El viajero (146 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

—Gésu. Quiero que cese esta eterna preocupación por los asuntos de debajo de la cintura. Te contraté para que fueras mi intérprete, y tiemblo con sólo imaginar las palabras que puedas decir en nombre mío. Pero en este momento, Tofaa, el mar está

rociando y salando nuestro arroz y nuestra carne de cabra. Ven, pero ponte algo en tu otro extremo.

Entonces yo realmente creía que al elegir a una mujer hindú como traductora en la India había elegido, desgraciadamente, a un ejemplar muy poco agraciado, sin mucho seso, y patético. No lograba comprender cómo se había convertido en la consorte de un rey, pero ahora simpatizaba más que nunca con aquel hombre, y pensaba que ya entendía mejor por qué había sacrificado un reino y su propia vida. Pero aquí sólo he mencionado algunos de los atributos poco atractivos de Tofaa, sólo unos cuantos, y he

dado algunos ejemplos de su fatua garrulidad, sólo unos pocos, para de este modo hacerla visible y audible en todo su horror. Si hago esto es porque al llegar a la India descubrí aterrorizado que Tofaa no era una anomalía. Era una hembra hindú adulta puramente típica y normal. De entre una multitud de mujeres hindúes, por muy variadas que fuesen las clases o jati, yo difícilmente podía haber distinguido a Tofaa. Y lo que es peor, descubrí que las mujeres eran inconmensurablemente superiores a los hombres hindúes.

A lo largo de mis viajes había conocido muchas otras razas y naciones antes de visitar las de la India. Había llegado a la conclusión de que los restos mien de los bho de To-Bhot tenían que ser las razas más ínfimas de la humanidad, pero me había equivocado. Si los mien representaban el nivel del suelo en relación a los hombres, los hindúes eran sus galerías de lombrices. En alguno de esos países en los que había vivido o que había visitado anteriormente, no pude evitar ver que algunos pueblos despreciaban o detestaban a otros: por sus idiomas distintos, por su menor refinamiento, o su inferior clase social o sus peculiares sistemas de vida, o por la religión que elegían. Pero en la India no pude evitar ver que todo el mundo despreciaba y detestaba a todos los demás y por todas estas razones.

Intentaré ser lo más justo posible. He de decir que desde el principio cometía un pequeño error al considerar a todos los indios hindúes. Tofaa me informó de que

«hindú» era sólo una variante del nombre «indio» especialmente aplicada a los indios que practicaban la religión hindú del Sanatana Dharma, o del Deber Eterno. Estos indios preferían darse el altisonante nombre de «brahmanistas», en honor a Brahma, el Creador, el principal de los tres dioses (los otros dos eran Vishnu, el Preservador, y Siva, el Destructor) que presidían una innumerable multitud de dioses. Otros hindúes habían elegido a algún dios menor de entre esta multitud: Varuna, Krishna, Hanuman, o cualquier otro, tenían más devoción por aquel dios elegido y por tanto se consideraban superiores al común de los hindúes. Gran parte de la población había adoptado la religión hindú que se filtraba desde el norte y el oeste, y muy pocos indios practicaban aún el budismo. Esa religión, después de originarse en la India y difundirse fuera del país, casi se había extinguido en su propia tierra, posiblemente porque imponía la limpieza. Otros indios tenían otras religiones, sectas o cultos: Jaina, Sikh, Yoga, Zarduchi. Sin embargo, el pueblo indio, en toda su numerosísima diversidad, confusión y sobreposición de fes, mantenía una sagrada característica común: los partidarios de cada religión despreciaban y detestaban a los partidarios de todas las demás. A los indios tampoco les gustaba mucho que se les agrupara bajo el nombre de

«indios». Eran una burbujeante y heterogénea caldera de razas distintas, o eso decían. Estaban los cholas, aryanes, sindis, bhils, bengalíes, y no sé cuántos más. Los indios de color marrón más claro se llamaban a sí mismos blancos, y decían que sus antepasados tenían pelo rubio y ojos claros y procedían de algún lejano lugar hacia el norte. Si eso alguna vez fue cierto, desde entonces se habían producido tantos cruces que a lo largo de los siglos, los tonos marrones más oscuros y negros de las razas del sur habían predo-minado como si echamos barro en la leche, y ahora en todos los indios sólo había tonos y matices de marrón fangoso. Ninguno de ellos podía enorgullecerse de su color, y las insignificantes diferencias de tono servían sólo como un elemento más de su mutuo desprecio. Los de color marrón más claro se burlaban de los marrones más oscuros, y éstos de los incontestablemente negros.

Además, según su raza, tribu, linaje familiar, lugar de origen y de residencia habitual, los indios hablaban ciento setenta y nueve lenguas distintas, apenas comprensibles entre sí, y los hablantes de cada una de ellas consideraban que la suya era la lengua verdadera y santa (aunque pocos se preocupaban siquiera de aprender a leerla y a escribirla, en

caso de que tuviera realmente escritura o caracteres o alfabeto con que escribir, cosa poco frecuente), y los hablantes de cada lengua verdadera despreciaban y vilipendiaban a quienes hablaban una falsa lengua, es decir, cualquiera de las ciento setenta y ocho restantes.

Todos los indios, cualquiera que fuese su raza, religión, tribu o lengua, se sometían sin resistencia alguna a un orden social impuesto por los brahmanistas. Era el orden de las jatis, que dividía a las personas en cuatro rígidas clases con un enorme resto de descartados. Fueron los sacerdotes brahmanes quienes hace mucho tiempo inventaron las jati, y naturalmente eran sus propios descendientes quienes ahora constituían la clase superior, llamada de los brahmanes. Después estaban los descendientes de antiguos guerreros, muy antiguos, pensé, ya que no vi a ningún hombre que pudiera dar la imagen aproximada de un guerrero. Luego los descendientes de antiguos comerciantes, y finalmente los descendientes de antiguos y humildes artesanos. Éstos constituían la casta inferior, pero estaban también los descartados, los paraiyar, los «intocables», que no podían aspirar a jati alguna. Un hombre o una mujer nacido en cualquiera de las jati no podía unirse a una persona nacida en otra superior, y por supuesto no quería hacerlo con alguna de una jati inferior. Los matrimonios, las alianzas, y las transacciones comerciales se realizaban sólo entre jatis del mismo nivel; de este modo las clases se perpetuaban eternamente, y era tan imposible subir a un nivel superior como alcanzar las nubes. Mientras tanto, los paraiyar no se atrevían siquiera a proyectar su profanadora sombra sobre alguien perteneciente a una jati.

Nadie en la India, a excepción, supongo, de un hindú de la clase de los brahmanes, estaba satisfecho con la jati en que le había tocado nacer. Todas las personas que conocí

de alguna jati inferior tenían mucho interés en contarme que sus antepasados habían pertenecido, tiempo atrás, a una clase mucho más noble, y que la influencia, la astucia o la brujería de algún enemigo los había degradado inmerecidamente. Sin embargo, todos se enorgullecían de pertenecer a un orden superior al de cualquier otro, aunque sólo fuese de los viles paraiyar. Y cualquiera de éstos podía siempre señalar burlonamente a algún paraiyar aún más miserable e inferior que él. Lo más despreciable del orden de las jati no era que existiera, y que hubiera existido durante siglos, sino que todos los que vivían atrapados en sus redes, no sólo los hindúes sino hasta la última alma de la India, permitieran voluntariamente su continuidad. Cualquier otra persona, con una mínima chispa de valentía, de sentido común y de respeto hacia sí mismo, las hubiera abolido hacía tiempo, o hubiera muerto en el intento. Los hindúes no lo habían intentado nunca, y no observé síntoma alguno de que fueran a hacerlo.

No es imposible que incluso pueblos tan degenerados como los bho y los mien se hayan perfeccionado en estos últimos años desde que yo estuve por última vez entre ellos, y se hayan convertido, ellos y su país, en algo medianamente decente. Pero, por los informes sobre la India que he recibido de otros viajeros en estos últimos años, allí no ha cambiado nada. Todavía hoy, si a un hindú le molesta pertenecer a una de las heces de la humanidad, para sentirse mejor sólo tiene que buscar a su alrededor otro hindú al cual se considere superior, y eso ya le satisface.

Para mí hubiera sido farragoso tratar de identificar a cada persona que conocí en la India según todos sus títulos de raza, religión, jati y lengua (uno de ellos podía ser simultáneamente chola, jainista, brahmán, y hablar en tamil); en cualquier caso, el conjunto de la población estaba sometido al orden hindú de las jatis, por lo cual yo seguí considerándolos indiscriminadamente a todos ellos hindúes, y los seguí llamando a todos hindúes, y aún lo hago. Si a la quisquillosa doña Tofaa le parecía un nombre impropio y despectivo, a mí no me lo parecía ni me preocupaba. Podían ocurrírseme numerosos epítetos más adecuados y mucho peores.

2

Cholamandal era la costa más terrible y poco seductora que había visto hasta entonces desde un navio. En toda su longitud, el mar y la tierra se fundían de modo simple e indistinto y formaban llanuras costeras que sólo eran marismas llenas de cañas, de malas hierbas y de miasmas, producto de una multitud de riachuelos y arroyos que llegaban perezosamente desde el lejano interior de la India. La fusión de tierra y agua era tan paulatina que los navíos se veían obligados a echar anclas a unos tres o cuatro li dentro de la bahía, donde hubiera suficiente calado para la quilla. Tocamos tierra en un pueblecito llamado Kuddalore, donde encontramos una abigarrada flota de barcos de pesca y de pescadores de perlas ya anclados y unos cuantos botes que transportaban sus tripulaciones y cargas de un lado a otro desde el punto de anclaje hasta el pueblecito casi invisible del interior, atravesando las fangosas llanuras. Nuestro capitán maniobraba hábilmente su qurqur entre la flota mientras Tofaa, inclinada sobre la barandilla, miraba con atención a los hindúes que iban a bordo de estos navíos, y de vez en cuando les hacía preguntas a voz en grito.

—Ninguno de éstos es el barco perlero que estaba en Akyab —me informó finalmente.

—Bueno —dijo el capitán, dirigiéndose también a mí —, esta costa perlera de Cholamandal tiene sus buenos trescientos farsajs de norte a sur, o si preferís, más de dos mil li. Supongo que no vais a proponerme que cruce de arriba a abajo toda su longitud.

—No —dijo Tofaa —. Creo, Marco-wallah, que deberíamos ir hacia el interior hasta la capital chola más próxima que es Kumba-konam. Todas las perlas son de propiedad real, y al final todas van a parar al raja; quizá él pueda indicarnos más fácilmente dónde se encuentra el pescador que buscamos.

—Muy bien —le dije, y dirigiéndome al capitán añadí —: Si llamáis a un bote para que nos acerque a la costa, os dejaríamos aquí, agradeciéndoos mucho la buena travesía que hemos tenido. Salam aleikum.

Atravesamos el agua salobre de la bahía en un bote impulsado por remos por un escuálido hombrecito negro, quien luego nos condujo a través de las fétidas marismas hacia la alejada Kuddalore empujando su bote con una pértiga. Entonces pregunté a Tofaa:

—¿Qué es un raja? ¿Un rey, un wang, o qué es?

—Un rey —respondió ella —. Dos o trescientos años atrás, reinó el rey mejor, más fiero y más sabio que ha habido nunca en el reino Chola, y se llamaba rey Rajaraja, el Grande. Por eso, desde entonces, como tributo a él y con la esperanza de emularle, los gobernantes de Chola, y también de la mayoría de las demás naciones indias, han adoptado su nombre como título de majestad.

Desde luego no era una apropiación infrecuente, ni siquiera en nuestro mundo occidental. César había sido originalmente un apellido romano, pero se convirtió en el título de un cargo de poder, y en la forma de Kaiser continúa siéndolo para los gobernantes del más reciente sacro imperio romano, y con la forma de Zar lo utilizan los insignificantes gobernantes de las numerosas y triviales naciones eslavas. Pero pronto descubriría que a los monarcas hindúes no les bastó con apropiarse el nombre del antiguo Raja, eso en sí mismo no era suficientemente pretencioso, y tuvieron que elabo-rarlo y adornarlo para aparentar aún más realeza y majestad. Tofaa continuó:

—Este reino chola antiguamente era inmenso, poderoso y unificado. Pero el último gran raja murió algunos años atrás, y desde entonces ha sido fragmentado en numerosos

mándalas, los cholas, los chera y los pandya, cuyos rajas menores se pelean por poseer todo el país.

—¡Que les aproveche! —refunfuñé mientras desembarcábamos en el muelle de Kuddalore.

Me parecía como si estuviéramos entrando en algún pueblecito mien desde el río Irawadi. No es preciso que describa más Kuddalore.

Había en ese muelle un grupo de hombres farfullando y gesticulando mientras formaban corro alrededor de un gran objeto mojado, extendido sobre los tablones. Me acerqué a mirarlo y vi que sin duda era la presa de algún pescador. Era un pescado muerto, o al menos hedía como un pescado, aunque haría mejor en llamarlo criatura marina, pues era más grande que yo, y no se parecía a nada de lo que yo había visto hasta entonces. La mitad inferior de su cuerpo era decididamente la de un pez, y terminaba en una cola de pescado como un creciente. Pero no tenía aletas ni escamas ni agallas. Estaba cubierto por una piel curtida, como la de delfín, y la parte superior del cuerpo era muy curiosa. En lugar de las aletas tenía una especie de muñones como brazos que terminaban en apéndices parecidos a patas palmeadas. Lo más notable es que tenía en su tórax dos inmensos pero inconfundibles pechos, muy parecidos a los de Tofaa, y su cabeza recordaba ligeramente a la de una vaca muy fea.

—En nombre de Dios, ¿qué es esto? —pregunté —. Si no fuera tan asqueroso y horrible casi creería que es una sirena.

—No es más que un pez —dijo Tofaa —. Nosotros le llamamos duyong.

—Entonces, ¿por qué tanta agitación por un simple pez?

—Algunos de estos hombres pertenecen a la tripulación del barco que lo arponeó y lo trajo hasta aquí. Los demás son pescadores que quieren comprar porciones para luego venderlas. Aquel que va bien vestido es el juez del pueblo. Está pidiendo juramento y declaraciones.

—¿Para qué?

—Ocurre lo mismo cada vez que pescan uno. Antes de perderlo, los pescadores deben jurar que ninguno de ellos hizo surata con el duyong de camino a la costa.

—Quieres decir… ¿copular sexualmente con eso? ¿Con un pez?

—Lo hacen siempre, aunque después juren que no lo hicieron. —Se encogió de hombros y sonrió con indulgencia —. Los hombres, ya se sabe.

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