Aunque estaba mareado, me apoyé contra la pared y presté atención al ruido. Estaba formado en parte por el ronquido de mi tío y en parte por un murmullo sibilante de palabras. Me sorprendió que pudiese roncar y hablar al mismo tiempo, por lo que escuché con mayor atención. Las palabras eran en farsi y no pude entenderlas todas. Pero cuando la voz, con acento de sorpresa, habló más alto, oí claramente.
—¿Ajo? ¿Estos infieles dicen que son mercaderes y llevan solamente ajo sin valor?
Toqué la puerta de la habitación y la encontré con el pestillo descorrido. La abrí de modo fácil y silencioso. Dentro se estaba moviendo una lucecita y fijando la vista vi que era un candil en manos de la Belleza de la Luna de la Fe, y que él estaba inclinado sobre las albardas de mi tío, amontonadas en un rincón de la habitación. Era evidente que el patrón intentaba robarnos: había abierto el equipaje, había encontrado los preciosos bulbos de azafrán y los había confundido con ajo.
La cosa más que irritarme me divirtió y mantuve callada la boca para ver lo que haría luego. El viejo continuaba murmurando y dijo para sí que probablemente el infiel se había llevado consigo a la cama la bolsa y los objetos de verdadero valor; se acercó
sigilosamente a la cama y con la mano libre empezó a tantear cuidadosamente debajo de las mantas de tío Mafio. Encontró algo, porque tuvo un sobresalto y dijo asombrado y en voz alta:
—Por los noventa y nueve atributos de Alá, este infiel la tiene del tamaño de un caballo. Aunque me sentía todavía enfermo estuve a punto de soltar una risita, y mi tío sonrió en su sueño como si le gustara el toqueteo.
—No sólo un zab largo y sin recortar —continuó diciendo el ladrón con admiración —, sino también, y que Alá sea alabado por la munificencia que demuestra incluso a quienes no se la merecen, dos bolsas de bolas.
Podía haberme echado a reír realmente en aquel momento, pero inmediatamente la situación dejó de ser divertida. Vi a la luz del candil el destello del metal, la vieja Belleza sacó un cuchillo de su ropa y lo levantó. Yo no sabía si su intención era recortar el zab de mi tío o amputarle el escroto de más o rajarle el cuello, y no esperé para enterarme. Di unos pasos, lancé mi puño y golpeé fuertemente al ladrón en el pescuezo. Lo lógico era que el golpe incapacitase a un viejo espécimen, de aspecto tan frágil, pero la Belleza no era tan delicada como parecía. Cayó de lado, pero rodó como un acróbata y se levantó del suelo con la hoja dirigida hacia mí. Conseguí agarrarle la muñeca, más por suerte que por destreza. La retorcí, abrí su mano, cogí al final su cuchillo e hice uso de él. El viejo cayó, y se quedó en el suelo gruñendo y parloteando. La refriega había sido breve, pero no silenciosa, y sin embargo mi tío, que no se había despertado en ningún momento, aún dormía, sonriendo en su sueño. Sobrecogido yo por lo que acababa de hacer y también por lo que estuvo a punto de pasar, me sentí muy solo en la habitación y necesité urgentemente un aliado que me apoyara. Las manos me temblaban pero intenté despertar a tío Mafio, y tuve que sacudirlo violentamente para que recuperara la conciencia. Entonces comprendí que la cena de aquella noche, peor que la de costumbre, vino reforzada por una dosis considerable de banj. Estaríamos los tres muertos si mi sueño no me hubiese advertido de la inminencia del peligro y me hubiese obligado a vomitar la droga.
Mi tío al final empezó a despertarse de mala gana, sonriendo y murmurando:
—Las flores… las bailarinas… los dedos y los labios que tocan mi flauta… —Luego parpadeó y exclamó —: Dio me varda! Marco, ¿eras tú?
—No, zio Mafio —dije hablando veneciano en mi agitación —. Corrías peligro y todavía lo corremos. Levántate, por favor.
—Adrio de vu! —exclamó con mal humor —. ¿Por qué me has sacado de ese maravilloso jardín?
—Creo que era el jardín de los hasisiyin. Y yo acabo de acuchillar a un Descarriado.
—¡Nuestro patrón! —gritó mi tío, incorporándose sobre la cama y viendo la forma desplomada en el suelo —. Oh, scagarón, ¿qué has hecho? ¿Estáis jugando de nuevo a bravo?
—No, zio, mira lo que tiene clavado: es su propio cuchillo. Estaba a punto de matarte para quedarse la bolsa de almizcle.
Mientras le contaba los detalles me eché a llorar.
Tío Mafio se inclinó sobre el viejo, lo examinó y gruñó:
—En pleno vientre. No está muerto, pero se está muriendo. —Luego se dirigió a mí y me dijo afablemente —: Vamos, muchacho. Deja de llorar. Ve a despertar a tu padre. La Belleza de la Luna de la Fe no era nada digno de llorarse, ni vivo ni muerto ni moribundo. Pero era la primera persona que maté con mis propias manos, y el acto de matar a otro ser humano no es un hito banal en la carrera de un hombre. Mientras iba a sacar a mi padre del jardín del hachís, pensé hasta qué punto me alegraba de que en Venecia hubiese sido otra mano la que hundió la espada en mi anterior e inocente presa. Porque yo acababa de enterarme de algo nuevo referente al acto de matar a un hombre, por lo menos al acto de matarlo con una hoja de acero. La hoja penetra con mucha facilidad en el vientre de la víctima, penetra casi con ansia, como si tuviese voluntad propia. Pero una vez dentro es agarrada instantáneamente por los músculos violados, y queda sujeta tan estrechamente como otro instrumento mío quedó sujeto en otra ocasión por la virginal carne de Doris. Había clavado sin ningún esfuerzo el cuchillo dentro de la vieja Belleza, pero una vez allí no pude sacarlo de nuevo. Y en aquel instante hice un descubrimiento repugnante: que un acto tan violento y tan fácil de hacer no puede deshacerse luego. Esto convertía el acto de matar en algo menos valiente, audaz y bravísimo de lo que había imaginado.
Cuando hube despertado, con dificultades, a mi padre, le llevé a la escena del crimen. Tío Mafio había colocado al patrón sobre su propio jergón de mantas, a pesar de la sangre que manaba y había preparado sus miembros para la muerte, y los dos estaban conversando, al parecer, como dos compañeros. El viejo era el único que llevaba ropa puesta. Me miró a mí, su asesino, y sin duda vio el rastro de lágrimas en mi rostro, porque dijo:
—No te sientas desgraciado, joven infiel. Has matado al más Descarriado de todos. He cometido un terrible pecado. El profeta (que la paz y la bendición sean con él) nos ordena tratar al huésped con el cuidado y el respeto más reverentes. Aunque sea el enano más vil, o incluso un infiel, y si en la casa sólo hay una migaja, hay que dársela al huésped, aunque la familia y los niños del anfitrión tengan que pasar hambre. Aunque el huésped sea un enemigo implacable, hay que concederle toda la hospitalidad y salvaguardia posibles mientras esté bajo el techo propio. Yo había desobedecido esta ley sagrada, y aunque hubiese vivido habría perdido mi Noche de lo Posible. La avaricia me ha hecho actuar precipitadamente y he pecado, y pido perdón por este pecado. Intenté decirle que le perdonaba, pero un sollozo ahogó mis palabras e inmediatamente me alegré de esto, porque él continuó diciendo:
—Con la misma facilidad hubiese podido drogar vuestro desayuno por la mañana y dejaros recorrer un trecho antes de caer dormidos. Os podría haber robado y matado al
aire libre y no bajo mi techo, con lo que habría cumplido un acto virtuoso y agradable a Alá. Pero no lo hice. Hasta ahora he vivido siempre con devoción a la fe y he matado a muchos infieles para mayor gloria del Islam, pero por esta única impiedad perderé la eternidad en el Paraíso de Djennet, y a sus bellezas haura y su felicidad perpetua y su indulgencia sin trabas. Y esta pérdida la lamento sinceramente. Debía haberos matado de un modo más correcto.
Bueno, en todo caso estas palabras detuvieron mis lágrimas. Los tres miramos fríamente al patrón mientras él tomaba de nuevo la palabra:
—Pero vosotros tenéis la posibilidad de ejecutar un acto virtuoso. Cuando haya muerto, hacedme el favor de envolverme en una sábana. Llevadme a la habitación principal y dejadme en el centro de ella, en la posición prescrita. Con mi turbante sobre la cara y en una posición tal que los pies apunten al sur, hacia la sagrada Kaaba de La Meca. Mi padre y mi tío se miraron y se encogieron de hombros, pero nos alegramos de no prometerle nada, porque el viejo demonio pronunció luego sus últimas palabras:
—Cuando hayáis hecho esto, perros viles, tendréis una muerte virtuosa, porque mis hermanos, los Mulahidat, vendrán aquí, me encontrarán muerto con un cuchillo entre las entrañas, seguirán las huellas de vuestros caballos, os cazarán y harán con vosotros lo que yo no pude hacer. Salaam aleikum.
Su voz no se había debilitado en absoluto, pero después de desearnos perversamente la paz, la Belleza de la Luna de la Fe cerró los ojos y murió. Aquél era el primer lecho de muerte junto al cual había estado nunca y allí aprendí que la mayoría de las muertes son tan repugnantes como la mayoría de los asesinatos. Porque al morir la Belleza evacuó
de modo poco hermoso, pero de forma copiosa, tanto su vejiga como sus intestinos ensuciando sus vestiduras y las mantas y llenando la habitación de un hedor terrible. Nadie desea que el último recuerdo suyo sea una indignidad repugnante. Pero desde entonces he presenciado muchas muertes mas y, excepto en raras ocasiones, cuando antes del momento se ha administrado una purga, todos los humanos se despiden así de la vida; incluso los hombres más fuertes y valientes, las mujeres más bellas y puras, tanto si mueren de modo violento como si parten serenamente dormidos. Salimos de la habitación para respirar aire puro, y mi padre suspiró:
—Bueno, ¿ahora qué?
—En primer lugar —dijo mi tío, desatando las tiras de su bolsa de almizcle —, quitémonos estos incómodos colgajos. Es evidente que estarán igual de seguros en nuestro equipaje, o no menos seguros, y en todo caso prefiero perder el almizcle que poner de nuevo en peligro mis preciosas y personales bolsas.
—¿Te preocupas de tus pelotas cuando quizá estemos a punto de perder nuestras cabezas? —murmuró mi padre.
—Lo siento, padre y tío —dije —. Si nos han de perseguir los Descarriados supervivientes, me equivoqué al matar a uno de ellos.
—Tonterías —dijo mi padre —. Si no te hubieses despertado y no hubieses actuado con celeridad, no habríamos vivido y no podrían ni siquiera perseguirnos.
—Es cierto que eres impetuoso, Marco —dijo tío Mafio —. Pero si un hombre se parara a considerar todas las consecuencias de cada uno de sus actos antes de actuar, llegaría a viejo sin haber emprendido ni una maldita acción. Creo, Nico, que deberíamos conservar como compañero a este joven, afortunadamente impetuoso. En lugar de guardarlo en Constantinopla o en Venecia, es mejor que le dejemos acompañarnos hasta el mismo Kitai. Sin embargo tú eres su padre. A ti te corresponde decidir.
—Creo que estoy de acuerdo, Mafio —dijo mi padre. Y luego agregó dirigiéndose a mí —: Suponiendo que quieras acompañarnos.
En mi rostro se dibujó una ancha sonrisa.
—O sea que vienes. Te lo mereces. Esta noche te portaste muy bien.
—Quizá te portaste mejor que bien —agregó pensativo mi tío —. Este bricón vechio dijo que era el más Descarriado de todos. Cabe la posibilidad de que sea también el jefe de todos, el último Seij ul-Yibal reinante. Viejo lo era, ciertamente.
—¿El Viejo de la Montaña? —exclamé —. ¿Lo he matado yo?
—No podemos saberlo —dijo mi padre —. A no ser que los demás hasisiyin nos lo cuenten cuando nos cojan. No tengo muchas ganas de enterarme.
—No deben atraparnos —dijo tío Mafio —. Ya hemos sido bastante descuidados adentrándonos tanto en esta tierra extraña con nuestros cuchillos de trabajo como únicas armas.
—No nos cogerán si no hay motivo para que nos persigan —dijo mi padre —. Lo único que debemos hacer es eliminar el motivo: que cuando llegue alguien más encuentre el caravasar abandonado. Pueden imaginarse que el patrón está en el campo cumpliendo un encargo: matando un cordero para la despensa, quizá. Tal vez pasen días antes de que lleguen nuevos huéspedes, y varios días más antes de que empiecen a preguntarse dónde está el patrón. Cuando alguno de los Descarriados se una a la búsqueda y cuando empiecen a dejar de buscar y comiencen a sospechar algo raro, nos habremos ido hará
mucho tiempo y estaremos muy lejos de aquí, donde no puedan ya seguirnos.
—¿Llevarnos a la vieja Belleza? —preguntó mi tío.
—¿Y arriesgarnos a tener un encuentro embarazoso antes de que hayamos podido avanzar mucho? —Mi padre sacudió negativamente la cabeza —. Tampoco podemos tirarlo al pozo, ni esconderlo, ni enterrarlo. Cualquier huésped nuevo irá directo a buscar agua. Y cualquier árabe tiene una nariz de perdiguero y es capaz de husmear cualquier lugar oculto o tierra acabada de remover.
—Ni en tierra ni en agua —dijo mi tío —. Sólo queda una alternativa. Preferiría hacerlo antes de ponerme la ropa encima.
—Sí —acordó mi padre, y luego dirigiéndose a mí —: Marco, recorre toda la casa y busca algunas mantas para sustituir las de tu tío. Mira también si hay algún tipo de armas para llevarnos cuando marchemos.
Era evidente que la orden estaba destinada a quitarme de en medio mientras ellos daban el siguiente paso. Y tardé mucho en cumplirla, porque el caravasar era viejo, y debía de haber pasado por una larga serie de propietarios, cada uno de los cuales había construido y añadido nuevas porciones. El edificio principal era un laberinto de pasillos, habitaciones, armarios y rincones y había también establos, cobertizos y corrales para las ovejas y otras construcciones. Pero el viejo, que seguramente se sentía seguro con sus drogas y sus engaños, no se había preocupado mucho de ocultar sus posesiones. A juzgar por la cantidad de armas y de provisiones que guardaba, había sido, si no el verdadero Viejo, por lo menos un proveedor importante de los Mulahidat. Primero escogí las dos mejores mantas de lana de la considerable reserva de equipos de viaje. Luego busqué entre las armas y si bien no pude encontrar ninguna espada recta del tipo al cual estamos acostumbrados los venecianos, escogí las más brillantes y cortantes del tipo local. Eran unas hojas anchas y curvadas, en realidad una especie de sables, porque sólo tienen afilado el borde curvado de fuera, llamadas simsir, que significa «león silencioso». Tomé tres, una para cada uno, junto con cintos y correas para colgarlas. Podría haber enriquecido más nuestras bolsas, porque la Belleza tenía guardada una pequeña fortuna en forma de bolsas de banj seco, pastillas de banj prensado, frascos de aceite de banj. Pero dejé todo eso donde estaba. Amanecía ya fuera de la casa cuando llevé mis adquisiciones a la sala principal, donde habíamos cenado la noche anterior. Mi padre estaba preparando un desayuno en el brasero, seleccionando con el mayor cuidado los ingredientes. Cuando entré en el