El viajero (19 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

—¿Por qué se muestra un sarraceno tan acogedor con nosotros, sus enemigos?

—No todos los árabes participan en esta yihad, el nombre que ellos dan a la guerra santa contra la cristiandad —dijo mi tío —. Los de Acre se aprovechan demasiado de ella para tomar partido, incluso con sus compañeros musulmanes.

—Hay buenos y malos árabes —intervino mi padre —. Los árabes que están luchando ahora para expulsar a todos los cristianos de Tierra Santa, y de todo el Mediterráneo oriental, son los mamelucos de Egipto, y éstos son realmente árabes muy malos. Cuando hubimos desempaquetado todo lo necesario para nuestra estancia en Acre, fuimos al hammam de la posada. Y yo creo que el hammam se ha de poner a la misma altura de los demás grandes inventos árabes: la aritmética, sus números y el ábaco para contar. Un hammam es esencialmente una simple habitación llena del vapor que se obtiene echando agua sobre piedras al rojo. Después de estar sentados un rato en los bancos de este cuarto, sudando copiosamente, media docena de sirvientes entraron y nos dijeron:

—Salud y deleite para todos vosotros, señores, de parte de este baño. Luego hicieron señas para que nos echáramos sobre los bancos y dos hombres trabajaron sobre cada uno de nosotros con sus cuatro manos metidas en guantes de cáñamo basto restregándonos todo el cuerpo con ligereza y durante largo rato. A medida que nos restregaban, la sal y la porquería que se había acumulado durante nuestro viaje fue saltando de la piel en forma de largos rollos grises. Quizá nosotros hubiésemos considerado suficiente tal limpieza, pero ellos continuaron restregándonos y de nuestros poros salió más porquería, en forma de delgados gusanos grises. Cuando dejamos de exudar materia gris, y el vapor y la fricción nos habían puesto colorados, los hombres se ofrecieron a depilarnos el pelo del cuerpo. Mi padre rechazó

la oferta, y yo hice lo mismo. Aquel mismo día me había afeitado el ralo bigote que llevaba y deseaba conservar el restante pelo de mi cuerpo. Tío Mafio, después de pensarlo un momento, pidió a los criados que le quitaran el blasón de su alcachofa, pero sin que le tocaran el pelo de la barba o del pecho. Dos de los hombres, los más jóvenes y guapos, se pusieron rápidamente manos a la obra. Aplicaron un ungüento de color pardo a su pelvis, y la espesa mata de pelo que había allí empezó a desaparecer como el humo. Casi inmediatamente quedó tan calvo en aquel lugar como lo estaba Doris Tagiabue.

—Esta pomada es mágica —dijo él con admiración mirándose aquella parte.

—Lo es ciertamente, jeque Folo —dijo uno de los jóvenes sonriendo de modo casi impúdico —. Al quitar el pelo vuestro zab queda más visible, tan prominente y bello como una lanza guerrera. Una auténtica antorcha que de noche guiará a vuestra amante hacia vos. Es una lástima que el jeque no esté circuncidado para que la brillante ciruela de su zab pueda verse y admirarse con mayor facilidad y…

—¡Basta! Dime, ¿puede comprarse este ungüento?

—Ciertamente. Sólo tenéis que encargármelo, jeque, y saldré corriendo para comprar al boticario una jarra fresca del mumum. O muchas jarras.

—¿Crees que puede interesarnos, Mafio? —preguntó mi padre —. En Venecia apenas tendría salida. Un veneciano da mucho valor a la mínima porción de pelusilla del melocotón.

—Pero ahora vamos hacia Oriente. Recuerda que muchos de estos pueblos orientales

consideran el pelo del cuerpo como un defecto en los dos sexos. Si este mumum no nos sale demasiado caro comprándolo aquí, podríamos sacar un beneficio considerable vendiéndolo allí. —Entonces dijo a su frotador —: Por favor, deja de hacerme caricias, muchacho, y continuemos con el baño.

Los hombres nos lavaron todo el cuerpo utilizando una especie de jabón cremoso, nos lavaron el caballo y las barbas con fragante agua de rosas y nos secaron con grandes toallas lanosas con olor de almizcle. Luego nos vestimos y nos presentaron bebidas frescas de sorbete con jugo azucarado de limón para restaurar la humedad interior que el calor había agotado a lo largo del proceso. Salí del hammam sintiéndome limpio como nunca en mi vida, y agradecí a los árabes aquel invento. Hice uso frecuente de aquella instalación y de otras en el futuro, y la única queja posible era que tantos árabes prefiriesen la suciedad y el hedor a la limpieza que podían conseguir en el hammam. El posadero Isaq había dicho la verdad sobre la comida de su jane, que era buena, aunque desde luego le pagábamos tanto dinero que hubiese podido alimentarnos con ambrosia y néctar y obtener un beneficio. La comida de la primera noche fue el cordero relleno de pistacchios que nos había anunciado, también arroz y un plato de pepinos cortados con zumo de limón, y después un postre de pulpa de granada azucarada, mezclada con almendras picadas y delicadamente perfumada. Todo era delicioso, pero lo que más me entusiasmó fue la bebida acompañante. Isaq me dijo que era una infusión de bayas maduras en agua caliente llamada qahwah. Esta palabra árabe significa «vino», y el qahwah no lo es, porque la religión de los árabes lo prohíbe. En lo único que se parece al vino es en su color, de un pardo granate intenso, parecido más bien al Barolo del Piedemonte, pero no tiene el aroma intenso del Barolo ni su suave deje de violetas. Tampoco es dulce o agrio como otros vinos. Tampoco emborracha ni causa dolor de cabeza al día siguiente. En cambio alegra el corazón y estimula los sentidos, y según dijo Isaq unos cuantos vasos de qahwah permiten que un viajero o un guerrero marche o luche incansablemente durante horas seguidas.

La cena se sirvió sobre un paño y nosotros nos sentamos en el suelo alrededor suyo, sin que nos trajeran ningún utensilio de mesa. Utilizamos, pues, nuestros cuchillos de cinto para cortar y trocear, como hubiésemos empleado los de mesa en casa, y con las puntas de los cuchillos ensartábamos trozos de carne, como las broquetas que utilizamos en casa. Puesto que no teníamos ni broquetas ni cucharas, comimos el relleno del cordero, el arroz y el dulce con los dedos.

—Utiliza sólo el pulgar y los dos primeros dedos de la mano derecha —me advirtió mi padre en voz baja —. Los árabes consideran sucios los dedos de la mano izquierda, porque sirven para limpiarse el trasero. También debes sentarte sobre el anca izquierda, tomar porciones pequeñas de comida con los dedos, masticar bien cada bocado y no mirar al compañero de cena mientras comes, para no azorarle y que no pierda el apetito. Mirando lo que un árabe hace con sus manos pueden descubrirse muchas cosas, como aprendí paulatinamente. Si mientras habla se acaricia la barba, su más preciada posesión, está jurando por su barba y sus palabras son verdaderas. Si apunta con el dedo índice a su ojo, indica que asiente a lo que dices o que acepta tu petición. Si señala con la mano a su cabeza hace voto de que su cabeza responderá de cualquier desobediencia. Sin embargo, si hace cualquiera de estos gestos con la mano izquierda, se está burlando de ti, y si te toca con esta mano izquierda, es el más terrible insulto. 3

Unos días después, cuando supimos que el comandante de los cruzados estaba en el castillo de la ciudad, fuimos a presentarle nuestros respetos. El patio del castillo estaba

lleno de caballeros de las distintas órdenes, algunos simplemente ganduleando, otros jugando a los dados, otros charlando o peleándose y otros, en fin, visiblemente borrachos a pesar de la temprana hora. Ninguno parecía dispuesto a salir y a presentar batalla a los sarracenos, ni ansioso por hacerlo, ni triste por no hacerlo. Cuando mi padre hubo explicado su misión a los dos caballeros que con aire adormecido guardaban la puerta del castillo, sin abrir la boca hicieron un gesto con la cabeza para que entráramos. Dentro, mi padre explicó nuestra intención a toda una serie de lacayos y escuderos, yendo de sala en sala, hasta que nos hicieron pasar a una habitación adornada con banderas de batalla y nos dijeran que esperáramos. Al cabo de un rato entró una dama. Tenía unos treinta años y no era bonita, pero sí empleaba ademanes graciosos, y llevaba una pequeña corona de oro. Nos dijo en francés con acento castellano:

—Soy la princesa Eleanor.

—Nicoló Polo —dijo mi padre inclinándose —. Mi hermano Mafio y mi hijo Marco. Luego le contó por sexta o séptima vez por qué queríamos audiencia. La dama dijo admirada y algo aprensiva:

—¿Queréis llegar hasta Catai? Confío que mi marido no se preste voluntario a acompañaros. Le gusta viajar y odia esta triste ciudad de Acre. —La puerta de la habitación se abrió de nuevo y entró un hombre más o menos de su misma edad —. Ahí

está, el príncipe Edward. Amor mío, éstos son…

—La familia Polo —dijo bruscamente, con un acento inglés —. Llegasteis en el buque de aprovisionamiento. —También él llevaba una corona y un sobremanto adornado con la cruz de san Zorzi —. ¿Qué puedo hacer por vosotros?

Acentuó la última palabra como si fuéramos los últimos de una larga procesión de apelantes. Mi padre se explicó por séptima u octava vez, y concluyó diciendo:

—Sólo pedimos a su alteza real que nos presente al prelado principal de los capellanes cruzados. Queremos pedirle que nos preste alguno de sus sacerdotes.

—Por lo que a mí respecta podéis llevároslos a todos. Y a todos los cruzados también. Eleanor, querida, ¿quieres llamar al arcediano?

Cuando la princesa hubo salido, mi tío dijo con audacia:

—Su alteza real no parece muy contento de esta cruzada.

Edward hizo una mueca:

—Ha sido un desastre continuo. Nuestra última y mejor esperanza era ponernos a las órdenes del piadoso francés Luis, que había tenido tanto éxito con la anterior cruzada, pero Luis enfermó y murió de camino hacia aquí. Su hermano ocupó su lugar, pero Charles no es más que un político, y se pasa todo el tiempo negociando. Y en beneficio propio, añadiría yo. Todos los monarcas cristianos metidos en este enredo sólo desean favorecer sus propios intereses, no los de la cristiandad. No es extraño que los caballeros estén desilusionados e indiferentes.

—Los de fuera no parecen muy emprendedores —observó mi padre.

—En muy pocas ocasiones consigo arrancar de los lechos de sus mozas a los pocos caballeros que no se han vuelto disgustados a sus casas, y organizar con ellos una salida contra el enemigo. E incluso en el campo, prefieren la cama a la batalla. Una noche, no hace mucho, siguieron durmiendo mientras un hasísi sarraceno se deslizó entre los piquetes y entró en mi tienda. ¿Podéis imaginar cosa igual? Y yo no llevo espada bajo mi camisa de noche. Tuve que agarrar un candelabro de punta y acuchillarlo con eso. —El príncipe suspiró profundamente —: La situación actual me obliga, también a mí, a recurrir a la política. Ahora tengo tratos con una embajada de mongoles para que nos aliemos todos contra nuestro enemigo común, el Islam.

—Ahora lo entiendo —dijo mi tío —. Nos extrañó ver a un par de mongoles en la ciudad.

—Entonces nuestra misión concuerda perfectamente con los objetivos de vuestra

alteza… —dijo mi padre con tono esperanzado.

La puerta se abrió de nuevo y la princesa Eleanor entró con un hombre alto y muy viejo que llevaba una dalmática espléndidamente bordada. El príncipe Edward hizo las presentaciones.

—El venerable Tebaldo Visconti, arcediano de Lieja. Este buen hombre se desesperó

con la impiedad de sus clérigos de Flandes y solicitó una legación papal para acompañarme. Teo, éstos son casi paisanos de vuestra Piacenza. Los Polo de Venecia.

—Claro está, i Pantaleoni —dijo el viejo, dirigiéndonos el mote de burla que los habitantes de ciudades rivales aplican a los venecianos —. ¿Estáis aquí para fomentar el comercio que vuestra vil república mantiene con los infieles enemigos?

—Por favor, Teo —dijo el príncipe, con cara divertida.

—Desde luego, Teo —dijo la princesa con rostro azorado —. Os lo dije: los caballeros no han venido en absoluto a comerciar.

—¿Entonces qué maldad quieren cometer? —preguntó el arcediano —. Puedo creer lo que sea de Venecia, excepto el bien. Lieja ya era malvada, pero Venecia es la Babilonia de Europa. Una ciudad de hombres avaros y de mujeres procaces. Clavó sus ojos en mí como si estuviera enterado de mis recientes aventuras en esa Babilonia. Empecé a protestar en mi defensa diciendo que yo no era avaro, pero mi padre habló primero con ánimo de aplacarlo.

—Quizá nuestra ciudad se merezca esta fama, reverencia. Tuti semo fati de carne. Pero nosotros no viajamos por encargo de Venecia. Llevamos una petición del kan de todos los kanes mongoles que sólo puede redundar en beneficio de toda Europa y de la Madre Iglesia.

Luego continuó explicando por qué Kubilai había solicitado sacerdotes misioneros. Visconti le escuchó y luego preguntó altaneramente:

—¿Por qué me lo pedís a mí, Polo? Yo sólo tengo las órdenes del diaconado, soy un administrador nombrado, no soy ni sacerdote ordenado.

Además no hablaba ni con cortesía, y yo esperaba que mi padre se lo diría. Pero él se limitó a replicar:

—Sois el representante de mayor rango de la Iglesia cristiana. El legado del Papa.

—No hay Papa —dijo Visconti —. Y hasta que no se elija una autoridad apostólica, ¿quién soy yo para delegar a un centenar de sacerdotes y enviarlos a lo desconocido, al capricho de un bárbaro pagano?

—Por favor, Teo —intercedió de nuevo el príncipe —. Creo que en nuestro séquito hay más capellanes que guerreros. Seguro que podremos reservar unos cuantos para una buena misión.

—Suponiendo que sea una buena misión, excelencia —dijo el arcediano frunciendo el ceño —. Recordad que quienes lo proponen son venecianos. Y no es la primera propuesta de este tipo. Hace unos veinticinco años, los mongoles hicieron una petición semejante, y directamente a Roma. Uno de sus kanes, uno llamado Kuyuk, primo de este Kubilai, envió una carta al Papa Inocencio pidiéndole, no, exigiéndole, que Su Santidad y todos los monarcas de Occidente acudieran en bloque a él para rendirle homenaje de sumisión. Como es lógico no le hicieron caso. Pero éste es el tipo de invitación que los mongoles prefieren, y cuando llega a través de un veneciano…

—Despreciad nuestro origen, si os apetece —dijo mi padre conservando su afabilidad —. Si no hubiese pecado en el mundo no podría haber perdón. Pero, por favor, reverencia, no despreciéis esta oportunidad. El gran kan Kubilai sólo pide que vuestros sacerdotes vayan hasta allí y prediquen su religión. Tengo aquí la misiva escrita por el escriba del kan y dictada por él mismo. ¿Lee su reverencia farsi?

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