En el banquete de aquella noche sirvieron bebidas vivaces en las que el profeta no había ni soñado, como un líquido brillante de color de orines llamado abiyau, que se elabora a partir de cereales, y el araq, que se extrae de los dátiles, y algo llamado medhu, que es una esencia de miel, y también tacos gomosos de hachís para masticar, o
sea que los árabes y los circasianos, si se exceptúan algunos santos ancianos de entre ellos, se pusieron todos tan parlanchines, alegres, polémicos y lacrimosos como los cristianos. Bueno, no todos los cristianos, porque si bien mi tío estaba bastante legañoso y propenso al canto, mi padre, los frailes y yo nos abstuvimos. Había una banda de músicos, o de acróbatas, y era difícil decidirse por el nombre, porque mientras tocaban efectuaban las más extraordinarias cabriolas, trucos y contorsiones. Sus instrumentos eran gaitas, tambores y laúdes de cuello largo, y yo habría calificado su música de terrible griterío si no me hubiera admirado, supongo, que pudieran tocar y al mismo tiempo dar volteretas o caminar sobre las manos y saltar sobre los hombros de sus compañeros.
Los invitados estaban arrodillados o en cuclillas o medio reclinados sobre cojines de diván alrededor de los manteles que cubrían toda la superficie del suelo, excepto en los estrechos pasillos por donde los camareros y los sirvientes transitaban medio agachados. Los invitados se levantaban individualmente o en grupo e iban en fila a presentar al ostikan y a su hijo, que estaban sentados sobre una tarima algo más alta que el resto de la gente, los regalos que habían llevado para aquella ocasión. Se arrodillaban, hacían reverencia con la cabeza y levantaban en sus manos aguamaniles, fuentes y platos de oro y plata, broches con joyas, tiaras y medallones de tul, telas de seda enhebrada en oro, y muchos otros objetos valiosos.
Aquella noche descubrí que en las tierras de Oriente quien recibe un regalo ha de dar a cambio no sólo las gracias sino un regalo por lo menos tan rico como el que le dan. Una y otra vez a lo largo de mis viajes tendría ocasión de contemplar este intercambio, y de ver a muchos donantes alejarse con algo de un valor incalculablemente superior al del regalo que hizo. Pero aquella noche la costumbre más que impresionarme me divirtió. Porque el ostikan Hampig tenía un alma de contable y cumplía con la costumbre limitándose a entregar a cada nuevo donante algún objeto del montón de piezas valiosas que había recibido de anteriores donantes. El resultado no era más que un rápido trasiego de regalos, y al final el conjunto de los invitados volvería a casa con los mismos objetos que había llevado, pero cada cual con el de otro. Hampig sólo rompió una vez con esta rutina. Fue cuando nos llegó el turno de levantarnos y avanzar hacia la tarima. Como mi tío había predicho, el ostikan se emocionó tanto al recibir la tableta de azafrán que ordenó a su hijo Kagig que se levantara y corriera a buscar algo extraordinario para recompensarnos. Kagig volvió con tres objetos que de entrada parecían bastante normales, como lo parece un bloque de azafrán. Parecían tres simples bolsitas de cuero. Pero cuando Hampig las entregó
reverentemente a mi padre vimos que eran bolsas de ciervo almizclero llenas de los preciosos granos de almizcle que se obtienen de este ciervo. Los tres escrotos de ciervo iban provistos de largas cuerdas de cuero crudo, por un motivo que Hampig explicó:
—Si conocéis el valor de estas bolsas, messieurs, os las colgaréis y ataréis detrás de vuestros propios testículos y las llevaréis allí escondidas y seguras durante vuestro viaje. Mi padre dio gracias muy sinceras por el regalo, y mi tío hizo un exagerado y ebrio discurso de gratitud que podría haber continuado indefinidamente si no lo hubiese interrumpido un ataque de tos. No me di cuenta de lo realmente precioso que era aquel regalo y de lo extraordinario que resultaba el hecho en un espíritu contable como el de Hampig, hasta que mi padre me dijo después que el valor de las tres bolsas llenas de almizcle equivalía fácilmente a lo que habíamos gastado aquella noche en el bazar. Cuando hicimos nuestra última reverencia al ostikan y volvimos de la tarima, su hijo nos siguió tambaleándose hasta nuestro mantel. Como es natural nuestro mantel estaba bastante lejos de la tarima de honor, entre algunos invitados de aspecto bárbaro e inferior categoría, quizá algunos parientes pobres del campo. Kagig, que por entonces
estaba tan borracho como cualquiera de los asistentes, nos dijo que quería sentarse un rato con nosotros porque su futura se nos parecía más que a cualquier otro invitado de su pueblo. Seoseres era circasiana, y por lo tanto de piel clara, según nos dijo, con cabello castaño y rasgos de incomparable belleza. Se extendió prolijamente sobre su belleza:
—¡Más hermosa que la luna!
Y sobre su suavidad:
—¡Más suave que el viento de poniente!
Y sobre su dulzura:
—¡Más dulce que la fragancia de las rosas!
Y sobre sus demás virtudes:
—Tiene catorce años, una edad quizá algo excesiva para el matrimonio, pero es tan virgen como una perla sin perforar y sin ensartar. Tiene educación y puede hablar con conocimiento sobre toda una serie de temas que incluso yo desconozco totalmente. Filosofía y lógica, los cánones del gran doctor Avicena, los poemas de Maynun y de Laila, las matemáticas llamadas geometría y al-yebr…
Creo que nosotros, los oyentes, dudábamos legítimamente de que la psi Seoseres pudiera ser tan sublime. Porque de lo contrario ¿cómo aceptaría casarse con un basto armenio de labios de hígado, desprovisto de nuca y tan preocupado por evitar que las uñas de sus pies cayeran en manos de los brujos? Creo que nuestras dudas debieron de traslucirse en nuestros rostros, y que Kagig se dio cuenta de ello, porque al final se levantó, abandonó tambaleándose el comedor y subió a gatas las escaleras para sacar a la princesa de la habitación donde estaba secuestrada. Apareció luego arrastrándola hacia abajo y tirando de una de sus muñecas, mientras ella intentaba desesperadamente resistir, aunque al mismo tiempo trataba de ocultar cualquier demostración de rebeldía impropia de una esposa. Él la llevó hasta el comedor, la puso delante de todos y le quitó
el chador que cubría su rostro.
De no estar todos los invitados ocupados con los platos que tenían delante y de no estar la mayoría borrachos perdidos, probablemente alguien habría impedido que Kagig cometiera aquel acto de grosería. Desde luego la entrada forzada de la chica provocó
considerables murmullos en el comedor, siendo los más vehementes e irritados los de los parientes de ella. Algunos santos musulmanes se cubrieron el rostro, y varios ancianos cristianos miraron a otro lado. Pero el resto, aunque deploráramos el mal comportamiento de Kagig y la consiguiente conmoción, pudimos disfrutar del resultado. Porque la psi Seoseres era realmente una excelente representante de un pueblo famoso por su belleza.
Su cabello era largo y ondulado, su figura de increíble hermosura, su rostro tan maravilloso que los ligeros adornos de al-kohl alrededor de los ojos y de zumo de cerezas rojas sobre los labios eran totalmente innecesarios. La blanca piel de la chica enrojeció de vergüenza, y sólo durante un instante nos dejó ver sus ojos castaños como el qahwah, porque después bajó la vista y la mantuvo fija en el suelo. Pero aun así
podíamos contemplar su frente sin tacha, sus largas pestañas, su perfecta nariz, su encantadora boca y su delicada barbilla. Kagig la obligó a permanecer allí por lo menos un minuto entero, mientras él hacía inclinaciones y gestos de presentación dignos de un payaso. Luego, cuando soltó su muñeca, ella salió corriendo de la sala y desapareció de nuestra vista.
Los armenios, según se dice, habían sido en otras épocas gente buena y valiente que llevó a cabo intrépidas hazañas guerreras. Pero en nuestra época han quedado reducidos a pobres simulacros de personas que no sirven para nada, sólo para beber y estafar en los bazares. Esto había oído yo contar, y esto demostró el hijo del ostikan. Con ello no
me refiero a la presentación de su futura esposa a los hombres del banquete, sino a lo que sucedió después.
Cuando Seoseres se hubo ido, Kagig se derrumbó de nuevo sobre nuestro mantel entre mi padre y yo, dirigió a todos una torcida sonrisa de satisfacción y preguntó a quienes pudiesen oírle:
—¿Qué os ha parecido, eh?
Los parientes de la chica que estaban cerca respondieron únicamente con miradas asesinas; los demás hombres sentados cerca de nosotros se limitaron a murmurar frases respetuosas de alabanza. Kagig se pavoneó como si le estuvieran dirigiendo los cumplidos a él, y se dedicó a emborracharse todavía más y a mostrarse aún más vil. Sus continuos elogios de la princesa empezaron a referirse menos a la belleza de su rostro que al atractivo de algunas partes de su cuerpo, y sus afectadas sonrisas se convirtieron en impúdicas risitas, y sus labios color de hígado babearon. Al cabo de poco rato estaba tan empapado de vino y de lujuria que se puso a murmurar:
—¿Por qué esperar? ¿Por qué debo esperar yo a que el viejo Dimiryian grazne cuatro palabras sobre los dos? Yo soy ya su marido, y sólo me falta el título. ¿Qué diferencia hay entre esta noche y mañana por la noche…?
De repente se desembarazó de los cojines, salió tambaleándose del comedor y empezó
a subir ruidosamente las escaleras. Como ya he dicho el palacio no era de construcción muy sólida. O sea que cualquier invitado que se preocupara de afinar el oído, como yo hice, pudo oír lo que sucedió a continuación. Sin embargo, ningún asistente más, ni siquiera el ostikan o los circasianos que podían estar más interesados, se dio cuenta al parecer de la salida repentina de Kagig ni de los sonidos que siguieron. Yo sí me di cuenta, y lo propio les sucedió a mi sobrio padre y a nuestros dos frailes. Escuchando atentamente pude oír golpes distantes y gritos y órdenes indistintas y débiles protestas y luego unos golpes más, que se transformaron en una pulsación regular e insistente de golpes. Mi padre y los frailes se levantaron del mantel, lo mismo hice yo y todos ayudamos a levantarse a tío Mafio. Los cinco hicimos nuestros saludos al anfitrión Hampig, quien estaba ya borracho y le importaba un comino que nos quedáramos o nos fuéramos, y marchamos a nuestros aposentos.
A la mañana siguiente los Polo fuimos de nuevo al bazar, acompañados otra vez por el mayordomo Arpad. Fue un acto heroico por parte suya acompañarnos y ayudarnos, porque era evidente que todavía sufría los efectos de la anterior noche de borrachera. Pero a pesar de su dolor de cabeza actuó con eficacia como nuestro regateador de mano en manga durante otra aburrida serie de interminables transacciones. Compramos sillas de montar, y albardas, bridas y mantas, y lo mandamos todo junto con nuestros caballos a los establos del palacio, a punto para partir. Compramos odres de cuero para el agua, y muchos sacos de frutos secos y de uvas pasas, y grandes quesos de cabra recubiertos con una gruesa capa de cera para su conservación. Arpad nos recomendó que compráramos una cosa llamada kamál. Era un rectángulo de tiras de madera del tamaño de la palma de la mano, como el marquito vacío de un cuadro, del cual pendía un largo cordel.
—Cualquier viajero —dijo Arpad —puede determinar a partir del sol o de las estrellas las direcciones del norte, del este, del oeste y del sur. Vosotros vais hacia Oriente y podréis calcular el trecho recorrido cada día sabiendo vuestro ritmo de marcha. Pero a veces os costará apreciar la desviación hacia el norte o hacia el sur sufrida por vuestra marcha en relación al este, y el kamál os permitirá conocerla.
Mi padre y mi tío lanzaron exclamaciones de sorpresa e interés. Arpad se tapó
delicadamente los oídos con ambas manos, porque sin duda los ruidos le afectaban.
—Los árabes son infieles —dijo —y no se merecen respeto ni admiración, pero inventaron
este útil instrumento. Vos lo utilizaréis, joven monsieur Marco, y os voy a mostrar cómo. Esta noche, cuando salgan las estrellas, poneos de cara al norte y sujetad el kamál con el brazo estirado. Acercadlo y alejadlo de vuestro rostro hasta que el borde inferior del marco descanse sobre el horizonte septentrional y la Estrella del Norte coincida con la punta superior del marco. Luego haced un nudo en la cuerda de modo que aguantando el nudo entre los dientes la longitud de la cuerda sea tal que el rectángulo quede siempre a la misma distancia de vuestro ojo.
—Muy bien, mayordomo Arpad —dije obediente —. ¿Qué más?
—Cuando os dirijáis hacia Oriente desde aquí encontraréis tierras casi planas y el horizonte quedará siempre más o menos a nivel. Cada noche situad el kamál a la distancia que permita el nudo de la cuerda de modo que la barra inferior del rectángulo coincida con el horizonte septentrional. Si la Estrella del Norte continúa sobre la barra superior estaréis al este exacto de Suvediye. Si la estrella ha subido perceptiblemente por encima de la barra de madera, os habréis desviado hacia el norte del este. Si la estrella queda por debajo de la barra habréis derivado hacia el sur.
—Cazza beta! —exclamó admirado mi tío.
—El kamál puede hacer más cosas —explicó el mayordomo —. Poned una chapita con el nombre de Suvediye en el primer nudo que hagáis, joven Marco. Luego cuando lleguéis a Bagdad volved a situar el rectángulo acercándolo o alejándolo del rostro de modo que quede ajustado entre el horizonte septentrional y la Estrella del Norte, haced otro nudo en la cuerda a esta distancia y mareadlo con el nombre de Bagdad. Si continuáis de este modo haciendo y marcando un nuevo nudo de horizonte para cada destino que alcancéis, sabréis siempre, a medida que vayáis hacía Oriente, si estáis al norte o al sur de vuestra última etapa, o de cualquiera de las etapas anteriores. Consideramos el kamál como un elemento muy útil para nuestro equipo de viaje y pagamos satisfechos su precio, después de que Arpad y el mercader hubieran regateado largamente y fijado la suma en unos cuantos y ridículos sahis de cobre. Luego compramos muchas cosas más que creímos necesarias para el camino, y también unas cuantas comodidades y pequeños lujos de los cuales podíamos haber prescindido. Hasta la tarde de aquel día no volvimos a ver a ninguno de los demás participantes en el banquete de la noche anterior. Nos los encontramos de nuevo cuando nos reunimos todos en la iglesia de San Gregorio de Suvediye para oír la misa nupcial. A juzgar por los ojerosos rostros de los congregados y por algún gemido ocasional medio reprimido, la mayoría de los hombres estaban sufriendo todavía, como Arpad, los efectos de sus excesos en aquel banquete. Quien tenía peor aspecto era el novio. Podía habérmelo imaginado satisfecho o presumido o culpable, pero sólo parecía más torpe que de costumbre. La novia iba tan tapada con sus velos que no pude ver su expresión, pero su guapa madre y las demás parientas mostraban ojos de enorme irritación que brillaban a través de las rendijas de sus velos chador.