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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (71 page)

—¿Por qué? Tú no lo respetas. Te he oído criticar a la Iglesia con palabras que rayan en la herejía. Y ahora esto. ¡Es una blasfemia!

—La sotana no es en sí un traje litúrgico —protestó tío Mafio. Cualquier persona puede llevarla con tal de que no finja tener derecho a su santidad. Yo no lo finjo. No podría aunque lo quisiera. Recuerda el Deuteronomio. «Un eunuco, cuyos testículos estén rotos, no entrará en la Iglesia del Señor.» Capón mal capona.

—¡Mafio! No intentes justificar tu impiedad compadeciéndote a ti mismo.

—Lo único que digo es que si Kaidu me confunde con un cura, no veo por qué tengo

que corregirle. Boyajian es de la opinión que un cristiano puede emplear cualquier subterfugio en sus tratos con paganos.

—No acepto a un réprobo nestoriano como autoridad en comportamiento cristiano.

—¿Prefieres aceptar los decretos de Kaidu? ¿La confiscación, o algo peor? Mira, Nico. Kaidu tiene la carta de Kubilai; sabe que nos mandó traer sacerdotes a Kitai. Sin sacerdotes no somos más que unos vagabundos que recorren el dominio de Kaidu con una colección muy tentadora de objetos valiosos. No voy a proclamar que soy un cura, pero si Kaidu se imagina que…

—Este cuello blanco no protegió ningún cuello del hacha del verdugo.

—Es mejor que nada. Kaidu puede hacer lo que le apetece con viajeros normales, pero si mata o detiene a un sacerdote las repercusiones alcanzarán la corte de Kubilai. ¿Y

además un sacerdote solicitado por Kubilai? Sabemos que Kaidu es temerario, pero no que sea también suicida. —Tío Mafio se dirigió a mí —: ¿Qué te parece, Marco?

Contempla a tu tío convertido en un reverendo padre. ¿Qué aspecto tengo?

—Maravilloso —dije con la boca pastosa.

—Vaya —murmuró observándome de cerca —. Sí, desde luego convendría que Kaidu estuviera tan borracho como tú.

Empecé a decir que probablemente lo estaría, pero me quedé dormido de golpe en el mismo banco.

A la mañana siguiente mi tío llevaba de nuevo la sotana cuando llegó al comedor del caravasar, y mi padre empezó otra vez a sermonearlo. Narices y yo estábamos presentes, pero no participamos en la disputa. Supongo que aquello para el esclavo musulmán era un tema que carecía totalmente de importancia. Y yo no dije nada porque la cabeza me dolía mucho. Pero tanto la discusión como el desayuno fueron interrumpidos por la llegada de un mensajero mongol procedente del bok. El hombre, vestido con un espléndido uniforme de guerra, entró contoneándose en la posada como un conquistador recién llegado, se acercó directamente a nuestra mesa y sin ningún saludo ni demostración de cortesía nos dijo, en farsi Para asegurarse de que le entendíamos:

—¡Levantaos y venid conmigo, hombres difuntos, porque el ilkan Kaidu quiere oír vuestras últimas palabras!

Narices lanzó un grito, se le atragantó lo que estaba comiendo y empezó a toser mientras sus ojos se dilataban de horror. Mi padre le golpeó la espalda y le dijo:

—No te alarmes, buen esclavo. Ésta es la fórmula habitual que utiliza un señor mongol para llamar a alguien. No significa nada malo.

—O no lo significa necesariamente —corrigió mi tío —. Me alegro de nuevo de haber pensado en el disfraz.

—Demasiado tarde para que te lo quites ahora —murmuró mi padre, porque el mensajero señalaba imperiosamente hacia la puerta —. Espero, Mafio, que atemperarás tu actuación profana con algo de decoro eclesiástico.

Tío Mafio levantó su mano derecha para bendecirnos a los tres, sonrió beatíficamente y dijo con la máxima unción:

—Si non caste, tamen caute.

El gesto de falsa piedad y el juego latino de palabras entre burlón y serio eran tan típicos del divertido y malicioso desafío de mi tío, que yo a pesar de mi estado deplorable tuve que echarme a reír. Era evidente que Mafio Polo tenía algunas lamentables deficiencias como cristiano y como hombre, pero era un buen compañero cuando había que enfrentarse con una situación difícil. El mensajero mongol me miró

irritado cuando reí, y repitió su violenta orden, así que todos nos levantamos y salimos del edificio siguiéndole con paso rápido.

Aquel día llovía, lo cual no contribuyó mucho a aligerar mi mal di capo, ni alegró

nuestro penoso avance por las calles, ni la salida por las murallas de la ciudad o el paso entre las jaurías de perros del bok mongol que ladraban y aullaban contra nosotros. Apenas pudimos levantar la cabeza para mirar a nuestro alrededor cuando el mensajero gritó:

—¡Alto! —y nos indicó que pasáramos entre los dos fuegos encendidos ante la entrada del yurtu de Kaidu.

No me había acercado a aquel yurtu en mi anterior visita al campamento, y entonces comprendí que aquél era el tipo de yurtu que debió inspirar la palabra occidental

«horda». De hecho habría cabido en él una horda entera de tiendas normales de yurtu, porque era un magnífico pabellón. Era casi tan alto y de tanta circunferencia como el caravasar en el cual residíamos; pero el caravasar era un edificio sólidamente construido, mientras que aquel yurtu era todo él de fieltro con una capa amarilla de arcilla sostenido por palos de tienda, estacas y cuerdas de pelo trenzado de caballo. Va-rios mastines rugieron y tiraron de sus cadenas en la entrada meridional, y a ambos lados de esa abertura colgaban paneles de fieltro delicadamente bordados. El yurtu de Kaidu no era un palacio, pero ciertamente dejaba pequeños a los demás del bok. A su lado estaba el carruaje que lo transportaba de un lugar a otro, porque el pabellón de Kaidu se solía trasladar intacto, no se desmontaba ni se empaquetaba. El carro era el mayor vehículo que yo haya visto nunca: una base plana de tablas tan grande como un prado, equilibrado sobre un eje que parecía un tronco de árbol y con ruedas que parecían las de un molino. Después supe que para arrastrarlo se necesitaban veintidós yaks enganchados en dos anchas líneas de once en fondo. (Los animales de tiro tenían que ser yaks o bueyes tranquilos; los caballos o los camellos no habrían trabajado nunca tan cerca unos de otros.)

El mensajero pasó bajo el ala del yurtu para anunciarnos a su señor, emergió de nuevo y con un gesto autoritario nos dijo que entráramos. Cuando pasamos delante suyo cerró

el paso a Narices, gruñendo:

—¡Los esclavos fuera!

Esto tenía su explicación. Los mongoles se consideran naturalmente superiores a los demás hombres libres del mundo, incluso a reyes y personajes de categoría, por lo tanto una persona considerada inferior por hombres inferiores a ellos no se merece ni el des-precio. El ilkan Kaidu nos observó en silencio mientras cruzábamos el interior del yurtu brillantemente alfombrado y provisto de cojines. Él estaba sentado sobre un montón de pieles con vistosas franjas y manchas que las identificaban como pieles de tigres y de pardos, dispuestas sobre una plataforma que situaba al ilkan por encima de nosotros. Él iba vestido con una armadura de batalla de metales y cueros pulidos, y llevaba sobre la cabeza un sombrero de karakul con orejeras. Sus cejas parecían trozos sueltos de los rizados pelos negros del karakul, y no eran precisamente pequeñas. Debajo de ellas sus ojos en forma de hendedura estaban inyectados en sangre, como si la rabia de vernos los hubiera inflamado. De pie a ambos lados había dos guerreros, tan bellamente enjaezados como el mensajero que nos había llevado allí. Uno aguantaba una lanza erecta, el otro sostenía una especie de dosel sobre la cabeza de Kaidu, y los dos estaban tan rígidos como estatuas.

Los tres nos acercamos lentamente. Enfrente del peludo trono hicimos una ligera y digna inclinación, los tres juntos, como si la hubiésemos ensayado; luego levantamos la vista hacia Kaidu y esperamos que diera la primera indicación de su estado de ánimo ante el encuentro. Él continuó mirándonos unos momentos como miraría a unos gusanos que hubiesen salido arrastrándose de debajo de las alfombras del yurtu. Luego hizo algo repugnante. Carraspeó rascando las profundidades de su garganta y sacó a la boca una

gran flema. Recogió lánguidamente sus miembros, se incorporó sobre el lecho, se acercó al guardia de su derecha, y le apretó con el pulgar la barbilla para que abriera la boca. Luego Kaidu escupió la bola de sustancia que se había sacado de 'a garganta directamente en la boca del guardia y con el pulgar la cerró de nuevo sin que en ningún momento se alterara la expresión o rigidez del guerrero. A continuación Kaidu se sentó

de nuevo lánguidamente y sus ojos que brillaban diabólicamente se posaron de nuevo en nosotros.

Era evidente que la acción estaba destinada a impresionarnos con su poder, arrogancia y poca cordialidad, y creo que habría bastado para acobardarme. Pero por lo menos uno de nosotros, Mafio Polo, no se dejó impresionar. Cuando Kaidu pronunció sus primeras palabras, en el idioma mongol y con voz dura:

—Ahora, intrusos… —no pudo continuar, porque mi tío le interrumpió osadamente en el mismo idioma:

—En primer lugar, si al ilkan le place, cantaremos un himno de alabanza a Dios por habernos guiado sanos y salvos por tantos países hasta la augusta presencia del señor Kaidu.

Y ante mi asombro y probablemente el de mi padre y el de los mongoles empezó a cantar estentóreamente un viejo himno cristiano:

A solis orbu cardine

et usque terre limitem…

—Al ilkan no le place —masculló Kaidu entre dientes, cuando mi tío se detuvo un momento para coger aire.

Pero mi padre y yo nos habíamos envalentonado y coreamos los dos versos siguientes: Christwn canamus principem

natum Maria virgine…

—¡Basta! —bramó Kaidu y nuestras voces se fueron callando. El ilkan clavó sus ojos rojos en tío Mafio y dijo —: Sois un sacerdote cristiano.

Lo dijo en tono afirmativo, casi con repugnancia, y mi tío no tuvo que considerarlo como una pregunta, lo cual le habría obligado a desmentirlo. Tío Mafio se limitó a decir:

—Estoy aquí por orden del kan de todos los kanes —y señaló el papel que Kaidu tenía apretado en una mano.

—Hui, si —dijo Kaidu con una sonrisa ácida. Desplegó el documento como si fuera algo sucio que no quisiera tocar —. Por orden de mi estimado primo. Veo que él escribió este ukaz en papel amarillo, como solían hacer los emperadores jin. Kubilai y yo conquistamos este decadente imperio, pero él imita cada vez más sus gastadas costumbres. Vaj! Se ha puesto al nivel de un vulgar kalmuko. Y al parecer Tengri, nuestro viejo dios de la guerra, ya no le sirve de nada, porque necesita importar a femeninos sacerdotes ferenghi.

—Únicamente para ampliar sus conocimientos del mundo, señor Kaidu —dijo mi padre con tono conciliatorio —. No para propagar ninguna nueva…

—¡El único sistema para conocer el mundo —dijo Kaidu salvajemente —escogerlo y retorcerlo! —Su terrible mirada se posó sobre cada uno de nosotros —. ¿Alguien quiere discutirlo, uu?

—Discutir con el señor Kaidu —murmuró mi padre —, sería como atacar piedras con huevos, como dice el refrán.

—Bien, al menos manifestáis una cierta sensatez —dijo de mala gana el ilkan —. Espero que también os daréis cuenta de que este ukaz está fechado hace varios años y a unos siete mil li de distancia de aquí. Y aunque el primo Kubilai no se haya olvidado totalmente de él, yo no estoy en absoluto obligado a cumplirlo. Mi tío murmuró, con un tono más dócil todavía que el de mi padre:

—Está escrito: ¿Tiene acaso el tigre obligación de cumplir la ley?

—Exactamente —gruñó el ilkan —. Si me apetece os puedo considerar como simples intrusos. Intrusos ferenghi que no traen buenas intenciones. Y puedo condenaros a una ejecución sumaria.

—Algunos dicen —murmuró mi padre, con mayor mansedumbre todavía —que los tigres son en realidad los agentes del cielo, encargados de perseguir a quienes han eludido de algún modo su cita asignada con la muerte.

—Sí —dijo el ilkan, como si ya le molestara tanta aceptación y apaciguamiento —. Por otra parte, incluso un tigre puede a veces mostrarse compasivo. Aunque yo deteste tanto a mi primo por haber abandonado su patrimonio mongol, y aunque desprecie profun-damente la degeneración cada vez mayor de su corte, os dejaría partir para que os unierais a su séquito. Podría hacerlo, si me apeteciera.

Mi padre batió palmas, como admirándose de la sabiduría del ilkan y dijo con deleite:

—Sin duda el señor Kaidu recuerda entonces la vieja historia han sobre Ling, la esposa inteligente.

—Desde luego —dijo el ilkan —la tenía presente cuando hablaba —. Se enderezó lo suficiente para sonreír fríamente a mi padre. Éste le devolvió una cálida sonrisa. Hubo un intervalo de silencio —. Sin embargo —continuó diciendo Kaidu —, esta historia circula en muchas variantes. ¿Qué versión oíste, uu, intruso?

Mi padre carraspeó y declamó:

—Ling era la esposa de un hombre rico, demasiado aficionado al vino, que la enviaba continuamente a la bodega a comprar botellas. La señora Ling, que temía por su salud, prolongaba deliberadamente los encargos, o bautizaba el vino, o lo escondía, para evitar que bebiera demasiado. Pero su marido al enterarse se enfadaba y le pegaba. Finalmente, sucedieron dos cosas. La señora Ling dejó de querer a su marido, aunque era rico, y se fijó en lo guapo que era el chico de la bodega, un humilde comerciante. Luego se dedicó a comprar alegremente el vino que su marido le encargaba, e incluso se lo servía, y le animaba a beber más, y al final el marido murió entre convulsiones, totalmente borracho y ella heredó su riqueza, se casó con el chico de la bodega y los dos vivieron el resto de sus días ricos y felices.

—Sí —dijo el ilkan —. Ésa es la historia correcta. —Hubo otro silencio, más prolongado. Luego Kaidu murmuró, más para sí que para nosotros —. Sí, el borracho causó su propia desgracia y los demás le ayudaron a caer hasta que se pudrió y se hundió, y lo sustituyó

otro mejor. Es una historia legendaria y saludable.

Mi tío dijo con el mismo tono callado:

—También es legendaria la paciencia del tigre cuando persigue su presa. Kaidu se estremeció, como si despertara de un sueño y dijo:

—Un tigre puede ser indulgente, además de paciente. Ya lo he dicho. Por lo tanto permitiré que continuéis en paz. Voy incluso a Proporcionaros una escolta para protegeros de los peligros del camino. Y tú, sacerdote, no me importa que conviertas al primo Kubilai y a toda su corte a tú debilitante religión. Espero que lo hagas. Te deseo éxito.

—Un movimiento de vuestra cabeza —exclamó mi padre —se oye más lejos que un trueno. Habéis hecho una buena obra, señor Kaidu, y sus ecos resonarán largo tiempo.

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