2
Al final llegamos a Quanzhou; allí algunos de nuestros soldados de escolta, algunos nobles y la caravana de cargamento regresaron hacia Kanbalik, y el resto de nosotros subimos en fila a bordo de los grandes navíos chuan, y a la siguiente marea entramos en el mar de Kitai. La procesión que formábamos por mar era aún más imponente que nuestro desfile por tierra, pues Kubilai nos había proporcionado una flota entera: catorce sólidos navíos de cuatro mástiles, cada uno de ellos tripulado por unos doscientos marineros. Repartimos a nuestro grupo entre ellos; mi padre, mi tío, el enviado Ula-dai y yo íbamos a bordo del mismo barco llevando con nosotros a doña Kukachin y a la mayoría de sus mujeres. Los navíos chuan eran buenos y resistentes, construidos con
triple tablaje, nuestros camarotes estaban lujosamente amueblados, y creo que cada uno de los pasajeros teníamos cuatro o cinco criados del séquito de la dama que se ocupaban de nosotros, aparte de los mayordomos, los cocineros, y los mozos de camarote que también velaban por nuestra comodidad. El gran kan había prometido buenos alojamientos, buen servicio y buena comida, y sólo daré un ejemplo para ilustrar cómo respondían los barcos a aquella promesa. En cada uno de los catorce navíos había un marino destacado para una única tarea durante todo el viaje: estaba siempre agitando y removiendo el agua de un aljibe del tamaño de un estanque de lotos que había en cubierta, donde nadaban peces de agua dulce destinados a nuestra mesa. Mi padre y yo teníamos poco que hacer en el gobierno o supervisión de la nota. Los capitanes de los catorce navíos habían quedado bastante sorprendidos e impresionados cuando vieron que subían a bordo con aire regio hombres blancos llevando las tablas paizi colgadas sobre el pecho, o sea que cumplían todas sus obligaciones con loable diligencia y prontitud. Para asegurarme de que la flota no se desviaba de su ruta, me quedaba de vez en cuando de noche en cubierta oteando el horizonte con el kamal que había llevado conmigo desde Suvediye. Aunque aquel pequeño marco de madera solamente me decía que seguíamos rumbo hacia el sur constantemente, siempre lograba que el capitán de nuestro barco viniese corriendo a asegurarme que nos manteníamos inflexiblemente en la ruta fijada.
Los pasajeros únicamente podíamos quejarnos por la lentitud de nuestro avance, pero esto se debía a la devoción con que nuestros capitanes cumplían sus obligaciones y aseguraban nuestra comodidad. El gran kan había elegido especialmente los pesados navíos chuan para garantizar a doña Kukachin un viaje seguro y tranquilo, y la propia estabilidad de esos grandes barcos los hacía muy lentos, y la necesidad de que los catorce navegaran juntos imponía aún mayor lentitud. Además, cada vez que el tiempo parecía mínimamente amenazador, los capitanes iban a refugiarse a alguna cala. En vez de tomar rumbo directo hacia el sur a través de mar abierto, la flota seguía hacia el oeste el arco de la línea costera, mucho más largo. Además, aunque los barcos estuviesen abundantemente aprovisionados con comida y otros suministros para dos años enteros de navegación, no podían transportar agua potable para más de un mes, y teníamos que reponerla cargando agua a intervalos, y estas paradas resultaban aún más largas que las de los refugios ocasionales. Solamente el hecho de anclar una flota tan numerosa de barcos tan enormes ocupaba casi todo un día. Luego había que transportar a remos los barriles dentro de los botes de cada barco y eso llevaba tres o cuatro días más, y levar anclas y zarpar de nuevo aún otro día más. De modo que cada parada para aprovisionarnos de agua nos costaba aproximadamente una semana de retraso. Recuerdo que después de dejar Quanhzou nos detuvimos a por agua en una gran isla de Manzi llamada Hainan, luego en un pueblo portuario de la costa de Annam, en Champa, llamado Gaidinthanh, y en una isla tan grande como un continente, llamada Kalimantan. En total, la etapa de nuestro viaje hacia el sur por la costa de Asia duró tres meses, antes de que pudiéramos girar hacia el oeste en dirección a Persia.
—He estado observando, hermano mayor Marco —dijo doña Kukachin, acercándose a mí
una noche en cubierta —, que a veces subís aquí y manipuláis un pequeño aparato de madera. ¿Se trata de algún instrumento ferenghi de navegación?
Fui a buscarlo y le expliqué su función.
—Quizá sea un aparato desconocido para mi prometido esposo —dijo —, y yo podría ganar gran estima a sus ojos sí se lo descubriera. ¿Querréis enseñarme a utilizarlo?
—Con mucho gusto, señora mía. Debéis sostenerlo con el brazo extendido, así, en dirección a la estrella del Norte.
De pronto me detuve aterrorizado.
—¿Qué sucede?
—¡La estrella del Norte ha desaparecido!
Era cierto. Aquella estrella últimamente había estado cada noche más baja, muy cerca del horizonte. Pero yo no la había buscado durante varias noches, y ahora me horroricé
al ver que había desaparecido totalmente de vista. La estrella que yo había podido contemplar casi cada noche de mi vida, el faro constante que a través de la historia había guiado a todos los viajeros por tierra y mar, se había esfumado totalmente del cielo. Era espantoso ver que la única cosa fija, constante e inmutable del universo desaparecía. Realmente podíamos estar navegando más allá de los confines del mundo y caer en un abismo desconocido.
Francamente confieso que eso me hizo sentirme incómodo. Pero por la confianza que Kukachin tenía puesta en mí, traté de disimular mi inquietud mientras llamaba al capitán del barco. Calmando mi voz todo lo posible, le pregunté qué había sucedido con la estrella y cómo podríamos mantener un rumbo o conocer su posición sin ese punto fijo de referencia.
—Ahora estamos bajo la protuberancia que forma la cintura del mundo —dijo —. Y desde aquí la estrella es simplemente invisible. Debemos contar con otras referencias. Envió a un mozo de camarotes corriendo al puente del barco para que le trajese una carta de navegación, y la desenrolló delante mío y de Kukachin. No era una representación de las costas locales y de sus accidentes, sino del cielo nocturno: no había más que puntos pintados de diferentes tamaños representando estrellas de diferente luminosidad. El capitán señaló hacia arriba indicando las cuatro estrellas más brillantes del cielo, que parecían dibujar los brazos de una cruz cristiana, y luego señaló
los cuatro puntos sobre el papel. Me di cuenta de que aquel mapa era una exacta representación de aquellos cielos desconocidos, y el capitán me aseguró que con eso le bastaba para guiarse.
—Este mapa parece tan útil como vuestro kamal, hermano mayor —me dijo Kukachin, y luego dirigiéndose al capitán añadió —: ¿Haréis una copia para mí, quiero decir para mi regio esposo, por si alguna vez desea emprender una campaña hacia el sur de Persia?
El capitán, con gran amabilidad, ordenó copiarlo inmediatamente a un escriba, y yo ya no expresé más dudas sobre la perdida estrella del Norte. Sin embargo, me seguí
sintiendo un poco incómodo en aquellos mares tropicales, porque incluso el sol se comportaba allí de manera extraña.
Lo que yo siempre había considerado una «puesta del sol» allí podía llamarse más bien una «caída», pues el sol no bajaba tranquilamente por el cielo cada tarde para posarse con suavidad bajo el mar, sino que se zambullía de modo directo y rápido. Nunca podía admirarse un flamante cielo crepuscular, ni un ocaso gradual que suavizara el paso del día a la noche. En un momento dado había una brillante luz diurna, y en un abrir y cerrar de ojos, era ya negra noche. En todas partes, desde Venecia a Kanbalik, yo me había acostumbrado a días largos y a noches cortas en verano, y a lo contrario en invierno. Pero en todos los meses que duró nuestra travesía por los mares tropicales nunca pude notar alargamientos estacionales del día o de la noche. Y el capitán ratificó
esta impresión, pues me dijo que la diferencia entre los días más largos del año y los más cortos en los trópicos era de sólo tres cuartas partes de la hora de un reloj de arena. Tres meses después de salir de Quanzhou llegamos a nuestro destino más austral, en el archipiélago de las islas de las Especias, en donde debíamos virar rumbo hacia el este. Pero antes, como necesitábamos reponer agua otra vez, atracamos en una de las islas llamada Java la Mayor. Desde el momento en que la vimos asomar en el horizonte hasta que llegamos a ella, después de medio día más, los pasajeros estuvimos comentando entre nosotros que aquél debía de ser un lugar muy acogedor. El aire era cálido y estaba
tan cargado con el espeso aroma de las especias que casi nos mareó, y la isla era un tapiz de verdes brillantes y de colores de flores, y en todo su contorno el color del mar era de un reluciente, translúcido y suave verde lechoso, como el jade. Desgraciadamente, la primera impresión de que habíamos encontrado una isla paradisíaca apenas duró.
Nuestra flota fondeó en la desembocadura de un río llamado Jakarta, a poca distancia de la costa, en un puerto llamado Tanjung Priok, y mi padre y yo bajamos a tierra con los botes que transportaban barriles de agua. Descubrimos que el llamado puerto de mar era sólo un pueblecito con casas de caña de zhugan construido sobre altos pilares, porque todo el suelo era un cenagal. Los edificios mayores de la población eran unas plataformas de caña largas, con tejados de palmas trenzadas pero sin paredes, llenos de sacos de especias apilados (nueces, cortezas, vainas y polvos) que esperaban el paso del siguiente navío mercante. Por lo que pudimos ver la isla, más allá del pueblo, no era más que densa jungla creciendo sobre otros cenagales. Los almacenes de especias despedían un aroma que superaba el olor miasmático de la jungla, y el hedor común a todos los pueblos tropicales. Pero nos enteramos de que sólo por cortesía se integraba también a esta isla, Java la Mayor, en el archipiélago de las Especias, pues allí no crecía nada más valioso que la pimienta, y las mejores especias (nuez moscada, clavo, macis, sándalo y otras) crecían en islas más remotas del archipiélago, y se guardaban en aquel lugar simplemente porque era más accesible a las rutas marítimas. También descubrimos en seguida que Java no tenía un clima paradisíaco, pues nada más llegar a la orilla un violento chubasco nos caló hasta los huesos. Un día de cada tres caían lluvias en la isla, nos dijeron, y generalmente en forma de tempestades que, esto no tuvieron que decírnoslo, eran una lograda imitación del fin del mundo. Confío que después de nuestra partida, Java disfrutara de una inhabitual temporada de buen tiempo, porque el que nos tocó a nosotros fue malísimo. La primera tormenta se prolongó día y noche durante semanas; los truenos y relámpagos se tomaban un descanso de vez en cuando, pero la lluvia caía incesantemente y la soportamos anclados en la desembocadura del río.
Nuestros capitanes tenían intención de dirigirse desde allí hacia el este a través de un estrecho paso llamado el estrecho de Sunda, que separa Java la Mayor de la siguiente isla occidental, Java la Menor, también llamada Sumatera. Dijeron que aquel estrecho facilitaba el trayecto hacia la India, pero también nos informaron de que sólo podía cruzarse con el mar en calma y con una visibilidad perfecta. Así que nuestra flota se quedó en la desembocadura del río Jakarta, en donde los chaparrones eran tan continuos y densos que ni siquiera podíamos vislumbrar Java a su través. Pero sabíamos que la isla seguía estando allí porque cada amanecer nos despertaban los alaridos y silbidos de los monos gibones desde las copas de los árboles de la jungla. No era realmente un lugar incómodo para quedar aislados: nuestros barqueros nos traían de la costa cerdo fresco, aves de corral, frutas y verduras para aumentar nuestras provisiones de ahumados y salados, y teníamos gran cantidad de especias para dar más sabor a nuestras comidas. Sin embargo, la espera resultó terriblemente pesada.
Si alguna vez me hartaba de no ver más que el agua del puerto dando saltos para encontrarse con la de la lluvia, me acercaba hasta la orilla; pero el panorama no era mucho mejor allí. Los habitantes de Java eran bastante bien parecidos: pequeños, bien proporcionados, y con la piel de color dorado, y las mujeres, al igual que los hombres, iban desnudas hasta la cintura. Pero toda la población de Java, fuera cual fuese la religión que profesara antes, había sido convertida al hinduismo hacía mucho tiempo por los indios, sus principales compradores de especias. Inevitablemente, los habitantes de Java habían adoptado todo lo que al parecer acompaña a la religión hindú, es decir, la
suciedad, la apatía y las censurables costumbres personales. Así que aquel pueblo no me resultó más atractivo que cualquier otro pueblo hindú, ni Java más atractiva que la India. Algunos miembros de nuestro grupo quisieron mitigar su aburrimiento de otras formas, y acabaron lamentándolo. A todos los tripulantes han de nuestra flota, como a los marineros de todas las razas y nacionalidades, les aterrorizaba mortalmente meterse en el agua. Pero la gente de Java se sentía en el agua como en su casa. Los pescadores de Java, aunque el mar estuviese agitado, podían surcarlo con una embarcación llamada prau, tan pequeña y poco firme que se la hubiesen tragado las olas si no la hubiera mantenido en equilibrio un tronco sujeto paralelamente a cierta distancia de la barca con largas vergas de caña. Y hasta las mujeres y niños de Java se alejaban nadando a gran distancia de la costa, en medio de temibles oleajes. En vista de lo cual, unos cuantos de nuestros pasajeros mongoles y algunas mujeres atrevidas, todos ellos nacidos tierra adentro y que por tanto no sentían respeto por las grandes extensiones de agua, decidieron imitar a las gentes de Java y retozar en aquel mar cálido. Aunque el aire del ambiente, cargado de chaparrones de lluvia, estaba casi tan mojado como el mar, los mongoles se desvistieron hasta quedar con el mínimo de ropa, y se dejaron caer al agua para chapotear alrededor del barco. Mientras se sujetaban a las múltiples escaleras de cuerda que colgaban por las bordas, no corrían gran peligro. Pero muchos se envalentonaron y quisieron nadar libremente, y de cada diez que desaparecieron tras la cortina de lluvia, sólo regresarían unos siete. Nunca supimos lo que pasó con los desaparecidos, pero las bajas continuaron. Eso no impidió que otros se aventuraran también, y al final debimos de perder al menos veinte hombres y dos mujeres del séquito de Kukachin.
Supimos lo que les pasó a dos de nuestras víctimas. Uno de los hombres que había estado nadando, volvió al barco mascullando «vajs!», y maldiciendo y sacudiéndose gotas de sangre de una mano. Mientras el médico han del barco le curaba y le vendaba, el hombre contó que había puesto las manos sobre una piedra donde había un pez pegado, un pez moteado con algas que parecía exactamente una roca, y este pez le había picado con sus espinas dorsales. Fue todo lo que dijo, después gritó «vaj, vaj, vajvajvaj!», entró en un paroxismo demencial, se retorció debatiéndose de un lado a otro de cubierta y sacando espuma por la boca, y cuando finalmente cayó desplomado como un saco, descubrimos que estaba muerto.