—Tengo algo para ti, chica.
—Yo también tengo algo para ti —dijo. Estaba sentada desnuda en la hindora, y la cama oscilaba ligeramente con sus cuerdas mientras ella se friccionaba con aceite sus redondos pechos de color marrón oscuro y su plano vientre del mismo color, para que brillaran —. O lo tendré dentro de poco.
—¿Otro cuchillo? —pregunté sin interés mientras empezaba a desnudarme.
—No. ¿Has vuelto a perder el tuyo? Parece que sí. No, en esta ocasión es algo que no podrás rechazar tan fácilmente. Voy a tener un niño.
Dejé de moverme y me quedé de pie, inmóvil y probablemente con aspecto estúpido, porque estaba medio saliendo de mi pai-ya-mah y me sostenía como una cigüeña sobre una pierna.
—¿Qué quieres decir con eso de que no podré rechazarlo? ¿Por qué me lo dices a mí?
—¿A quién más tengo que decirlo?
—Por ejemplo a este hunzuk montañés. Para citar sólo a uno de ellos.
—Lo haría, si el autor fuese otro. Pero no lo es.
Por aquel entonces había superado ya el primer sentimiento de asombro y volvía a estar en posesión de mis facultades. Continué desnudándome, pero no tan ansiosamente como antes, y dije con toda lógica:
—He frecuentado esta casa desde hace sólo tres meses, más o menos. ¿Cómo puedes saberlo?
—Lo sé. Soy una joven romni. Nosotras, las romni, tenemos sistemas para saber estas cosas.
—En este caso también deberíais saber cómo impedirlas.
—Lo hago. Generalmente introduzco antes un tapón de sal marina humedecida con aceite de avellanas. Si descuidé esta precaución se debió a que me abrumó tu vyadhi, tu deseo impetuoso.
—No me des la culpa, ni me adules, aunque creas que puedes convencerme de una manera u otra. No deseo tener ninguna descendencia de color marrón oscuro.
—¿Sí?
Esto fue todo lo que contestó, pero mientras me miraba sus ojos se contrajeron.
—De todos modos me niego a creerte, Chiv. No veo ningún tipo de cambio en tu cuerpo. Continúa tan bello y delgado como antes.
—Sí, continúa así, y mi ocupación depende de que lo conserve en este estado. Sin que un embarazo lo deforme y lo deje inútil para la surata. ¿Por qué no me crees entonces?
—Creo que te lo estás inventando. Para que me quede contigo. O para que te lleve conmigo cuando me vaya de Buzai Gumbad.
—Eres tan deseable… —dijo en voz baja.
—Por lo menos no soy un inocente. Me sorprende que me consideres tan crédulo y que intentes engañarme con un truco de mujer tan antiguo y corriente.
—Una mujer corriente, ¿no? —dijo en voz baja.
—De todos modos si te has quedado embarazada, una experimentada… una inteligente juvel romni, seguramente sabe cómo librarse.
—Sí, claro. Hay varios sistemas. Únicamente pensé que tenías derecho a decir si querías rechazar al niño o no.
—Entonces, ¿por qué nos peleamos? Estamos de completo acuerdo. Ahora, mientras tanto, tengo algo para ti. Para los dos.
Cuando me hube quitado la última prenda, tiré sobre la hindora un paquete envuelto en papel y un pequeño frasco de barro.
Ella abrió el papel y dijo:
—Es sólo bhang corriente. ¿Qué hay en la botellita?
—Chiv, ¿has oído hablar alguna vez del poeta Maynun y de la poetisa Laila?
Me senté a su lado y le conté lo que el hakim Mindad me había explicado sobre aquellos antiguos amantes y su don de convertirse en muchos tipos distintos de amante. Sin embargo no le repetí lo que me había dicho el hakim cuando me ofrecí voluntario con Chiv para probar esta última versión del filtro. El hakim calló un momento y luego murmuró: «¿Una chica romm? Este pueblo sabe brujerías propias, según dice, y podrían entrar en conflicto con la al-kimia.»
Concluí mi relato con las instrucciones que Mimdad me había dado:
—Compartimos la bebida del frasco. Luego, mientras esperamos que surta efecto, encendemos el hachís. El bhang, como tú le llamas. Inhalamos el humo, y esto nos estimulará, suspenderá nuestras voluntades y nos hará más receptivos a los poderes del
filtro.
Ella sonrió, como si se divirtiera interiormente.
—¿Quieres probar una magia gazho con una romni? Hay un refrán, Marco, sobre un tonto que quiso añadir leña al fuego del diablo.
—Esto no es magia tonta, Es al-kimia, elaborada cuidadosamente por un médico sabio y estudioso.
Se mantuvo la sonrisa en sus labios, pero perdió su tono divertido.
—Dijiste que no veías ningún cambio en mi cuerpo, pero ahora quieres cambiar los cuerpos de los dos. Me reprendiste porque creías que me inventaba algo y ahora quieres que inventemos los dos.
—No hay que inventar nada, esto es un experimento. Mira, no espero que una simple… no espero que tú comprendas la filosofía hermética. Limítate a creer mi palabra de que esto es algo más elevado y fino que cualquier superstición bárbara. Chiv destapó el frasco y olió su interior.
—Este olor marea.
—El hakim dijo que el humo del hachís apagará toda náusea. Y me enumeró todos los ingredientes del filtro. Semilla de helecho, raíz de chob-i-kot, cuerno en polvo, vino de cabra… y otras cosas inocuas, ninguna de las cuales es nociva. Desde luego yo no estaría dispuesto a tragarme esto, ni a pedírtelo a ti, si pudiera hacerme daño.
—Muy bien —dijo, convirtiéndose su sonrisa en una risita algo maligna. Levantó el frasco y tomó un sorbo —. Voy a esparcir el bhang en el brasero. Dejó la mayor parte del filtro para mí:
—Tu cuerpo es más grande que el mío, y quizá sea más difícil de cambiar. Yo me bebí todo el líquido. La pequeña habitación se llenó rápidamente con el humo espeso, azul, empalagoso y dulce del hachís que Chiv tiraba entre los carbones del brasero murmurando mientras tanto algo en un idioma que sin duda era su lengua materna. Me tendí del todo en la hindora y cerré los ojos, para que cuando los abriera y viera en qué me había convertido la sorpresa fuera mayor.
Quizá me hundí en un sueño inducido por la droga del hachís, pero no lo creo. Cuando lo hice por última vez las imágenes del sueño me llegaron mezcladas, ondulantes y confusas. En esta ocasión todos los acontecimientos que siguieron me parecieron muy reales y bien definidos, como si estuvieran sucediendo realmente. Estaba echado con los ojos cerrados, sintiendo sobre todo mi cuerpo desnudo el calor del brasero que Chiv avivaba. Inhalé entonces vigorosamente el dulce humo, y esperé
para notar alguna diferencia en mí mismo. Ignoro qué esperaba concretamente: quizá
que en mis hombros se desplegaran alas de pájaro, de mariposa o de peri; o quizá que mi miembro viril, erecto ya con la emoción, se desarrollara hasta alcanzar el enorme tamaño del de un toro. Pero lo único que noté fue un aumento gradual y desagradable del denso calor de la habitación, y luego sentí la necesidad definida de vaciar mi vejiga. Era más o menos la sensación que se tiene por las mañanas, cuando uno se despierta con el miembro duro como un candelóto, pero saturado únicamente de vulgar orina, lo que impide utilizarlo en ninguna de sus dos funciones normales. En aquel momento a uno no le apetece utilizarlo sexualmente, pero tampoco tiene ganas de eliminar la turgencia orinando, porque con el miembro erecto la orina salta hacia arriba y todo se moja. Éste no era un inicio prometedor de mis expectativas amatorias, por lo que continué
acostado y quieto, con los ojos cerrados confiando en que la sensación desaparecería. No desapareció. Aumentó, y lo mismo pasó con el calor de la habitación hasta que me sentí molesto e incómodo. Luego me pasó por la ingle un dolor repentino, como el que a veces se siente cuando se retiene demasiado tiempo la micción, pero tan intenso y fuerte
que sin proponérmelo solté un breve chorro de orina. Me quedé un rato más echado, avergonzado de mí mismo y confiando en que Chiv no se habría dado cuenta. Pero entonces recordé que no había notado ninguna salpicadura sobre mi desnudo vientre, como era de esperar si mi órgano erecto hubiese meado en el aire. En cambio sentí una humedad en la parte interior de las piernas. Algo insólito. Una pequeña confusión. Abrí
los ojos. Alrededor mío sólo pude ver la neblina del humo azul; las paredes de la habitación, el brasero, la chica, todo se había hecho invisible. Bajé la mirada para ver a qué se debía el extraño comportamiento de mi candelóto, pero mis pechos me lo impidieron.
¡Pechos! Tenía pechos de mujer, y unos pechos muy bellos: bien formados, erectos, de piel marfileña, con unos pezones tumescentes rodeados por una aureola de color de cervato y de buen tamaño. Todo el conjunto brillaba de sudor y unas gotas bajaban haciendo eses por la separación entre pecho y pecho. ¡El filtro estaba haciendo efecto!
¡Me estaba transformando! Me había embarcado en la más sorprendente expedición jamás emprendida.
Levanté la cabeza para ver cómo conjuntaba mi candelóto con estas nuevas adiciones. Pero tampoco pude distinguirlo, porque me lo impedía un vientre inmenso y redondo, como una montaña de la cual los pechos fueran las estribaciones. Empecé a sudar en serio. Debía ser una experiencia nueva convertirse un rato en mujer: ¿Pero en mujer gorda y obesa? Quizá me había convertido incluso en una mujer deforme, porque mi ombligo que antes era una insignificante depresión, como un hoyuelo, sobresalía ahora como un pequeño faro sobre mi enorme vientre.
No pudiendo ver mi miembro, lo busqué con la mano. Lo único que encontré fue el pelo de mi alcachofa, pero algo más exuberante y ensortijado de lo acostumbrado en mí. Cuando pasé la mano más abajo descubrí, sin gran sorpresa ahora, que mi candelóto había desaparecido, lo mismo que mis pelotas. En su lugar tenía los órganos de una mujer.
No me levanté de un salto ni grité. En definitiva había buscado y esperado un cambio. Si me hubiese transformado en algo parecido a un ruj probablemente me hubiese impresionado y desanimado más. De todos modos confiaba que el cambio no sería permanente. Pero tampoco me sentía muy feliz. Los órganos de una mujer deberían haber ofrecido un aspecto bastante familiar a mi mano investigadora, pero presentaban también una preocupante diferencia. Mis dedos los notaban apretados, duros, calientes y desagradablemente pegajosos a consecuencia de mi micción involuntaria. Al tocarlos no me parecieron aquella bolsa suave, amorosa y acogedora, el mihrab, el leus, la pota, la mona, dentro de la cual había puesto tan a menudo mis dedos y otras cosas. Además, al tocarlos parecía… ¿cómo explicarlo?
Si fuera una mujer y me tocaran mis partes privadas, aunque lo hicieran mis propios dedos, habría esperado sentir alguna sensación agradable, un cosquilleo íntimo o por lo menos un contacto conocido, viejo y confortable. Pero ahora yo era una mujer y sólo notaba la intromisión de mis dedos, y la única sensación era de molestia, y mi única respuesta interna era una descarga de irritabilidad. Introduje lentamente un dedo en mi interior, pero sin ir muy lejos, porque fue interceptado, y luego la funda suave que rodeaba el dedo lo rechazó, podría casi decir que lo escupió fuera. Había algo dentro de mí. ¿Quizá un tapón de sal marina como precaución? Pero mi investigación despertó en mí más repulsión que curiosidad y no tuve ganas de repetirla. Incluso cuando me toqué
ligeramente con el dedo el zambur, mi lumaghéta, la más tierna de mis nuevas partes, tan sensible como una pestaña a cualquier toque, lo único que sentí fue un aumento de mi mal humor, y ganas de estar solo.
Me pregunté: «¿Cuando alguien acaricia a una mujer ella no experimenta nada mejor
que esto? Seguramente no», me dije. Todavía no había acariciado a una mujer realmente gorda, pero lo dudaba. De todos modos ¿en mi nueva encarnación femenina era yo realmente una mujer gorda? Me senté en la cama para verlo.
Bueno, tenía aún aquel abdomen tan hinchado, y ahora podía ver que lo hacía más feo una decoloración que desfiguraba la piel tensa y marfileña, una línea marrón que se extendía desde mi ombligo protuberante hasta mi alcachofa. Pero el vientre al parecer era lo único gordo que yo tenía. Mis piernas eran bastante delgadas y sin pelos, y habrían sido bonitas, si sus venas no hubiesen sobresalido, visibles y retorcidas, como una red horadada por gusanos debajo de la piel. Mis manos y mis brazos también parecían bastante delgados y suaves, como los de una chica. Pero yo no los notaba suaves, sino nudosos y doloridos. Cuando los miré y flexioné, mis dos manos se contrajeron y me dieron un calambre que me hizo gemir.
El gemido fue lo bastante fuerte para que Chiv me contestara, pero ella no se materializó de entre el humo azul que me rodeaba a pesar de que la llamé varias veces por su nombre. ¿En qué la había transformado el filtro? Supuse, basándome únicamente en el principio de la rotación, que si yo me había vuelto hembra, Chiv se había vuelto varón. Pero el hakitn había dicho que Maynun y Laila a veces se divertían como dos personas del mismo sexo. Y a veces uno de ellos había recurrido a la invisibilidad. De todos modos el objetivo principal del filtro era dar más realce a la actividad sexual de la pareja, y en este punto juzgué que el filtro de prueba había sido un fracaso. Ninguna pareja, ni varón, ni hembra, ni ser invisible podía desear copular con una persona tan grotesca como la que yo era en aquel momento. Sin embargo ¿qué se había hecho de Chiv? La llamé una y otra vez… y luego lancé un grito.
Grité porque había sacudido mi cuerpo otra sensación, una sensación más terrible que dolorosa. Algo se había movido, algo que no era yo, pero que se había movido dentro de mí, dentro de aquella hinchazón monstruosa que era mi vientre. Comprendí que no era la comida moviéndose en mi estómago, porque aquello había sucedido en algún punto situado debajo del estómago. Y no era comida mal digerida provocando una flatulencia en mi intestino inferior, porque esta sensación ya la conocía de antes. Puede ser bastante desagradable y a veces sobresalta, incluso cuando no es ruidosa y no se nota. Pero aquello era algo diferente, algo que yo no había experimentado nunca. Era una sensación como si me hubiese tragado algún animalito durmiente, lo hubiera digerido hasta llegar al fondo de mis intestinos y de pronto se despertara allí, se estirara y bostezara. « Dios mío —pensé —¿y si intenta salir por la fuerza?»
En aquel momento volvió a moverse y yo grité de nuevo, porque parecía que empezara a hacer exactamente esto. Pero no lo hizo. El movimiento se calmó rápidamente y me avergoncé de haber gritado. Quizá el animal sólo había dado una vuelta ligera en su cómodo encierro como si buscara los puntos débiles de su prisión. Volví a sentir una humedad entre las piernas, y pensé que me había ensuciado otra vez con el susto. Pero cuando alargué la mano y toqué sentí algo más terrible que orina. Levanté la mano para mirarlo y vi que mis dedos estaban unidos por una membrana de una sustancia viscosa que se pegaba formando hilos entre la mano y la ingle, estirándose hasta colgar y romperse lentamente. La sustancia era húmeda, pero no líquida, era un limo gris, como mocos de la nariz pero con venas sanguinolentas. Empecé a maldecir al hakim Mimdad y a su insano filtro. No sólo me había dado un cuerpo feo de mujer, y además con partes femeninas claramente defectuosas, sino que en este cuerpo había algo enfermo que le hacía evacuar por estas partes una sustancia nauseabunda.