—Desde luego que lo entregará —dijo bruscamente el pequeño raja —. Haré pública una proclama pidiendo que se presente y lo entregue, y que se entregue él mismo al karavat. Yo no sabía qué era un karavat, pero evidentemente el maestro Jusru sí lo sabía, porque comentó amablemente:
—No es probable, alteza, que de este modo consigáis que nadie acuda rápidamente con el objeto.
—Por favor, alteza —dije —no hagáis pública ninguna exigencia o amenaza, sino una persuasiva solicitud y el ofrecimiento de mi recompensa.
El pequeño raja refunfuñó un rato, pero luego dijo:
—Todos saben que siempre cumplo mi palabra de raja; si ofrezco una recompensa, será
pagada. —Me miró de reojo —. ¿Vos la pagaréis?
—Por supuesto, alteza, y muy generosamente.
—Muy bien. Y después yo cumpliré mi palabra, que ya he dado. El karavat. Yo no sabía si debía protestar en favor de un incauto pescador-de perlas. En todo caso antes de que pudiera hacerlo, el pequeño raja llamó a su mayordomo y le dio rápidas órdenes. Éste salió precipitadamente de la sala, y el raja se dirigió de nuevo a mí.
—La proclama se hará pública inmediatamente en todo lo largo y ancho de mi reino:
«Quien traiga el diente pagano recibirá una generosa recompensa.» Esto dará resultado, os lo prometo, pues todos los habitantes de mi país son hindúes honestos, responsables y devotos. Pero quizá lleve cierto tiempo, porque los pescadores de perlas están siempre navegando de un lado a otro, entre sus pueblos costeros y los bancos de los reptiles.
—Lo comprendo, alteza.
—Seréis mi huésped, y vuestra hembra también, hasta que recuperemos la reliquia.
—Muy agradecido, alteza.
—Ahora, dejemos a un lado todos los asuntos aburridos y las preocupaciones serias —dijo, agitando sus manitas como si se sacudiera algo de encima —y dejemos que la risa y la alegría reinen también aquí como en la plaza de ahí fuera. ¡Aclamantes, traed las diversiones!
Ésta fue la primera diversión: un anciano muy sucio, de color marrón oscuro, con un dhoti tan raído que casi resultaba indecente, entró en la habitación arrastrándose patéticamente y cayó postrado ante el pequeño raja. El maestro Jusru me dijo en voz baja amablemente:
—Eso es lo que llamamos en Persia un derviche, un mendigo santo, aquí se le llama naga. Actuará para ganarse su mendrugo de pan y algunas monedas de cobre. El viejo mendigo se dirigió hacia un espacio vacío de la habitación, dio un grito ronco y un muchacho igualmente harapiento y sucio entró llevando un rollo de algo que parecían telas y cuerdas. Cuando desenrollaron el hatillo resultó ser una cama palang tipo columpio, con sus dos cuerdas que terminaban en copitas de latón. El muchacho se tumbó en el palang extendido sobre el suelo. El anciano se arrodilló e introdujo las dos copitas de latón en sus globos oculares y las cubrió tirando hacia abajo de sus negros y arrugados párpados.
Muy lentamente se puso en pie elevando desde el suelo al muchacho metido en el palang; no utilizó las manos ni los pies, ni otra cosa que no fueran sus globos oculares, y luego estuvo columpiando al muchacho de un lado a otro hasta que el pequeño raja tuvo ganas de aplaudir. Jusru, Tofaa y yo aplaudimos también educadamente y los hombres arrojamos al viejo mendigo varias monedas.
Luego apareció en el comedor una gorda y rolliza chica nach de color marrón oscuro, que danzó para nosotros, casi con tanta apatía como la mujer que había visto bailando en la fiesta de Krishna. Su único acompañamiento musical era el tintineo de una columna de brazaletes de oro que llevaba desde la muñeca hasta el hombro, sólo en un brazo, y no llevaba absolutamente nada más. A mí aquello no me fascinaba, podía haber sido la propia Tofaa pateando con sus familiares pies sucios y ondeando su familiar y peludo kaksha; pero el pequeño raja se reía sofocadamente, daba bufidos y babeaba; y cuando la mujer se retiró aplaudió furiosamente.
Luego el mendicante andrajoso, sucio y viejo regresó. Mientras se frotaba los ojos que aún estaban hinchados y enrojecidos después de su demostración con el palang, hizo un breve parlamento ante el raja quien se volvió hacia mí y me dijo:
—El naga dice que es un yogui, Marco-wallah. Los seguidores de la secta yoga son expertos en muchas artes extrañas y secretas. Ya lo veréis. Si, como sospecho, realmente albergáis la creencia de que nosotros los hindúes estamos atrasados y carecemos de aptitudes, en seguida tendréis que convenceros de lo contrario, pues vais a presenciar un prodigio que sólo un hindú podría mostraros. —Llamó al mendigo que
estaba a la espera —. ¿Qué milagro del yoga nos mostraréis, oh yogui? ¿Pasaréis un mes enterrado bajo tierra y os levantaréis con vida? ¿Conseguiréis que una cuerda se mantenga erguida y treparéis por ella hasta desaparecer en los cielos? ¿Cortaréis en pedazos a vuestro ayudante y luego lo volveréis a unir? ¿Al menos levitaréis para nosotros, oh yogui?
El decrépito viejo comenzó a hacer gestos y a hablar con una voz débil y chirriante, pero que sonaba muy seria, como si estuviera declarando algo trascendental. El pequeño raja y el maestro Jusru se inclinaron hacia adelante para escuchar atentamente, o sea que ahora era Tofaa quien me explicaba lo que estaba pasando. Parecía satisfecha de hacerlo, pues dijo:
—Será un prodigio que quizá deseéis observar con atención, Marco-wallah. El yogui dice que ha descubierto una manera nueva y revolucionaria de hacer surala con una mujer. En lugar de que su Hnga derrame su jugo en el momento climático, como acostumbra a hacer un hombre, su miembro da un gran sorbo inhalador hacia dentro. De este modo ingiere la fuerza vital de la mujer sin perder ninguna de la suya propia. Dice que su descubrimiento no sólo proporciona una sensación fantástica y nueva: su práctica continua puede acumular en un hombre tal cantidad de fuerza vital que le permita vivir para siempre. ¿No os gustaría aprender esta habilidad, Marco-wallah?
—Bueno —dije —, parece una interesante y original variación.
—¡Sí! Mostrádnoslo, oh yogui! —le dijo el pequeño raja —. Mostradnos esto en seguida. Aclamantes, volved a traer a la chica nach. Ya está desvestida y preparada para su uso. Los seis hombres salieron trotando y marcando el paso. Pero el yogui levantó la mano con ademán prudente y declamó algo más:
—Dice que no se atreve a hacerlo con una valiosa bailarina —tradujo Tofaa —porque todas las mujeres se marchitan un poco cuando su linga realiza la absorción en su interior. En su lugar, pide un yoni para hacer con él la demostración. Los seis aclamantes volvieron a entrar al trote, trayendo a la muchacha desnuda, pero a otra orden del pequeño raja salieron de nuevo.
—¿Cómo pueden traer al yogui un yoni sin una mujer unida a él? —pregunté.
—Un yoni de piedra —me aclaró Tofaa —. Alrededor de cada templo podéis ver columnas de piedra representando esculturas de linga, y simbolizando al dios Siva, y también piedras yoni con un agujero abierto simbolizando a su consorte, la diosa Parvati. Los seis hombres regresaron, uno de ellos llevaba una piedra en forma de ruedecita con una obertura ovalada practicada en ella, vagamente parecida a un yoni de mujer, pues incluso tenía el pelo del kaksha tallado alrededor.
El yogui hizo una serie de gestos preparatorios y pronunció algo que sonaba a solemnes conjuros; luego se abrió los harapos de su dhoti y sacó desvergonzadamente su linga, que era como una ramita de corteza negra. Siguieron más conjuros y gestos de demostración, «así es como se hace, caballeros», y metió su fláccido órgano en el agujero yoni de la piedra. Luego, sosteniendo la pesada piedra contra su horcajadura, hizo señas a la muchacha nach que estaba también de pie mirando para que se acercara, y le ordenó que cogiera su linga con los dedos y la pusiera en erección. La chica no retrocedió ni se quejó, pero no pareció gustarle la idea. Sin embargo agarró
lo que sobresalía por el otro extremo de la piedra y comenzó a trabajarlo, como si estuviera ordeñando una vaca. Sus propias ubres rebotaban y todos sus brazaletes tintineaban rítmicamente con el movimiento. El viejo mendicante canturreaba algo destinado al yoni y a la mano de la muchacha que tiraba de su órgano. Estrechó sus ojos enrojecidos con intensa concentración y riachuelos de sudor empezaron a correr sobre la suciedad de su cara. Después de un rato, su linga creció lo suficiente para sobresalir un poco por el otro lado de la piedra, e incluso pudimos ver su bulbosa cabeza marrón
asomar lentamente entre el friccionante puño de la chica nach. Finalmente, el yogui le dijo algo, ella soltó su miembro y se alejó.
Seguramente el viejo mendigo la detuvo justamente antes de que le hiciera llegar al spruzzo. Ahora la piedra sólo se mantenía unida a él por la rigidez de su órgano. Él miró
a la estaquilla y a la argolla que la oprimía, lo mismo hizo la chica nach, ahora ligeramente jadeante, y lo mismo hicimos nosotros desde la mesa, y los aclamantes colocados frente a la pared, y todos los sirvientes del comedor. La linga del yogui había alcanzado un tamaño respetable, teniendo en cuenta su edad, su escualidez y la debilidad del indigente. Sin embargo, la parte que sobresalía del estrecho yoni de piedra, sujeto firmemente contra su horcajadura, parecía algo forzada e inflamada. El yogui siguió gesticulando, pero de modo bastante precipitado y somero, y cantó toda una sarta de conjuros, pero con una voz bastante ahogada. Por lo que pudimos ver, no pasó nada. Miró a todos los presentes como si estuviera algo avergonzado, y echó una mirada de auténtico odio a la chica nach que ahora estaba canturreando con indiferencia y mirándose las uñas, como diciendo: «¿Ves? Tenías que haberme utilizado a mí.» El yogui siguió gritando a su linga y al yoni prestado, como si los estuviera maldiciendo, e hizo algunos gestos más violentos, entre ellos agitar el puño. Tampoco ahora pasó nada, excepto que el yogui sudó más profusamente y un claro tono purpúreo comenzó a cubrir el color marrón de su órgano fuertemente constreñido. La chica nach soltó una risita audible, el maestro músico se sonrió divertido y el pequeño raja comenzó a tamborilear con los dedos sobre la mesa.
—¿Y ahora? —dije a Tofaa aparte.
—Parece que el yogui tiene ciertas dificultades —susurró ella. Realmente las tenía. En aquel momento estaba bailando en su sitio, más vigorosamente de como lo había hecho la bailarina profesional, y sus ojos estaban más protuberantes y enrojecidos que después de columpiar el palang, y sus vociferaciones ya no eran conjuros, sino gritos de dolor que hasta yo reconocía como tales. Su andrajoso ayudante fue corriendo y tiró de la piedra que le aprisionaba, ante lo cual su amo dio un terrorífico chillido. Los seis aclamantes también se lanzaron en su ayuda, y se produjo una confusión de manos en aquel purpúreo centro de atención, hasta que el agónico yogui se apartó tambaleando y gimiendo y se derrumbó, retorciéndose y golpeando el suelo con los puños.
—Lleváoslo —ordenó el pequeño raja, con voz de asco —. Llevaos al viejo impostor a la cocina. Y ponedle algo de grasa.
Sacaron al yogui de la habitación, no sin problemas, pues se contorsionaba como un pez atrapado en el anzuelo y barritaba como un elefante alanceado. La diversión parecía haberse acabado. Los cuatro sentados a la mesa, en un silencio mutuamente emba-razoso, escuchábamos los agudos gritos que iban disminuyendo progresivamente a través de los pasillos. Yo fui el primero en hablar. Naturalmente, no comenté que acababa de reafirmar una vez más mi opinión sobre la tontería y futilidad hindúes. Por el contrario, dije, como si quisiera excusarlo:
—Eso les sucede siempre, alteza, a todos los animales inferiores. Todo el mundo ha visto a un perro y a una perra quedar unidos hasta que el opresivo yoni de la perra se relaja y la hinchada linga del perro se encoge.
—Puede que el yogui tarde cierto tiempo —dijo el maestro Jusru, aún en tono divertido —. El yoni de piedra no se relajará y sin eso la hinchazón de su linga no disminuirá.
—¡Bah! —exclamó el pequeño raja, furioso y exasperado —. Debí haberle pedido que levitara, no que probara algo nuevo. Vayámonos a la cama.
Salió de la habitación pisando con fuerza, sin que ningún aclamante estuviera presente para felicitarle, a él y al mundo, por la gracia de sus andares.
4
—Tengo vuestro diente de Buda, Marco-wallah.
Ésa fue la primera cosa que me dijo el pequeño raja nada más encontrarnos al día siguiente, y lo dijo con casi tanta alegría como podía haberme dicho: «Tengo un dolor de muelas criminal.»
—¿Ya, alteza? Pero eso es maravilloso. Dijisteis que quizá tardaríais un tiempo en encontrarlo.
—Eso pensaba —replicó malhumorado.
Comprendí su rencoroso comportamiento cuando me inclinó sobre una cesta para que mirara su interior. Estaba llena de dientes hasta la mitad, la mayoría eran amarillentos, musgosos y cariados, algunos aún tenían sangre en la raíz, y otros no podían identificarse ni siquiera como humanos: eran colmillos de perro y de cerdo.
—Hay más de doscientos —dijo con acritud el pequeño raja —. Y la gente sigue llegando con más dientes de todos los puntos del horizonte. Hombres y mujeres, incluso santos mendigos naga, hasta un sadhu del templo. ¡Ggrrr! Podéis regalar un diente de Buda no solamente a vuestro raja, el gran kan, sino a cada budista que conozcáis. Procuré no reírme, pues su rabia estaba justificada. Él había presumido de la honestidad de su pueblo, de su devoción a la fe hindú, y allí aparecían en manadas a confesar que poseían una reliquia de la desacreditada religión budista, además de indicar con ello que mentían. Sin que mi expresión se alterara pregunté:
—¿Se supone que he de pagar una recompensa a cada uno de éstos?
—No —dijo haciendo rechinar sus propios dientes —. Eso lo estoy haciendo yo. Los malditos réprobos entran por la puerta delantera, entregan su diente falso al mayordomo y se les saca por la puerta trasera al patio de atrás donde el verdugo de la corte los está
recompensando con ferviente entusiasmo.
—¡Alteza! —exclamé.
—Oh, no les concedo el karavat —se apresuró a asegurarme —. Eso está reservado para hombres que han cometido crímenes de cierta importancia. Eso llevaría además cierto tiempo, y nunca daríamos fin a esta procesión.
—¡Adrío de mí! Desde aquí oigo a esos desgraciados gritar.
—No, no podéis oírlos —refunfuñó —porque los están despachando muy silenciosamente. El verdugo les ata un aro de alambre a la garganta y tira de él. Estáis oyendo al otro impostor, a ese degenerado y viejo yogui que sigue aullando en la cocina. Nadie ha podido aún liberarlo de su opresor yoni de roca. Lo hemos intentado lubricándole la linga con grasas de cocina, reblandeciéndola con aceite de sésamo, encogiéndola con agua hirviendo, relajándola por diferentes medios naturales: surata con la chica nach, caricias bucales de su pequeño ayudante; y nada funciona. Quizá tengamos que romper el sagrado yoni de piedra; y ni me atrevo a imaginar la venganza que nos infligirá la diosa Parvati.