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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (144 page)

En todo caso los demás litigantes, testigos, y consejeros presentes en la sala principal del sardar eran mucho menos atractivos. Pertenecían a varias razas mian, hindú, algunos eran aborígenes ava, quizá incluso algunos eran de la clase superior de los myama, pero no había ningún ejemplar escogido. Eran la pandilla habitual de vagos que se dedican a esquilmar a los marineros en las callejas portuarias de cualquier ciudad junto al mar. Casi volví a sentir pena por el pusilánime Rey Que Huyó, quien cayó de su trono para acabar entre compañía tan ruin como aquélla. Pero tampoco quería yo que el hecho de encontrar tan poco agradables a todos los participantes constituyera un prejuicio sobre el caso en disputa.

Me informaron sobre una norma legal vigente en aquellas regiones: el testimonio de una mujer tenía mucha menos consideración que el de un hombre. Hice, pues, una señal para que los hombres empezaran a hablar primero, y Yissun tradujo lo que dijo un feo personaje quien después de dar un paso al frente, declaró:

—Señor juez, el difunto rey puso en juego su libertad, yo hice una oferta que él aceptó y los dados rodaron a favor mío. Gané su persona, pero él más tarde me estafó dejándome sin ganancias cuando…

—Basta —dije —. Aquí sólo nos ocupamos de lo sucedido en la sala de juegos. Que hable ahora el hombre que jugó a continuación contra el rey.

Se adelantó un hombre, más feo todavía, y declaró:

—Señor juez, el rey dijo que tenía una última propiedad por ofrecer: esta mujer aquí

presente. Acepté la apuesta y los dados rodaron en favor mío. Desde entonces se ha discutido mucho y tontamente sobre…

—No nos ocupemos del después —lo interrumpí —. Continuemos con el orden de los acontecimientos. Creo, doña Tofaa Devata, que luego os presentasteis en la sala. Ella dio un pesado paso al frente, revelando que iba descalza y con los tobillos sucios, como los habitantes menos regios del puerto presentes en la habitación. Cuando empezó

a hablar, Yissun se inclinó hacia mí y murmuró:

—Marco, perdonad, pero no hablo ninguno de estos lenguajes indios.

—No importa —dije —. Éste lo entiendo yo.

Y era cierto pues ella no hablaba ninguna lengua india, sino el farsi de las rutas comerciales. Dijo:

—Sí, es cierto, me presenté en la sala…

Yo la interrumpí:

—Observemos el protocolo. Debéis dirigiros a mí como señor juez. Ella reprimió una demostración clara de rencor por recibir órdenes de un ferenghi de piel pálida y sin título. Pero se contentó con soltar un bufido regio, y empezó de nuevo.

—Me presenté en la sala, señor juez, y pregunté a los jugadores: «¿Antes de que mi querido marido apostara mi persona, se había apostado a sí mismo y había perdido?»

Porque si lo había hecho, comprenderéis señor que ya era esclavo, y según la ley los esclavos no pueden poseer propiedades. Por lo tanto él no podía poner en juego mi persona, pues yo no era suya, ni debo entregarme al ganador, y… Yo la detuve de nuevo, pero sólo para preguntarle:

—¿Cómo es que habláis farsi, señora?

—Pertenezco a la nobleza de Bengala, señor —dijo muy tiesa mirándome como si yo hubiese expresado algunas dudas al respecto —. Procedo de una noble familia mercantil de tenderos brahmanes. Soy una dama y como es lógico no me he rebajado nunca a aprender el oficio de vendedor, a leer ni a escribir. Pero hablo la lengua comercial de los farsi, aparte de mi bengalí nativo, y también la mayoría de las demás lenguas importantes de la Gran India: hindi, tamil, telugu…

—Gracias, señora Tofaa. Continuemos.

Había pasado tanto tiempo en las lejanas partes orientales del kanato, que me había olvidado de lo mucho que dominaba en el resto del mundo el farsi comercial. Pero era evidente que la mayoría de hombres en la habitación también conocían aquel idioma, porque trabajaban siempre con los marineros que pasaban por el puerto. En efecto, varios de ellos tomaron inmediatamente la palabra, con un clamor vociferante, aunque lo que pretendían decir era en definitiva lo siguiente:

—La mujer cavila y engaña. El marido tiene derecho legal a apostar a cualquiera de sus esposas en un juego de azar, del mismo modo que tiene derecho a venderla o a poner su cuerpo en alquiler o a divorciarse definitivamente de ella. Y otros, también a gritos, dijeron lo que aquí resumo:

—¡No! La mujer está en lo cierto. El marido se había entregado, por lo tanto había perdido todos sus derechos maritales. En aquel momento era un esclavo que aventuraba ilegalmente una propiedad que no era suya.

Levanté una mano de magistrado, la habitación calló y apoyé la barbilla sobre la mano en una postura de profunda meditación. En realidad no meditaba nada. No me consideraba en absoluto un Salomón de la jurisprudencia, ni un Draco ni un kan Kubilai de decisiones impulsivas. Pero me había pasado la infancia leyendo a Alejandro, y recordaba muy bien cómo deshizo el inextricable nudo gordiano. Sin embargo por lo menos fingiría que meditaba el caso. Mientras lo hacía, pregunté despreocupadamente a la mujer:

—Señora Tofaa, he llegado aquí buscando algo que llevaba vuestro difunto marido: el diente de Buda que cogió del templo de Ananda. ¿Estabais enterada de esto?

—Sí, señor juez. También se lo jugó, lamento decirlo. Pero puedo puntualizar que lo hizo antes de jugárseme a mí, o sea que para él yo valía más que una reliquia sagrada.

—Es evidente. ¿Sabéis quién ganó el diente?

—Sí, señor. El capitán de un bote chola dedicado a la pesca de perlas. Se lo llevó muy contento porque traería buena suerte a sus buceadores. Este barco zarpó hace varias semanas.

—¿Sabéis hacia dónde zarpó?

—Sí, señor juez. Las perlas sólo se encuentran en dos lugares. Alrededor de la isla de Srihalam y a lo largo de la costa de Chola-mandal en la Gran India. El capitán era de raza chola y sin duda regresó a esta costa de la región mandal de la tierra firme habitada por los cholas.

Los hombres de la habitación estaban murmurando y mascullando porque sin duda consideraban irrelevante aquella conversación, y el sardar Shaibani me dirigió una mirada suplicante. Yo los ignoré y dije a la mujer:

—Entonces debo suponer que el diente está en Chola mandal. Si estáis dispuesta a acompañarme allí como intérprete os ayudaré luego a regresar a vuestra mansión familiar de Bengala, vuestra patria.

Al oír esto los murmullos de los hombres alcanzaron un tono de auténtica rebelión. Tampoco la propuesta fue del agrado de doña Tofaa. Echó la cabeza hacia atrás, para poder mirarme desde la punta de la nariz, y dijo gélidamente:

—Me gustaría recordaros, señor juez, que mi posición no me permite aceptar empleos serviles. Soy noble de nacimiento, y viuda de un rey, y…

—Y esclava de aquel feo bruto —la interrumpí con firmeza —, si yo me inclino a su favor en este proceso.

Tuvo que tragarse su ampulosidad, tuvo literalmente que tragar saliva, y pasó de repente de la arrogancia al servilismo:

—Mi señor juez es un hombre tan dominante como mi querido y difunto marido. ¿Cómo podría una simple y frágil mujer joven resistir a un hombre tan majestuoso? Desde luego, señor, estoy dispuesta a acompañaros y a trabajar por vos. A ser vuestra esclava. Lo era todo menos frágil, y no me hizo gracia que me comparara al Rey Que Huyó. Pero me dirigí a Yissun y le dije:

—Mi decisión está tomada. Hazla pública a todos los presentes. La discusión se centra en la precedencia de las apuestas del difunto rey. Por lo tanto carece de importancia. Cuando el rey Narasinha-pati abdicó de su trono en Patán, cedió todos sus derechos, propiedades y pertenencias al nuevo gobernante, el rey Bayan. Todo lo que el difunto rey se gastó o malgastó o perdió aquí en Akyab era y continúa siendo propiedad legal del wang, representado aquí por el sardar Shaibani.

Cuando tradujeron esto, todos los presentes en la habitación incluyendo a Shaibani y Tofaa, quedaron con la boca abierta manifestando asombro y varios grados de pena, alivio y admiración. Yo continué:

—Todos los hombres de esta habitación saldrán acompañados Por una patrulla armada,

regresarán a su residencia o establecimiento comercial, y entregarán todos los tesoros saqueados. Cualquier vecino de Akyab que se niegue a cumplir la orden, o a quien después se le encuentren ocultos objetos de esta procedencia será ejecutado sumariamente. El emisario del kan de todos los kanes ha hablado. Temblad, todos los hombres, y obedeced.

Mientras los guardias sacaban y custodiaban a los hombres, que gemían y se lamentaban, doña Tofaa se echó de cara al suelo y quedó totalmente postrada ante mí, en el abyecto equivalente hindú de los saludos más tranquilos salaam o koutou, y Shaibani se me quedó mirando con una especie de admiración, diciendo:

—Hermano mayor Marco Polo, sois un auténtico mongol. Y habéis avergonzado a este mongol por no haber pensado por sí mismo este golpe maestro.

—Podéis compensar el fallo —dije amablemente —. Buscad un navío y una tripulación de confianza para llevarme a mí y a mi nueva intérprete al otro lado de la bahía de Bengala.

—Luego me dirigí a Yissun —: No voy a arrastrarte hasta allí, Yissun, porque quedarías tan mudo como yo. Por lo tanto te relevo de tus deberes. Puedes presentarte de nuevo a Bayan o a tu antiguo comandante en Bhamo. Lamento quedarme sin tu ayuda, porque has sido un buen y firme compañero.

—Soy yo quien lamenta que os vayáis, Marco —dijo mientras sacudía tristemente la cabeza —. Estar de servicio en Ava ya es un destino bastante terrible. ¿Pero en la India…?

INDIA

Apenas había zarpado nuestro navío del muelle de Akyab cuando oí que Tofaa Devata me llamaba remilgadamente:

—Marco-wallah —y acto seguido empezó a establecer las normas de buena conducta para nuestro viaje conjunto.

Puesto que yo ya no era un señor juez, le había dado permiso para que se dirigiera a mí

con menos formalidad, y me contó que el sufijo hindú -wállah denotaba respeto y amistad a la vez. No le había dado permiso para sermonearme, pero la escuché

educadamente y hasta logré no reírme.

—Marco-wallah, debéis comprender que sería para ambos un grave pecado acostarnos juntos; y ante los ojos de los hombres y de los dioses sería algo terriblemente malvado. No, no pongáis esta cara de pena. Dejadme que os lo explique, y así os dolerán menos vuestros anhelos no correspondidos. Vuestra decisión judicial resolvió esa disputa allá

en Akyab, pero sin considerar los méritos de los argumentos en contra, por lo tanto esos argumentos deben aún tenerse en cuenta en nuestra relación. Por un lado, si mi querido marido difunto era todavía mi marido al morir, aún soy sati, a menos de que me case; o sea que cometeríais el peor de los pecados si os acostarais conmigo. Si, por ejemplo, allí

en la India nos sorprendieran en el acto de surata, os sentenciarían a hacer surata con una estatua de bronce llena de fuego y al rojo vivo representando a una mujer, hasta morir horriblemente chamuscado y encogido. Y luego, después de muerto, tendríais que habitar en el infierno llamado Kala, y sufrir sus fuegos y tormentos durante tantos años como poros hay en mi cuerpo. Por otro lado, si ahora soy técnicamente la esclava de ese ser de Akyab que me ganó a los dados, al acostaros conmigo, con su esclava, también os convertiríais legalmente en su esclavo. En cualquier caso, yo soy de la jad de los brahmanes, la más elevada de las cuatro divisiones, o jati, de la humanidad hindú, y vos no sois de ninguna jad, y por tanto sois inferior. De modo que al acostarnos,

desafiaríamos y profanaríamos el sagrado orden de las jad, y en castigo nos arrojarían a los perros amaestrados para devorar a tales herejes. Aunque quisierais violarme, arriesgándoos valientemente a sufrir esa muerte pavorosa, a mí también me considerarían profanadora y me someterían al mismo castigo horripilante. Si llegara a saberse en la India que metisteis vuestra linga en mi yoni, tanto si yo la introduje activamente como si me limité a abrirme pasivamente, ambos estaríamos en terrible peligro y deshonra. Por supuesto yo no soy una kanya, una verde, inmadura e insípida virgen. Soy una viuda de cierta experiencia, por no decir talento y habilidad, y mi yoni es amplio, cálido y bien lubricado, por tanto no habría prueba física de nuestro pecado. Y quizá estos bárbaros marinos no se darían cuenta de lo que nosotros, personas civilizadas, podríamos estar haciendo en privado. O sea que probablemente en mi patria nunca se sabría que vos y yo nos habíamos deleitado en extásica surata aquí fuera, en las apacibles aguas del océano, bajo la luna acariciadora. Pero tenemos que dejarlo nada más tocar mi tierra natal, pues todos los hindúes son muy aficionados a husmear el mínimo tufillo de escándalo y en seguida ponen el grito en el cielo, insultan salazmente, exigen dinero para guardar silencio, aunque luego chismorrean y lo cuentan todo. Tofaa se había quedado sin aliento o había agotado los mil y un aspectos del tema, o sea que dije amablemente:

—Gracias por tus útiles instrucciones, Tofaa, y tranquilízate. Me atendré a las normas sociales.

—¡Oh!

—Te sugiero una única cosa.

—¡Ahí

—No llames a la tripulación marinos. Llámalos marineros u hombres de mar. El sardar Shaibani se había preocupado bastante por encontrarnos un buen barco, no un mugriento dinghi de cabotaje construido por hindúes, sino un sólido qurqur árabe de vela latina, un navío mercante que podía atravesar directamente la vasta bahía de Bengala en vez de tener que rodear su circunferencia. La tripulación estaba compuesta totalmente de unos cuantos hombres muy negros, nervudos, extraordinariamente pequeños, de una raza llamada malayu, pero el capitán era un árabe genuino, un experto lobo de mar. Conducía su barco hacia Hormuz, al lejano oeste en Persia, Pero cobrando había aceptado llevarnos a Tofaa y a mí hasta el Cholamandal. Era una travesía de unos tres mil li por mar abierto, sin tierra a la vista, la mitad del viaje más largo que había hecho yo hasta entonces: el de Venecia a Acre. Antes de partir el capitán nos advirtió de que la bahía podía devorar el barco. Solamente era transitable entre los meses de septiembre y marzo —nosotros la estábamos cruzando en octubre —porque sólo en esa temporada había vientos favorables, y el clima no era mortalmente cálido. Sin embargo, durante esa temporada, cuando la bahía se había dado ya un gran atracón de barcos que surcaban su superficie desde Levante a Poniente, a menudo desencadenaba un taifeng, una tormenta que los hacía zozobrar, los hundía, y se los tragaba a todos. Pero nosotros no encontramos tormentas, y el tiempo fue muy bueno excepto por las noches cuando una densa niebla oscurecía la luna y las estrellas, y nos envolvía en una lana húmeda y gris. Eso no entorpeció el ritmo del qurqur, porque el capitán podía guiarse por la aguja de su bussola, pero para los negros de la tripulación que dormían medio desnudos en cubierta debía de resultar terriblemente incómodo, ya que la niebla se concentraba en el cordaje y goteaba constantemente transformada en un rocío frío y húmedo. Sin embargo, nosotros dos, los pasajeros, teníamos un camarote independiente en el que estábamos bastante cómodos y calientes, y además nos daban comida suficiente aunque no fueran exactamente banquetes; tampoco la tripulación nos atacó ni nos robó, ni siquiera nos molestó. El capitán musulmán, como es natural, despreciaba a

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