Uno de los juegos era exclusivo de los hunzukut, porque se había inventado originalmente en su valle nativo de Hunza, situado aproximadamente al sur de aquellas montañas. Los jugadores llevaban en la mano pesados palos parecidos a mazos y con ellos golpeaban un objeto llamado pulu, un nudo redondeado de madera de sauce que rodaba por el suelo como una pelota. Cada equipo estaba formado por seis hunzukut montados, que intentaban dar a ese pulu con sus palos, aunque a menudo golpeaban entusiásticamente a sus oponentes o a sus caballos o a sus propios compañeros de equipo, a fin de introducir el pulu entre la movida defensa de los seis oponentes y hacerlo rodar o volar más allá de una línea vencedora en el extremo del campo. Yo a menudo no podía seguir el desarrollo del juego porque me costaba mucho saber a
qué equipo pertenecía cada jugador. Todos llevaban ropas pesadas de piel y cuero, además del típico sombrero hunzuk, que se parece a un par de gruesos pasteles en equilibrio sobre la cabeza. En realidad el sombrero está formado por un largo tubo de tela basta enrollado por sus dos extremos hasta tocarse cada rollo; y el conjunto resultante se planta sobre la cabeza. Para jugar un partido los seis jugadores de un equipo se ponían sombreros rojos y los otros seis sombreros azules. Pero después de jugar un rato los colores apenas podían distinguirse.
También a menudo el mismo pulu de madera desaparecía de mi vista confundido entre los cuarenta y ocho cascos que golpeaban el suelo, entre la nieve, el fango y el sudor que saltaba por los aires, entre los golpes confusos de mazos y entre jugadores que de vez en cuando se quedaban sin montura y recibían golpes y patadas de todos. Pero los espectadores más experimentados, o sea casi todo el mundo en Buzai Gumbad, tenían una vista más aguda. Cuando veían que el pulu saltaba por encima de la línea vencedora a uno u otro extremo del campo toda la multitud gritaba: «Gol! Go-o-o-ol!», una palabra hunzuk cuyo significado era que un equipo había sumado un punto más para ganar el juego, y simultáneamente una banda de música tocaba tambores y flautas en una celebración cacofónica.
El partido finalizaba cuando un equipo había conseguido lanzar nueve veces el pulu por encima de la línea opuesta de gol. Aquel tropel de doce caballos podía pasarse un día entero tronando arriba y abajo por el campo resbaladizo y traidor, con los jugadores gritando y maldiciendo, los espectadores animándoles a gritos, los palos girando en el aire y chocando, y a menudo haciéndose trizas, el fango removido embadurnando a los jugadores, a los caballos, a los espectadores y a los músicos, y los jinetes cayéndose de sus sillas e intentando correr a un lugar seguro pero siendo abatidos alegremente por sus compañeros; o sea que al final del día, cuando el campo era un simple pantano de barro y Iodo, los caballos no hacían más que resbalar, torcerse las patas y caer. Era un deporte espléndido, y nunca me perdía la ocasión de contemplarlo.
El otro juego era semejante, porque lo jugaban muchos hombres a caballo. Pero en este deporte no importaba el número, y no había equipos; cada jinete jugaba para sí y contra todos los demás. Se llamaba bous-kashia, y creo que éste es un término tazhik, pero el juego no era patrimonio especial de un pueblo o tribu, y todos los hombres participaban en él en una ocasión u otra. En vez del pulu el objeto central del bous-kashia era el cadáver de una cabra a la que habían cortado la cabeza.
Se tiraba al suelo sin más ceremonia al animal recién matado, entre las piernas de los caballos, y todos los jinetes corrían al lugar y luchaban entre sí, se empujaban y se aporreaban intentando agacharse y coger la cabra del suelo. Quien lo conseguía tenía que lanzarse al galope y atravesar con la cabra una línea en el extremo del campo. Como era de esperar, los demás lo perseguían, tiraban de su trofeo e intentaban que su caballo tropezara o cambiara de dirección, o procuraban echar al jinete de la silla. Y
quien conseguía hacerse con el disputado cadáver se convertía en la presa de todos los demás jinetes. En realidad el juego no pasaba de ser un partido de lucha y agarro jugado a caballo y al galope. Era furioso y excitante, pocos jugadores salían de él en buen estado de salud, y muchos espectadores resultaban atropellados por el tropel de caballos o recibían un golpe de cabra volante y se desmayaban o les llegaba por los aires una pata suelta y sanguinolenta del animal.
Durante aquellos largos meses de invierno pasados en el Techo del Mundo, además de los momentos que dedicaba a los juegos, a las danzas, a estar en la cama hindora con Chiv y a otras diversiones, también pasé momentos menos frívolos conversando con el hakim Mimdad.
Tío Mafio no hablaba nada de su afección ni de los demás problemas que le había
causado. Tomaba el estibio en polvo según lo prescrito, y nosotros podíamos ver que estaba recuperando el peso perdido y volviéndose más fuerte de día en día, pero reprimimos cualquier demostración de curiosidad sobre la época exacta de su conversión en eunuco por obra de la medicina, y él no ofreció ninguna información. Después de aquello ya no volví a verlo más en compañía de un chico o de otra persona de pareja mientras permanecimos en Buzai Gumbad, y no pude decir cuándo desistió
finalmente de tales compañías. Sin embargo, el hakim continuó visitándonos a intervalos regulares para llevar a cabo exámenes de rutina de los progresos de tío Mafio y para aumentar o disminuir en pequeñísimas cantidades el estibio que se tomaba. Después de las sesiones del médico con su paciente, el médico y yo nos sentábamos a menudo juntos y conversábamos, porque descubrí que era un viejo extraordinariamente interesante.
Mimdad, como todos los demás médegos que he conocido, consideraba su práctica médica diaria como una faena monótona y necesaria que le permitía ganarse la vida, y prefería concentrar la mayor parte de sus energías y de sus devociones a sus estudios privados. Como todo médego soñaba con descubrir algo nuevo y médicamente milagroso, para asombrar al mundo y para que su nombre constara en la galería de deidades médicas al lado de Asclepio, Hipócrates e ibn Sina. Sin embargo la mayoría de doctores que conozco, por lo menos en Venecia, siguen estudios sancionados o por lo menos tolerados por la Madre Iglesia, como la búsqueda de nuevos métodos para expulsar o borrar a los demonios de la enfermedad. En cambio me enteré de que los estudios y experimentos de Mimdad estaban menos en el reino de las artes curativas que en el reino de Hermes Trismegisto, cuyas artes rozan con la brujería. Naturalmente los cristianos tienen prohibido dedicarse a las artes herméticas, porque en su origen y durante mucho tiempo fueron practicadas por paganos como los griegos, los árabes y los alejandrinos. Pero cualquier cristiano ha oído hablar de ellas. Yo, por ejemplo, sabía que los herméticos antiguos y modernos, los adeptos como les gusta llamarse, casi siempre y sin excepción han intentado descubrir uno de los dos secretos arcanos: el elixir de la vida o la piedra de toque universal que cambia los metales viles en oro. Me sorprendió, pues, que el hakim Mimdad se burlara de estos dos objetivos calificándolos de «poco realistas».
Admitió que también él era un adepto de esta arte antigua y oculta. La llamó al-kimia, y dijo que Alá la enseñó por primera vez a los profetas Musa y Haroun, significando Moisés y Aarón, desde los cuales se había transmitido a lo largo de los años a otros famosos experimentadores como el gran sabio árabe Yabir. Y Mimdad admitió que él, como todos los demás adeptos, estaba persiguiendo a una presa esquiva, pero menos grandiosa que la inmortalidad o que la riqueza sin límites. Lo único que deseaba descubrir, o más bien redescubrir, era el «filtro de Maynun y Laila». Un día, cuando el invierno montañés había empezado a perder sus fuerzas y los jefes de las distintas caravanas estaban estudiando el cielo para decidir el momento de partir montaña abajo y dejar el Techo del Mundo, Mimdad me contó la historia de ese notable filtro.
—Maynun era un poeta y Laila una poetisa, y vivieron hace mucho tiempo, en un lejano lugar. Nadie sabe dónde ni cuándo. Aparte de los poemas que han sobrevivido a sus personas, lo único que se sabe de Maynun y de Laila es esto: tenían el poder de cambiar sus formas a voluntad. Podían hacerse más jóvenes o más viejos, más bellos o más feos, y tomar el sexo que quisieran. O bien podían cambiar sus personas enteramente, transformándose en gigantescas aves ruj o en poderosos leones o en terribles mardjora. O si les apetecía algo menos fuerte, podían transformarse en dulces ciervos, en bellos caballos o en delicadas mariposas…
—Un útil poder —dije —. De este modo con su poesía podían describir de modo más
preciso que los demás poetas estas extrañas formas de vida.
—No hay duda —dijo Mimdad —. Pero nunca intentaron aprovecharse monetariamente o hacerse famosos con este poder especial. Sólo lo utilizaron para un deporte, y su deporte favorito era el amor. El acto físico de hacer el amor.
—Dio me varda! ¿Les gustaba hacer el amor con caballos y otros animales? Nuestro esclavo debe de tener sangre de poeta en las venas.
—No, no, no. Maynun y Laila hacían el amor el uno con el otro. Piénsalo bien, Marco.
¿Qué necesidad tenían de alguien más o de otra cosa?
—Hu-mm… sí —musité.
—Imagínate la variedad de experiencias que tenían a su disposición. Ella podía convertirse en el macho y él en la hembra. O ella podía ser Laila y él montarla en forma de león. O él podía ser Maynun y ella una delicada qazel O los dos podían ser personas totalmente distintas. O los dos podían ser chiquillos delicados, o los dos hombres, o los dos mujer, o uno adulto y el otro un niño. O los dos monstruos de grotesca configuración.
—Gésu…
—Cuando se cansaban de hacer el amor humano, por variado o caprichoso que fuera, podían probar placeres inimaginables que sin duda conocen los animales, las serpientes, los demonios yinn y los bellos peri. Podían ser dos pájaros y hacerlo en pleno vuelo o dos mariposas y hacerlo abrazados dentro de una fragante flor.
—Qué agradable pensamiento.
—O incluso podían tomar la forma de personas hermafroditas, y tanto Maynun como Laila podían ser simultáneamente al-fail y al-mafa'ul el uno del otro. Las posibilidades debieron de ser infinitas, y sin duda las probaron todas, porque durante toda su vida sólo se dedicaron a esta ocupación, excepto cuando estaban momentáneamente saturados y nacían una pausa para escribir un poema o dos.
—¿Y vos confiáis en emularlos?
—¿Yo? Qué va, soy viejo y abandoné hace mucho los deseos sexuales. Además un adepto no ha de practicar la al-kimia para su propio beneficio. Espero que mi filtro y su poder sean accesibles a todos los hombres y mujeres.
—¿Cómo sabéis que ellos empleaban un filtro? Quizás era un hechizo o un poema recitado antes de cada cambio.
—En este caso estoy confundido. No puedo escribir un poema, ni siquiera sé recitar un poema con elocuencia. Por favor, Marco, no me desanimes con tus suposiciones. Yo puedo elaborar un filtro con líquidos, polvos y conjuros.
Me pareció una esperanza muy frágil buscar el poder en un filtro sólo, porque esto era lo único que él podía hacer. Sin embargo le pregunté:
—¿Y bien? ¿Habéis conseguido algún éxito?
—Sí, algún éxito. En mi casa de Mosul. Una de mis esposas murió después de probar uno de mis preparados, pero murió con una sonrisa de felicidad en sus labios. Una variante de este preparado proporcionó a otra de mis esposas un sueño eminentemente vivido. En su sueño empezó a acariciar sus partes privadas, a dar zarpazos e incluso a arañarlas; de esto hace ya muchos años y todavía no ha parado, porque no se ha despertado nunca de aquel sueño. Ahora vive en una habitación con paredes de paño de la Casa del Engaño de Mosul y cada vez que viajo allí para preguntar por su estado, mi colega hakim del lugar me dice que ella continúa practicando esta interminable autoexcitación. Me gustaría saber en qué está soñando.
—Gesu. ¿Llamáis a esto un éxito?
—Todo experimento es un éxito cuando se aprende algo de él. Desde entonces he eliminado las sales metálicas pesadas de mi receta, porque he llegado a la conclusión de
que son estas sales las que provocan el coma profundo o la muerte. Ahora me inclino hacia los postulados de Anaxágoras, y empleo sólo ingredientes orgánicos y homeoméricos. Yohimbino, cantárida, el hongo faloide, cosas así. Ostras pulv., Nux v., Onosm., Pip. nig., Squilla… Ya no hay peligro de que los sujetos no se despierten.
—Me alegra oír esto. ¿Y ahora?
—Bueno, traté a una pareja sin hijos que había perdido toda esperanza de tener una familia. Ahora tienen cuatro o cinco guapos hijos, y creo que no han contado nunca su progenie femenina.
—Esto ya suena como una especie de éxito.
—Sí, un éxito especial. Pero todos los niños son humanos. Y normales. Sin duda se concibieron por el sistema ordinario.
—Ya entiendo.
—Y estos fueron los últimos voluntarios con quienes pude probar el filtro. Creo que el hakim de la Casa del Engaño ha hecho correr rumores por Mosul, violando el juramento médico. O sea que mi principal dificultad no consiste en elaborar nuevas variantes del filtro sino en encontrar a sujetos con quienes probarlos. Soy ya demasiado viejo para probarlo yo, y en todo caso mis dos esposas restantes se negarían a participar en los experimentos. Como podéis entender, lo mejor es probar el filtro con un hombre y una mujer al mismo tiempo. Preferiblemente con una pareja vital y joven de hombre y mujer.
—Sí, es evidente. Un Maynun y una Laila, por así decirlo.
Hubo un largo silencio.
Luego él me preguntó en un tono apagado, tímido, tentativo, esperanzado:
—Marco, ¿por casualidad tenéis acceso a una Laila complaciente?
La belleza del peligro.
4
El Peligro de la belleza.
—Os aconsejo que dejéis vuestro cuchillo aquí fuera —dijo Shimon cuando entré en su tienda —. Esta domm está hoy de muy mal humor. ¿Qué os parece probar a otra de las chicas? El campamento empieza a dispersarse y supongo que vuestro grupo se irá
pronto. Quizás ahora que todo se acaba os gustaría cambiar de pareja. Una chica que no sea la domm.
No, yo quería a Chiv para que hiciera de Laila con mi Maynun. Sin embargo teniendo en cuenta la naturaleza impredecible de aquel juego seguí el consejo del judío y dejé mi cuchillo de muelle en el mostrador. Dejé también un pequeño montón de dirhams, para pagar por todo el rato que estuviera dentro y evitar que me interrumpiera avisándome de que se había terminado mi tiempo. Luego me fui a la habitación de Chiv.