El viajero (145 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

los hindúes más que a los mismos cristianos, se mantenía alejado de nuestra compañía y tenía a los marineros siempre ocupados, de manera que Tofaa y yo podíamos dedicarnos a nuestras propias diversiones. El hecho de que no tuviéramos ninguna, aparte de mirar distraídamente a los peces voladores que pasaban rozando las olas y a los delfines que retozaban entre ellas, no desanimaba a Tofaa, quien seguía platicando sobre las diversiones a las que no debíamos sucumbir.

—Mi estricta pero sabia religión, Marco-wallah, sostiene que hay más de un aspecto pecaminoso en acostarnos juntos. O sea que vos, pobre hombre frustrado, no sólo debéis apartar de vuestra mente la dulce surata. Además de la surata (la auténtica consumación física) hay otros ocho aspectos más. El menos grave de todos ellos es tan real y culpable como el abrazo de surata más apasionado, caluroso, sudoroso y agradable. El primero es smarana, o sea pensar en hacer surata. Luego viene kirtana, que es hablar sobre ello. Me refiero a hablar con un confidente, como vos podríais contarle al capitán el deseo apenas controlable que sentís hacia mí. Después keli, que es coquetear con el hombre o la mujer que uno quiere. Luego está prekshana, que significa espiar secretamente el kaksha de él o de ella (las partes inmencionables), por ejemplo lo que vos soléis hacer cuando yo me estoy bañando en el barreño detrás de la cubierta de popa. Luego está

guyabhashana, que es conversar sobre el tema, como vos y yo estamos haciendo tan arriesgadamente en este momento. Luego está samkalpa, que es la intención de hacer surata. Luego adyavasaya, que es decidirse a hacerlo. Luego está kriyanishpati, que es… bueno… hacerlo. Lo que nosotros no debemos hacer.

—Gracias por explicarme todas estas cosas, Tofaa. Me esforzare en reprimir incluso el malvado smarana.

—¡Oh!

Ella tenía razón al decir que yo espiaba frecuentemente su inmencionable kaksha, si era así como se llamaba, pero difícilmente lo hubiera podido evitar. El barreño que usábamos los pasajeros para bañarnos estaba, como ella había dicho, en la cubierta superior de popa. Lo único que Tofaa tenía que hacer como medida de intimidad mientras frotaba con la esponja sus partes bajas, era agacharse de cara a popa. Pero ella siempre parecía situarse mirando a proa, y hasta los temerosos malayu de la tripulación recordaban que en ese preciso momento tenían algo que hacer en la parte media del barco, desde donde podían mirar furtivamente hacia arriba cuando ella abría las telas de su sari y separaba sus gruesos muslos y echaba agua del barreño a su horcajadura bien abierta y desvestida. Tenía allí una pelusa tan negra y espesa como la de las cabezas de aquellos negros, y quizá a ellos les inspiraba una lujuriosa smarana, pero a mí no. De todos modos, aunque en sí misma fuera repelente, al menos escondía lo que había dentro. Lo único que yo conocí de aquella parte era lo que Tofaa insistía en contarme.

—Por si acaso, Marco-wallah, os enamoráis de alguna bailarina nach cuando lleguemos a Chola, y desearais tener con ella una conversación tan coqueta y maliciosa como las que tenéis conmigo, os enseñaré las palabras que debéis decirle. Prestad atención. Vuestro órgano se llama litiga, y el de ella yoni. Cuando esa chica nach excite en vos un deseo salvaje, eso se llamará vyadhi, y vuestra tinga entonces se pondrá sthanu «el palo erguido». Si la chica corresponde a vuestro deseo su yoni abrirá sus labios para que entréis en su zanja. Esta palabra sólo significa «concha», pero espero que vuestra chica nach sea algo mejor que una concha. Mi propia zanja, por ejemplo, es más bien como una garganta, siempre hambrienta, casi famélica, y arroja saliva impaciente. No, no Marco-wallah, no me supliquéis que os deje sentir con vuestro dedo trémulo su vehemencia por estrechar y absorber. No, no. Somos personas civilizadas, es bueno que podamos estar juntos como ahora, mirando al mar y conversando amistosamente, sin vernos obligados a rodar por el suelo y a revolearnos haciendo surata sobre cubierta o

en vuestro camarote o en el mío. Sí, está bien que podamos mantener firmes las riendas de nuestras naturalezas animales, aun cuando hablemos con tanta franqueza y tan provocativamente, como lo hacemos ahora, sobre vuestro ardiente linga y mi anhelante yoni.

—Me gusta —dije pensativo.

—¿Os gusta?

—Me gustan las palabras. Linga suena vigoroso y erecto. Yoni suena suave y húmedo. Debo reconocer que nosotros, en Occidente, no damos a estas cosas nombres tan bellamente expresivos. Yo soy una especie de coleccionista de idiomas, sabes. No de una manera erudita, sólo para mi propio uso y provecho. Me gusta que me enseñes todos esos nombres nuevos y exóticos.

—¡Oh! ¡Sólo las palabras!

Pero yo no podía soportarla demasiado rato seguido. O sea que me marché y busqué al solitario capitán árabe y le pregunté qué sabía de los buscadores de perlas de Cholamandal, y si los encontraríamos a lo largo de la costa.

—Sí —dijo con un bufido —. Según las despreciables supersticiones de los hindúes, las ostras (los reptiles, como ellos las llaman) suben a la superficie del mar en abril, cuando las lluvias comienzan a caer, y cada reptil abre su concha y atrapa una gota de lluvia. Después vuelve a posarse en el fondo del mar y allí lentamente endurece la gota de lluvia hasta convertirla en una perla. Eso dura hasta octubre, de modo que es ahora cuando los buceadores descienden. Llegaréis justamente cuando estén recogiendo los reptiles y las gotas de lluvia solidificadas.

—Curiosa superstición —dije —. Toda persona educada sabe que las perlas se forman alrededor de granos de arena. De hecho, en Manzi los han puede que pronto no tengan que sumergirse para buscar perlas marinas, pues recientemente han aprendido a culti-varlas en mejillones de río, introduciendo en cada molusco un grano de arena.

—Contad eso a los hindúes, si podéis —gruñó el capitán —. Tienen cerebros de moluscos. A bordo de un barco, era imposible evitar a Tofaa mucho tiempo. La siguiente vez que me encontró vagando junto a la borda me acorraló inclinando su considerable mole mientras proseguía mi educación sobre temas hindúes.

—También deberíais aprender, Marco-wallah, a mirar con ojos conocedores a las bailarinas nach y a comparar su belleza, para enamoraros sólo de la más bella. Podríais hacerlo mejor comparándolas mentalmente con lo que habéis visto de mí; pues yo cumplo con todos los cánones de belleza en una mujer hindú, que son los siguientes: las tres y las cinco, cinco, cinco. Lo cual significa en su debido orden que una mujer debería tener tres cosas profundas: su voz, su entendimiento y su ombligo. Ahora bien, yo no soy, por supuesto, tan habladora como la mayoría, chicas atolondradas que no han alcanzado aún la dignidad y la reserva; pero las veces que he hablado estoy segura de que habéis observado que mi voz no es chillona y de que mis palabras están llenas de un profundo entendimiento femenino. Respecto a mi ombligo… —Bajó la cinturilla de su sari y de ahí salió una protuberancia de carne marrón oscuro —. Mirad. Podríais esconder vuestro corazón en este profundo ombligo, ¿no es cierto? —extrajo con los dedos una vieja y enmarañada pelusa que ya se había escondido allí y continuó diciendo —: Luego hay cinco cosas que deben ser finas y delicadas: la piel de una mujer, su cabello, sus dedos de la mano, los del pie y sus articulaciones. Seguro que en mí no podéis hallar ningún fallo por ninguno de estos atributos. Luego están las cinco cosas que deben tener un saludable y brillante color rosa: las palmas de las manos, las plantas de los pies, la lengua, las uñas y el rabillo de los ojos. —Entonces realizó ante mí toda una demostración atlética: sacó la lengua, flexionó los talones, exhibió las palmas, tiró de las hollinosas bolsas que rodeaban sus ojos para mostrarme los puntitos rojos de los

rabillos, y cogió cada uno de sus mugrientos pies para enseñarme sus plantas, curtidas pero bastante más limpias.

—Finalmente hay cinco cosas que deben tener una curvatura pronunciada: los ojos de una mujer, su nariz, sus orejas, su cuello y sus pechos. Ya habéis visto y admirado en mí

todas estas partes excepto mis senos. Miradme ahora —Se desató la parte superior de su sari y desnudó unos pechos en forma de almohada de color marrón oscuro, y abajo, en algún lugar de la cubierta, un malayu profirió una especie de angustiado relincho —. Están en efecto muy arqueados y juntos el uno al otro, como abubillas anidadas; no hay espacio entre ellos. Son los pechos hindúes ideales. Si introducís una hoja de papel en esa estrecha hendedura, se quedará allí. Y respecto a meter en ella vuestra linga, bueno, ni siquiera se considera, pero imaginad la sensación que produciría en vuestro miembro este estrecho, blando y cálido envoltorio. Y fijaos en los pezones, son como pulgares, y sus halos como platillos, y negros como la noche sobre la piel dorada de color cervato. Cuando examinéis a vuestra chica nach, Marco-wallah, mirad detenidamente sus pezones y dadles un húmedo lametazo, porque muchas mujeres tratan de engañar oscureciéndolos con al-kohl. Yo no. Estas exquisitas aréolas son naturales, y me las dio Vishnu el Preservador. Y no fue casual que mis nobles padres me llamaran Don de los Dioses. Yo florecí a los ocho años, y a los diez era una mujer, y a los doce una mujer casada. Ah, mirad cómo se dilatan los pezones, se debaten y se yerguen, aunque sólo los toque vuestra devoradora mirada. Imaginaos cómo deben reaccionar cuando realmente los toquen y acaricien. Pero no, no, Marco-wallah, ni soñéis en tocarlos.

—Muy bien.

Se cubrió de nuevo con bastante desgana, y los numerosos malayu que se habían congregado detrás de las camaretas más cercanas y de otros objetos se dispersaron y volvieron a sus tareas.

—No enumeraré —dijo Tofaa fríamente —los requisitos hindúes de belleza masculina, Marco-wallah, puesto que vos, por desgracia, no los cumplís. Ni siquiera sois guapo. Las cejas de un hombre guapo se unen sobre el puente de su nariz, y su nariz es larga y colgante. La nariz de mi querido marido difunto era tan larga como su pedigrí real. Pero como digo, no pasaré lista a vuestras deficiencias. No sería propio de una dama.

—Por favor, Tofaa, comportaos como una dama.

Tofaa quizá era una belleza para los cánones hindúes (en realidad lo era, como me dijeron a menudo después llenos de admiración algunos hindúes que envidiaban abiertamente mi compañía), pero no creo que ningún otro pueblo la hubiese considerado aceptable, aparte tal vez de los mien o de los bho. A pesar de sus abluciones diarias, muy visibles y presenciadas, Tofaa nunca quedaba limpia del todo. Llevaba siempre aquel sarampión en la frente, claro, y una escamilla gris alrededor de los tobillos y una cuajada de un gris más oscuro entre los dedos de los pies. Ahora bien, no puedo decir que el resto de su cuerpo, desde el sarampión a la cuajada, estuviera realmente incrustado en suciedad, al estilo de los mien y de los bho; sólo digo que siempre se veía sucio.

En Pagan, Huisheng siempre había ido descalza al estilo de los Ava, y Arun lo había hecho toda su vida, e incluso después de patearse todo un día las polvorientas calles de la ciudad, sus pies siempre estaban, incluso antes del baño, limpios y dulces, invitando a que los besaran. Yo sinceramente no podía entender cómo se las arreglaba Tofaa para tener siempre sus pies tan sucios, especialmente allí, en el mar, donde no había nada que los ensuciara aparte de brisas frescas y brillante rocío. Probablemente aquella mugre tenía algo que ver con el aceite de nuez indio con el que cubría toda su piel visible después de cada lavado diario. Su querido difunto marido le había dejado muy pocas pertenencias personales, apenas un frasco de cuero con el aceite de nuez, y una bolsa de

piel que contenía unas cuantas astillas de madera. Yo, su patrón, le había comprado, por propia iniciativa, un nuevo vestuario de telas de sari y otros artículos necesarios. Pero ella creyó que las bolsas de cuero eran imprescindibles también y se las llevó consigo. Ya me había dado cuenta de que el aceite de nuez indio servía para que ella brillara de aquel modo grasiento y poco atractivo. Pero no tenía ni idea del posible uso de las astillas de madera; hasta que un día, al ver que a la hora de comer no había salido de su camarote, llamé a su puerta y me dijo que entrara.

Estaba agachada en su impúdica posición de baño, y de cara a mí, pero su pilosidad quedaba escondida por un pucherito de cerámica que apretaba contra su horcajadura. Antes de que yo pudiera disculparme y volver a salir del camarote, ella tranquilamente separó de su cuerpo el puchero. Era exactamente como una tetera, y el pitorro salió de entre sus pelos resbalando pegajosamente por las secreciones. Eso hubiera bastado para sorprenderme, pero aún me sorprendió más que del pitorro estuviera saliendo humo azul. Sin duda Tofaa había metido en el puchero algunas de aquellas astillas de madera, las había encendido y se había hincado dentro el pitorro humeante. Yo había visto antes a otras mujeres hacerse cosas, y con una variedad de objetos, pero nunca con humo, y así se lo dije.

—Las mujeres decentes no se hacen cosas —dijo ella en tono reprobador —, para eso están los hombres. No, Marco-wallah, la delicadeza del interior de una persona es más deseable que cualquier simple apariencia exterior de limpieza. La aplicación de humo de madera de nim es una antigua y pulcra práctica nuestra, de las refinadas mujeres hindúes, y yo lo hago en atención a vos, aunque apenas lo apreciéis. Para mí, francamente, había poco que apreciar en aquella situación: una hembra rolliza, grasienta, de color marrón oscuro agachada en el suelo del camarote con las piernas desvergonzadamente separadas, mientras el humo azul atrapado en su interior rezumaba indolentemente de entre su espeso pelaje. Yo podía haberle comentado que un cierto cuidado en su exterior aumentaría las posibilidades de atraer a alguien más cerca de su interior, pero callé caballerosamente.

—El humo de madera de nim es un preventivo contra los embarazos no deseados —continuó diciendo —. También da fragancia y sabor a mis partes, a mi kaksha, por si alguien mete allí su hocico o lo mordisquea. Por eso lo hago. Tomo esta precaución de administrarme el humo de la madera de nim cada día por si alguna vez vuestras pasiones animales os dominaran, Marco-wallah, y me agarrarais contra mi voluntad, a pesar de mis súplicas, y os abalanzarais sobre mí sin darme tiempo a prepararme, e introdujerais a la fuerza vuestro rígido sthanu en mis castas pero débiles defensas.

—Tofaa. Me gustaría que lo dejaras.

—¿Queréis que lo deje? —Sus ojos se dilataron, y lo mismo debió de sucederle a su yoni, porque una voluminosa humareda azul salió repentinamente de allí dentro. —¿Queréis que tenga hijos vuestros?

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