El viajero (20 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

—No —respondió Visconti, y agregó con un bufido de exasperación —: Necesitaríamos un

intérprete. —Luego encogió sus estrechos hombros —. Muy bien. Retirémonos a otra habitación mientras me la leen. No es preciso que hagamos perder más tiempo a sus excelencias.

Él y mi padre se retiraron para conferenciar. El príncipe Edward y la princesa Eleanor, como si quisieran compensar los malos modales del arcediano, se quedaron un rato conversando conmigo y con tío Mafio. La princesa me preguntó:

—¿Lees farsi tú, joven Marco?

—No, mi señora… su alteza real. Este idioma se escribe en el alfabeto árabe, la escritura de gusanitos, y no la conozco.

—Tanto si lo lees como si no —dijo el príncipe —conviene que aprendas a hablar farsi si deseas continuar hacia Oriente con tu padre. El farsi es la lengua comercial en toda Asia, como el francés lo es en los países mediterráneos.

La princesa preguntó a mi tío:

—¿Hacia dónde os dirigís ahora, monsieur Polo?

—Si nos conceden los sacerdotes que buscamos, los llevaremos a la corte del gran kan Kubilai. Esto significa que deberemos atravesar los países sarracenos del interior.

—Bueno, seguramente conseguiréis lo que pedís —dijo el príncipe Edward —. Probablemente también os darán algunas monjas. A Teo le encantará quitárselos a todos de encima, porque son la causa de su mal humor. Su actitud no debe desanimaros. Teo es de Piacenza, y no puede extrañaros lo que dice sobre Venecia. Además, es un viejo caballero, piadoso y bueno, que aborrece el pecado, y por ello aunque esté del mejor humor del mundo, siempre será una prueba para nosotros, simples mortales.

—Me hubiese gustado que mi padre le contestara con idéntico mal humor —dije con impertinencia.

—Tu padre quizá sea más prudente que tú —dijo la princesa Eleanor —. Corre el rumor de que Teobaldo puede ser el próximo Papa.

—¿Qué? —balbuceé tan sorprendido que me olvidé de utilizar el tratamiento correcto —.

¡Pero si acaba de decir que no es ni sacerdote!

—Es también un hombre muy viejo —dijo ella —. Y parece que éste es su mérito principal. El cónclave está encallado porque cada facción tiene como siempre su candidato favorito. Los fieles protestan ya pidiendo un Papa. Visconti sería un personaje aceptable tanto para los fieles como para los cardenales, y si el cónclave continúa mucho tiempo encallado acabará eligiendo a Teo porque es viejo. De este modo habrá

un Papa en Roma, pero no por demasiado tiempo. Sólo el tiempo suficiente para que las diversas facciones efectúen sus maniobras y maquinaciones secretas, y decidan el favorito que deberá ceñirse la gran tiara cuando Visconti muera bajo ella. El príncipe Edward dijo maliciosamente:

—Teo morirá en un santiamén, de un ataque de apoplejía, si descubre que Roma se parece a Lieja, a Acre… o a Venecia.

Mi tío preguntó sonriendo:

—¿Queréis decir a Babilonia?

—Sí. Por eso creo que Teo os dará los sacerdotes que pedís. Puede que Visconti refunfuñe de entrada, pero no le disgustará que estos curas de Acre partan a lejanas tierras, y perderlos de vista. Como es lógico, todas las órdenes monásticas están aquí para atender las necesidades de los combatientes, pero cumplen este deber de un modo muy liberal; y además de sus ministerios en los hospitales, de los consuelos espirituales, proporcionan algunos servicios que horrorizarían a los respetuosos santos fundadores. Ya podéis imaginar qué necesidades masculinas están satisfaciendo las carmelitas y las clarisas, y de modo muy lucrativo, además. Mientras tanto, los monjes y los frailes se están enriqueciendo gracias al comercio ilícito con los

nativos, incluyendo la venta de provisiones y suministros médicos donados a sus monasterios por bondadosos cristianos de Europa. También los curas se dedican a vender indulgencias y a traficar con absurdas supersticiones. ¿Habéis visto algún ejemplar de éstos?

Sacó un papel escarlata y lo entregó a tío Mafio, quien lo abrió y lo leyó en voz alta.

—«Santificad, oh Dios, este papel para que pueda frustrar las obras del Demonio. Quien lleve sobre su persona este papel escrito con la palabra sagrada quedará libre de la visitación de Satanás.»

—Estos amuletos tienen un buen mercado entre los combatientes —añadió el príncipe secamente —. Entre los combatientes de ambos bandos, porque Satanás es tan adversario de los musulmanes como de los cristianos. Los curas también están dispuestos a tratar una herida con agua bendita, pero cobrando: un groat inglés o un dinar árabe. Las heridas de cualquier persona, y no importa que sea el corte de una espada o la llaga de una peste venérea. Esto último es más frecuente.

—Alegraos de poder marchar pronto de Acre —suspiró la princesa —. A mí me gustaría hacer lo mismo.

Tío Mafio dio las gracias por nuestra audiencia, y él y yo nos despedimos. Al salir me dijo que volvía al jane, para averiguar si podría disponer del ungüento mumum. Yo me dispuse a pasear por la ciudad con la esperanza de oír algunas palabras farsi y de memorizarlas. Resultó que aprendí algunas, pero palabras que quizá el príncipe no habría aprobado.

Conocí a tres chicos nativos, de mi edad más o menos, cuyos nombres eran Ibrahim, Daud y Naser. No dominaban el francés, pero conseguimos comunicarnos, como es normal entre chicos, y en este caso con gestos y expresiones faciales. Paseamos juntos por las calles, yo les señalaba con el dedo un objeto u otro y después de pronunciar su nombre en francés o en veneciano les preguntaba: « ¿Farsi?», y ellos me decían el nombre en esta lengua, aunque a veces tenían que consultar entre sí para asegurarse. Así

aprendí que un mercader, un comerciante o un vendedor se llama jaya, y que todos los chicos son asbal o «cachorros de león» y todas las chicas zaharat o «florecitas», y que una nuez de pistacchio es un fistuk, y que un camello es un Sutur, etc.: todas eran palabras farsi que me serían útiles durante mis viajes por Oriente. Las otras las aprendí

más tarde.

Pasamos delante de una tienda donde un jaya árabe vendía material para escribir, como finos pergaminos y vi telas más finas todavía, y también papeles de varias calidades, desde el delgado papel indio hecho de arroz o el de Jorasán hecho de lino hasta el papel caro de tipo morisco, llamado pergamino de tela por lo liso que era y por su elegancia. Escogí lo que pude pagar, un papel de grado medio pero sólido y pedí al java que lo cortara en trozos pequeños, fáciles de llevar o de empaquetar. Compré también algunas tizas de rúbrica para escribir cuando no tuviera tiempo de preparar la pluma y la tinta, y empecé a escribir mi primer léxico de palabras desconocidas. Más tarde tomé nota de los nombres del lugar por donde pasaba y de las personas que conocía, luego de los incidentes que me ocurrían, y con el tiempo mis papeles se convirtieron en un diario de todos mis viajes y aventuras.

Era ya más del mediodía y yo llevaba la cabeza descubierta bajo el ardiente sol, por lo que empecé a sudar. Los chicos se dieron cuenta y riendo me comunicaron por gestos que sentía calor a causa de mi cómico atuendo. Al parecer los divertía mucho que expusiera a la vista pública mis delgadas piernas enfundadas en estrechos pantalones venecianos. Yo les indiqué que para mí eran igualmente ridículos sus trajes holgados y voluminosos, y que seguramente ellos padecían más calor que yo. Replicaron que su ropa era la única práctica en aquel clima. Finalmente para poner a prueba nuestros

argumentos fuimos a un callejón sin salida, más tranquilo, y Daud y yo intercambiamos nuestros trajes.

Como es natural cuando quedamos desnudos se hizo evidente otra disparidad entre cristianos y musulmanes, y procedimos a examinarnos mutuamente a fondo profiriendo varias exclamaciones en nuestros respectivos idiomas. Hasta entonces yo no sabía exactamente en qué consistía la mutilación de la circuncisión, y ellos no habían visto nunca un órgano masculino de más de trece años con la java provista todavía de su cápela. Todos estudiamos minuciosamente la diferencia entre Daud y yo: su java estaba siempre expuesta, era seca y brillante y casi escamosa, y llevaba pegados trozos de hilas y pelusa; en cambio yo tenía la mía encerrada y sólo la presentaba cuando me apetecía, por lo que era flexible y suave al tacto, incluso allí, cuando mi órgano se puso erguido y firme a consecuencia de todas las atenciones que recibía en aquel momento. Los tres chicos árabes pronunciaron varias exclamaciones cuyo significado parecía ser

«Probemos esta novedad», lo cual no tenía sentido para mí. O sea que Daud, desnudo como iba, intentó hacerme una demostración: pasó la mano detrás suyo para coger mi candelóto y luego lo dirigió hacia su escuálido trasero, mientras se agachaba y meneándose en mi dirección decía con voz seductora:

—Kus! Baghla! Kus!

Ibrahim y Naser se pusieron a reír e hicieron gestos de hurgar algo con sus dedos corazón gritando «Ghuny! Ghuny!» Yo seguía sin comprender sus palabras o su juego, pero no me gustó que Daud se tomara libertades con mi persona. Solté su mano y la aparté, luego corrí a cubrirme con la ropa que él se había quitado. Todos los chicos se encogieron de hombros sin perder el buen humor ante mi mojigatería cristiana, y Daud se puso mi traje.

La pieza inferior de un árabe, como el pantalón de un veneciano, está formada por un par de telas que envuelven las piernas. Comienzan en la cintura, donde se sujetan con una cuerda, y llegan hasta los tobillos, donde van ajustadas, pero en medio quedan muy holgadas y no aprietan. Los chicos me explicaron que la palabra farsi para esta pieza es pai-yamah, pero la mejor traducción francesa que pudieron encontrar es troussés. La pieza superior del traje árabe es una camisa de mangas largas, que no se diferencia mucho de las nuestras, excepto en que se ajusta de modo holgado, como una blusa. Encima de esto va una aba, una especie de capa ligera, con rajas para que pasen los brazos, que cuelga suelta alrededor del cuerpo y llega casi al suelo. Los zapatos árabes son como los nuestros, aunque están hechos para que se ajusten a cualquier pie, porque su longitud es considerable, y la porción no ocupada se comba hacia arriba y hacia atrás por encima del pie. En la cabeza llevan una kaffiyah, una tela cuadrada y ancha que cuelga por debajo de los hombros a los lados y por detrás, y que se aguanta con un cordón sujeto sin apretar alrededor de la cabeza.

Me sorprendió mucho, pero dentro de aquel conjunto me sentía más fresco. Lo llevé un rato hasta que Daud y yo volvimos a intercambiarnos los trajes, y me sentía más fresco que en mi atuendo veneciano. Aquellas capas de tela en vez de ahogar la piel, como yo había esperado, parecía que mantuviesen atrapado el aire fresco del interior formando una barrera que impedía al sol calentarlo. La ropa iba suelta, era muy cómoda y no apretaba nada.

Esos trajes, tan sueltos, podían soltarse todavía más, por lo que a mí me resultaba incomprensible el sistema que utilizan los chicos árabes, y todos los árabes de cualquier edad, para orinar. Cuando hacen aguas se ponen en cuclillas, como las mujeres. Y

además lo hacen en cualquier lugar, preocupándoles tan poco la presencia de otros viandantes como a éstos verlos en esta postura. Cuando expresé mi curiosidad y repugnancia, los chicos quisieron saber cómo orina un cristiano. Les indiqué que lo

hacíamos de pie, y preferiblemente sin que se nos viera, dentro de un retrete licet. Me dieron a entender que esta postura vertical es considerada sucia por el Corán, su libro sagrado, y además a un árabe le desagrada meterse en un retrete o mustarah, excepto cuando tiene que proceder a la evacuación más sustancial de su vientre, porque los retretes son lugares peligrosos. Al enterarme de esto expresé una curiosidad mayor todavía, y los muchachos se explicaron. Los musulmanes, al igual que los cristianos, creen en demonios y diablos que emanan del mundo subterráneo, seres llamados yinn y afarit, y la manera más fácil para estos seres de llegar hasta nosotros a partir de su mundo subterráneo es el pozo excavado debajo de una mustarah. La cosa me pareció

razonable, y durante bastante tiempo no pude agacharme confortablemente sobre un agujero licet porque temía sentir unas garras clavándoseme por debajo. El traje de calle de un árabe puede parecemos feo, pero lo es menos que el de una mujer árabe. Y sus trajes son más feos porque son tan poco femeninos que apenas se distinguen del de los hombres. La mujer lleva un conjunto de troussés, camisa y aba idénticamente voluminoso, pero en lugar de una kaffiyah para la cabeza lleva un chador, o velo, que le cuelga de la coronilla hasta los pies por delante y por detrás y alrededor de todo el cuerpo. Algunas mujeres llevan un chador negro fino, y pueden distinguir algo a su través sin que los demás las vean; otras llevan un chador más pesado con una rendija estrecha delante de los ojos. Una mujer enfundada en todas estas capas de tela y con el velo puesto parece un montón de ropa andante. Un no árabe cuando ve a una mujer apenas puede adivinar dónde está la parte de delante y dónde la de detrás, a no ser que ella esté andando en aquel momento.

Con muecas y gestos conseguí transmitir una pregunta a mis compañeros. Supongamos que se pasearan por la calle, como los jóvenes venecianos, para mirar a las mujeres guapas: ¿cómo sabrían si una mujer era guapa?

Me dieron a entender que la primera señal de belleza en una mujer musulmana no estaba en la perfección de su rostro, de sus ojos o de su figura en general, sino en la maciza anchura de sus caderas y de su trasero. Los chicos me aseguraron que un ojo experto podía discernir estas temblequeantes rotundidades, incluso debajo de un traje femenino de calle. Pero me advirtieron que no me dejara engañar por las apariencias: muchas mujeres acolchaban las ancas y las nalgas para exhibir una falsa inmensidad. Les hice otra pregunta. Supongamos, al estilo de los jóvenes venecianos, que Ibrahim, Naser y Daud desearan conocer a una bella y desconocida persona. ¿Cómo deberían proceder?

La pregunta pareció confundirlos ligeramente. Me pidieron que diera más detalles. ¿Me refería a una mujer guapa y desconocida?

Sí. Claro. ¿A qué podía referirme si no?

¿No me refería quizá a un hombre o chico bello y desconocido?

Yo había sospechado ya, y ahora estaba convenciéndome de ello, de que había caído entre un grupo de don Metas y sior Monas en ciernes. La cosa no me sorprendió mucho, porque sabía que la antigua ciudad de Sodoma no quedaba muy lejos, al este de Acre. Los chicos se reían de nuevo, por lo bajo, de mi ingenuidad cristiana. A través de sus pantomimas y de su francés rudimentario entendí que según el Islam y su santo Corán, las mujeres han sido creadas únicamente para que los hombres puedan engendrar con ellas hijos de sexo masculino. Pocos musulmanes utilizaban las mujeres para su disfrute sexual, a excepción de algún jeque rico gobernante, que podía permitirse reunir y mantener una colmena entera de vírgenes garantizadas, utilizándolas una sola vez y desechándolas luego. ¿Para qué buscar a mujeres? Había muchos hombres y muchachos a disposición de todos, más gordos y bellos que cualquier mujer. Si se dejaban de lado las demás consideraciones, un amante masculino era preferible a uno femenino

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