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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (148 page)

Y de nuevo aquella noche tuve que oír los húmedos ruidos del surata producidos en nuestra misma habitación, acompañados esta vez por apremiantes susurros, que Tofaa me repitió a la mañana siguiente:

—¡Más fuerte, hijo! ¡Debes esforzarte más!

Me pregunté si la avariciosa mujer planeaba casarse después con su nieto, pero realmente no me importaba y no se lo pregunté. Ni me preocupé por comentarle a Tofaa que todo lo que ella me había contado durante nuestro viaje sobre el interés de la religión hindú por el pecado, la censura y los horrendos castigos que aplicaba, parecía tener un efecto poco edificante en la moralidad general hindú. Nuestro destino, la capital llamada Kumbakonam, no estaba terriblemente lejos de donde habíamos desembarcado en la costa, pero ningún campesino hindú tenía un animal de montar para vendernos y muy pocos estaban dispuestos a llevarnos cobrando hasta el próximo pueblo o ciudad de la carretera, o lo más probable es que sus mujeres no les dejaran; así que Tofaa y yo tuvimos que proseguir cubriendo etapas de una lentitud exasperante, eso si encontrábamos en nuestro camino algún carretero o boyero. Montamos en traqueteantes carros de bueyes, nos arrastraron sobre mazos de piedra, cabalgamos sobre la grupa de burros de carga, nos tumbamos sobre los agudos espinazos de los bueyes, una o dos veces montamos caballos ensillados de verdad, y muchas veces tuvimos que echarnos a andar, con lo cual generalmente teníamos que dormir entre setos junto al camino. Eso no me resultaba demasiado pesado si no fuera

porque todas esas noches Tofaa, entre sonrisitas, pretendía que yo la llevaba a acostarnos en medio del campo sólo para violarla, y cuando yo no hacía tal cosa, se pasaba media noche quejándose de la descortesía con que yo trataba a una dama de noble nacimiento, a doña Don de los Dioses.

El nombre del último pueblo remoto que encontramos por el camino era mayor que el total de su población —Jayamkondacho-lapuram —y además sólo fue notable por algo que sucedió mientras nosotros estábamos allí y que contribuyó a disminuir su población aún más. Tofaa y yo estábamos otra vez sentados en cuclillas en una cabaña de boñigas de vaca cenando alguna misteriosa sustancia camuflada bajo el kari, cuando de pronto se oyó un retumbar parecido al sonido de un trueno lejano. Nuestros anfitriones se pusieron inmediatamente de pie, chillaron al unísono «aswamheda» y salieron corriendo de la casa, apartando de en medio a patadas a varios de sus hijitos acostados por el suelo.

—¿Qué es aswamheda? —pregunté a Tofaa.

—No tengo ni idea. La palabra sólo significa escapar.

—Quizá debamos imitar a nuestros anfitriones y escapar también. Así que Tofaa y yo pasamos por encima de los niños y salimos a la única calle del pueblo. El retumbo estaba ahora más cerca, y yo pensé que podía ser una manada de animales avanzando al galope desde el sur. Todos los jayamkondacholapuramenses huían del ruido formando una multitud aterrorizada y precipitada que pisoteaba descuidadamente a las numerosas personas que tropezaban y caían al suelo, todas muy jóvenes o muy ancianas. Algunos de los habitantes más ágiles se encaramaban a los árboles o a los tejados de paja de sus casas.

Vi al primero de la manada llegar galopando por el extremo sur de la calle y comprobé

que eran caballos. Ahora bien, yo conozco a esos animales y sé que no son las criaturas más inteligentes del reino animal, pero también sé que tienen más sentido común que los hindúes. Aunque se trate de una manada que corre con los ojos distorsionados y echando espuma por la boca, no pasará sobre un ser humano caído en su camino. Cualquier caballo saltará por encima, o se desviará bruscamente o si es preciso realizará

un salto mortal de volteador para no pisar a un hombre o a una mujer caídos. O sea que me limité a arrojarme al suelo boca abajo y arrastré a Tofaa conmigo, aunque ella chillaba mortalmente aterrorizada. Me quedé quieto y la mantuve a ella en esa posición y, tal como esperaba, la enfurecida manada se apartó alrededor nuestro y pasó tronando por cada lado. Los caballos también se preocuparon de evitar los cuerpos inertes de los ancianos y niños hindúes aplastados ya por sus propios parientes, amigos, vecinos. Cuando el último de los caballos desapareció por el otro extremo de la carretera en dirección norte, el polvo comenzó a posarse y los habitantes empezaron a bajar gateando de tejados y árboles y a regresar lentamente desde los lugares a donde habían huido. Acto seguido comenzó a oírse un concierto de aullidos y gritos de dolor, mientras levantaban a sus muertos aplastados y agitaban sus puños cerrados al cielo, y lanzaban imprecaciones al destructor dios Siva por haberse llevado tan cruelmente a tantos inocentes y enfermos.

Tofaa y yo regresamos a nuestra comida, y finalmente nuestros anfitriones volvieron también y contaron sus niños. No habían perdido ninguno, y sólo habían pisoteado a unos cuantos, pero estaban tan afligidos y consternados como el resto del pueblo. Y

aquella noche, ella y él, después de que todos nos hubiéramos ido a la cama, ni siquiera hicieron surata ante nosotros; y sobre el aswamheda sólo pudieron decirnos que era un fenómeno que tenía lugar aproximadamente una vez al año, y que se debía a la intervención del cruel raja de Kumbakonam.

—Lo mejor que podíais hacer, viajeros, es no ir a esa ciudad —dijo la mujer de la casa —.

¿Por qué no os instaláis aquí, en la tranquila, civilizada y acogedora Jayamkondacholapuram? Aquí hay mucho lugar para vosotros ahora que Siva ha destruido a tantos de los nuestros. ¿Por qué persistís en ir a Kumbakonam, a la llamada Ciudad Negra?

Dije que teníamos cosas que hacer allí y pregunté por qué la llamaban así.

—Porque negro es el raja de Kumbakonam, y negra es su gente, y negros sus perros, y negras las paredes, y negras las aguas, y negros los dioses, y negros los corazones de los habitantes de Kumbakonam.

3

Tofaa y yo, sin que la advertencia hiciera mella en nosotros, seguimos hacia el sur, cruzamos finalmente una cloaca en activo, dignificada con el nombre de río Kolerun, y al otro lado de ésta se encontraba Kumbakonam.

La ciudad era mucho mayor que todas las demás poblaciones por donde habíamos pasado, y sus calles eran más inmundas y estaban rodeadas de acequias más profundas llenas de orines estancados, y tenía una mayor variedad de basura pudriéndose al calor del sol, y había más leprosos golpeando sus bastones de aviso, y más cadáveres de perros muertos y de mendigos descomponiéndose a la vista de todos, y los olores a kari, a grasa de cocina, a sudor y a pies sin lavar eran más rancios. Pero la ciudad realmente no era más negra de color, ni su superficie estaba cubierta con capas de suciedad más espesas que cualquier otra población menor que hubiéramos visto antes, y los habitantes no eran más oscuros de piel y las capas de mugre que se acumulaban sobre ellos no eran más espesas. Había muchísima más gente, desde luego, de la que habíamos visto en otros lugares anteriores, y como cualquier ciudad, Kumbakonam había atraído a muchos tipos excéntricos que probablemente habían dejado sus pueblos natales en busca de mayores oportunidades. Por ejemplo, entre las multitudes de la calle vi a bastantes personas que vestían llamativos saris femeninos, pero que en la cabeza llevaban desaliñados tulbands propios de los hombres.

—Éstos son los ardhanari —dijo Tofaa —. ¿Cómo los llamáis vos? Andróginos, hermafroditas. Como podéis ver tienen pechos como las mujeres. Pero no podéis ver, hasta que no paguéis por el privilegio, que tienen órganos bajos masculinos y femeninos.

—Ya, ya. Siempre imaginé que eran seres míticos. Pero no me sorprendería que de existir en algún sitio tuviera que ser aquí.

—Nosotros, como somos un pueblo muy civilizado —dijo Tofaa —, dejamos que los ardhanari se paseen libremente por las calles, y exhiban abiertamente su oficio, y se vistan con tanta elegancia como las mujeres. La ley sólo les exige que lleven también el tocado masculino.

—Para no engañar a los incautos, ¿no?

—Exactamente. Un hombre que busca una mujer normal, puede alquilar una puta devanasi del templo. Pero los ardhanari, aunque no están garantizados en ningún templo, están mucho más ocupados que las devanasi, ya que pueden servir tanto a mujeres como a hombres. Me han dicho que pueden incluso hacer las dos cosas a la vez.

—Y aquel otro hombre de más allá —pregunté señalando —. ¿Está ofreciendo también en venta sus partes?

Si eso era lo que hacía, podía haberlas vendido al peso. Las llevaba delante suyo dentro de una enorme cesta que sostenía con ambas manos. Aunque las partes estaban aún unidas a su cuerpo, no hubieran podido caber en su pañal dhoti. Su saco testicular ocu-paba completamente la cesta, y estaba curtido, arrugado y veteado como el pellejo de un

elefante, y los testículos que había dentro debían de tener cada uno el doble del tamaño de una cabeza humana. Sólo ver el espectáculo, mis propias partes me empezaron a doler por compasión y repugnancia.

—Mirad debajo de su dhoti —dijo Tofaa —y veréis que sus piernas también tienen el grosor y la piel de un elefante. Pero no os compadezcáis de él, Marco-wallah. No es más que un paraiyar afligido por la Vergüenza de Santomé; Santomé es el nombre que damos nosotros al santo cristiano que vosotros llamáis Tomás. La explicación fue aún más sorprendente que el espectáculo del lastimoso hombre elefante. Dije con incredulidad:

—¿Y qué sabe esta ignorante tierra de santo Tomás?

—Está enterrado en algún lugar cercano a aquí, o eso dicen. Fue el primer misionero cristiano que visitó la India, pero no fue bien recibido porque trató de ayudar a los viles y descastados paraiyar, lo cual disgustó y ofendió a la buena gente de las jati. Así que pagaron a la propia congregación de paraiyars convertidos para que asesinaran a Santomé, y…

—¿Su propia congregación? ¿Y lo hicieron?

—Los paraiyar hacen cualquier cosa por un poco de calderilla. Sólo sirven para trabajos sucios. Sin embargo, Santomé debió de haber sido un santo de grandes poderes, aunque pagano. Los hombres que lo asesinaron y sus descendientes paraiyar han sido mal-decidos desde entonces con la Vergüenza de Santomé. Avanzamos hacia el centro de la ciudad, en donde se encontraba el palacio del raja. Para llegar hasta él teníamos que atravesar una espaciosa plaza de mercado, tan atiborrada como cualquier mercado, pero no de comercios aquel día. Se estaba celebrando una especie de fiesta, así que la atravesamos con calma para que yo pudiera ver cómo festejaban los hindúes un acontecimiento alegre. Parecía que lo hicieran más por obligación que por alegría, pensé yo, pues no pude ver por ninguna parte una cara animada o sonriente. Las caras, aparte de llevar más sarampión ornamental de la cuenta pintado sobre la frente, estaban untadas con algo que parecía barro, pero que olía peor.

—Boñigas del ganado sagrado —dijo Tofaa —. Primero se lavan la cara con los orines de las vacas, y luego ponen las boñigas sobre sus ojos, mejillas y pechos.

—¿Por qué? —pregunté y me abstuve de cualquier otro comentario.

—Este festival es en honor a Krishna, el dios de muchas queridas y amantes. Krishna de muchacho era un simple pastor de vacas, y fue en el establo donde empezó a seducir a las pastoras del lugar y a las esposas de sus compañeros pastores. Así, este festival, además de ser una alegre celebración del fogoso acto del amor, también tiene su aspecto de solemnidad al rendir homenaje a las sagradas vacas de Krishna. Esa música que están tocando los músicos, ¿la oís?

—Oigo algo, pero no sabía que fuera música.

Los músicos estaban agrupados alrededor de una plataforma en medio de la plaza, arrancando ruidos de una diversidad de instrumentos: flautas de caña, tambores, caramillos de madera y objetos de cuerda. Entre todo aquel conjunto de chirridos estridentes, tañidos y graznidos, las únicas notas sensiblemente melodiosas procedían de un único instrumento, una especie de laúd con un cuello muy largo, un cuerpo de calabaza y tres cuerdas metálicas, que se tocaban con un plectro montado en el dedo índice. El auditorio de hindúes formaba alrededor de ellos una masa sudorosa que parecía indiferente y poco conmovida por la música, como si apenas pudiera soportarla, es decir, más o menos igual que yo.

—Eso que tocan los músicos —dijo Tofaa —es el kudakuttu, la danza del lecherón de Krishna, está basada en una antigua canción que las pastoras cantaban a sus vacas mientras las ordeñaban.

—Ah, sí. Si me hubieras dado tiempo, probablemente hubiera adivinado algo de eso.

—Aquí llega una encantadora muchacha nach. Quedémonos a mirar cómo baila la danza del lecherón de Krishna.

Una mujer gruesa y de color marrón oscuro, encantadora quizá para los cánones que Tofaa me había recitado con anterioridad, y adecuadamente tetuda para aquella ocasión en que se adoraba a una vaca, subió trabajosamente a la plataforma con una gran vasija de barro simbolizando, imaginé, el lecherón de Krishna, y comenzó a entrenarse realizando con él diversas posturas, trató de pasárselo del codo de un brazo al del otro, se lo puso encima de la cabeza varias veces, y de vez en cuando golpeaba el suelo con sus anchos pies, sin duda para desalojar de hormigas la plataforma. Tofaa me dijo confidencialmente:

—Los adoradores de Krishna son los más animados y alegres de todas las sectas hinduistas. Muchos los condenan porque prefieren la diversión a la gravedad, y la animación a la meditación, y afirman que el disfrute de la vida les da la felicidad, y la felicidad les da serenidad, y la serenidad sabiduría, y que todo en conjunto crea la totalidad del alma. Eso es lo que comunica la danza del lecherón de la chica nach.

—Me gustaría verla. ¿Cuándo empieza?

—¿Qué queréis decir? ¡La estáis viendo!

—Me refiero a la danza.

—Esa es la danza.

Tofaa y yo continuamos a través de la plaza, ella parecía irritada, pero yo no escarmentaba. Pasamos entre la multitud de celebrantes desconsolados y en estado casi inanimado, hasta llegar a las puertas de palacio. Yo llevaba la placa de marfil de Kubilai colgada del pecho, y Tofaa explicó a los dos centinelas de la puerta lo que representaba. Iban vestidos con dhotis de aspecto poco militar y sostenían indolentemente sus lanzas formando ángulos dispares; se encogieron de hombros como si estuvieran poco dispues-tos tanto a invitarnos a pasar como a tomarse la molestia de echarnos. Atravesamos un polvoriento patio y entramos en un palacio que al menos estaba regiamente construido de piedra, no con el barro y las boñigas que formaban la mayor parte de Kumbakonam. Nos recibió un mayordomo, quizá de cierta categoría pues llevaba un dhoti limpio, y pareció impresionarle mi paizi y la explicación de Tofaa. Cayó de bruces y luego salió

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