Pensé que si mi nueva envoltura estaba enferma o herida era preferible que no corriera el riesgo de levantarla para buscar a Chiv. Era preferible que me quedara acostado donde estaba. Continué llamándola por su nombre, sin ningún resultado. Incluso empecé
a llamar a Shimon, aunque podía imaginarme muy bien las burlas y risas del judío al verme en forma de mujer. Tampoco él acudió y entonces lamenté haberle pagado por adelantado una estancia prolongada. Aunque oyera ruidos o gritos saliendo de la habitación pensaría que estábamos haciendo el amor alborotadamente, y no intervendría.
Permanecí un rato acostado en posición supina y no pasó nada, excepto que la habitación se fue calentando aún más y yo sudé cada vez más y la necesidad de orinar se convirtió también en una necesidad de defecar. Quizá el animalito imaginado en mi interior estaba apretando todo su peso contra la vejiga y los intestinos y los estrujaba de modo intolerable. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no soltar nada, pero conseguí
resistir porque no quería mearme entre las piernas y encima de la cama. Luego se abatió
sobre mí un escalofrío repentino, como si se hubiese abierto la puerta al deshielo exterior. La película de sudor que tenía sobre el cuerpo se congeló, temblaron todos mis miembros, mis dientes se entrechocaron y se me puso la piel de gallina, mientras mis pezones ya prominentes se levantaban como centinelas. No podía cubrirme con nada; aunque la ropa que me había quitado estuviera todavía en el suelo, quedaba fuera del alcance de mis ojos y de mis manos, y no me atreví a levantarme y a buscarla. Pero luego el frío desapareció con idéntica rapidez y la habitación se volvió tan sofocante como antes y empecé a sudar de nuevo y a jadear por falta de aire. Intenté medir mis sentimientos, puesto que no tenía otra cosa que hacer. Eran numerosos y variados. Me sentía algo emocionado: el filtro había surtido efecto, por lo menos en parte. También me sentía intrigado: el filtro tenía que hacer algo más, algo que quizá sería interesante. Pero la mayoría de mis emociones no eran agradables. Me sentía incómodo: tenía calambres en las manos y la necesidad de ir de vientre se estaba haciendo urgente. Sentía asco: de mi mihrab salía todavía un hilo de aquella sustancia purulenta. Sentía indignación por estar en aquella situación, y sentía compasión de mí, por tener que soportarla solo. Me sentía culpable: mi obligación era estar en el caravasar, ayudando a mis compañeros a nacer el equipaje y a prepararnos para seguir el camino, en lugar de satisfacer en aquel lugar mi curiosidad demoníaca. Sentía temor: no sabía realmente qué me podía reservar el filtro, y sentía aprensión: quizá lo que sucediera a continuación no mejoraría lo que ya había sucedido. Luego, en un instante de parálisis, todos los demás sentimientos desaparecieron abolidos, destruidos, por la sensación que se impone sobre todas las demás: el dolor. Era tan lacerante que atravesó mis partes vitales inferiores, y me imaginé que podía oír el sonido acompañante, como la rotura de una tela fuerte, pero el único sonido que llenó el aire fue mi propio grito de agonía. Habría hundido mis garras en aquel vientre traicionero, pero el dolor me dejó tan débil que tuve que agarrarme a los bordes de la oscilante hindora para no caer al suelo.
Cuando uno sufre un ataque insoportable de dolor intenta moverse instintivamente, confiando en que algún movimiento le calme, y el único movimiento que podía yo hacer era encoger las piernas. Esta reacción repentina quebró el control que mantenía sobre mis músculos más íntimos y la orina brotó con una cálida y repentina sensación de humedad, derramándose por mis nalgas. El dolor en lugar de calmarse rápidamente se fue debilitando con lentitud, confundiéndose en una alternancia de calor y frío. Mi cuerpo se estremecía cuando cada nuevo ataque de fiebre era sustituido por un calambre de frío que a su vez daba paso al calor. Estas pulsaciones fueron amortiguándose finalmente, de modo gradual, dejándome empapado en orina y sudor, echado en la hindora, débil, fláccido y jadeante, como si me hubiesen azotado, y al recuperar el habla grité:
—¿Qué me está pasando?
Y entonces comprendí. Mira: sobre este jergón hay una mujer acostada boca arriba, con la mayor parte de su cuerpo plana, pero con las curvas y las formas propias de un cuerpo de mujer, excepto este horrible bulto de su vientre distendido. Está echada con las piernas separadas y levantadas, exponiendo un mihrab apretado e insensible por la tensión. Hay algo allí abajo, en su interior. Es lo que da bulto a su vientre, y está vivo, y ella ha notado sus movimientos, y ha sufrido los primeros dolores provocados por la cosa que quiere salir, ¿y por dónde saldrá si no lo hace por el canal del mihrab que se abre entre sus piernas? Es evidente que la mujer está en un embarazo avanzado, a punto de dar a luz.
Todo muy bien, esta visión despegada, fría y elevada. Pero yo no era el espectador, yo era aquello. Aquel objeto lastimero que se retorcía lentamente sobre el jergón, con la postura y el aspecto absurdos de una rana puesta cabeza abajo, era yo.
«Gésu, Marta, Isépo», pensé, mientras soltaba una mano del borde de la cama para santiguarme. ¿Cómo pudo el filtro convertirme en dos seres y meter el uno dentro del otro? «¿Debo vivir todo el proceso de dar a luz a esto que tengo dentro, sea lo que fuere? ¿Cuánto tiempo tardará? ¿Qué hay que hacer para ayudarlo a salir?» Además de pensar estas cosas, pensaba cosas menos repetibles sobre el hakim Mimdad, recomendándolo para una eternidad en el infierno. Quizá no era muy prudente aquella reacción, porque si alguna vez había necesitado a un hakim era entonces. Lo más cerca que había estado de un parto fue en una o dos ocasiones en que vi a un niño recién nacido de color azul y púrpura pálido y aspecto desollado arrastrado por las aguas de Venecia, muerto. No había visto ni siquiera parir a una gata callejera. Los niños más enterados de las barcas de Venecia habían discutido ocasionalmente el tema, pero lo único que podía recordar era que hablaban de los «dolores del parto» y en relación a esto no necesitaba instrucción de nadie. También sabía que las mujeres a menudo fallecen a consecuencia del parto. Supongamos que me muriera dentro de aquel cuerpo extraño. Nadie sabría quién era yo. Me enterrarían como a un ser anónimo sin reclamar, una chica, probablemente soltera, que había muerto por obra de su propio bastardo… Pero tenía otras preocupaciones más inmediatas que el destino de mis restos poco gloriosos. El dolor lacerante volvió a repetirse, y su intensidad fue tan desgarradora como antes, pero apreté los dientes y no lancé ningún grito, e incluso traté de examinar el dolor. Parecía originarse a gran profundidad, en mi vientre, en algún punto situado hacia la espina dorsal, para luego abrirse paso por el vientre y llegar finalmente hasta delante. Dispuse entonces de un momento de respiro para recuperarme antes de que el dolor lanzara un nuevo asalto. El dolor no disminuyó en cada oleada sucesiva, pero parecía como si pudiese resistirlo mejor. Intenté medir de algún modo los dolores y los intervalos que los separaban. Cada ataque duraba lo que yo tardaba en contar lentamente hasta treinta o cuarenta, pero cuando intenté contar los intervalos de calma lo hice tan alto que me confundí y perdí la cuenta.
Contribuían a mi confusión otras aflicciones. O la habitación o yo mismo continuaba alternando entre la fiebre y el escalofrío, de modo que me asaba hasta desmayarme o me quedaba congelado y tieso. Mi vientre consiguió añadir la náusea a sus demás problemas; eructé repetidamente y en varias ocasiones tuve que luchar contra el vómito. Continuaba orinando incontroladamente cada vez que el dolor me atacaba, y sólo mediante una determinada contracción muscular conseguía no evacuar mis intestinos. La orina debía de actuar como un cáustico, porque sentía mis muslos, mi ingle y la parte inferior de mi cuerpo en carne viva, irritada e inflamada. Sufría una sed enloquecedora, probablemente porque había sudado y orinado gran parte de mi humedad interior. Mis manos continuaban contrayéndose con calambres espasmódicos, y lo mismo hacían mis piernas en la incómoda postura en que las había dejado. El contacto de la cama contra
mi espalda era una irritación. En realidad me dolía todo, incluso la boca, que la tenía fija en un rictus tan distorsionado que incluso me dolían los labios. Podía casi agradecer los dolores del parto cuando atravesaban mi vientre lacerándolo: eran tan terribles e intensos que mi mente no podía ocuparse de los otros de menor cuantía. Ya me había resignado a la idea de que el filtro que había bebido no me proporcionaría ningún placer. Ahora, mientras iban pasando horas interminables, intenté resignarme a la idea de soportar lo que el filtro me había proporcionado: sed, náusea, suciedad y sufrimiento general, en el cual se intercalaban ataques intermitentes de dolor intenso; procuraría soportarlo todo hasta que pasara el poder del filtro y yo volviera a mi ser personal, o hasta que me infligiera algún sufrimiento nuevo y diferente. Y esto fue lo que hizo. Cuando los dolores ya no consiguieron extraer de mí más gotas de orina, pensé que mi cuerpo se había vaciado de todos sus fluidos. Pero de repente sentí mi parte inferior inundada por una cantidad de humedad superior a la que había ya echado, una auténtica inundación, como si alguien hubiese vaciado una jarra entre mis piernas. Era caliente como la orina, pero cuando levanté la mano para mirar, pude ver que el charco creciente era incoloro. También me di cuenta de que el agua no salía de mi vejiga, a través del pequeño agujero femenino de orinar, sino del canal del mihrab. Tuve que suponer que aquella suciedad señalaba alguna fase nueva y más complicada del complicadísimo proceso de dar a luz.
Los dolores abdominales llegaban ahora a intervalos más cortos y apenas me daban tiempo de recuperar la respiración después de cada ataque, y de endurecer mi cuerpo antes de que llegara el siguiente. Entonces pensé: «Quizá lo que te hace tanto daño es este esfuerzo de preparación, este encogerse de miedo ante lo inminente. Quizá si me enfrentara valientemente con cada dolor y luchara contra él…» Intenté hacerlo, pero
«luchar» en aquella situación suponía llevar a cabo el mismo impulso muscular necesario para la defecación, y tuvo el mismo resultado. Cuando aquel dolor de especial brutalidad se calmó brevemente, descubrí que había sacado entre mis piernas y depositado sobre la cama una masa considerable de mierda hedionda. Pero de hecho en aquel estadio la cosa me tenía ya sin cuidado. Lo único que pensé fue: «Ya sabías que la vida humana finaliza con mierda, ahora sabes que la vida humana comienza también en mierda.»
«De ellos es el reino de Dios», recordé de repente que había predicado yo al esclavo Narices, no hacía mucho.
—Dejad que los niños vengan a mí —recité mientras reía tristemente. No me reí mucho tiempo. Aunque parezca increíble, las cosas empeoraron todavía más. Los dolores no llegaron ahora en oleadas o pulsos, sino en rápida sucesión, y cada uno duraba más que el anterior, hasta que se transformaron en una única y constante agonía en mi vientre, incesante, creciendo en intensidad hasta que empecé a sollozar, a gemir y a quejarme sin recato, temí que no podría resistirlo y deseé ardientemente la gracia de desmayarme. Si alguien se hubiese inclinado entonces sobre mí y me hubiese dicho:
«Esto no es nada. Todavía puede hacerte más daño, y te lo hará», yo hubiera lanzado otra risotada interrumpiendo incluso mis sollozos. Pero esta persona habría tenido razón.
Sentí que mi mihrab empezaba a abrirse y a dilatarse, como una boca que bosteza, y sus labios continuaron abriéndose más hasta que el orificio debió de convertirse en un círculo entero, como una boca gritando. Y por si esto no fuera tormento suficiente, la redondez entera del círculo parecía pintada con fuego líquido. Puse la mano allí abajo, para tocar desesperadamente el incendio y apagarlo. Pero no sentí ninguna quemazón sino sólo algo que se desmenuzaba. Acerqué de nuevo la mano a mis ojos inundados y vi a través de las lágrimas que los dedos estaban manchados con una sustancia horrible,
de color verde pálido. ¿Cómo podía quemar tanto una cosa así?
Y en aquellos instantes, además del dolor desenfrenado en mi vientre y del fuego abrasador de mis partes podía sentir otras cosas terribles. Podía sentir el sabor del sudor que corría de mi cara a mi boca, y la sangre que brotaba de mis labios heridos por mis propios dientes. Podía oír mis gruñidos, gemidos y boqueadas atroces. Podía oler el hedor de mis desechos corporales evacuados asquerosamente. Podía sentir el ser de mi interior que se movía de nuevo, y que al parecer daba volteretas y patadas y movía los brazos mientras se abría paso pesadamente a través del dolor del vientre hacia el incendio inferior. Al avanzar apretó de modo más intolerable aún mi vejiga y mis intestinos, los cuales, no sé cómo, sacaron unos residuos más de su interior. Y la criatura empezó a salir entre esta última expulsión de orina y de heces. Y, ¡ah Dios mío!, cuando Dios decretó: «Con dolor darás a luz», Dios así lo hizo. Yo había experimentado dolores triviales en épocas anteriores, pero creo que no hay en el mundo dolor como el que sentí entonces. He visto torturas ejecutadas por verdugos expertos, pero creo que no hay hombre tan cruel, ingenioso y hábil en dolores como Dios. El dolor se componía de dos tipos diferentes. Uno era el dolor de la carne de mi mihrab que se rompía por delante y por detrás. Tomad un trozo de piel y desgarradlo, implacable pero lentamente, e imaginad la sensación que experimenta esta piel, y luego imaginad que esta piel es la que tenéis entre las piernas, de la alcachofa al ano. Mientras esto me sucedía a mí y yo gritaba, la cabeza del ser que tenía en mi interior se estaba abriendo camino a través de los huesos que cerraban la abertura, y esto me obligó a bramar entre mis gritos. Los huesos de esta parte están muy pegados; hay que empujarlos para que se aparten y se separen, y hay que sentir entonces el rechinar de una roca que se abre paso implacablemente a través de una hendedura demasiado estrecha entre las piedras. Ésta fue la sensación que tuve, y lo sentí todo al mismo tiempo: el movimiento y el dolor terribles de mi interior, el crujido y la deformación de todos los huesos entre las piernas, la laceración y el incendio de la piel exterior. Y Dios incluso en esta situación extrema sólo permite gritos y bramidos: no es posible desmayarse para huir de la insoportable agonía.
No me desmayé hasta que la criatura salió de mi interior con una brutal hinchazón final y con un crujido de dolor, como un grito audible, y que la cabeza de color marrón oscuro se levantó entre mis muslos, embadurnada de sangre y de moco, y dijo con la voz de Chiv, maliciosamente: