Para mí también fue una sensación nueva. Dentro de Doris me sentía como agarrado
por un tierno puño, mucho más prieto que con ninguna de las otras mujeres con las que me había acostado. Y me di cuenta, hasta en ese momento de máxima excitación, que estaba desaprobando mi ignorante afirmación de antaño, al decir que todas las mujeres eran iguales en sus partes íntimas.
Durante un rato más, tanto Doris como yo hicimos muchos ruidos distintos. Y el sonido final, cuando dejamos de movernos para descansar, fue el suspiro que ella exhaló en una mezcla de admiración y sorpresa:
—¡Dios mío!
—Creo que no ha sido doloroso —dije sonriendo.
Meneó la cabeza con vehemencia y me devolvió la sonrisa:
—Lo había soñado muchas veces. Pero nunca soné que sería tan… Y nunca oí a una mujer contar que su primera vez fuera tan… Gracias, Marco.
—Gracias a ti, Doris —dije educadamente —. Y ahora que sabes como…
—¡Calla! No deseo hacer nada parecido con alguien que no seas tú.
—Yo me marcharé pronto.
—Ya lo sé. Pero estoy segura de que volverás. Y no volveré a hacer eso hasta que no regreses de Roma.
Sin embargo, no me marché a Roma. Todavía no conozco esa ciudad. Doris y yo seguimos retozando hasta la caída de la noche, y cuando Ubaldo, Daniele, Malgarita y los demás volvieron de su día de excursión, ya estábamos vestidos y comportándonos más decentemente. Cuando nos retiramos a dormir a la barcaza, me acosté solo, sobre el mismo jergón de paja que había utilizado en otra ocasión. Y a todos nos despertó por la mañana el pregón de un banditore, que salía de ronda más temprano que de costumbre, por la extraordinaria noticia que tenía que declamar. El Papa Clemente IV había muerto en Viterbo. El dogo de Venecia proclamaba un período de duelo y de oración por el alma del Santo Padre.
—¡Maldición! —bramó mi tío, golpeando la mesa y haciendo saltar los libros —. ¿Es que traemos la desgracia con nosotros, Nico?
—Primero muere un dogo y ahora el Papa —dijo mi madre con tristeza —. En fin, todos los salmos terminan en gloria.
—Y según las noticias de Viterbo —dijo el contable, en cuyo despacho nos habíamos reunido —, puede haber una larga parálisis en el cónclave. Parece que hay muchos pies ansiosos por calzar las sandalias del Pescador.
—No podemos esperar a la elección, sea pronto o tarde —refunfuñó mi tío y me miró
ceñudamente —. Debemos sacar a este galeotto de Venecia, o iremos todos a la cárcel.
—No es necesario que esperemos —dijo mi padre impertérrito —. Doro, con gran eficacia, ha comprado y reunido todo lo que necesitamos para el viaje. Solamente nos faltan los cien sacerdotes, y a Kubilai no le importará que no los haya elegido el Papa. Cualquier alto prelado puede proporcionarlos.
—¿A qué prelado acudiremos? —preguntó Mafio —. Si lo pedimos al patriarca de Venecia nos dirá, y con razón, que prestarnos cien sacerdotes significaría dejar vacías todas las iglesias de la ciudad.
—Y tendríamos que llevarlos todo este trayecto de más —musitó mi padre —. Mejor que los busquemos más cerca de nuestro destino.
—Perdonad mi ignorancia —dijo mi nueva marégna, Fiordelisa —. Pero ¿puede saberse por qué estáis reclutando sacerdotes, y tantos sacerdotes, para un salvaje jefe mongol?
Seguro que no es ni cristiano.
—No tiene religión concreta, Lisa —explicó mi padre.
—Ya me lo imaginaba.
—Pero tiene esa virtud característica de los impíos: es tolerante con las creencias de los
demás. De hecho, desea que sus súbditos tengan un amplio abanico de creencias donde elegir. En sus tierras hay muchos predicadores de diversas religiones paganas, pero de la fe cristiana sólo están los degradados e ilusos sacerdotes nestorianos. Kubilai quiere que le proporcionemos una adecuada representación de la verdadera Iglesia cristiana de Roma. Naturalmente, Mafio y yo estamos ansiosos por obedecer; y no sólo por la propagación de la santa fe. Si podemos cumplir esa misión pediremos al kan permiso para lanzarnos a misiones más provechosas.
—Nico quiere decir —aclaró mi tío —que esperamos organizar el comercio entre Venecia y los países de Oriente, para que fluya de nuevo a lo largo de la Ruta de la Seda. Lisa dijo sorprendida:
—¿Hay una ruta cubierta de seda?
—Ojalá lo estuviera —replicó mi tío, moviendo los ojos en sus órbitas —. Es más tortuosa, terrible y castigadora que cualquier camino que lleve al cielo. Incluso llamarla ruta es una exageración.
Isidoro pidió permiso para explicarlo a la dama:
—La ruta desde las costas levantinas a través del interior de Asia se ha llamado Ruta de la Seda desde tiempos antiguos, porque la seda de Kitai era la mercancía más costosa que pasaba por ella. En aquella época, la seda valía su peso en oro. Y quizá, la propia ruta, al ser tan valiosa, estaba en mejor estado y era más fácil transitar por ella. Pero en épocas más recientes cayó en desuso, debido en parte a que robaron a Kitai el secreto de fabricar la seda, y actualmente la seda se cultiva hasta en Sicilia. Pero esas tierras orientales se hicieron también imposibles de transitar por los estragos de los hunos, tártaros y mongoles que merodeaban por toda Asia. Por eso nuestros comerciantes occidentales sustituyeron la ruta terrestre por las rutas marítimas que los navegantes árabes conocían.
—Si se puede llegar por mar —dijo Lisa a mi padre —, ¿por qué sufrir los rigores y peligros de un viaje por tierra firme?
—Esas rutas marítimas están prohibidas para nuestros barcos. Los árabes, que antes eran pacíficos, y desde siempre se conformaban con vivir sumisamente en la paz de su profeta, se levantaron y se convirtieron en los guerreros sarracenos que pretenden imponer la religión del Islam en el mundo entero. Y están tan celosos de sus rutas marítimas, como de ser actualmente los amos de Tierra Santa.
—Los sarracenos están dispuestos a comerciar con nosotros, los venecianos, y con cualquier otro pueblo cristiano del que puedan sacar provecho —dijo Mario —. Pero los privaríamos de esos beneficios si enviáramos flotas de nuestros propios barcos a comerciar a Oriente. Por eso, hay corsarios sarracenos patrullando constantemente los mares para cerrarnos el paso.
Lisa, con una expresión remilgada de sorpresa, preguntó:
—¿Son nuestros enemigos y comerciamos con ellos?
Isidoro contestó encogiéndose de hombros:
—El negocio es el negocio.
—Ni siquiera a los papas —dijo tío Mafio —les ha disgustado nunca comerciar con los paganos, siempre que pudieran sacar provecho. Y un Papa, o cualquier otro pragmático, debería de estar impaciente por establecer relaciones comerciales con el más lejano Oriente. Pueden hacerse grandes fortunas. Nosotros lo sabemos a ciencia cierta porque hemos visto la riqueza de aquellas tierras. Nuestro primer viaje fue simplemente exploratorio, pero esta vez nos llevaremos algo para comerciar. La Ruta de la Seda es terrorífica, pero no imposible. Ya hemos atravesado esas tierras dos veces, de ida y vuelta. Y podemos repetirlo.
—Sea quien sea el nuevo Papa —dijo mi padre —seguramente dará su bendición para esta
empresa. Roma estaba aterrorizada cuando parecía que los mongoles iban a invadir Europa. Pero nuestra impresión es que los diferentes kanes mongoles ya han extendido las fronteras de sus kanatos tan hacia el oeste como pretendían. Eso significa que ahora la mayor amenaza para la cristiandad son los sarracenos. O sea que Roma debería ver con buenos ojos la posibilidad de establecer una alianza con los mongoles contra el Islam. Nuestra misión en nombre del kan de todos los kanes podría ser de suprema importancia; tanto para los fines de la Madre Iglesia como para la prosperidad de Venecia.
—Y para la Casa Polo —añadió Fiordelisa, que ya era de nuestra Casa.
—Eso sobre todo —dijo Mafio —. Venga, dejemos de charlar, Nico, y volvamos a lo nuestro. ¿Pasaremos de nuevo por Constantinopla para reclutar allí nuestros sacerdotes?
Mi padre lo pensó un momento y dijo:
—No. Los sacerdotes de allí son demasiado comodones; son tan blandengues como los eunucos. El gato con guantes no coge ratones. Sin embargo, en las filas de los cruzados hay muchos capellanes, que son hombres duros, acostumbrados a la vida dura. Vayamos a Tierra Santa, a San Zuáne de Acre, en donde están ahora acampados los cruzados. Doro, ¿hay algún barco que parta hacia Oriente y que nos pueda dejar en Acre?
El contable se puso a consultar sus registros y yo me fui del almacén para contarle a Doris mi nuevo destino y para despedirme de ella y de Venecia. Tuvo que pasar un cuarto de siglo antes de que volviera a verlas, a alguna de las dos. Mucho debieron de haber cambiado y envejecido en ese tiempo, no menos que yo mismo. Pero Venecia aún seguía siendo Venecia, y Doris —por raro que parezca —seguía siendo en cierto modo la Doris que yo dejé. Quizá lo que dijo, que no volvería a amar a nadie hasta que yo volviera; quizá esas palabras sirvieron de fórmula mágica para preservarla intacta al paso de los años. Pero lo cierto es que ella, después de ese largo tiempo, continuaba siendo una Doris tan joven, tan bella y tan vibrante, que la reconocí
nada más verla, e instantáneamente me enamoré de ella, o al menos así me lo pareció. Pero bueno, esta historia ya la contaré en su momento.
1
Partimos de la dársena de Malamoco en el Lido a la hora de vespro, un día de azul y oro, y éramos los únicos pasajeros de pago en una gran galeazza de carga, el Doge Anafesto. El buque llevaba armas y pertrechos a los cruzados; después de desembarcar esta carga en Acre y que lo hiciéramos nosotros, continuaría hasta Alejandría para recoger un cargamento de grano para transportarlo a Venecia. Cuando el buque hubo salido de la dársena y navegaba ya por el Adriático abierto, los remeros desarmaron sus remos y los marineros escalaron los dos mástiles y desplegaron las airosas velas latinas. Las ondas ondearon dando chasquidos en toda su envergadura hasta abombarse en la fresca brisa vespertina y quedar tan blancas e hinchadas como las nubes de más arriba.
—¡Un día sublime! —exclamé —. ¡Una nave magnífica!
Mi padre, poco propenso a lo lírico, replicó con uno de sus eternos adagios:
—No alabes el día hasta que la noche lo dé por concluido. No alabes el hospedaje hasta que la mañana te despierte.
Pero incluso al día siguiente y en los sucesivos mi padre no pudo negar que el alojamiento en el buque era tan decente como el de una fonda en tierra. En años anteriores, cuando un buque hacía escala en Tierra Santa llegaba siempre atiborrado de peregrinos cristianos de todos los países de Europa, que dormían alineados y amontonados sobre la cubierta y en la bodega, tan apretados como las sardinas en un
tonel. Sin embargo en la época de que hablo, el puerto de San Zuáne de Acre era el último y único lugar de Tierra Santa no ocupado todavía por los sarracenos, y todos los cristianos excepto los cruzados se quedaban en casa.
Los tres Polo disponíamos de una cabina propia, debajo mismo del camarote del capitán en el castillo de popa. La cocina del buque contaba con un corral de animales, y nosotros y los marineros podíamos comer carne de ave y de cuadrúpedo sin salar. Había pasta de todo tipo, aceite de oliva, cebollas y buen vino de Córcega conservado al fresco en la húmeda arena que el buque llevaba como lastre en el fondo de la bodega. Lo único que echábamos de menos era pan acabado de cocer; a cambio nos daban galletas agiáda, duras, que no pueden morderse ni masticarse sino que hay que chupar, y ésta era la única privación que podía motivar nuestras quejas. Había un medegóto a bordo para tratar cualquier enfermedad o lesión, y un capellán para confesar y decir misa. El primer domingo predicó sobre un texto del Eclesiástico: «El sabio partirá para tierras extrañas y pondrá a prueba el bien y el mal en todas las cosas.»
—Cuéntame cosas, por favor, sobre las tierras extrañas del otro lado del mar —le pedí a mi padre después de oír misa, porque en Venecia ninguno de los dos habíamos tenido mucho tiempo para hablar tranquilamente.
Sin embargo su respuesta sirvió para que yo supiera más cosas de él que de los países situados detrás del horizonte.
—Ah, están llenas de oportunidades para un mercader ambicioso —dijo con entusiasmo restregándose las manos —. Sedas, joyas, especias, incluso el comerciante más apocado sueña con estas cosas evidentes; pero hay muchas más posibilidades para una persona inteligente. Sí, Marco, aunque sólo nos acompañes hasta el levante, si tienes los ojos bien abiertos y la mente clara, quizá puedas iniciar una fortuna para ti solo. Sí, todas las tierras del otro lado del mar están llenas de oportunidades.
—Eso espero encontrar —respondí sumiso —. Pero podría haber aprendido a comerciar sin salir de Venecia. Yo pensaba más bien… en las aventuras…
—¿Aventuras? ¿Por qué, hijo mío? ¿Puede existir una aventura más satisfactoria que el descubrimiento de una oportunidad comercial que los demás no han visto? ¿Y luego aprovecharse de ella? ¿Y obtener el correspondiente beneficio?
—Desde luego todo esto es muy satisfactorio —dije para no frenar su entusiasmo —. Pero
¿y la emoción? ¿Las cosas exóticas que pueden verse y hacerse? Seguro que en vuestros viajes os habréis encontrado con muchas situaciones así.
—Sí, claro, cosas exóticas —dijo mesándose meditativamente la barba —. Sí, cuando regresábamos a Venecia nos encontramos en Capadocia con un caso de ésos. En aquella tierra crece una flor muy semejante a la amapola roja de nuestros campos, pero de un color azul de plata, y de la leche de su vaina puede obtenerse por decocción un aceite soporífero que es una medicina muy poderosa. Comprendí que sería un útil ingrediente más para los que utilizan nuestros doctores occidentales, y pensé que nuestra compagnia obtendría buenos beneficios con él. Intenté recoger algunas semillas de esa amapola para plantarlas entre el azafrán de nuestras plantaciones del Véneto. La cosa era exótica, no xe vero? Y una gran oportunidad. Por desgracia en aquella época había una gran guerra en Capadocia. Los campos de amapolas estaban todos devastados y la población tan dispersa que no pude encontrar a nadie que pudiera proporcionarme las semillas. Gramo de mi, perdí la oportunidad.
Yo contesté algo asombrado:
—¿Estabais metido en una guerra y lo único que os preocupaba eran unas semillas de amapola?
—Una guerra es algo terrible. Interrumpe el comercio.