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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (4 page)

—Crispo! —oí exclamar al viejo. Ésa era su fina manera de proferir una blasfemia sin llegar a pronunciar las palabras «per Cristo!», pero de todos modos conseguía que su voz sonara indignada —. ¿Sabes lo que ha hecho ahora el cachorro? Ha llamado al barquero cagarruta negra y ahora el pobre Michiél se está deshaciendo en lágrimas. Es una crueldad imperdonable hablar así a un esclavo, y recordarle que lo es.

—Pero, Attilio, ¿qué puedo hacer yo? —gemía Zuliá —. No puedo pegar al muchacho y arriesgarme a dañar su preciosa persona.

El criado mayor dijo severamente:

—Mejor pegarle de joven, y aquí, en la intimidad de su casa, a que de mayor sea azotado públicamente en los pilares.

—Si pudiera tenerle siempre vigilado… —sollozaba mi niñera —. Pero no puedo seguirle por toda la ciudad. Y desde que va por ahí con esos barquerillos del popolázo…

—Acabará yendo con los bravi —refunfuñó Attilio —, si vive lo suficiente, claro. Te lo advierto, mujer: estás dejando que el chico se convierta en un auténtico bimbo vizíato. Un bimbo vizíato es un muchacho mimado hasta la médula, que es lo que yo era, y me hubiera encantado ascender de bimbo a bravo. En mi infantilismo pensaba que los bravi eran lo que su nombre indica, pero por supuesto lo eran todo menos bravos. Los furtivos bravi son los modernos vándalos de Venecia. Son jóvenes, a veces de buena familia, que no tienen moral ni empleo útil, ni talento alguno, excepto una cierta

astucia y quizá alguna noción de esgrima, y ninguna ambición excepto ganar de vez en cuando un ducado cometiendo un asesinato furtivo. A veces los alquilaban con estos fines, políticos que pretenden ascender por el camino más corto, o comerciantes que quieren eliminar competencia por el medio más fácil. Pero quienes con más frecuencia utilizan a los bravi son, irónicamente, los amantes, para deshacerse de alguien que obstaculiza su amor, como un marido inoportuno o una esposa celosa. Si ves de día a un joven contoneándose con aires de cavaliere errante, o bien es un bravo, o desea que le tomen por tal. Pero si te lo encuentras de noche, irá enmascarado y encubierto, vistiendo una moderna malla bajo su capa, y estará escondido y al acecho, alejado de toda luz. Y

cuando te apuñale con la espada o con el stiléto lo hará por la espalda. Con esto no me aparto de mi historia, porque yo mismo acabé convirtiéndome en un bravo, o en algo parecido.

Sin embargo, estoy hablando de la época en que yo era todavía un bimbo vizíato, cuando zía Zuliá se quejaba de que frecuentara tanto la compañía de esos niños de las barcas. Como es lógico, teniendo en cuenta el sucio lenguaje y las abominables costumbres que aprendí de ellos, ella tenía buenos motivos para desaprobarlo. Pero sólo un eslavo, no nacido en Venecia, podía encontrar poco natural que yo holgazaneara por los muelles. Yo era veneciano, la sal de los mares corría por mis venas, y esto me empujaba hacia el mar. Yo no resistía el impulso porque era un niño, y relacionándome con los niños de las barcas era como más cerca podía estar del mar. Desde entonces he conocido muchas ciudades marítimas, pero ninguna que esté tan vinculada al mar como Venecia. El mar no es simplemente nuestro medio de vida —como lo es también en Génova y Constantinopla y en el Cherburgo del ficticio Bauduin

—, aquí es inseparable de nuestras vidas. Baña la orilla de todas las islas e islitas que forman Venecia, los canales de la ciudad, y a veces, cuando el viento y la marea vienen del mismo cuadrante, lame los escalones de la basílica de San Marcos y los gondoleros pueden llevar su barca remando por entre las arcadas del pórtico de la gran piazza de Samarco.

Solamente Venecia, de entre todas las ciudades portuarias del mundo, pide a la mar por esposa, y cada año reafirma estos esponsales ante sacerdotes y con toda la pompa. Volví

a presenciar la ceremonia justamente el jueves pasado. Era el día de la Ascensión, y yo era uno de los invitados de honor a bordo de la barca, con incrustaciones en oro, de nuestro dogo Zuáne Soranzo. Su espléndido buzino d'oro, conducido por cuarenta remeros, avanzaba entre una gran flota de navíos cargados de marineros, pescadores, sacerdotes cantores y ciudadanos lustrisimi, que iban en majestuosa procesión a través de la laguna. En el Lido, la más exterior de nuestras islas, el dogo Soranzo hizo la secular proclamación «Ti sposiamo, o mare nostro, in cigno di vero e perpetuo dominio», y tiró al agua un anillo nupcial de oro, mientras nuestra congregación embarcada dirigida por los sacerdotes rezaba pidiendo que la mar, en los doce meses siguientes, se mostrara tan sumisa y generosa como una buena esposa. Si la tradición es cierta, y este mismo ceremonial se ha venido celebrando cada día de la Ascensión desde el año 1000, hay una fortuna considerable de más de trescientos anillos de oro en el fondo del mar ante las playas del Lido.

El mar no sólo envuelve e invade Venecia: está dentro de cada veneciano; pone salobre en el sudor de sus brazos trabajadores, y en las lágrimas de llanto o de risa de sus ojos, e incluso en el habla de su lengua. En ningún otro lugar del mundo he oído que los hombres al encontrarse se saludaran con un alegre grito de «Che bon vento?», Esta frase significa «¿Qué buen viento?» y para un veneciano quiere decir: «¿Qué buen viento te ha arrastrado a través del mar hasta este destino feliz de Venecia?»

Ubaldo Tagiabue, su hermana Doris y los demás habitantes de los muelles usaban un

saludo incluso más breve, pero también en él había salobre. Decían simplemente «Sana capona», que es una forma reducida de «a la salud de nuestra compañía», dando por supuesto que se refieren a la compañía de la gente de las barcas. Cuando después de habernos tratado durante un cierto tiempo comenzaron a saludarme con esa frase, me sentí integrado y orgulloso de estarlo.

Aquellos niños vivían como un enjambre de ratas de puerto en el viejo casco podrido de una barcaza de remolque, embarrancada en una explanada fangosa, en el lado de la ciudad que mira hacia la laguna de los Muertos y hacia la pequeña isla del cementerio de San Michiél, o isla de los Muertos, situada más allá. En realidad, sólo pasaban las horas de sueño dentro de aquel oscuro y húmedo casco, porque el resto del día tenían que dedicarlo sobre todo a hurgar en las basuras buscando trozos de comida y de ropa. Vivían casi exclusivamente de pescado, porque cuando no les era posible robar otro alimento bajaban al mercado del pescado a la hora de cerrar, cuando según la ley veneciana los pescaderos tenían que esparcir por el suelo toda la mercancía no vendida para evitar así la venta posterior de pescado podrido. Siempre había una muchedumbre de pobres armando bronca y peleándose por esos restos que generalmente no eran más sabrosos que morralla.

Yo llevaba a mis nuevos amigos las sobras que podía salvar de la comida de casa, o lo que rateaba en la cocina. De este modo al menos añadía algunas verduras a la dieta de los muchachos cuando conseguía raviolis de col o mermelada de nabo, y huevos y queso cuando les llevaba un maccherone, e incluso buena carne cuando podía coger un pedazo de mortadela o de jamón en gelatina. De vez en cuando les proporcionaba manjares que les parecían de lo más maravilloso. Yo siempre había creído que en Nochebuena, Papa Baba llevaba a todos los niños venecianos la tradicional torta di lasagna de la temporada. Pero cuando una Navidad llevé a Ubaldo y a Doris un pedazo de ese pastel, lanzaron gritos de sorpresa y abrieron maravillados unos ojos enormes ante las pasas, los piñones, las cebollas confitadas y las pieles de naranja azucaradas que encontraban entre la pasta.

También les llevaba la ropa que podía; daba a los niños mis trajes viejos o que se me habían quedado pequeños, y a las niñas cosas que habían sido de mi difunta madre. No todo les sentaba bien, pero a ellos les daba igual. Doris y las otras tres o cuatro niñas paseaban de lo más orgullosas, envueltas en chales y vestidos tan grandes para su talla que tropezaban con las puntas. También cogí para ponérmelos cuando estaba con los niños algunos de mis viejos jubones y calzas gastados que zía Zuliá destinaba ya a la cesta de los trapos de la limpieza. Me quitaba los elegantes vestidos con los que había salido de casa, los dejaba guardados entre los maderos de la barcaza, me vestía con los jirones y parecía exactamente un pilluelo más, hasta que llegaba la hora de cambiarme de nuevo e irme a casa.

Quizá te preguntes por qué no daba dinero a los niños en vez de hacerles regalos pobres. Pero debes recordar que yo era tan huérfano como cualquiera de ellos, que estaba estrechamente vigilado, y que era demasiado joven para disponer del dinero de los cofres de la familia Polo. El dinero de nuestra casa lo distribuía la compañía, es decir, el contable Isidoro Priuli. Si Zuliá, el mayordomo u otro criado necesitaban comprar cualquier tipo de suministros o provisiones para Ca'Polo, uno de los dos iba a los mercados acompañado de un paje de la compañía, quien llevaba el monedero, contaba los ducados, squines y soldi que gastaban y lo anotaba todo. Si yo personalmente necesitaba o quería algo y daba buenas razones para tenerlo, me lo compraban. Si contraía una deuda, me la pagaban. Pero en ningún momento estuve en posesión de más de unos cuantos bagatini de cobre sonando en mi bolsillo. Logré mejorar la existencia de los niños de las barcas, cambiando por lo menos el

ámbito de sus robos. Siempre habían rateado a los pescadores y buhoneros de su propia y miserable vecindad, dicho de otro modo, a mercaderes de poca monta casi tan pobres como ellos, y cuyas mercancías apenas merecían el esfuerzo de robarlas. Llevé a los niños a mi propio confino de clase alta, donde las mercancías expuestas para la venta eran de mejor calidad. Y allí inventamos un modo mejor de robar que el simple sistema consistente en agarrar algo y echar a correr.

La Mercería es la calle de Venecia más ancha, recta y larga, lo que quiere decir que es prácticamente la única calle que puede calificarse de ancha, recta o larga. A cada lado se alinean tiendas con el frontal abierto; en las largas filas de casetas y carretones se comercia de modo aún más activo, vendiendo de todo, desde objetos de mercería hasta relojes de arena, y todo tipo de comestibles, desde productos básicos hasta golosinas. Supongamos que veíamos en el carro de un carnicero una bandeja de chuletas de ternera ante la cual a los niños se les hacía la boca agua. Uno de ellos, Daniele, era nuestro corredor más veloz. Este se abría paso dando codazos hasta llegar al carro, se hacía con un puñado de chuletas y echaba a correr, tirando casi al suelo a una niña pequeña con la que había chocado en el camino. Daniele continuaba corriendo, parecía que estúpidamente, por toda la amplia, recta y despejada Mercería, en donde resultaba visible y fácil de perseguir. Y el ayudante del carnicero y un par de indignados clientes se lanzaban tras él, gritando «alto!», «salva!» y «al ladro!»

Pero la niña a la que había empujado era nuestra Doris, y Daniele, en ese momento de confusión, le había pasado sin ser visto las chuletas de ternera robadas. Doris, sin que nadie se fijara en ella dentro del bullicio, desaparecía rápida y seguramente por uno de los estrechos e intrincados callejones laterales que salen de la zona abierta. Mientras tanto, Daniele corría el peligro de ser atrapado, obstaculizada su huida por las multitudes de la Mercería. Sus perseguidores se le iban acercando, otros transeúntes trataban de asirlo, y todos gritaban pidiendo un «sbiro!» Los sbiri son los simiescos policías de Venecia y, uno de ellos, atendiendo a la llamada, intentaba interceptar al ladrón entre la multitud. Pero yo en estas ocasiones siempre me las ingeniaba para estar cerca. Daniele dejaba de correr y yo le relevaba, con lo cual yo parecía la presa, y corría directamente y aposta hacia los brazos del gorila sbiro.

Después de tirarme enérgicamente de las orejas, me reconocían, como pasaba siempre y como yo esperaba que pasase. El sbiro y los indignados ciudadanos me arrastraban hasta mi casa, no muy alejada de la Mercería. Aporreaban la puerta de la calle y abría el disgustado maggiordomo Attilio, quien oía fuera las acusaciones y condenas de la gente; luego, resignado, aplicaba el dedo pulgar sobre un pagheró, un papel en el que se promete pagar, y de este modo comprometía a la Compagnia Polo a reembolsar su pérdida al carnicero. El sbiro, después de darme un severo sermón y una vigorosa sacudida, me soltaba del cuello, y él y la gente se marchaban. Yo no me interponía cada vez que los niños de la barca robaban algo: por lo general la cosa se arreglaba más hábilmente, pues tanto el que robaba como el que recibía lo robado desaparecían. A pesar de ello me llevaron arrastrando a Ca'Polo más veces de las que puedo recordar. Y esto no contribuía en nada a cambiar la opinión de Attilio, según la cual zía Zuliá había criado a la primera oveja negra de la línea Polo. Podría pensarse que los niños de la barca estaban resentidos por la participación de un

«niño rico» en sus aventuras, y que la «condescendencia» implícita en mis regalos les producía resentimiento. Pero no era así. El popolázo puede admirar, envidiar o incluso injuriar a los lustrisimi, pero su auténtico resentimiento y su odio lo reservan para sus compañeros pobres, quienes son, después de todo, sus principales competidores en este mundo. No son los ricos quienes luchan contra los pobres por la morralla que tiran en el mercado. Así, cuando aparecí yo, aportando lo que podía y sin llevarme nada, la gente

de las barcas toleró mi presencia mucho mejor que si se tratara de otro mendigo hambriento.

3

Para recordarme a mí mismo que yo no era del popolázo, de vez en cuando me dejaba caer por la Compagnia Polo y me deleitaba con sus ricos aromas, con su actividad industrial y su ambiente de prosperidad. En una de esas visitas, me encontré sobre la mesa del contable Isidoro un objeto parecido a un ladrillo, pero de un color rojo más intenso, menos pesado, suave y ligeramente húmedo al tacto y le pregunté qué era.

—¡A fe mía! —exclamó agitando su gris cabeza —. ¿No reconoces los cimientos de la fortuna de tu familia? ¡Está construida sobre estas tabletas de azafrán!

—¡Oh! —exclamé, contemplando respetuosamente la tableta —. Y el azafrán ¿qué es?

—Mefé ¡Lo has estado comiendo y oliendo y vistiendo toda tu vida! El azafrán es lo que da ese sabor especial y ese color amarillo al arroz, a la polenta y a la pasta. Lo que da ese color amarillo único a los tejidos. Lo que da el aroma favorito de las mujeres a sus ungüentos y pomadas. El médego también lo utiliza en sus medicinas, pero ignoro el efecto que produce.

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