lugar de una ocupación real os limitéis a colocar en la administración de Champa nativos sumisos y fuerzas supervisoras.
Asintió y volvió a coger la carta que yo había traído de Bayan:
—El rey Rama Khamhaeng de Muong Thai está proponiendo ya un acuerdo de este tipo, como alternativa a vuestra exigencia de su rendición incondicional. Ofrece toda la producción de las minas de estaño de su país como tributo constante. Creo que aceptaré
estas condiciones, y conservaré Muong Thai como nación teóricamente independiente. Me alegró oír aquello, pues había tomado verdadero afecto al pueblo thai. Mejor que continuaran con su Tierra de los Libres.
Kubilai siguió diciendo:
—Te agradezco tu informe, Marco. Lo has hecho bien, como siempre. Y yo sería un gobernante desagradecido si me negara a concederte cualquier favor. Dime lo que quieres.
Él sabía lo que iba a pedirle. Sin embargo no quise pedírselo llana y bruscamente:
«Dadme venia para abandonaros»; así que empecé a explicarme a la manera han, con circunloquios:
—Hace mucho tiempo, excelencia, yo dije en una ocasión: «Nunca podría matar a una mujer.» Y cuando yo dije eso, un esclavo mío, un hombre más sabio de lo que yo pensaba, dijo: «Aún sois joven.» Yo, en aquel momento, no podía creerlo, pero recientemente he sido la causa de la muerte de la mujer más querida para mí en todo el mundo. Y ya no soy joven. Soy un hombre de mediana edad, bien entrado en la cuarta década. Esa muerte me ha hecho mucho daño y, como un elefante herido, quisiera marcharme cojeando al retiro de mi tierra natal, para recuperarme allí de mi herida o consumirme a causa de ella. Solicito vuestro permiso, excelencia, y espero que también vuestra bendición, para que mi padre y mi tío y yo salgamos de vuestra corte. Si yo ya no soy joven, ellos ya son viejos, y también ellos deberían morir en su casa.
—Y yo soy todavía más viejo —dijo Kubilai con un suspiro —, mis manos han dado más vueltas desplegando y enrollando el rollo donde está representada mi vida. Y a cada vuelta de las varas del rollo aparece un cuadro con menos amigos a mi lado. Algún día, Marco, envidiarás a la dama que has perdido. Ella murió en el verano de su vida, sin haber visto cómo todo lo que estaba verde y florecido a su alrededor se volvía marrón y caduco y se iba volando como las hojas del otoño. —Se estremeció, como si sintiera ya las ráfagas del invierno —. Lamentaré ver partir a mis amigos los Polo, pero pagaría mal la compañía y el largo servicio prestado por tu familia si pidiera con lágrimas que os quedarais. ¿Habéis hecho ya los preparativos del viaje?
—Por supuesto que no, excelencia. No sin obtener antes vuestro permiso.
—Lo tenéis, claro. Pero ahora me gustaría pediros un favor. Una última misión que podéis llevar a cabo por el camino y que os facilitará el viaje.
—Sólo tenéis que ordenar, excelencia.
—Quisiera pediros que tú, Nicoló y Mafio entregarais un cargamento valioso y delicado a mi sobrino Arghun en Persia. Cuando Arghun sucedió en el trono al anterior ilkan tomó una esposa persa como gesto político frente a sus súbditos. Él, indudablemente, tiene también otras mujeres, pero ahora desea tener como primera esposa e ilkanatun a una mujer de pura sangre y crianza mongola. Me envió mensajeros pidiéndome que le consiguiera una novia de estas características, y yo he elegido a una dama llamada Kukachin.
—¿La viuda de vuestro hijo Chingkim, excelencia?
—No, no. Se llama igual, pero no tiene relación alguna, y tú no la conoces. Es una joven doncella traída directamente de las llanuras, de una tribu llamada Bayaut. Le he proporcionado una dote considerable, el habitual y rico ajuar nupcial, y un cortejo de
sirvientes y doncellas, y ya está preparada para emprender el viaje a Persia y encontrarse con su prometido esposo. Sin embargo, enviarla por tierra significaría obligarla a cruzar los territorios del ilkan Kaidu. Ese miserable primo mío está tan rebelde como siempre, y ya sabes la enemistad que ha manifestado en todo momento hacia sus primos que gobiernan el ilkanato de Persia. No voy a arriesgarme a que Kaidu capture a doña Kukachin cuando pase por sus dominios y se quede con ella; para pedir a Arghun un rescate, o bien para disfrutar con el resentimiento que su acción provocaría.
—¿Deseáis que la escoltemos a través de este peligroso territorio?
—No, preferiría que lo evitara del todo. Mi idea es que haga el trayecto por mar. Sin embargo, todos los capitanes de mis barcos son han, y vaj!, los marineros han me decepcionaron tanto durante nuestros intentos de invadir Riben Guo que no me atrevo a confiarles esta misión. Pero tú y tus tíos sois también gente de mar. Estáis familiarizados con el mar abierto y con el manejo de los navíos.
—Es cierto, excelencia, pero en realidad no hemos pilotado nunca ninguno.
—Oh, eso lo saben hacer bien los han. Sólo os pediría que tomarais el mando, y que vigilaseis de cerca a los capitanes han para que no huyan con la dama, ni la vendan a los piratas ni la pierdan por el camino. Y que vigiléis bien el rumbo para que no se lleven la flota más allá de los confines del mundo.
—Sí, podríamos ocuparnos de esto perfectamente, excelencia.
—Seguiréis llevando mi paizi y tendréis autoridad incuestionable e ilimitada, tanto en el mar como en cualquier desembarco que debáis hacer. De este modo podréis viajar cómodamente de aquí a Persia, con buenos alojamientos a bordo, buena comida y buenos criados durante todo el trayecto. El viaje resultará especialmente fácil para el inválido Mafio y las ayudantes que lo cuidan. En Persia os recibirá una comitiva enviada para recoger a doña Kukachin, y os conducirán confortablemente hasta donde Arghum tenga instalada actualmente su capital. Seguramente él se ocupará de proporcionaros un buen medio de transporte a partir de allí. Ésa es, pues, mi misión, Marco. ¿Quieres discutirlo con tus tíos para decidir si os haréis cargo de ella?
—¡Por favor, excelencia! Estoy convencido de que puedo hablar ya en nombre de todos. No sólo nos sentimos honrados de llevarlo a cabo y estamos ansiosos de hacerlo, sino que seguimos en deuda con vos por facilitarnos el viaje de este modo. Así que mientras la flota nupcial se preparaba y aprovisionaba, mi padre resolvió los asuntos de nuestra compañía que quedaban pendientes, y yo me ocupé de resolver algunos asuntos míos. Dicté a los escribas de la corte de Kubilai una carta para que fuera incluida en el próximo envío oficial del gran kan al wang Bayan en Ava. Mandé
saludos y recuerdos a mi viejo amigo y me despedí afectuosamente de él; y luego, aprovechando que la nación de Muong Thai no sería invadida y conservaría su libertad, le pedí un favor personal, le pedí que se ocupara de conceder la libertad a la pequeña sirvienta Aran de Pagan, y de enviarla a salvo al país de los suyos. Después cogí un lote de bellos rubíes, la parte que me correspondía de las últimas ganancias en Kitai de la Compagnia Polo convertidas por mi padre en bienes muebles para llevarlas a casa, y me lo llevé, pero sólo hasta las habitaciones del ministro de Finanzas, Linan. Él era el primer cortesano de Kanbalik a quien había conocido, y fue el primero de quien me despedía ahora en persona. Le entregué el lote de gemas, y le pedí
que utilizara su valor para dejar un legado a los pequeños pajes del gran kan cuando cada uno de ellos se hiciera mayor; así tendrían un apoyo para iniciar su vida adulta. Continué luego por palacio despidiéndome de otras personas, algunas de mis visitas eran de cortesía: a los dignatarios como el hakim Gansui y la katum Janui, la anciana primera esposa de Kubilai. Otras visitas fueron menos formales, pero también breves: al astrónomo de la corte y al arquitecto de corte. Y realicé una de las visitas al ingeniero de
palacio, Wei, únicamente para agradecerle que hubiese construido el pabellón del jardín donde Huisheng disfrutó de la gorjeante música de los caños de agua. Y otra de las visitas, esta vez al ministro de la Historia, fue sólo para decirle:
—Ahora podéis escribir en vuestros archivos otra trivialidad. En el Año del Dragón, según el cómputo han el año tres mil novecientos noventa, el forastero Poluo Make dejó
finalmente la ciudad del kan para regresar a su nativa Wei-ni-si. Él sonrió al recordar la conversación que sostuvimos tanto tiempo atrás, y dijo:
—¿Debo consignar que Kanbalik mejoró gracias a su presencia aquí?
—Eso ha de decirlo Kanbalik, ministro.
—No, eso debe decirlo la historia. Pero aquí, mirad. —Cogió un pincel, humedeció su bloque de tinta y escribió sobre un papel ya atiborrado de escritos, una línea de caracteres verticales. Entre ellos reconocí el carácter que había en mi sello yin —. Aquí
queda apuntada la trivialidad. Cuando volváis dentro de cien años, Polo, o de mil años, podéis comprobar si esta trivialidad aún se recuerda.
Otras de mis visitas de despedida fueron más afectuosas y prolongadas. Tres de ellas, al artificiero de la corte, Shi Ixme, al orfebre de la corte, Pierre Boucher, y especialmente mi visita al ministro de la Guerra, Zhao Mengfu, artista de corte y compañero conspirador en una ocasión, se prolongaron cada una hasta bien entrada la noche, y terminaron sólo cuando ya estábamos demasiado borrachos para seguir bebiendo. Cuando tuvimos noticia de que los navíos estaban preparados y esperándonos en el puerto de Quanzhou, mi padre y yo condujimos a tío Mafio a las habitaciones del gran kan para que nos presentara a la dama que debíamos custodiar. Kubilai nos presentó
primero a los tres enviados que habían ido a pedir su mano para el ükan Arghum, se llamaban Uladai, Koja y Apushka, y después nos presentó a doña Kukachin que era una chica de diecisiete años, una de las más agraciadas hembras mongolas que yo había visto, vestida con bellas ropas pensadas para deslumhrar a toda Persia. Pero la joven dama no era altiva ni dominante, como podría esperarse de una noble que iba a convertirse en la ilkatun, y que encabezaba un cortejo de casi seiscientas personas, contando a todos sus sirvientes, doncellas, futuros cortesanos y soldados de escolta. Kukachin era franca y natural y de agradables modales, como correspondía a una chica ascendida tan repentinamente desde una tribu de las llanuras, donde probablemente su corte consistía sólo en una manada de caballos.
—Hermanos mayores Polo —nos dijo —, me pongo bajo la tutela de tan renombrados viajeros con la más absoluta seguridad y confianza.
Ella, los nobles principales que la acompañaban, los tres enviados de Persia, nosotros tres los Polo, y la mayor parte de la corte de Kanbalik nos sentamos junto a Kubilai para celebrar un banquete de despedida en la misma inmensa sala donde habíamos disfrutado de nuestro banquete de bienvenida hacía ya tanto tiempo. Fue una fiesta suntuosa, agradable incluso para tío Mafio, a quien dio de comer su fiel y constante sirvienta que continuaría con nosotros hasta Persia. La noche estuvo amenizada con muchas y variadas diversiones (tío Mafio en un momento dado se levantó para cantar al gran kan un verso o dos de su trillada canción sobre la virtud) y todo el mundo se emborrachó
sobremanera con los licores que el árbol con la serpiente de oro y plata aún suministraba por encargo. Antes de quedar totalmente inconscientes, mi padre, Kubilai y yo nos despedimos: el proceso fue tan largo, emotivo, lleno de abrazos, brindis y discursos exagerados como una boda veneciana.
Pero Kubilai también consiguió tener un pequeño coloquio privado conmigo:
—Aunque yo haya conocido a tus tíos antes, Marco, a ti te he conocido mejor, y lamentaré tu partida. Huí!, recuerdo que las primeras palabras que me dirigiste fueron insultantes. —Se reía al recordarlo —. No fue un acto muy prudente, pero fuiste valiente e
hiciste bien en hablar de aquella manera. A partir de entonces, me he fiado mucho de tus palabras, y quedarme sin ellas será una triste pérdida. Espero que puedas volver otra vez. Yo no estaré ya para recibirte. Pero me harías aún un gran servicio si ofrecieras tu amistad y tu ayuda a mi nieto Temur con la misma dedicación y lealtad que me has mostrado a mí.
Posó una pesada mano sobre mi hombro.
—Será siempre mi mayor motivo de orgullo, excelencia, y la única pretensión de haber vivido una vida útil, el haber servido en una ocasión y durante una temporada al kan de todos los kanes.
—¿Quién sabe? —dijo jovialmente —. Quizá el kan Kubilai sea recordado solamente porque tuvo por buen consejero a un hombre llamado Marco Polo. —Me dio una amistosa sacudida de hombros —. Vaj! Basta de sentimentalismos. ¡Bebamos y emborrachémonos! Y ahora —continuó diciendo mientras alzaba por mí una copa alta y enjoyada rebosante de arki —. Te deseo un buen caballo y una ancha llanura, buen amigo.
—Buen amigo —me atreví a repetir, alzando mi copa —os deseo un buen caballo y una ancha llanura.
Y a la mañana siguiente, con la cabeza espesa y el corazón no demasiado alegre, emprendimos nuestra marcha. Sacar de Kanbalik aquella multitudinaria caravana constituyó un problema táctico de casi tanta magnitud como la movilización del tuk de guerreros del orlok Bayan por el valle de Batang, y esta vez el tropel estaba formado principalmente por civiles, no entrenados en la disciplina militar. Así que el primer día no llegamos más allá del siguiente pueblo en dirección al sur, en donde nos recibieron con aclamaciones, flores, incienso y ráfagas de árboles de fuego. Tampoco avanzamos mucho más en los días sucesivos, porque lógicamente hasta el más pequeño pueblo y ciudad querían manifestar su entusiasmo. La caravana era inmensa: mi padre, y yo y los tres enviados, la mayoría de los sirvientes y todas las tropas de escolta íbamos montados a caballo; doña Kukachin y sus mujeres y mi tío Mafio iban en palanquines portados por caballos; una serie de nobles de Kanbalik montaban haudas de elefantes, y además llevábamos todos los animales de carga y los arrieros necesarios para el equipaje de seiscientas personas. Aunque nuestra comitiva se había acostumbrado a formar y a comenzar la marcha cada mañana, la procesión que formábamos ocupaba a veces todo el trayecto entre el pueblo en donde habíamos pasado la noche y el siguiente. Nuestro destino final, el puerto de Quanzhou, estaba situado mucho más al sur que los lugares que yo había visitado en Manzi, mucho más al sur que Hangzhou, mi antigua ciudad de residencia, así que el viaje duró desmesuradamente. Pero fue agradable, porque a cambio, la columna no era de soldados que iban a la guerra, y a todas partes donde llegábamos éramos bien recibidos.