El viajero (5 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

—¡Oh! —exclamé, de nuevo, con algo menos de respeto hacia un objeto tan cotidiano —.

¿Y eso es todo?

—¡Todo! —soltó —. Óyeme, marcolfo —esta expresión no es un afectuoso juego de palabras con mi nombre; se aplica a cualquier muchacho especialmente tonto —. El azafrán tiene una historia más antigua y más noble que la propia Venecia. Mucho antes de que ésta existiera, los griegos y los romanos utilizaban el azafrán para perfumar sus baños. Lo esparcían por los suelos para perfumar habitaciones enteras. Cuando el emperador Nerón hizo su entrada en Roma, las calles de toda la ciudad estaban sembradas de azafrán y llenas de su aroma.

—Bueno —dije —, si siempre ha sido tan fácil de conseguir…

—Puede que entonces fuese común —dijo Isidoro —, en los días en que los esclavos abundaban y no costaban nada. Actualmente el azafrán no es corriente. Es un producto que escasea, y por tanto de mucho valor. Cada tableta que ves ahí encima es equivalente a un lingote de oro de casi el mismo peso.

—¿De veras? —pregunté, seguramente con voz de incredulidad —. Pero, ¿por qué?

—Porque esta tableta se ha hecho con el trabajo de muchas manos y con inmensurables montes de tierra, y con una incalculable multitud de flores.

—¡Flores!

Maistro Doro suspiró y explicó pacientemente:

—Hay una flor purpúrea llamada azafrán. Cuando florece deja ver en su interior tres delicados stigmi de color rojo anaranjado. Las manos del hombre arrancan cuidadosamente esos stigmi. Cuando se recogen varios millones de esos delicados y casi impalpables stigmi se dejan secar para que suelten el azafrán, lo que se denomina azafrán en polvo, o bien los «sudan» y los comprimen para formar una tableta de azafrán como ésta. Su tierra de cultivo no debe destinarse más que a esa cosecha, y el azafrán florece solamente una vez al año. La estación de la floración es breve, deben trabajar muchos recolectores al mismo tiempo, y deben hacerlo diligentemente. No sé

cuántos zontes de tierra ni cuántas manos se necesitan para producir una sola tableta de azafrán en un año, pero entenderás ahora a qué se debe un valor tan desorbitado. Yo ya estaba convencido.

—¿Y dónde compramos nosotros el azafrán? —pregunté.

No lo compramos. Lo cultivamos. —Puso sobre la mesa, junto a la tableta, otro objeto:

hubiera dicho que era una cabeza de ajo vulgar —. Esto es un bulbo de la flor del azafrán. La Compagnia Polo los planta y recolecta el azafrán de sus flores. Yo estaba atónito:

—¡En Venecia no, claro!

—Por supuesto que no. En la teraferma, al sudoeste de aquí. Te he dicho que se necesitan incontables zontes de tierra.

—No lo sabía —dije.

Él se rió.

—Probablemente la mitad de la población de Venecia ni siquiera sabe que la leche y los huevos de sus comidas diarias salen de los animales, y que éstos necesitan vivir en tierra firme. Nosotros, los venecianos, tendemos a prestar poca atención a lo que no sea nuestra laguna, el mar y el océano.

—¿Cuánto tiempo hace que nos dedicamos a esto, Doro? A cultivar azafrán y sus flores. Se encogió de hombros y dijo:

—¿Desde cuándo están los Polo en Venecia? Ésa fue la idea genial de uno de tus antiguos antepasados. Después de la época de los romanos, el azafrán se convirtió en un producto demasiado lujoso y caro de cultivar. Ningún agricultor podía cultivarlo en cantidad suficiente para que compensase el tiempo empleado. Ni siquiera un terrateniente de grandes propiedades podía permitirse pagar a los trabajadores necesarios para esta cosecha. Y el azafrán cayó bastante en el olvido. Hasta que uno de los primeros Polo se acordó de él, y se dio cuenta de que también Venecia tenía un suministro de esclavos casi tan importante como el que tuvo Roma. Por supuesto, hoy tenemos que comprar nuestros esclavos; no nos limitamos a capturarlos. Pero la recolección de los stigmi del azafrán no es un trabajo muy arduo. No precisa de esclavos masculinos, fuertes y caros. Las más débiles mujeres y los niños pueden recogerlos; los enfermos y lisiados también pueden. Y ése fue el tipo de esclavos baratos que tu antepasado compró y el tipo de esclavos que la Compagnia Polo ha seguido adquiriendo desde entonces. Forman una mezcla abigarrada, de todas las naciones y colores: moros, lezguianos, circasianos, rusniacos, armenios, pero sus colores se funden, por decirlo así, y hacen ese azafrán de oro rojizo.

—Los cimientos de nuestra fortuna —repetí.

—Con esto se compra todo lo que vendemos —dijo Isidoro —. Oh, también vendemos el azafrán, a su precio, cuando éste nos interesa; para aderezar las comidas, para tintes, perfumes y medicinas. Pero básicamente es el capital de nuestra compañía, con el que trocamos todos los demás artículos. Todo, desde la sal de Ibiza hasta el cuero cordobés y el trigo de Cerdeña. Del mismo modo que la Casa de Spinola en Génova tiene el monopolio del comercio de pasas, nuestra Casa veneciana de los Polo tiene el del azafrán.

El hijo único de la Casa veneciana de los Polo agradeció al viejo contable su edificante lección sobre el comercio de altos vuelos y el espíritu de iniciativa, y como de costumbre, se fue de paseo a compartir la cómoda indolencia de los niños de las barcas. Como ya he dicho, esos muchachos cambiaban con frecuencia; era raro que el mismo grupo viviera en la barcaza abandonada de una semana a otra. Los niños, igual que el popolázo adulto, soñaban en encontrar en algún lugar un País de Cucaña en el que pudieran gandulear en medio de lujos y no en la miseria. Quizá se enteraban de que existía otro lugar con mejores perspectivas que los muelles de Venecia, y partían hacia allí escondidos de polizontes a bordo de un navío. Algunos volvían al cabo de un tiempo, o bien porque no pudieron llegar a su destino o porque éste los había desilusionado. Otros jamás regresaban, porque (eso nunca lo sabíamos) el navío había naufragado y ellos se habían ahogado, o porque los habían prendido y metido en un

orfanato, o quizá porque encontraron «il paese de Cuccagna» y se quedaron allí. Pero Ubaldo y Doris Tagiabue eran los fijos, y de ellos aprendí casi todo lo que sabía sobre los modales y el lenguaje de las clases bajas. Esta educación no la asimilé a la fuerza, que era el sistema de fra Varisto consistente en empachar a sus alumnos del colegio con las conjunciones latinas. Por el contrario, los dos hermanos me la suministraban en dosis a medida que la necesitaba. Cuando Ubaldo se mofaba de mi perplejidad y timidez, yo comprendía que necesitaba saber algo y Doris me lo enseñaba. Recuerdo que un día Ubaldo dijo que se iba al lado oeste de la ciudad y que haría el camino en el transbordador de los Perros. Nunca había oído hablar de ese medio de transporte, y me fui con él para ver a qué extraño tipo de barco se refería. Pero cruzamos el Gran Canal como de costumbre por el Ponte Rialto, y yo debí de parecer algo decepcionado o perplejo, porque se burló de mí diciéndome:

—Pareces tonto de capirote.

Y Doris me explicó:

—Sólo hay un camino para ir del lado este al oeste de la ciudad, ¿no?, que es cruzando el Gran Canal. A los gatos se los deja ir en barca para que cacen ratas, pero a los perros no. Por eso los perros sólo pueden cruzar el canal por el Ponte Rialto. O sea que es el transbordador de los Perros, no xe vero?

A veces podía traducir su jerga callejera sin ayuda. Llamaban a todos los sacerdotes y monjas le rigioso, que podía significar «los rígidos», pero no me costó mucho darme cuenta de que simplemente daban la vuelta a la palabra religioso. Cuando en pleno verano anunciaban que se trasladarían del casco de la barca a La Locando, de la Stela, yo sabía que no se iban a vivir a ninguna Fonda de la Estrella; querían decir que durante una temporada dormirían al aire libre. Cuando hablaban de una persona del sexo femenino como de una largazza, jugaban con el término ragazza que corresponde a chica, pero groseramente sugerían que su abertura genital era amplia, incluso cavernosa. En general, una gran parte del lenguaje de la gente de las barcas y la mayor parte de sus conversaciones e intereses trataban de tópicos tan indecorosos como éstos. Yo absorbí

mucha información, pero en ocasiones en vez de iluminarme me confundía. Zía Zuliá y fra Varisto me habían enseñado a referirme a esas partes situadas entre mis piernas, si es que alguna vez tenía que referirme a ellas, como le vergogne, las vergüenzas. En los muelles había aprendido muchos otros términos. La palabra paquete para el aparato genital de un hombre era bastante clara; y candelóto era una palabra adecuada para su órgano erecto, que es como decir cirio robusto; y lo mismo fava para designar la terminación bulbosa de ese órgano, porque se parece un poco a una haba; y cápela para el prepucio, que envuelve la fava como una capa pequeña. Pero me resultaba un misterio que utilizaran a veces la palabra lumaghéta al referirse a las partes de la mujer. Yo creía que una mujer ahí abajo sólo tenía una abertura, y la palabra lumaghéta puede significar tanto un caracol pequeño como la diminuta clavija con que un juglar afina las cuerdas de su laúd.

Un día estábamos Ubaldo, Doris y yo jugando en un muelle cuando apareció un verdulero empujando su carro por la explanada; y las mujeres de las barcas se le acercaron para manosear sus productos. Una de ellas acarició un pepino largo y amarillento, sonrió y dijo: «II mescolóto», y todas las demás mujeres se desternillaron de risa lascivamente. «El atizador»: yo podía deducir su significado. Pero luego pasaron por delante dos ágiles jóvenes que paseaban por la explanada, cogidos del brazo, caminando con una especie de elasticidad, y una de las mujeres de las barcas refunfuñó:

«Don Meta y sior Mona.» Otra mujer miró desdeñosamente al más delicado de los dos jóvenes y murmuró:

—Ése lleva el culo de las calzas rajado.

Yo no tenía ni idea de lo que estaban hablando, y la explicación de Doris apenas aclaró

nada:

—Son la clase de hombres que se hacen entre sí lo que un hombre de verdad sólo hace con una mujer.

Bien, ése era el fallo principal de mi comprensión: yo no tenía una noción muy clara de lo que un hombre hacía con una mujer.

Debo decir que yo no era totalmente ignorante en cuestiones de sexo, no más que los otros niños venecianos de clase alta, o incluso que los niños de clase alta de cualquier otra nacionalidad europea. Quizá no lo recordamos conscientemente, pero todos hemos tenido una iniciación temprana al sexo por parte de nuestras madres o niñeras, o de ambas.

Parece que las madres y niñeras saben, desde el comienzo de los tiempos, que el mejor modo de tranquilizar a un bebé inquieto o de que se duerma fácilmente es hacerle la manustuprazión. He visto a muchas madres hacerle eso a un niño pequeño cuyo bimbin era tan diminuto que sólo podían manipularlo con el índice y el pulgar. A pesar de todo, el pequeño órgano subía y crecía, aunque no en la proporción del de un hombre, claro. Cuando la mujer lo acariciaba, el bebé se estremecía, luego sonreía y se retorcía voluptuosamente. No eyaculaba ningún spruzzo, pero no había duda de que experimentaba un orgasmo. Luego, su pequeño bimbin se encogía de nuevo a su mínimo tamaño, el niño se quedaba tranquilo y pronto se dormía. Seguro que mi propia madre solía hacérmelo, y creo que es bueno que las madres lo hagan. Esa temprana manipulación, además de ser un excelente tranquilizante, estimula claramente el desarrollo de esa parte. Las madres, en los países orientales, no se dedican a estas prácticas, y esta carencia se pone tristemente de manifiesto cuando sus niños crecen. He visto a muchos hombres orientales desvestidos, y casi todos tienen los órganos lamentablemente diminutos en comparación al mío.

Nuestras madres y niñeras abandonan estas costumbres cuando sus niños tienen unos dos años, es decir, a la edad en que se los desteta, y en lugar de beber la leche de pecho pasan al vino; sin embargo, todos los niños guardan de ello un tenue recuerdo. Y por eso un niño no se aturde ni se asusta cuando de adolescente ese órgano pide atención de modo espontáneo. Cuando un muchacho se despierta por la noche y nota que se le pone erecto bajo su mano, ya sabe lo que quiere su órgano.

—Una esponja fría —solía decirnos fra Varisto de niños en la escuela —Con eso dejará de empinarse, y no tendréis que avergonzaros por la mancha de media noche. Escuchábamos respetuosamente, pero de camino a casa nos reíamos de él. Quizá los frailes y sacerdotes sufren spruzzi involuntarios por sorpresa, y se sienten avergonzados o en cierto modo culpables por eso. Pero ningún muchacho sano de los que yo conocía lo hizo nunca. Y ninguno prefería una ducha fría al cálido placer de hacerle a su candelóto lo que su madre le había hecho cuando no era más que un bimbin. Sin embargo, Ubaldo se mostró despectivo conmigo cuando supo que esos juegos nocturnos eran toda mi experiencia sexual hasta el momento.

—¿Qué? ¿Todavía estás haciendo la guerra de los curas? —se burló —. ¿Nunca has tenido a una chica?

Volví a no enterarme de nada, y le pregunté:

—¿La guerra de los curas?

—Cinco contra uno —dijo Doris sin sonrojarse. Y añadió —: Debes buscarte una smanza. Una chica que se deje.

Me lo pensé un instante y dije:

—No conozco a ninguna chica para preguntárselo. Excepto a ti, y tú eres demasiado joven.

Doris se picó y dijo enfadada:

—Puede que todavía no tenga pelos en mi alcachofa, pero tengo doce años, y ya estoy en edad matrimonial.

—Pero si yo no quiero casarme con nadie —protesté —. Sólo quiero…

—¡Oh, no! —me interrumpió Ubaldo —. Mi hermana es una buena chica. Quizá sonrías al oír que una chica capaz de hablar como ella pudiera ser una «buena»

chica. Pero hay algo que nuestra clase alta y baja tiene en común: su reverencial respeto hacia la virginidad de una doncella. Tanto para los lustrisimi como para el popolázo eso importa más que todas las otras cualidades femeninas: la belleza, el encanto, la dulzura, el recato y lo que sea. Sus mujeres pueden ser simples, maliciosas, malhabladas, sin gracia y descuidadas, pero deben mantener intacto ese pequeño pliegue del tejido virginal. Al menos, en este aspecto, los salvajes más primitivos y bárbaros del este son superiores a nosotros: valoran a sus hembras por cualidades distintas a la de ese tapón puesto en su agujero.

Para nuestra clase alta, la virginidad no es tanto una cuestión de virtud como un buen negocio, y miran a una hija con la misma calculadora frialdad con que mirarían a una esclava en el mercado. Una hija, como una esclava, como un barril de vino, se venden a mejor precio si están sellados y se puede demostrar que nadie los ha abierto. O sea que truecan a sus hijas por ganancias comerciales o por ventajas sociales. Pero las clases bajas creen neciamente que sus superiores tienen un alto respeto moral hacia la virginidad, y ellos intentan imitarlo. También los asustan más fácilmente las amenazas de la Iglesia, y ésta exige que se preserve la virginidad como una especie de demostración negativa de la virtud, del mismo modo que los buenos cristianos demuestran su virtud absteniéndose de la carne durante la Cuaresma. Pero incluso en aquella época en que todavía era un niño, me preguntaba, no sin razón, cuántas chicas, de cualquier clase, se mantenían realmente «buenas» gracias a las actitudes y los preceptos sociales en vigencia. Cuando fui lo suficientemente mayor para que brotara la primera pelusa de «pelo en mi alcachofa», tuve que escuchar los sermones de fra Varisto y de zía Zuliá sobre los peligros físicos y morales de relacionarme con chicas malas. Escuchaba con verdadera atención sus descripciones de esas viles criaturas, las advertencias que sobre ellas me hacían, y sus vituperios. Quería estar seguro de que reconocería a una mala chica nada más verla, porque esperaba con todo mi corazón encontrarme pronto con alguna. Y me parecía lo más probable, pues la primera impresión que sacaba de esos sermones era que las malas chicas superaban considerablemente en número a las buenas.

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