El viajero (21 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

simplemente porque era un hombre.

He aquí un ejemplo del valor intrínseco del macho: me señalaron un montón andante de ropa que era una mujer y que llevaba un bebé en una faja adicional de ropa. Ellos sabían inmediatamente que el bebé era un niño porque su cara estaba totalmente oscurecida por un enjambre de moscas que se arrastraba sobre ella. Me preguntaron si me extrañaba que la madre no espantara a las moscas. Yo podría haberles contestado que aquello se debía a pura pereza, pero los chicos continuaron con su explicación. La madre prefería que las moscas cubrieran el rostro de su hijo porque si rondaba por ahí un yinn o un afarit malicioso tendría más dificultad en descubrir que su niño era un varón valioso, y era menos probable que lo atacara con una enfermedad o una maldición u otra calamidad semejante. Si el bebé hubiese sido una niña, la madre habría espantado las moscas, sin preocuparse por nada, dejando que los seres malignos la vieran claramente, porque ningún demonio se preocuparía de molestar a una hembra, y tampoco a la madre le importaría mucho si lo hacía.

Bueno, yo por suerte era también un varón, y supongo que tenía que aceptar la opinión dominante de que los hombres eran muy superiores a las mujeres, y que había que valorarlos infinitamente más. Sin embargo yo había tenido algunas pequeñas experiencias sexuales, y a partir de ellas había deducido que una mujer o una chica era útil, deseable y funcional a este respecto. Suponiendo que no fuera o no pudiera ser nada más en el mundo, como receptáculo era incomparable, incluso era necesaria e incluso indispensable.

Totalmente falso, indicaron los chicos, riendo de nuevo ante mi simplicidad mental. Incluso como receptáculo un musulmán era mucho más interesante sexualmente y más delicioso que cualquier mujer musulmana con sus partes adecuadamente amortiguadas por la circuncisión.

—Un momento —les dije —. ¿Significa esto que la circuncisión de los hombres hace que…?

No, no, no. Los chicos movieron negativamente la cabeza. Se referían a la circuncisión de las mujeres. Yo también moví negativamente la cabeza, porque no podía imaginar cómo podían llevar a cabo esta operación en un ser que carecía de candelóto cristiano o de zab musulmán o incluso de bimbin infantil. Estaba absolutamente sorprendido y así

se lo dije.

Ellos, con un aire de indulgencia divertida, me indicaron, señalando sus propios órganos truncados, que el recorte del prepucio de un chico se hacía únicamente para marcarle como musulmán. Pero en toda familia musulmana cuyo nivel social fuera superior al de un mendigo o al de un esclavo todas las niñas se sometían a un recorte equivalente por el bien de la decencia femenina. Por ejemplo era un terrible insulto llamar a otro hombre «hijo de madre incircuncisa». Yo continuaba desconcertado.

—Toutes les bonnes femmes… tabzir de leurs zambur —repetían una y otra vez. Decían que el tabzir, o lo que fuera, se hacía para quitar a la niña su zambur, fuera esto lo que fuera, para que cuando creciera y se hiciera una mujer no tuviera deseos indecentes y no fuera propensa al adulterio. Toda la vida sería una mujer casta, por encima de toda sospecha, como corresponde a una bonne femme del Islam: una pulpa pasiva sin más función que ir evacuando el mayor número posible de hijos varones a lo largo de su triste existencia. Sin duda este resultado final era elogiable, pero me quedé

sin entender la explicación que los muchachos me ofrecían sobre el sistema tabzir utilizado para conseguir este resultado.

Cambié de tema y les hice otra pregunta. Supongamos, al estilo de los jóvenes venecianos, que Ibrahim, Daud o Naser desearan a una mujer, no a un hombre o a un chico, y a una mujer que no estuviese condenada a la insensibilidad y a la apatía: ¿qué

harían para encontrar una?

Naser y Daud se rieron con disimulo y desprecio. Ibrahim arqueó sus cejas con un gesto de desdeñosa interrogación y al mismo tiempo levantó el dedo corazón y lo movió

arriba y abajo.

—Sí —dije asintiendo con la cabeza —. Esta clase de mujer, suponiendo que sea la única clase de mujer con algo de vida en ella.

Aunque sus medios de comunicación eran limitados, los chicos me explicaron con toda claridad que para encontrar una mujer desvergonzada de este tipo tendría que buscar entre las cristianas residentes en Acre. Y no tendría que perder mucho tiempo en la búsqueda, porque de estas marranas había muchas. Bastaba con que fuera a aquel edificio, que me señalaron, situado donde estábamos en aquel momento enfrente mismo de la plaza del mercado.

—¡Eso es un convento! —dije enfadado —. ¡Una casa de monjas cristianas!

Se encogieron de hombros y se acariciaron barbas imaginarias asegurando que decían la verdad. Y precisamente en aquel momento la puerta del convento se abrió y salieron a la plaza un hombre y una mujer. Él era un caballero cruzado que llevaba sobre la capa la insignia de la Orden de San Lázaro. Ella no llevaba velo, estaba claro que no era árabe, y llevaba el manto blanco y el hábito marrón de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo. Ambos tenían el rostro enrojecido y se tambaleaban por los efectos del vino. Sólo entonces recordé dos menciones anteriores sobre las «escandalosas» carmelitas y clarisas. En mi ignorancia había supuesto que los nombres se referían a mujeres concretas. Pero ahora era evidente que la referencia iba dirigida a las hermanas carmelitas y a esas otras monjas, las misioneras de la Orden de San Francisco, llamadas cariñosamente clarisas.

Me sentí como insultado personalmente ante los ojos de aquellos tres muchachos infieles y me despedí precipitadamente. Ellos por su parte me gritaron e hicieron gestos insistentes para que pronto volviera a reunirme con ellos, dando a entender que me enseñarían algo realmente maravilloso. Contesté sin comprometerme a nada e inicié mi camino de regreso al jane a través de calles y callejuelas. 4

Cuando llegué, mi padre regresaba de parlamentar con el arcediano del castillo. Al acercarnos los dos a nuestro aposento, salió de él el joven del hammam que había atendido a tío Mafio en el primer día de nuestra estancia en el jane. Nos dirigió una sonrisa radiante y dijo: «Salaam aleikum», a lo que mi padre respondió adecuadamente:

«Wa aleikum es-salaam.»

Tío Mafio estaba en la habitación, al parecer a punto de ponerse ropa fresca para la cena. Cuando entramos empezó a hablar con su habitual cordialidad:

—Encargué al chico que me trajera otra jarra de mumum depilador para determinar su composición. Está compuesto únicamente de oropimente y cal viva, machacado todo con un poco de aceite de oliva, con un toque de almizcle para que su aroma sea más agradable. Podríamos fabricarlo nosotros mismos, pero el precio es tan bajo aquí que no vale la pena. Le dije al chico que me trajera cuatro docenas de jarritas. ¿Qué noticias traes de los curas, Nico?

Mi padre suspiró.

—Parece que a Visconti le encantaría delegar a todos los sacerdotes de Acre para que nos acompañaran. Pero quiere actuar honradamente y cree que los mismos curas deberían opinar sobre el tema antes de emprender un viaje tan largo y arduo. O sea que como máximo pedirá voluntarios. Más tarde nos dirá cuántos han aceptado la propuesta

por pocos que sean.

Coincidió uno de aquellos días que nosotros éramos los únicos huéspedes residentes en el jane, y mi padre pidió amablemente al propietario que hiciera el honor de compartir nuestro mantel de cena.

—Vuestras palabras están delante de mis ojos, jeque Folo —dijo Isaq, levantando sus vastos troussés para poder cruzar las piernas y sentarse.

—¿Y quizá la jeca, vuestra buena esposa, desee también sentarse con nosotros? —preguntó mi tío —. ¿Es vuestra esposa, no, la que está en la cocina?

—Ciertamente lo es, jeque Folo. Pero ella no querrá ofender el debido decoro comiendo en compañía de hombres.

—Claro —dijo mi tío —. Perdonad. Me estaba olvidando del decoro.

—Como dijo el profeta (que la bendición y la paz sean con él): «Estuve ante la puerta del cielo y vi que la mayoría de sus moradores eran pobres. Estuve ante la puerta del infierno y vi que la mayoría de sus habitantes eran mujeres.»

—Um, sí. Bueno, quizá puedan sentarse con nosotros vuestros hijos, para que hagan compañía a Marco. Si tenéis hijos.

—Por desgracia no tengo ninguno —dijo Isaq con tono lastimero —. Sólo tengo tres hijas. Mi esposa es una baghlah, una estéril. Caballeros, ¿me permiten que pida humildemente la gracia para esta cena? —Todos inclinamos la cabeza y él murmuró —: Alá ekber rakmet

—añadiendo en veneciano —: Alá es grande, le damos gracias. Empezamos a comer las tajadas de cordero cocido con tomates y cebollinos, y los pepinos al horno rellenos con arroz y nueces. Mientras comíamos dije al fondista:

—Perdonad, jeque Isaq. ¿Puedo haceros una pregunta?

Él asintió afablemente:

—Ordenadme algo para mi placer, joven jeque.

—La palabra que utilizasteis al hablar de vuestra señora esposa: baghlah. La oí en otra ocasión. ¿Qué significa?

Pareció algo desconcertado:

—Una baghlah es una mula. La palabra se utiliza también para designar a una mujer que es infértil como una mula. Ah, me doy cuenta de que os parece una palabra dura para que yo la aplique a mi esposa. Tenéis razón. Al fin y al cabo es una mujer excelente en todo lo demás. Ya os habréis dado cuenta, caballeros, del magnífico aspecto de luna que tiene su parte trasera. Es tan maravillosamente grande y tremendamente pesado que le obliga a sentarse cuando debería estar de pie y a incorporarse sobre su asiento cuando debería estar echada. Sí, es una mujer excelente. Tiene también un bello cabello, aunque vosotros no podáis haberlo visto. Más largo y espeso que mi barba. Sin duda ya sabéis que Alá encargó a uno de sus ángeles que estuviera continuamente al lado de su trono cantándole alabanzas sobre el tema. El ángel no tiene más empleo que éste. Se dedica de modo simple y constante a alabar a Alá por haber concedido barbas a los hombres y trenzas a las mujeres.

Cuando interrumpió por un momento su cháchara le dije:

—He oído otra palabra: kus. ¿Qué significa?

El criado que nos servía lanzó una exclamación ahogada e Isaq pareció más desconcertado que antes.

—Es una palabra muy baja que significa… pero no es éste un tema que pueda discutirse mientras comemos. No repetiré la palabra, pero es un término vil que se aplica a las partes todavía más viles de una mujer.

—¿Y ghuny? —pregunté —. ¿Qué es ghuny?

El camarero se quedó con la boca abierta y abandonó apresuradamente la habitación, e Isaq pareció angustiosamente desconcertado.

—¿Dónde habéis pasado el rato, joven jeque? También ésta es una palabra de baja estofa. Significa… significa el movimiento que hace una mujer. Una mujer o un… bueno, el elemento pasivo. La palabra se refiere al movimiento que se hace durante… que Alá me perdone… durante la cópula sexual.

Tío Mafio dio un bufido y dijo:

—Mi saputélo sobrino está deseando conocer nuevas palabras, para sernos más útil cuando nos acompañe a las regiones lejanas.

Isaq murmuró:

—Como ha dicho el profeta (que la paz sea con él): «Un compañero es la mejor provisión para el camino.»

—Hay un par más de palabras… —empecé a decir.

—Y como sigue el dicho —gruñó Isaq —: «Incluso una mala compañía es mejor que no tener ninguna.» Pero en realidad, joven jeque Folo, debo negarme a continuar traduciendo vuestras nuevas palabras.

Mi padre intervino y dirigió la conversación hacia temas más inocuos. Nuestra cena continuó y nos sirvieron el dulce: una conserva de albaricoques, dátiles y corteza de limón en almíbar, perfumada con ámbar. O sea que hasta mucho tiempo después no descubrí el significado de las misteriosas palabras tabzir y zambur. Cuando hubo finalizado la cena, y después de tomar qahwah y sarbat, Isaq recitó de nuevo la acción de gracias, porque al contrario de los cristianos los infieles dan las gracias tanto al acabar como al comenzar la comida: «Alá ekber rakmet», y con un suspiro de alivio dejó nuestra compañía.

Unos días después mi padre, mi tío y yo fuimos de nuevo al castillo de Acre convocados por el arcediano. Se reunió con nosotros en compañía del príncipe y de la princesa, y también de dos hombres que llevaban los hábitos blancos y los mantos negros de la Orden de Frailes Predicadores de Santo Domingo. Después de intercambiar los correspondientes saludos, el arcediano Visconti presentó a los recién llegados:

—Fra Nicoló de Vicenza y fra Guglielmo de Trípoli. Se han ofrecido voluntariamente para acompañarnos, miceres Polo.

Mi padre disimuló el desengaño que podía haber sentido y se limitó a decir:

—Os estoy agradecido,-hermanos, y os doy la bienvenida a nuestro grupo. ¿Pero puedo preguntar por qué motivo os habéis presentado voluntarios a nuestra misión?

Uno de ellos dijo en un tono bastante petulante:

—Porque estamos disgustados con el comportamiento de nuestros compañeros cristianos de Acre.

El otro dijo en idéntico tono:

—Queremos alcanzar el aire limpio y puro de la lejana Tartaria.

—Gracias, hermanos —dijo mi padre conservando su cortesía —. ¿Podéis excusarnos ahora? Deseo hablar privadamente con su reverencia y con sus altezas reales. Los dos frailes dieron un respingo y salieron de la habitación con aire ofendido. Mi padre recitó entonces al arcediano una cita bíblica:

—La cosecha es buena, pero los trabajadores pocos.

Visconti replicó con otra cita:

—Donde haya dos o tres reunidos en mi nombre, allí estaré yo en medio de ellos.

—Pero, reverencia, yo pedí sacerdotes.

—Ningún sacerdote se ha ofrecido voluntario. Sin embargo esos dos son frailes predicadores. Como tales tienen licencia para llevar a cabo prácticamente cualquier tarea eclesiástica, desde la fundación de una iglesia hasta el arreglo de una disputa matrimonial. Sus poderes de consagración y de absolución son algo limitados, desde luego, y no pueden conferir las órdenes sagradas, pero para eso deberíais llevaros a un

obispo. Siento que los voluntarios sean tan pocos, pero en conciencia no puedo reclutar ni obligar a nadie más. ¿Tenéis más quejas?

Mi padre dudaba, pero mi tío habló valientemente:

—Sí, reverencia. Los frailes admiten que no tienen ningún objetivo positivo. Lo único que quieren es alejarse de esta disoluta ciudad.

—Lo mismo que san Pablo —dijo secamente el arcediano —. Os recuerdo el libro de los Hechos de los Apóstoles. Esta ciudad se llamaba en aquella época Tolemais; Pablo puso en una ocasión el pie en ella, y evidentemente no pudo resistir más de un día en el lugar. La princesa Eleanor dijo fervientemente:

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