El viajero (24 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

—Un momento, padre.

El ostikan interrumpió su recital y preguntó:

—¿Sí, Kagig?

Éste se levantó de donde estaba, pero sin erguirse del todo. Empezó a circular por la habitación agachado, como si quisiera ofrecernos un buen panorama de su plana nuca. Recogió algo y me di cuenta de que estaba recuperando los trozos de uña que había recortado. Mientras hacía eso dijo por encima del hombro al ostikan:

—Estos extranjeros han traído consigo a dos clérigos.

—Sí, así es —dijo su padre con impaciencia —. ¿Y qué?

Uno de los fragmentos de uña había aterrizado cerca de mi pie; lo recogí y lo entregué a Kagig. Asintió con la cabeza y al comprobar, al parecer, que tenía todos los trozos se sentó al lado de su padre sobre el diván, y los echó dentro del brasero.

—¡Muy bien! —dijo —. Ningún brujo podrá utilizarlas ahora para echarme conjuros. Parecía que las uñas no estuvieran dispuestas a morir silenciosamente, porque silbaban y detonaban entre los carbones.

—¿Qué pasa con estos clérigos, hijo mío? —preguntó de nuevo Hampig acariciando paternalmente la cabeza sin nuca de su vástago.

—Bueno, el viejo Dimiryian oficiará la misa nupcial —dijo lánguidamente Kagig —. Pero cualquier vulgar campesino tiene un cura para que le case. Supongamos que yo tuviera tres…

—Humm —dijo su padre dirigiendo una mirada a los hermanos Nicoló y Guglielmo, mirada que ellos le devolvieron altaneramente —. Sí, esto realzaría la pompa del acto. —Luego dijo a mi padre y a mi tío —: Quizá vuestra llegada no sea tan inoportuna. ¿Tienen licencia estos clérigos para administrar el sacramento del matrimonio?

—Sí, excelencia —dijo mi padre —. Son frailes predicadores.

—Podrían ayudar a misa como acólitos sufragáneos del metropolitano Dimiryian. Y

deberían sentirse honrados de participar. Mi hijo se casa con una psi… con una princesa… de los adighei. Lo que vosotros llamáis circasianos.

—Un pueblo famoso por su belleza —dijo tío Mafio —. ¿Pero es cristiano?

—La prometida de mi hijo se ha instruido con el mismo metropolitano Dimiryian, y ha hecho la confirmación y la primera comunión. La princesa Seoseres es ahora cristiana.

—Y una bella cristiana, ciertamente —dijo Kagig, haciendo chascar sus labios color de hígado —. La gente se para en seco cuando la ve, incluso los musulmanes y otros infieles, e inclinando la cabeza dan gracias al Creador por haber creado a la psi Seoseres.

—¿Bien? —preguntó Hampig dirigiéndose a nosotros —. La boda es mañana.

—Estoy convencido de que los frati se sentirán honrados al participar —dijo mi padre —. Basta que su excelencia me lo pida para que yo mande que os sirvan. Los dos frati partieron algo indignados por no haber sido consultados personalmente durante la conversación, pero no formularon ninguna objeción.

—Bien —dijo el ostikan —. Tendremos a tres eclesiásticos en las nupcias, y dos de ellos extranjeros de lejanos países. Sí, esto impresionará a mis invitados y a mis súbditos. O

sea messieurs que con estas condiciones se quedarán…

—Nos quedaremos en Suvediye para asistir a la boda real —dijo tío Mafio pronunciando sin alterarse el adjetivo —. Como es natural, desearemos continuar nuestro viaje

inmediatamente después. Y como es natural su excelencia mientras tanto ayudará a satisfacer nuestras necesidades de monturas y suministros.

—Err… sí… claro —dijo Hampig, preocupado al ver que le imponían condiciones a cambio. Tocó con la mano una campanilla y entró uno de los funcionarios subalternos —. Éste es mi mayordomo de palacio, messieurs. Arpad, muestra a estos caballeros sus aposentos de palacio, luego presenta a los frailes al metropolitano, y finalmente acompaña a los caballeros al mercado y préstales toda la ayuda que necesiten. Luego se dirigió de nuevo a nosotros:

—Muy bien, messieurs. Os doy la bienvenida a Suvediye y os invito formalmente a la boda real y a todos los festejos que seguirán.

Arpad nos condujo a dos habitaciones del piso superior, una para nosotros y otra para los frailes. Cuando hubimos sacado del equipaje las suficientes pertenencias para una breve estancia, bajamos de nuevo las escaleras y entregamos a los hermanos al metropolitano Dimiryian. Era un viejo alto, de cabello totalmente negro que destacaba menos en su cabeza que los elementos de su parte delantera: una gran nariz, una pesada mandíbula y proyectada hacia abajo, cejas arqueadas hacia arriba y largas y carnosas orejas. El metropolitano se fue con los frailes para ensayar el ritual del día siguiente, y mi padre, mi tío y yo nos fuimos con el mayordomo Arpad al mercado de Suvediye.

—Quizá convendría que os acostumbréis a llamarlo bazar —dijo amablemente —. Ésta es la palabra farsi que se utiliza a partir de aquí en todo Oriente. Vais a comprar en un buen momento, porque la boda atrajo a vendedores de todas partes, que ofrecen todo lo imaginable, y podréis elegir a vuestro gusto. Pero os ruego que me dejéis ayudaros cuando regateéis para quedaros con algo. Dios sabe que los mercaderes árabes son estafadores y embusteros, pero los armenios son tan taimados que sólo otro armenio se atreve a tratar con ellos. Los árabes se limitarán a estafaros y a dejaros desnudos. Los armenios querrán arrancaros la piel.

—Lo que más necesitamos son animales de montar —dijo mi tío —, que puedan llevarnos a nosotros y llevar nuestro equipaje.

—Os aconsejo caballos —dijo Arpad —. Más tarde, cuando tengáis que cruzar el desierto, quizá os convenga cambiarlos por camellos. Pero de momento vuestro destino es Bagdad, el viaje no es duro y los caballos os resultarán más rápidos y mucho más fáciles de manejar que los camellos. Mejor serían unas mulas, pero dudo que querráis gastar tanto dinero.

En gran parte de Oriente, y en la civilizada Europa, la mula, por su carácter apacible, obediente e inteligente, es la montura preferida de hombres y damas de alcurnia (me refiero con esto a personas muy ricas), y los muleros piden sin avergonzarse precios exorbitantes por estos animales. Mi padre y mi tío decidieron que no pagarían precios de este calibre, y que unos caballos nos servirían perfectamente. Visitamos, pues, las diversas cuadras cercadas con cuerdas que se habían montado en la parte exterior del bazar, donde podía comprarse todo tipo de animales de montar y de carga: mulas, asnos, caballos de todas las razas, desde el exquisito caballo árabe hasta el robusto caballo de tiro, y también camellos y sus primos, los esbeltos dromedarios de carrera. Después de examinar muchos caballos mi padre, mi tío y el mayordomo se decidieron por cinco, dos castrados y tres yeguas, de buen aspecto y disposición, no tan pesados como los animales de tiro, pero no tan elegantes, ni mucho menos, como los caballos árabes de fina osamenta.

Comprar cinco caballos supuso regatear cinco veces por separado. En aquel bazar de Suvediye presencié por primera vez un sistema que con el tiempo acabaría aburriéndome, porque tuve que soportarlo en todos los bazares de Oriente. Me refiero al curioso procedimiento que utilizan los orientales para llevar a cabo una compra. Aunque

el mayordomo Arpad en aquella ocasión se encargó amablemente de ello, el proceso fue largo y aburrido.

Arpad y el comerciante de caballos extendieron sus manos el uno hacia el otro pero dejando que sus largas mangas cubrieran las manos en contacto y las ocultaran a los demás: en todos los bazares hay siempre incontables mirones sin más ocupación que contemplar lo que hacen los demás. Luego Arpad y el comerciante movieron rápidamente sus dedos ocultos dando golpecitos a la mano del otro: el comerciante señalaba el precio que deseaba y Arpad el precio que estaba dispuesto a pagar. Yo aprendí las señales y las recuerdo bien, pero no voy a exponerlas ahora con todos sus complicados detalles. Baste decir que primero se dan golpes para indicar unidades sueltas o docenas o centenas, y los golpes repetidos, por ejemplo tres, indican la cifra tres o treinta o trescientos. Y así sucesivamente. El sistema permite incluso indicar fracciones, y hasta valores diferentes, cuando el comprador y el comerciante han de tratar en monedas distintas, por ejemplo dinares y ducados. A medida que intercambiaban golpecitos, el comerciante de caballos fue reduciendo gradualmente sus demandas y el mayordomo fue aumentando sus ofertas. De este modo se abrieron camino a través de todos los precios razonables y de todas las extorsiones disparatadas que puedan concebirse. En Oriente incluso hay nombres para los diversos tipos de precios: el gran precio, el pequeño precio, el precio de ciudad, el precio bello, el precio fijo, el buen precio, e infinidad de denominaciones más. Cuando hubieron cerrado un trato mutuamente aceptable para el primer caballo tuvieron que repetir el proceso para cada uno de los cuatro, y en cada caso el mayordomo tuvo que consultar de vez en cuando con nosotros, para no excederse de su autoridad o de nuestra bolsa. Cualquiera de estas sesiones se hubiese podido llevar a cabo fácilmente hablando, pero nunca se procede así, porque el secreto que envuelve el sistema de la mano y la manga beneficia tanto al comprador como al vendedor: en efecto, nadie más se entera del precio pedido originalmente ni del acordado al final. De este modo a veces un comprador puede obligar a un comerciante a reducir su precio a una cifra que le avergonzaría decir en voz alta, pero al final puede decidirse a vender a este precio, sabiendo que el siguiente comprador no estará enterado y no podrá aprovecharse de ello. O bien un comprador muy interesado en adquirir un artículo y que no desea regatear mucho por su precio puede pagarlo sabiendo que los espectadores no se burlarán de él tomándolo por un tonto derrochador.

Nuestras cinco transacciones acabaron cuando casi se ponía el sol, y no nos quedó

tiempo aquel día para comprar sillas de montar, ni ninguno de los objetos de nuestras listas. Tuvimos que volver al palacio, visitar su hammam y limpiarnos a fondo para ponernos luego nuestros mejores trajes y acudir a la cena. Arpad había dicho que la cena sería un banquete, la tradicional fiesta, exclusivamente masculina, de la víspera de una boda. Mientras nos restregaban y nos aporreaban en el hammam mi padre dijo preocupado a mi tío:

—Mafio, tenemos que llevar algún regalo para el ostikan o su hijo o la novia de éste, suponiendo que no debamos llevar un regalo para cada uno de ellos. No se me ocurre qué regalo podríamos hacer. Peor aún, no se me ocurre nada que podamos pagar. La compra de las monturas ha disminuido mucho nuestro presupuesto y todavía tenemos que comprar muchas cosas más.

—No te preocupes. Ya he pensado en ello —dijo mi tío con su habitual confianza —. He visitado la cocina donde preparan el banquete. Los cocineros para dar color y condimentar la comida utilizan una planta que yo he probado. ¿Puedes imaginar qué es?

Es cártamo común, azafrán bastardo. No tienen ni pizca de azafrán auténtico. O sea que entregaremos al ostikan una tableta de nuestro buen azafrán dorado y le encantará más

que los pendientes dorados que todo el mundo debe de estar regalándole. A pesar de su decrepitud, el palacio tenía un comedor bastante grande, y aquella noche necesitaba serlo, porque los varones invitados por el ostikan constituían por sí solos una multitud tremenda. La mayoría eran armenios y árabes, contándose entre los primeros la familia «real» Bagratunian y sus parientes, próximos o lejanos; más los funcionarios del palacio y del gobierno; más lo que supuse era la nobleza de Suvediye, más una legión de visitantes procedentes de otros lugares de la Armenia Menor y del resto de levante. Al parecer todos los árabes pertenecían a la tribu avedí, que debía de ser muy importante, pues todos afirmaban que eran jeques de mayor o menor rango. Mi padre, mi tío, los dos dominicos y yo mismo no éramos los únicos extranjeros, porque toda la familia circasiana de la novia había llegado para esta fiesta desde las montañas del Cáucaso, en el norte. Debo decir que eran gente extraordinariamente bella como es fama de todos los circasianos, y que eran con mucho los hombres más guapos de la reunión aquella noche.

El banquete en sí estuvo formado por dos comidas separadas, servidas simultáneamente, comprendiendo cada una innumerables platos. Los que nos sirvieron a nosotros y a los cristianos armenios eran los más variados, porque no estaban limitados por las supersticiones de los infieles. Los platos que llevaban a los musulmanes tenían que excluir toda la variedad de alimentos que su Corán les prohíbe comer: cerdo, como es sabido, y marisco, y la carne de cualquier animal que viva en un agujero, tanto si es un agujero en el suelo, en un árbol o en el fango bajo el agua. No me fijé mucho en la comida que sirvieron a los invitados árabes, pero recuerdo que el plato principal de los cristianos fue una cría de camello rellena con un cordero, relleno a su vez con una oca rellena a su vez con cerdo picado, pistachios, uvas pasas, piñones y especias. También había berenjenas, calabacines y hojas de vid todo ello relleno. Para beber había sorbetes hechos de nieve todavía congelada, traída desde Dios sabe dónde, y por Dios sabe qué rápido sistema y a Dios sabe qué precio. Los sorbetes eran de diferentes sabores, limón, rosa, membrillo, melocotón, y todos estaban perfumados con nardo e incienso. En cuanto a los dulces, había pastas con mantequilla y miel, tan crujientes como un panal, y una pasta llamada halwah, confeccionada con almendras molidas, y tartas de lima, y pastelillos hechos increíblemente con pétalos de rosas y flores de azahar, y una conserva de dátiles rellena con almendras y clavo. Hubo también el qahwah maravilloso y único, y vinos de muchos colores diferentes, y otros licores embriagadores.

Los cristianos se emborracharon rápidamente con estas bebidas, y los árabes y los circasianos no les fueron muy a la zaga. Es bien sabido que el Corán prohíbe a los musulmanes beber vino, pero no es tan conocido el hecho de que muchos musulmanes observan este mandamiento precisamente al pie de la letra. Me explicaré. En la época en que el profeta Muhammad escribió el Corán el vino debía de ser la única bebida embriagadora, y no se le ocurrió prohibir todas las sustancias embriagadoras que pudiesen descubrirse o inventarse con posterioridad. De este modo muchos musulmanes, incluso los de más estricta observancia religiosa en otros aspectos, se sienten libres, especialmente en una ocasión festiva, para beber cualquier líquido embriagador no hecho de uvas, como el vino, y también para masticar la hierba llamada según los lugares hachís, banj, bhang y ghanja, que puede extraviar a una persona con tanta fuerza como cualquier vino.

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