dije:
—Quizá una multa adecuada borraría la mancha.
—Había pensado más bien en una expiación de acuerdo con la vieja ley romana del talión.
Quedé otra vez mudo de sorpresa:
—¿Ojo por ojo? Los libros seguramente demuestran que yo no fui culpable de la muerte de ese ciudadano.
—No, no, claro que no lo fuisteis. Sin embargo, en ese triste asunto hubo un combate. Pensé que podríais expiarlo participando en otro. Quiero decir, en nuestra actual guerra contra nuestra vieja enemiga Genova.
—So serenitá, la guerra es un juego para jóvenes. Yo tengo cuarenta años, que son demasiados años para empuñar una espada…
¡Esnic! Apretó el mango del cuchillo e hizo saltar centelleante su hoja interior.
—Según habéis contado vos mismo, empuñasteis este cuchillo no hace muchos años. Micer Marco, no os estoy proponiendo que dirijáis un asalto de primera línea en Genova, sino un simbólico simulacro de servicio militar. Y no estoy siendo despótico ni rencoroso ni caprichoso. Lo hago pensando en el futuro de Venecia y de la Casa Polo. Esa casa que ahora está situada entre las más prominentes de nuestra ciudad. Después de vuestro padre, vos seréis el cabeza de familia y luego lo serán vuestros hijos. Si la Casa de los Polo, como parece probable, sigue manteniendo su posición dominante a lo largo de las generaciones, creo que el escudo de la familia debería estar totalmente sema macchia. Borremos ahora esa mancha para que no estorbe ni entorpezca vuestra prosperidad. Es fácil de hacer. Sólo tengo que escribir en la página de enfrente: «Marco Polo, Ene Acá, sirvió lealmente a la república en su guerra contra Genova.»
Mi padre expresó con un gesto su conformidad, y contribuyó diciendo:
—Lo que está bien cerrado queda bien guardado.
—Si no hay más remedio —dije con un suspiro. Yo creía que había dejado atrás mis servicios bélicos. Pero pensé, debo confesarlo, que quizá quedaría bien en la historia de la familia: aquel Marco Polo luchó a lo largo de su vida tanto con la Horda Dorada como con la Armada de Venecia. —¿Qué queréis que haga, so serenitá?
—Serviréis sólo como caballero en armas. Es decir, al mando supernumerario de un barco de suministros. Hacéis una salida con la flota, navegáis un poco por mar, volvéis a puerto y luego os retiráis con una nueva nota de distinción y conservando el viejo honor. Y así, cuando una escuadra de la flota veneciana zarpó varios meses después bajo el mando del almirante Dándolo, subí a bordo de la galeazza Doge Particiaco, que era realmente el único navío de la escuadra que portaba provisiones. Yo ostentaba el rango de cortesía de sopracomito, lo cual significa que cumplía más o menos la misma función que en el chuan que transportaba a doña Kukachin: dar una imagen de poder, de experiencia en la guerra y de conocimiento, y no interferirme con el comito, el auténtico jefe del barco, ni con los marineros que obedecían sus órdenes. No puedo asegurar que de haber ido yo al mando de la galeazza o de toda la escuadra
lo hubiera hecho mejor, pero difícilmente lo habría podido hacer peor. Nos dirigíamos por el Adriático hacia el sur, cuando cerca de la isla de Kurcola, próxima a la costa de Dalmacia, nos encontramos con una escuadra genovesa en la que ondeaba la enseña de su gran almirante Doria, quien nos demostró por qué le llamaban grande. Nuestra escuadra, según pudimos ver desde lejos, superaba en número a la de los genoveses, de modo que nuestro almirante Dándolo ordenó que nos lanzáramos al ataque inmediato. Doria dejó que nuestros barcos se aproximaran y destruyeran unos nueve o diez de los suyos, un sacrificio deliberado para que nuestra escuadra fuera atraída inextricablemente hacia el centro de la suya. Y después, salidos de ninguna parte o mejor dicho de detrás de la isla de Peljesac en donde habían estado escondidos, aparecieron otros diez o quince veloces buques de guerra genoveses. La batalla duró dos días y costó muchos muertos y heridos en ambos bandos; pero la victoria fue de Doria, pues al atardecer del segundo día, los genoveses se habían apoderado de toda nuestra escuadra y de unos siete mil marinos venecianos como trofeo de guerra, y yo entre ellos. El Doge Particiaco, como todas las demás galeras venecianas, rodeó la bota de Italia y subió por los mares Tirreno y Ligur hasta Genova, conducida por su tripulación cautiva, pero bajo el mando de un comito genovés. La ciudad, desde el agua, no parecía un mal lugar de reclusión; sus palazzi, como capas de un pastel de mármoles blancos y negros combinados, se hacinaban en las laderas que partían del puerto. Pero cuando bajamos a tierra descubrimos que Genova era tristemente inferior a Venecia: todo eran calles y callejones angostos y miserables y pequeñas piazze, y además todo estaba muy sucio, pues no tenía canales para evacuar sus aguas residuales.