—¿Qué tipo de crímenes? —pregunté.
—En mi época un hombre murió así por haber violado a una monja, y otro por haber contado a un extranjero secretos del arte de la vidriería de Murano. No me extrañaría que el asesino de un dogo electo entrara en esta categoría, si es eso lo que estás preguntando.
Yo tragué saliva.
—Y esto… en público… ¿cómo se hace?
—El culpable se arrodilla entre los pilares y es decapitado por el matarife. Pero antes el matarife le corta las partes de su cuerpo culpables del crimen. El violador de la monja, por supuesto, tenía la picha amputada. Al vidriero le cortaron la lengua. Y el condenado camina hacia los pilares con su parte culpable colgada de una cuerda alrededor del cuello. En tu caso, supongo que sólo será la mano.
—Y sólo la cabeza —dije con voz apagada.
—Será mejor que no os riáis.
—¿Reírme? -grité angustiado; y luego me reí, pues sus palabras eran absurdas —. Os estáis burlando otra vez, ¿eh, viejo?
Se encogió de hombros diciendo:
—Uno hace lo que puede.
Un día, la monotonía de mi reclusión se interrumpió. Se abrió la puerta para dejar paso a un forastero que entró agachado. Era un hombre bastante joven que no llevaba un uniforme sino un jubón de la Hermandad de la Justicia. Se presentó como fratello Ugo y dijo enérgicamente:
—Ya debéis un considerable casermagio de pensión completa en esta prisión del Estado. Si sois pobre, tenéis derecho a la ayuda de la Hermandad, que os pagará vuestro casermagio mientras estéis encarcelado. Soy un abogado con licencia, y os representaré
lo mejor que sepa. También os traeré mensajes de fuera, me llevaré los vuestros y os proporcionaré algunas pequeñas comodidades: por ejemplo, sal para las comidas y aceite para la lámpara. También puedo conseguiros —echó una mirada al viejo Cartafilo con un rápido gesto despreciativo —una celda privada.
—Dudo que sea menos desgraciado en otro sitio, fra Ugo —dije —. Me quedaré en ésta.
—Como deseéis —respondió —. Otra cosa: me he puesto en contacto con la Casa Polo, de la cual, según parece, sois el cabeza oficial, aunque todavía seáis menor. Si así lo preferís podéis permitiros pagar el casermagio de la prisión, y también contratar a un abogado de vuestra propia elección. Sólo tenéis que escribir los necesarios pagheri y autorizar a la Compañía para que los pague.
Yo dije indeciso:
—Eso sería una humillación pública para la Compañía. Y no sé si tengo derecho a malgastar sus fondos…
—En una causa perdida —terminó la frase por mí, mientras asentía con la cabeza —. Lo comprendo muy bien.
Alarmado, empecé a protestar:
—No me refería a…; bueno, yo esperaba…
—La alternativa es aceptar la ayuda de la Hermandad de la Justicia. La Hermandad, para cobrar sus servicios, está autorizada a enviar dos mendigos pidiendo limosna por la calle en beneficio del desgraciado Marco P.
—Amoredéi! -exclamé—. ¡Eso sería infinitamente más humillante!
—No es necesario que os decidáis en este momento. Hablemos ahora de vuestro caso.
¿Cómo pensáis confesar?
—¿Confesar? —dije indignado —. ¡No voy a confesar, sino a protestar! ¡Soy inocente!
El hermano Ugo miró de nuevo hacia el judío con hostilidad, como si sospechara que yo ya había recibido consejo. Mordecai se limitó a poner cara de escéptica diversión. Yo continué:
—Como primer testigo nombraré a dona Ilaria. Cuando se vea obligada a hablar de nuestro…
—No la podréis nombrar -interrumpió el hermano—: Los Signori della Notte no lo permitirán. La dama ha sufrido una desgracia muy recientemente, y el luto aún la tiene postrada.
Yo me burlé:
—¿Pretendéis decirme que llora por su marido?
—Bueno… -dijo reflexionando-si no es por eso, puedes estar seguro de que se siente realmente afectada por no ser ahora la dogaresa de Venecia. El viejo Cartafilo hizo un ruido, que sonó como una risita sofocada; y seguramente también yo proferí algún sonido, pues me preocupaba este aspecto de la situación en el que no había pensado antes. Ilaria debía de estar rabiosa, decepcionada y frustrada. Al desear la muerte de su marido, ni siquiera había soñado en el honor que él estaba a punto de recibir, y también ella. Ahora, pretendería olvidar su propia implicación, y probablemente la consumiría el deseo de vengar su perdido título. No importaba con quién desahogase su cólera. ¿Y quién podía servir de blanco mejor que yo mismo?
—Si vos sois inocente, joven micer Marco —dijo Ugo —, entonces, ¿quién asesinó a ese hombre?
—Creo que fue un sacerdote —dije yo.
El hermano Ugo me miró insistentemente, luego golpeó la puerta de la celda para que el guardián viniera a por él. Cuando la puerta rechinó a la altura de sus rodillas, me dijo:
—Os sugiero que contratéis a otro abogado. Si intentáis acusar a un reverendo padre y vuestro primer testigo es una mujer impulsada por la vendéta, necesitaréis el abogado de más talento de la República. Ciao.
Cuando se hubo marchado le dije a Mordecai:
—Todos dan por seguro que estoy condenado, sea culpable o no. Tiene que haber alguna ley que proteja a los inocentes contra condenas injustas.
—Oh, sí, casi seguro. Pero un viejo refrán dice: las leyes de Venecia son supremamente justas y serán rigurosamente obedecidas… durante una semana. No tengas demasiadas esperanzas.
—Tendría más esperanza si contara con más ayuda —dije —. Y vos podéis ayudarnos a los dos. Enseñadle al hermano Ugo esas cartas que guardáis y que él las presente como pruebas. Al menos, eso arrojará una sombra de sospecha sobre la dama y su amante. Me miró furtivamente con sus rojizos ojos y rascándose pensativamente la barba
fungoide me dijo:
—¿Creéis que sería propio de un cristiano hacer eso?
—¿Por qué no? Claro… Salvar mi vida, recobrar vuestra libertad. No veo que eso sea poco cristiano.
—Entonces siento estar adscrito a una moralidad distinta, pero yo no puedo hacerlo. No lo hice para salvarme a mí mismo de la frusta y no lo haré para salvarnos a los dos. Le miré fijamente sin poder creerle, y pregunté:
—¿Por qué?, ¿por qué no?
—Mi negocio está basado en la confianza. Soy el único prestamista que acepta tales documentos en prenda, y sólo puedo hacerlo si confío en que mis clientes pagarán sus deudas y los intereses acumulados. Los clientes comprometen escritos de este tipo solamente porque confían en que mantendré la inviolabilidad de su contenido. ¿Creéis que de no ser así las mujeres entregarían sus cartas de amor?
—Pero ya os lo he dicho, viejo, nadie confía en un judío. Mirad cómo dona Ilaria os ha correspondido: con la traición. ¿No es eso prueba suficiente de que no os considera digno de confianza?
—Es prueba de algo, sí —dijo irónicamente —, pero si pierdo la confianza, aunque sea una sola vez y por la más horrible de las provocaciones, debo abandonar el negocio que he elegido. No porque los demás me consideren despreciable, sino porque me lo consideraría yo mismo.
—¿De qué negocios habláis, viejo loco? ¡Quizá os quedéis aquí el resto de vuestros días! ¡Vos mismo lo dijisteis! No podéis comportaros como…
—Puedo comportarme según me dicta mi conciencia. Quizá sea un pobre consuelo, pero es el único que tengo; sentarme aquí rascándome las picaduras de pulgas y de chinches, ver cómo enflaquece mi carne, antes próspera y gorda, y sentirme superior a la moralidad cristiana que me ha metido aquí.
—Pero podríais pavonearos de lo mismo fuera de aquí… —gruñí.
—¡Zito! ¡Basta! La enseñanza de los locos es la locura. No vamos a hablar más de eso. Mirad, muchacho, aquí en el suelo hay dos grandes arañas. Hagamos una carrera con ellas y apostemos incalculables fortunas a la ganadora. Elegid vos la araña que queráis… 11
Los días pasaron, tristes y sombríos, y luego volvió a aparecer el hermano Ugo, agachándose para cruzar la pequeña puerta. Yo esperaba, abatido, que dijera algo tan descorazonador como la vez anterior; pero lo que dijo fue asombroso:
—Vuestro padre y vuestro tío han vuelto a Venecia.
—¿Qué? —exclamé pasmado, incapaz de comprender —. ¿Queréis decir que han traído sus cuerpos, para que los entierren en su tierra natal?
—Quiero decir que están aquí. ¡Vivos y coleando!
—¿Vivos? ¿Después de casi diez años de silencio?
—¡Sí! Todos sus conocidos están tan asombrados como vos. En la comunidad de mercaderes no se habla de otra cosa. Se dice que traen una embajada de la Lejana Tartaria para el Papa de Roma. Pero por fortuna (por fortuna para vos, joven micer Marco) han pasado por Venecia antes de seguir hacia Roma.
—¿Por qué por fortuna para mí? —pregunté algo tembloroso.
—¿Acaso podían haber aparecido en un momento más oportuno? Ahora mismo están solicitando en la Quarantia permiso para visitaros, lo cual difícilmente se concede a nadie más que al abogado del prisionero. Podría ser que vuestro padre y vuestro tío consiguieran alguna indulgencia en vuestro caso. Por lo menos, su presencia en vuestro
proceso debería daros apoyo moral. Y cierta resistencia a vuestro espinazo cuando vayáis camino de los pilares.
Después de ese equívoco comentario se marchó de nuevo. Mordecai y yo nos quedamos hablando en animada conversación hasta bien entrada la noche, incluso después del toque de coprifuoco y de que un guardián nos gruñera a través del agujero de la puerta para que apagáramos la tenue luz de nuestra lámpara de trapo. Tuvieron que pasar aún cuatro o cinco días más, para mí llenos de impaciencia; pero después, la puerta rechinó al abrirse y entró un hombre tan corpulento que tuvo que forcejear para atravesar el umbral. Cuando estuvo en el interior de la celda y se puso en pie, parecía que no paraba de levantarse de tan alto como era. Yo no recordaba en lo más mínimo tener por pariente a un hombre tan inmenso. Era tan peludo como grande, con negros y despeinados rizos y una crecida barba de tono negro azulado. Bajó la mirada hacia mí desde su intimidante gran altura y su voz sonó desdeñosa cuando tronó
diciendo:
—¡Vaya! ¡Si no es esto pura merda con un pastel encima!
Yo dije sumisamente:
—Benvegnúo, caro pare!
—Yo no soy tu querido padre, ¡joven sapo! Soy tu tío Mafio.
—Benvegnúo, caro zio. ¿No va a venir mi padre?
—No. Nos dieron permiso para un único visitante. Y era mejor que él estuviera retirado, guardando luto por tu madre.
—Oh, claro.
—Pero en realidad está ocupado cortejando a su próxima esposa. Al oír esto me puse en pie de un salto:
—¿Qué? ¿Cómo puede hacer tal cosa?
—¡Eh! ¿Quién eres tú para censurar nada, tú, escandaloso scgarón? ¡El pobre hombre vuelve del extranjero y se encuentra a su esposa enterrada ya hace tiempo, a su criada desaparecida, a su valioso esclavo perdido, a su amigo el dogo muerto y a su hijo, la esperanza de la familia, en la cárcel, acusado del asesinato más vil de la historia veneciana! —Hablaba tan alto que debió de oírle todo el Vulcano en pleno, luego bramó
—: Dime la verdad, ¿cometiste tú esa fechoría?
—No, mi señor tío —dije amedrentado —. Pero ¿qué tiene que ver todo eso con una nueva esposa?
Mi tío, algo más tranquilo, dijo con un bufido despreciativo:
—Tu padre es un gran aficionado a las esposas. No sé por qué, pero le gusta estar casado.
—Pues eligió una rara manera de demostrárselo a mi madre —dije —. Marchándose y no volviendo más.
—Y lo volverá a hacer; volverá a marcharse —dijo tío Mafio —. Por eso necesita una persona de buen juicio para dejar al frente de los intereses de la familia. Él no tiene tiempo para esperar a otro hijo. Su esposa tendrá que encargarse de esto.
—¿Por qué otro? —dije con vehemencia —. Él ya tiene un hijo. Mi tío no contestó a esto con palabras. Se limitó a mirarme de arriba abajo con ojos mordaces, y luego dejó vagar su mirada por la reducida, penumbrosa y fétida celda. Avergonzado de nuevo le dije:
—Yo no había confiado en que él podría sacarme de aquí.
—No, debes salir tú solo —dijo mi tío, y por un momento el corazón dejó de latirme. Pero él siguió contemplando aquel cubículo y añadió, como si pensara en voz alta —: De todos los desastres que pueden asolar a una ciudad, lo que más ha aterrorizado siempre a Venecia es el riesgo de un gran incendio. Y sería especialmente temible si amenazara el
palacio del Dogo, con los tesoros de la ciudad que allí se guardan; o la basílica de San Marcos, con sus tesoros aún más irremplazables. El palacio está situado a un lado de esta prisión, y la basílica al otro lado. Los carceleros de aquí, del Vulcano, solían tomar precauciones especiales, supongo que aún lo hacen, para controlar hasta el más pequeño destello de luz de lámpara.
—Pues, sí, ellos…
—Cállate. Lo hacen porque si de noche una de esas lámparas prendiera fuego, por ejemplo, en estos camastros de madera, habría muchos gritos de alarma, y mucha gente corriendo para traer cubos de agua. Tendrían que sacar al prisionero de su celda en llamas, para poder extinguir el fuego. Y luego, si entre el humo y la confusión el prisionero podía llegar hasta el pasillo de los Giardini Foschi, en la parte de la prisión que da al canal, allí podría ocurrírsele deslizar el sillar movible situado en el muro y que conduce al exterior. Y si lo lograba, por ejemplo, mañana por la noche, probablemente encontraría un bátelo esperando en aquellas aguas, inmediatamente debajo. Finalmente, Mafio se quedó mirándome de nuevo. Yo estaba demasiado ocupado imaginándome las posibilidades y no pude decir nada, pero el viejo Mordecai tomó la palabra sin que nadie se lo pidiera:
—Eso ya se ha hecho antes. Y en consecuencia, hay ahora una ley según la cual el prisionero que intente provocar un incendio, por trivial que sea el delito, será condenado a la hoguera. Y para esa sentencia no hay apelación.
Tío Mafio dijo sarcásticamente:
—Gracias, Matusalén. —Y añadió dirigiéndose a mí —: Bueno, acabas de oír un motivo más para lograrlo y no quedarte en el intento. —Llamó al guardián dando varias patadas a la puerta —. Hasta mañana por la noche, sobrino.
Estuve despierto casi toda la noche. Y no porque la fuga necesitara una detenida planificación: simplemente estaba despierto, disfrutando con la perspectiva de volver a ser libre. El viejo Cartafilo dejó repentinamente de roncar, se enderezó y me dijo:
—Espero que tu familia sepa lo que está haciendo. Otra ley dice que el pariente más próximo de un prisionero es responsable de su conducta. El padre del hijo (khas vesholem), el marido de la esposa, el señor del esclavo. Si un prisionero consigue escapar provocando un incendio, llevarán a la hoguera, en su lugar, a la persona responsable.