Más al norte, las montañas estaban más separadas, dejando entre sí valles más anchos y verdes, y el terreno era todavía más notable por sus contrastes. Sobre el fondo blando y frío de las montañas brillaban cien verdes diferentes, todos avivados por la luz del sol: voluminosos árboles chinar de color verde oscuro, algarrobos con hojas pálidas de color verde plateado, chopos altos y esbeltos como plumas verdes, álamos temblorosos que hacían parpadear sus hojas del lado verde al lado gris perla. Y debajo de los árboles y entre ellos resplandecían cien colores más: las copas amarillas y brillantes de las flores llamadas turbantes, los rojos y rosas brillantes de las rosas salvajes, el púrpura radiante
de la flor llamada lila. Este arbusto crece alto y las plumas púrpuras de las lilas aparecían más vivaces todavía porque las veíamos siempre desde debajo recortadas sobre la línea intensamente blanca de las nieves, y su perfume, una de las fragancias más deliciosas de todas las flores, era más dulce todavía porque nos llegaba transportado por el viento absolutamente puro y estéril de los campos de nieve. En uno de estos valles encontramos el primer río desde que dejamos el Ab-e-Pany; su nombre era Murghab, y a su lado estaba la ciudad del mismo nombre. Aprovechamos la oportunidad para descansar durante dos noches en el caravasar de la localidad, y para bañarnos y lavar nuestra ropa en el río. Luego nos despedimos de los cholas y continuamos hacia el norte. Me fui con la esperanza de Talvar y sus camaradas ganaran muchas monedas con su sal marina, porque Murghab no tenía mucho que ofrecer. Era un pueblo desharrapado y sus habitantes tazhik sólo se distinguían por su extraordinario parecido a los otros habitantes del lugar, los yaks; tanto hombres como mujeres, pues todos eran peludos, olían mucho, tenían ancha la cabeza y bastos los rasgos de la cara y el torso, y su impasividad y falta de curiosidad eran bovinas. Murghab no ofrecía ningún atractivo para quedarse allí, pero si los cholas se iban del lugar no les quedaría otra cosa mejor que visitar, y deberían emprender el agotador viaje de regreso a través del alto Pai-Mir y de toda la India.
Nuestro viaje a partir de Murghab no fue muy arduo, porque nos habíamos acostumbrado a viajar por aquellas altiplanicies. Además las cordilleras situadas más al norte no eran tan elevadas ni invernales, y sus laderas no eran tan pronunciadas, los puertos no obligaban a pasar tanto tiempo subiendo y bajando y los valles eran anchos, verdes, floridos y agradables. Según los cálculos que hice con nuestro kamal, en aquel momento estábamos mucho más al norte de lo que pudo haber llegado Alejandro dentro del Asia central, y según los mapas del Kitab estábamos en el centro mismo de aquella masa de tierra, la mayor del mundo. Nos asombramos, pues, y nos confundimos enormemente al encontrarnos un día a orillas de un ruar. Las aguas desde la orilla donde pequeñas olas acariciaban los cascos de nuestros caballos se extendían en direc-ción oeste hasta perderse de vista. Desde luego sabíamos que existe en Asia central un gran mar interior, llamado Ghelan o Caspio, pero teníamos que estar al este, muy al este de aquel mar. Durante un momento sentí pena por nuestros recientes compañeros, los chola, al pensar que habían llevado toda su sal marina hasta una tierra que disponía ya de un mar de sal más que suficiente.
Pero probamos el agua y vimos que era fresca, dulce y clara como el cristal. Se trataba, pues, de un lago, pero no por esto era menos sorprendente encontrar un lago tan grande y profundo situado a la misma altura que los Alpes sobre la mole del mundo. Nuestra ruta hacia el norte nos llevó por su orilla oriental, y tardamos muchos días en recorrerla. En cada uno de estos días aprovechábamos la ocasión para acampar a primera hora de la tarde, bañarnos, caminar por la orilla y disfrutar de aquellas aguas tibias y resplandecientes. No encontramos ningún pueblo a la orilla del lago, pero había las chozas de barro y las cabañas de madera de los leñadores y los carboneros. Nos dijeron que el lago se llamaba Karakul, que significa Vellón Negro, y éste es el nombre de la raza de ovejas domésticas que todos los pastores criaban en la región. Ésta era otra rareza más del lago: tener nombre de animal, aunque debo reconocer que no era un animal corriente. Si se contempla un rebaño de estas ovejas no se entiende que las llamen kara, porque los carneros y ovejas adultas presentan en general tonos variados de gris y de blanco grisáceo, y sólo unos cuantos son negros. La explicación es el valor que tiene la piel de karakul. Esta piel cara, de rizos apretados y espesos, no se obtiene simplemente esquilando un vellón de oveja. Es una piel de cordero: todos los corderos nacen negros, y la piel se obtiene matando y desollando a un cordero antes de
que tenga tres días. Un día después el puro color negro empieza a perder su intensidad y ningún comerciante de pieles lo acepta como karakul.
Al cabo de una semana de viaje hacia el norte del lago llegamos a un río que iba de oeste a este. Los tazhiks del lugar lo llamaban Kek-su, o río del Paso. El nombre era adecuado porque su ancho valle constituía un paso abierto a través de las montañas y lo seguimos contentos hacia oriente y fuimos descendiendo de las tierras altas en las que habíamos pasado tantos meses. Incluso nuestros caballos agradecían aquel camino más cómodo. Las montañas rocosas habían afectado duramente sus vientres y cascos, pero más abajo había hierba abundante para pastar y el suelo bajo sus pies era suave. Era curioso que en cada pueblo o incluso cabaña aislada donde llegábamos, al preguntar mi tío o mi padre el nombre del río, siempre les contestaran «Kek-su». Narices y yo nos extrañamos de que repitieran tanto la pregunta, pero ellos se limitaron a reírse de nuestra perplejidad y no quisieron explicarnos por qué necesitaban tantas confirmaciones de que estábamos siguiendo el río del Paso. Luego un día llegamos al sexto o séptimo de los pueblos del valle y cuando mi padre preguntó a un hombre:
—¿Cómo llaman a este río? —el hombre respondió cortésmente:
—Gezi.
El río era el mismo del día anterior, la tierra tampoco había variado y el hombre tenía el mismo aspecto de yak que cualquier otro tazhik, pero había pronunciado el nombre de modo distinto. Mi padre, desde la silla de su caballo, volvió la cabeza hacia tío Mafio, que cabalgaba algo retrasado y le gritó triunfalmente:
—¡Hemos llegado!
Luego desmontó, recogió un puñado de tierra del camino, de color amarillento, y lo contempló casi con cariño.
—¿Hemos llegado adonde? —le pregunté —. No lo entiendo.
—El nombre del río es el mismo: el Paso —dijo mi padre —. Pero este buen hombre lo ha dicho en el idioma han. Hemos cruzado la frontera de Tazhikistán. Éste es el tramo de la Ruta de la Seda por donde pasamos tu tío y yo cuando nos dirigíamos hacia occidente, de regreso a casa. La ciudad de Kashgar está a unos dos días de camino.
—Estamos, pues, en la provincia de Xinjiang —dijo tío Mafio, que nos había alcanzado con su montura —. Antes era una provincia del imperio Jin. Pero ahora Xinjiang y todo lo que hay al este forma parte del imperio mongol. Sobrino Marco: hemos llegado finalmente al corazón del kanato.
—Estás sobre la tierra amarilla de Kitai —dijo mi padre —, que se extiende desde aquí
hasta el gran océano oriental. Marco, hijo mío, hemos llegado finalmente a los dominios del gran kan Kubilai.
Vi que la ciudad de Kashgar tenía un tamaño respetable y que sus posadas, tiendas y residencias estaban sólidamente construidas, no como las chozas de barro que habíamos encontrado en Tazhikistán. Kashgar estaba construida para que durara, porque era la puerta de acceso occidental a Kitai, a través de la cual han de pasar todas las caravanas de la Ruta de la Seda que van y vienen de Occidente. Y comprobamos que ninguna caravana podía pasar sin ser interceptada. Unos farsajs antes de llegar a las murallas de la ciudad un grupo de centinelas mongoles estacionados en un puesto de guardia del camino hicieron seña para que nos detuviéramos. Detrás de su puesto pudimos ver las innumerables tiendas redondas, o yurtus, de un ejército entero que al parecer estaba
acampado en la vía de entrada de Kashagar.
—Mendu, hermanos mayores —dijo uno de los centinelas.
Era un típico guerrero mongol con una corpulencia y fealdad formidables, y de su cuerpo colgaban todo tipo de armas, pero su saludo era bastante amistoso.
—Mendu, saín bina —respondió mi padre.
No pude comprender todas las palabras que intercambiaron, pero más tarde mi padre me repitió la conversación traducida, y me dijo que éste era el saludo habitual cuando dos personas o dos grupos de personas se encontraban en cualquier lugar del país mongol. Era curioso escuchar a un personaje de aspecto tan brutal formular saludos tan corteses, pero el centinela continuó preguntando con gran educación:
—¿De qué parte bajo el cielo venís?
—Venimos de debajo de los cielos del lejano Occidente —contestó mi padre —. Y vos, hermano mayor, ¿dónde erigís vuestro yurtu?
—Ved, mi pobre tienda está ahora entre los bok del ilkan Kaidu, que de momento permanece acampado en este lugar, mientras inspecciona sus dominios. Hermano mayor, ¿sobre qué países habéis proyectado vuestra sombra benéfica mientras veníais hacia aquí?
—Nuestro punto más reciente de partida es el alto Pai-Mir, y hemos bajado por este río del Paso. Invernamos en el estimable lugar llamado Buzai Gumbad, que también figura entre los territorios de vuestro señor Kaidu.
—Ciertamente sus dominios son vastos y numerosos. ¿Acompañó la paz vuestro viaje?
—Hasta ahora hemos viajado con seguridad. Y vos, hermano mayor, ¿estáis en paz?
¿Son fértiles vuestras yeguas y vuestras esposas?
—Todo es próspero y pacífico en nuestros pastos. ¿Hacia dónde continúa vuestra caravana, hermano mayor?
—Pensamos detenernos varios días en Kashgar. ¿Es saludable el lugar?
—Podréis encender allí vuestro fuego con comodidad y tranquilidad, y las ovejas están cebadas y a punto. Sin embargo antes de que continuarais, a este pequeño servidor del ilkan le gustaría conocer vuestro destino último.
—Nos dirigimos hacia el este, hacia la lejana capital de Kanbalik, para ofrecer nuestros respetos a vuestro supremo señor, el gran kan Kubilai. —Mi padre sacó la carta que había llevado consigo tanto tiempo —. ¿Se ha rebajado alguna vez mi hermano mayor a aprender el humilde arte del escribano, la lectura?
—Por desgracia, hermano mayor, no he alcanzado esta alta ciencia —respondió el soldado, cogiendo los documentos —. Pero incluso yo puedo percibir y reconocer el gran sello del kan de todos los kanes. Me siento afligido por haber interrumpido el tranquilo avance de dignatarios tan importantes como vosotros.
—Estáis cumpliendo con vuestro deber, hermano mayor. Si me devolvéis la carta, continuaré mi camino.
Pero el centinela no se la devolvió.
—Mi señor Kaidu no es más que una choza miserable en comparación del alto pabellón de su primo mayor, el gran señor Kubilai. Por este motivo ansiará sin duda el privilegio de ver las palabras escritas de su primo y de leerlas con reverencia. También deseará
con toda seguridad recibir y saludar a los distinguidos emisarios de su señor primo que llegan de Occidente. O sea que si lo permitís, hermano mayor, le mostraré este papel.
—En realidad, hermano mayor —dijo mi padre con cierta impaciencia —, no necesitamos pompa ni ceremonia. Nos bastaría con pasar directamente por Kashgar sin provocar ninguna conmoción.
El centinela no le hizo caso.
—Aquí en Kashgar, las distintas posadas están reservadas para tipos diferentes de
huéspedes. Hay un caravasar para tratantes de caballos, otro para mercaderes de grano…
—Ya lo sabíamos —gruñó tío Mafio —. Pasamos por aquí en otra ocasión.
—En este caso os recomiendo, hermanos mayores, la reservada para los viajeros de paso, la Posada de las Cinco Felicidades. Está en el callejón de la Humanidad Perfumada. Cualquier persona de Kashgar puede indicaros…
—Sabemos dónde está.
—Entonces tened la amabilidad de alojaros allí hasta que el ilkan Kaidu solicite el honor de vuestra presencia en el yurtu del pabellón. —Dio un paso atrás, con la carta aún en la mano, y nos dejó vía libre —. Ahora id en paz, hermanos mayores. Tened buen viaje. Cuando nos hubimos alejado y el centinela no podía oírnos, tío Mafio gruñó:
—Mierda con un pastel encima. ¡Con tantos ejércitos mongoles, caer precisamente en el de Kaidu!
—Sí —dijo mi padre —. Haber atravesado todos estos países sin ningún incidente y ahora tropezar con él en persona.
Mi tío movió la cabeza tristemente y dijo:
—Quizá no pasemos de aquí.
Para explicar por qué mi padre y mi tío expresaron molestia y preocupación debo contar primero otras cosas sobre este país de Kitai al cual acabábamos de llegar. En primer lugar su nombre se pronuncia universalmente en Occidente «Catay» y yo no puedo hacer nada para cambiarlo. Ni siquiera lo intentaré, porque el nombre que se pronuncia correctamente «Kitai» es más bien un nombre arbitrario, aplicado por los mongoles en fecha relativamente reciente, unos cincuenta años antes de mi nacimiento. Este país fue el primero que los mongoles conquistaron en su marcha desbocada por el mundo, y fue allí donde Kubilai decidió instalar su trono, y es el botón de los muchos rayos del vasto imperio de los mongoles, del mismo modo que nuestra Venecia es el centro de poder de las muchas posesiones de nuestra república: Tesalia, Creta, el Véneto en tierra firme y todas las demás. Sin embargo, del mismo modo que los vénetos llegaron originalmente a la laguna veneciana procedentes de algún lugar del norte, también los mongoles llegaron a Kitai desde fuera.
—Los mongoles tienen una leyenda —me explicó mi padre cuando estuvimos todos instalados confortablemente en el caravasar de las Cinco Felicidades de Kashgar y comenzamos a discutir nuestra situación —. Es una leyenda ridícula, pero ellos se la creen. Dicen que una vez, hace mucho, mucho tiempo, una viuda vivía sola y desamparada en un yurtu de las llanuras nevadas. Impulsada por su soledad se hizo amiga de un lobo azul salvaje y al final se aparejó con él y de su apareamiento nacieron los primeros antepasados de los mongoles.
Este inicio legendario de su raza tuvo lugar en un país situado muy al norte de Kitai, un país llamado Sibir. No lo he visitado nunca, ni he deseado hacerlo, porque dicen que es una tierra plana y sin interés, cubierta perpetuamente de nieve y hielo. Quizá en un país tan duro lo natural para las distintas tribus mongoles (una de las cuales se llamaba «los kitai») era luchar entre sí. Pero uno de ellos, un hombre llamado Temuchin, reunió bajo su mando a varias tribus y sometió una por una a las demás hasta que todos los mongoles quedaron bajo sus órdenes y le nombraron kan, que significa Gran Señor, y le dieron un nuevo nombre, Chinghiz, que significa Guerrero Perfecto. Los mongoles, bajo el mando de Chinghiz Kan, abandonaron sus territorios septentrionales y avanzaron hacia el sur, hacia el inmenso país que era entonces el Imperio de Jin. Lo conquistaron y lo llamaron Kitai. No es preciso que describa ahora las demás conquistas de los mongoles en el resto del mundo, porque la historia las conoce perfectamente. Baste decir que Chinghiz y los ilkanes menores y luego sus hijos y nietos extendieron los dominios mongoles por el oeste hasta las orillas del río Dniéper