El viajero (153 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

Tofaa y yo estábamos de pie en el patio trasero mientras los dos escoltas que nos habían

asignado ensillaban nuestros caballos y sujetaban nuestro equipaje con las cinchas, cuando vi a otros dos hombres salir por una puerta trasera de palacio. En la penumbra matutina, no pude ver quiénes eran, pero uno de ellos se sentó en el suelo mientras el otro se situaba a su lado. Nuestros escoltas interrumpieron su trabajo y murmuraron inquietos algo que Tofaa me tradujo:

—Ésos son el verdugo de la corte y un prisionero condenado. Debe de ser culpable de algún crimen importante, porque le van a conceder el karavat. Con curiosidad me acerqué un poco más a ellos, pero no demasiado para no interferirme. El karavat, pude ver finalmente, era una espada con una hoja especial que carecía de mango y estaba formada simplemente por un acero afilado de forma creciente, como una luna nueva. Cada una de sus puntas terminaba en una cadena corta, y cada cadena acababa en una especie de estribo metálico. El condenado, sin prisa pero tampoco con reluctancia, se colocó la hoja en forma de luna en la parte posterior del cuello, con las cadenas colgando por delante y encima de sus hombros. Luego dobló las rodillas y levantó los pies hasta meter uno en cada estribo. Después de un brevísimo momento para respirar profundamente apoyó el cuello contra el filo e impulsó ambos pies hacia delante. El karavat separó la cabeza del cuerpo, con gran nitidez, por su propia acción y sin ninguna ayuda.

Me acerqué aún más, y mientras el verdugo apartaba el cuerpo del karavat, miré hacia la cabeza que aún seguía abriendo y cerrando ojos y boca de un modo sorprendido. Era el pescador de perlas que había traído el auténtico diente de Buda, el único hindú

emprendedor y honrado que había conocido en la India. El pequeño raja le había recompensado, como dijo que haría.

Mientras cabalgábamos por el camino, pensé que por fin había visto algo que los hindúes podían considerar propiamente suyo. No tenían nada más. Hacía mucho tiempo que habían renegado de Buda, su compatriota, y lo habían abandonado a tierras extranjeras. El escaso esplendor que podían mostrar con jactancia a los visitantes, había sido obra, en mi opinión, de una raza diferente y ya desaparecida. En mi opinión, también las costumbres de los hindúes, su moral, su orden social y sus hábitos personales se los habían enseñado los monos. Incluso su instrumento musical característico, el sitar, era la aportación de un extranjero. Si el karavat era un invento genuino de los hindúes, ése debía de ser el único, y yo estaba dispuesto a reconocer que este invento, una indolente manera de hacer que los condenados se mataran a sí mismos, era el más elevado logro de su raza.

Podíamos haber cabalgado directamente hacia el este, desde Kumbakonam en dirección a la costa de Cholamandal hasta el pueblo más cercano donde encontráramos algún navío que cruzase la bahía. Pero Tofaa propuso, y yo estuve de acuerdo, que sería mejor volver por donde habíamos venido, hasta llegar a Kuddalore, pues sabíamos por experiencia que allí hacían escala numerosos navíos. Fue lo mejor que podíamos haber hecho, porque cuando llegamos y Tofaa comenzó a pedir un barco que nos pudiera llevar a bordo, los marineros del lugar le dijeron que había un barco que nos estaba ya esperando. Eso me dejó perplejo, pero sólo un momento, pues la noticia de nuestra presencia allí circuló por Kuddalore rápidamente, y un hombre que no era hindú vino corriendo y gritó: «Saín bina!»

Con gran sorpresa vi que era Yissun, mi antiguo intérprete a quien había visto por última vez cuando partía de Akyab para volver a Pagan atravesando Ava. Nos dimos amistosos puñetazos y nos saludamos a gritos, pero yo le interrumpí en seguida para preguntar:

—¿Qué estás haciendo en este lugar perdido?

—El wang Bayan me envió a buscaros, Marco, hermano mayor. Y como Bayan dijo

«Tráelo en seguida», el sardar Shaibani esta vez no sólo contrató un barco, sino que lo lleva él mismo con toda su tripulación, y ha metido a bordo guerreros mongoles para que apremien a los marineros. Estábamos seguros de que llegaríais por tierra a Kuddalore, así que vinimos hacia aquí. Pero francamente ya me estaba preguntando dónde buscaros. Los estúpidos habitantes de este lugar me dijeron que habíais ido hacia el interior, pero sólo hasta el próximo pueblo, Panrati, y que de eso hacía muchos meses; yo sabía que forzosamente habíais llegado más lejos. O sea que es una bendición que nos hayamos encontrado por casualidad. Venid, zarparemos inmediatamente hacia Ava.

—Pero ¿por qué? —pregunté. Aquello me preocupaba: el torrente de palabras de Yissun parecía destinado a decírmelo todo menos el porqué —. ¿Qué necesita de mí Bayan, y con tanta prisa? ¿Hay guerra? ¿Insurrección? ¿Qué pasa?

—Siento deciros que no, Marco, que no es nada tan natural y normal como eso. Parece que vuestra buena mujer Huisheng se encuentra enferma. Lo más que puedo deciros es…

—Ahora no —dije insistentemente, sintiendo en aquel día tan caluroso un escalofrío glacial —. Ya me lo contarás a bordo. Como tú mismo has dicho, ¡zarpemos de una vez!

Yissun tenía un bote y un barquero hindúes esperando a su servicio, y salimos inmediatamente hacia el barco anclado, otro qurqur fuerte y sólido, esta vez capitaneado por un persa y tripulado por un surtido de razas y colores. Estaban dispuestos a atravesar rápidamente la bahía, ya que era el mes de marzo y los vientos pronto amainarían y el calor se recrudecería, y caerían lluvias torrenciales. Llevamos a Tofaa con nosotros, pues su destino era Chittagong, y ese importante puerto de Bengala estaba en la misma ribera oriental de la bahía que Akyab, y no mucho más arriba de aquella costa, o sea que el barco podía llevarla fácilmente después de dejarnos a Yissun y a mí. Cuando el qurqur hubo levado anclas y estaba ya en camino, Yissun, Tofaa y yo nos pusimos en la barandilla de popa, él y yo mirando con agradecimiento cómo la India desaparecía detrás nuestro, y él me dijo respecto a Huisheng:

—Cuando vuestra dama descubrió que estaba embarazada…

—¿Embarazada? —grité con consternación.

Yissun se encogió de hombros:

—Yo sólo repito lo que me han dicho. Me dijeron que ella estaba muy contenta, y al mismo tiempo preocupada porque quizá vos no lo aprobaríais.

—¡Dios mío! ¿No se habrá lastimado al intentar expulsarlo?

—No, no. Creo, Marco, que doña Huisheng no haría nada sin vuestro consentimiento. No, no hizo nada de eso, y creo que ni siquiera sabía que podría tener complicaciones.

—¡Ya basta de preámbulos! ¿Qué está pasando?

—Cuando salí de Pagan nada, nada que pudiera verse. Me pareció que la dama estaba en perfecto estado, radiante con la espera y más bella incluso que antes. No había ningún mal visible. Se trata, creo yo, de algo que no pueda verse. Al principio de todo, cuando ella confió a su doncella que estaba preñada, a Arun, la recordáis, ¿no?, la sirvienta se las apañó para acercarse al wang Bayan e informarle de todo porque ella, Arun, tenía sus temores. Pensad, Marco, que sólo os estoy comunicando lo que según Bayan le contó la sirviente, y que yo no soy chamán ni médico, y que apenas sé nada del funcionamiento interno de las mujeres, y…

—Acaba de una vez, Yissun —le supliqué.

—La chica Arun dijo a Bayan que en su opinión doña Huisheng no está físicamente bien adaptada para dar a luz. Tiene algo que ver con la forma de la cintura pélvica, sea lo que sea eso. Perdonad que mencione detalles íntimos de anatomía, Marco, pero sólo os estoy informando. Sin duda, la sirviente Arun, que es la ayudante de cámara de vuestra

señora, conoce bien su cintura pélvica.

—También yo —dije —. Y nunca noté nada raro en ella.

En aquel momento Tofaa se puso a hablar con su tono de sabelotodo y preguntó:

—Marco-wallah, ¿es vuestra dama extremadamente obesa?

—¡Insolente! ¡No es nada obesa!

—Sólo lo preguntaba. Éste es el caso de dificultad más corriente. Bien, entonces, decidme una cosa, ¿tiene quizá vuestra dama el montículo del amor, ya sabéis, la almohadita delantera en donde crece el pelo, deliciosamente protuberante?

Yo dije fríamente:

—Para tu información, las mujeres de su raza no tienen marañas de sudorosos pelos ahí. Pero ahora que lo mencionas, diría que sí, que esa zona frontal de mi dama es un poquitín más prominente de lo que he visto en otras mujeres.

—Ah, bien, ya está. Una mujer con esa conformación es sublimemente suave, profunda y envolvente en el acto del surata, como vos sin duda sabéis bien; pero eso puede dificultar el parto. Indica que sus huesos pélvicos están formados de modo que la abertura de su cintura pélvica tiene forma de corazón y no ovalada. Seguramente su criada reconoció esta distorsión, y eso la preocupó. Pero lo más probable, Marco-wallah, es que vuestra dama lo supiera ya: su madre debió de decírselo o su niñera, cuando se hizo mujer, y llegó el momento de aconsejarla de mujer a mujer.

—No —dije reflexionando —, no pudo habérselo dicho. La madre de Huisheng murió en su infancia, y ella… pues… después no recibió consejos, y no tuvo confidentes. Pero eso no importa. ¿Qué consejo le hubiera dado?

—Que nunca tuviera hijos —dijo Tofaa sin rodeos.

—¿Por qué? ¿Qué importa eso: la conformación pélvica? ¿Corre mucho peligro?

—No, mientras esté embarazada no. No tendrá dificultad en llevar al niño durante los nueve meses, si está sana. Probablemente sea un embarazo sin complicaciones, y una mujer embarazada siempre es una mujer feliz. El problema se presenta en el momento del parto.

—¿Qué problema?

Tofaa alejó su mirada de mí:

—La parte más difícil es la salida de la cabeza del niño. Esta cabeza es ovalada, igual que la abertura pélvica normal. Aunque con esfuerzos y dolores, al final sale. Pero si este paso está constreñido, como en el caso de una pelvis en forma de corazón…

—¿Entonces?

No me contestó directamente:

—Imaginad que estáis sacando grano de un saco de cuello estrecho, y que un ratón se mete entre el grano y obstruye el cuello. Pero el saco hay que vaciarlo, de modo que lo apretáis, lo retorcéis y estrujáis. Algo tiene que ceder.

—Reventará el ratón, o el cuello quedará destrozado.

—O quizá todo el saco.

—¡Dios mío, que sea el ratón! —gemí. Luego me dirigí bruscamente a Yissun y le pregunté —: ¿Qué están haciendo por ella?

—Todo lo posible, hermano mayor. El wang Bayan no olvida que os prometió velar por su seguridad. Todos los médicos de la corte de Ava la están asistiendo, pero Bayan no tuvo suficiente con su ayuda. Envió correos al galope hacia Kanbalik para informar al gran kan de la situación. Y el kan Kubilai envió a su médico personal, el hakim Gansui. Es un hombre de edad, y llegó casi muerto después de haber recorrido todo el camino hasta Pagan, pero preferirá estar muerto si le sucede a doña Huisheng cualquier cosa. Bueno, pensé, después de que Yussun y Tofaa se hubieron marchado y me hubieron dejado meditar triste y solo, yo no podía culpar ni a Bayan ni a Gansui ni a nadie de lo

que pudiera pasar. Era yo quien había expuesto a Huisheng a aquel riesgo. Debió de suceder aquella primera noche en que ella, yo y Arun retozamos juntos, con tanta excitación que descuidé lo que era mi responsabilidad y mi placer: la colocación nocturna del medio limón preventivo. Intenté calcular cuándo había sido. Justo después de nuestra llegada a Pagan, ¿cuánto tiempo hacía ya? ¡Gésu, al menos ocho meses y quizá casi nueve! Huisheng debía de estar ahora casi fuera de cuentas. No era de extrañar que Bayan tuviera tanto interés en que me encontraran y me llevaran junto a ella.

Yo tenía aún más interés que él. Si mi querida Huisheng sufría la menor dificultad, yo quería estar a su lado. Ahora ella estaba en el peor momento y mi alejamiento era imperdonable. Por eso aquella travesía de la bahía de Bengala me estaba resultando desesperante, mucho más lenta y más larga que la primera singladura de rumbo opuesto. Sin duda, no me comporté como un pasajero muy agradable para el capitán y la tripulación, ni tampoco debían de encontrarme muy agradable mis dos compañeros de pasaje.

Me paseaba inquieto e impaciente por cubierta, dando órdenes y gritando, maldecía a los marineros cada vez que no extendían hasta la punta del mástil el último palmo de vela, maldecía la impasible inmensidad de la bahía, maldecía el clima cada vez que en el cielo aparecía la más pequeña nube, y maldecía el insensible paso del tiempo: allí

fuera pasaba tan lentamente mientras en otro lugar precipitaba a Huisheng al momento decisivo. Y sobre todo me maldecía a mí mismo, porque si había en el mundo un hombre conocedor del peligro al que exponía a una mujer dejándola embarazada, ése era yo. Cuando aquella vez en el Techo del Mundo, bajo los efectos del filtro del amor, me había convertido durante breves momentos en una mujer en los dolores del parto, bien fuese fantasía o realidad, tanto si una droga provocó la ilusión en mi mente, como si una droga provocó la transformación en mi cuerpo, yo había experimentado claramente cada momento terrorífico, cada hora y cada eternidad del proceso del nacimiento. Lo conocía mejor que cualquier hombre, mejor incluso que un médico por muchos nacimientos que hubiera presenciado. Yo sabía que no había en ello nada hermoso, ni dulce, ni feliz, como nos querían hacer creer todos los mitos sobre la dulce maternidad. Sabía que era un paso sucio, nauseabundo, humillante, una terrible tortura. Yo había visto al acariciador hacer cosas viles a los sujetos humanos, pero ni siquiera él podía hacerles algo de dentro hacia fuera. El parto era más terrible y el sujeto no podía hacer más que chillar y chillar hasta que el tormento acababa en la agonizante expulsión final.

Pero la pobre Huisheng no podía siquiera chillar.

¿Y si la cosa insistente, rabiosa y desgarradora que llevaba dentro no pudiera salir nunca…?

Yo era el culpable. Había descuidado, sólo en una ocasión, tomar las precauciones adecuadas. Pero realmente había sido más negligente y más culpable que eso; ya que después de mi propia y horrorosa experiencia del parto me había dicho a mí mismo:

«Nunca someteré a una mujer que ame a este destino.» Así que si realmente hubiera amado a Huisheng nunca hubiese debido acostarme con ella, y nunca la hubiera expuesto ni siquiera remotamente a ese riesgo. Era duro arrepentirse de todos los amorosos momentos que pasamos ella y yo unidos en el acto del amor, pero ahora me arrepentía; pues ni siquiera con precauciones había total seguridad y ella había estado expuesta continuamente a este peligro. Me juré a mí mismo y a Dios que si Huisheng sobrevivía nunca volvería a acostarme con ella. La amaba demasiado, y tendríamos que encontrar otros sistemas para demostrarnos mutuamente nuestro amor. Tomada esta amarga decisión, quise enterrar mi angustia en recuerdos más felices, pero

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