Era evidente que aquellos solemnes ancianos intentaban ocultar la consternación que sentían al verme poseedor de mayores conocimientos de astronomía histórica que ellos, por lo que cambié cortésmente de tema.
—Aunque carezco de educación formal en vuestra profesión, señores míos, tengo alguna curiosidad y he observado con frecuencia el cielo, concibiendo a partir de mis observaciones algunas teorías propias.
—¿De veras? —dijo el maestro Carnal, y después de consultar a los demás agregó —: Haced el honor de contárnoslas.
Entonces, con la debida modestia, pero sin rodeos ni equívocos, les conté una de las
conclusiones a las que había llegado: que el Sol y la Luna están más cerca de la Tierra en sus órbitas por la mañana y por la tarde que en las demás horas.
—Es fácil de comprobar, señores —dije —. Basta con que observéis el Sol cuando se levanta y cuando se pone. O mejor aún, observad la salida de la luna llena, que se puede mirar sin que sufran los ojos. Cuando asciende del otro lado de la Tierra es inmensa. Pero a medida que va subiendo disminuye, hasta alcanzar en su cenit una fracción de su tamaño inicial. He observado este fenómeno muchas veces al contemplar la salida de la Luna detrás de la laguna de Venecia. Es evidente que ese cuerpo celestial se aleja de la Tierra a medida que avanza en su órbita. La única explicación alternativa de su disminución es que se encoge a medida que avanza, y esto no puede creerse por absurdo.
—Absurdo, ciertamente —murmuró Yamal-ud-Din.
El y los subastrónomos movieron gravemente la cabeza, al parecer muy impresionados y se oyeron algunos murmullos. Finalmente uno de los sabios decidió seguramente poner a prueba la extensión de mis conocimientos astronómicos, porque me hizo otra pregunta a través de Yamal:
—¿Qué opinión os merecen, Marco Polo, las manchas solares?
—Ah —dije satisfecho de poder contestar con prontitud —. Una desfiguración muy nociva. Desde luego, algo terrible.
—¿Esto creéis? Nosotros estamos divididos en relación al tema pues no sabemos si en el plan universal de las cosas estas manchas tienen un significado bueno o malo.
—Bueno, yo no lo llamaría precisamente malo. Pero feo sí, desde luego. Durante mucho tiempo pensé equivocadamente que todas las mujeres mongolas eran feas, hasta que vi las de palacio.
Los caballeros pusieron cara de perplejidad y me miraron parpadeando, y el maestro Yamal me preguntó algo confuso:
—¿Qué tiene esto que ver con el tema?
Yo respondí:
—Me di cuenta de que sólo las mongolas nómadas, que pasan toda su vida al aire libre, tienen la cara llena de manchas de sol y curtida como el cuero. Las damas de la corte, en cambio, más civilizadas, son…
—No, no, no —dijo Yamal-ud-Din —. Estamos hablando de manchas en el sol.
—¿Qué? ¿Manchas en el sol?
—Eso es. El polvo del desierto que sopla continuamente por estas regiones es una plaga, pero tiene por lo menos una propiedad útil. En ocasiones tapa el sol lo suficiente para poder mirarlo directamente. En distintas e independientes ocasiones y con la suficiente frecuencia para no poder dudar de lo visto, hemos descubierto que el sol aparece desfigurado, presentando manchas negras y motas en su rostro siempre tan luminoso. Yo sonreí y dije:
—Entiendo —y me puse a reír como sin duda esperaban ellos —. Es un buen chiste. Muy ingenioso, maestro Yamal. Pero, con todos los respetos, creo que ni vos ni yo deberíamos reírnos de esos pobres han.
Puso una cara todavía más desconcertada y asombrada que antes y dijo:
—¿De qué estamos hablando ahora?
—Os estáis riendo de su vista. Manchas en el sol, ¡ya! Pobre gente, no es culpa suya que estén hechos así. Toda la vida tienen que mirar a través de esos apretados párpados. No es de extrañar que vean manchas delante de los ojos. De todos modos el chiste es bueno, maestro Yamal —e inclinándome al estilo persa, y riendo todavía, salí de allí. El maestro jardinero y el maestro alfarero de palacio eran caballeros han, y cada uno supervisaba el trabajo de legiones de jóvenes aprendices han. O sea que cuando los
visité pude contemplar de nuevo un espectáculo típicamente han: la inventiva derrochada en asuntos intrascendentes. En Occidente estas ocupaciones se relegan a la servidumbre, que no tiene reparo en ensuciarse las manos, y no a personas inteligentes que podrían emplearse en cosas mejores. Pero el jardinero de palacio y el alfarero de palacio parecían orgullosos de poner su devoción y su inventiva al servicio de los abonos de jardín y del barro de alfarero. Parecían igualmente orgullosos de estar formando una nueva generación de jóvenes que dedicarían su vida de modo semejante a un trabajo vil y desaseado.
El taller del jardinero de palacio era un gran invernadero construido totalmente con panes de cristal de Moscovia. Delante de varias largas mesas sus numerosos aprendices estaban inclinados sobre cajas llenas de pequeños bulbos, como de azafrán, y hacían algo con ellos sirviéndose de diminutos cuchillos.
—Son bulbos del lirio celestial, y se preparan para plantar —explicó el maestro jardinero. (Cuando más tarde los vi florecer, reconocí por sus flores que estos lirios se llaman en Occidente narcisos.) Levantó uno de los secos bulbos y dijo —: Se hacen en el bulbo dos pequeñas incisiones muy precisas para que crezca siguiendo la forma que consideramos más atractiva para esta flor. Del bulbo brotarán dos tallos, separados, uno a cada lado. Pero luego, a medida que cada tallo eche hojas, se irán curvando de nuevo hacia dentro. De este modo las preciosas flores, cuando se abran, se inclinarán unas hacia otras como brazos a punto de abrazarse. Nosotros añadimos a la belleza de la flor la gracia de la línea.
—Un arte notable —murmuré, guardándome la observación de que para mí aquel arte no merecía dar ocupación a tanta gente.
Los talleres del alfarero de palacio, de semejantes dimensiones, estaban situados en los sótanos y se alumbraban con lámparas. Su taller no fabricaba bastos cacharros de mesa, sino obras de arte de la porcelana más fina. Me enseñó las jarras que contenían distintos tipos de arcillas y las vasijas para mezclarlos y las ruedas, hornos, jarras con colores y esmaltes, que según me dijo tenían «una composición absolutamente secreta». Luego me llevó a una mesa donde trabajaban una docena de aprendices. Cada cual tenía un vaso como un capullo de porcelana: eran unos pequeños y elegantes objetos de cuerpo bulboso, alto y estrecho cuello, pero todavía de color de arcilla. Los aprendices los estaban pintando en la fase previa a la cocción.
—¿Por qué tienen todos los chicos los pinceles rotos? —pregunté, pues cada joven manejaba un pincel de pelo fino que formaba un ángulo pronunciado con su largo mango.
—No están rotos —dijo el maestro alfarero —. Los pinceles tienen una inclinación especial. Estos aprendices están pintando dibujos de flores, de pájaros, de bambúes, de lo que sea, guiándose puramente por el sentimiento, el instinto y el arte, y los pintan en el interior de los jarros. Cuando el artículo esté acabado la decoración resultará invisible excepto si se pone al trasluz, y entonces la porcelana blanca, delgada como un papel, dejará entrever de modo delicado, vaporoso y sutil la pintura de colores. Me condujo a otra mesa y dijo:
—Éstos son los aprendices más recientes y jóvenes, que están empezando a aprender el arte.
—¿Qué arte? —pregunté —. Están jugando con cascarones de huevo.
—-Sí. Desgraciadamente los objetos de porcelana de gran valor a veces se rompen. Estos chicos están aprendiendo a repararlos, pero como es lógico no practican con artículos valiosos. Yo cojo huevos duros, rompo los cascarones y entrego a cada chico los fragmentos mezclados de dos huevos para que separen los fragmentos y reconstruyan los dos huevos. Él debe recomponer cada cascarón con estos diminutos
remaches de bronce que veis aquí. Al aprendiz sólo se le confiará un trabajo con objetos reales de porcelana cuando haya sabido reconstruir un huevo entero, con tanto arte que parezca intacto.
En ningún lugar del mundo he visto tantos casos de personas capaces dedicando sus vidas a empresas de tan poca monta, y tanta inteligencia dedicada a fines triviales, y una habilidad y un trabajo tan enormes gastados en insignificantes actividades. Y no me refiero únicamente a los artesanos de la corte. Vi cosas muy parecidas entre los altos ministros de los niveles más elevados de la administración del kanato. El ministro de Historia por ejemplo era un caballero han de aspecto muy erudito, que dominaba muchos idiomas y que parecía haber aprendido de memoria toda la historia occidental, además de la oriental. Pero su trabajo sólo consistía en ocuparse activamente de cosas sin valor. Cuando le pregunté a qué se dedicaba en aquel momento, se levantó
de su gran pupitre de trabajo, abrió una puerta de su habitación y me mostró una estancia mucho mayor que tenía al lado. Estaba llena de pequeños pupitres muy apretados, y los escribanos, inclinados sobre ellos, trabajaban sin parar, casi tapados por los libros, rollos y legajos acumulados en sus mesas.
El ministro de Historia, que hablaba perfectamente el farsi, me dijo:
—El gran kan Kubilai decretó hace cuatro años que su reino iniciara una dinastía Yuan que abarcara los reinados consiguientes de sus sucesores. El título que escogió, Yuan, significa «la mayor» o «principal». Es decir, que ha de eclipsar a la anterior y extinguida dinastía Jin, y a la Xia antes de ella, y a todas las demás dinastías que se remontan al inicio de la civilización en estos países. Con este fin yo estoy compilando y mis ayudantes están escribiendo una brillante historia gracias a la cual las futuras generaciones reconocerán la supremacía de la dinastía Yuan.
—Veo que se escribe mucho, ciertamente —dije mirando las inclinadas cabezas y los convulsivos movimientos de los pinceles —. Pero ¿cuánto puede escribirse? Al fin y al cabo la dinastía Yuan sólo tiene cuatro años de vida.
—Oh, anotar los hechos actuales carece de importancia —dijo en tono concluyente —. Lo difícil es volver a escribir toda la historia pasada.
—¿Qué? ¿Cómo es posible? Historia es historia, ministro. La historia es lo que ha pasado.
—Estáis equivocado, Marco Polo. Historia es lo que se recuerda de los hechos acaecidos.
—No veo diferencia alguna —dije —. Si por ejemplo en tal y tal año tuvo lugar una inundación devastadora del río Amarillo es probable que la inundación se recuerde, así
como también la fecha, tanto si se tomaron notas escritas del hecho como si no.
—Ah, pero no se recordarán todas las circunstancias concomitantes. Supongamos que el emperador reinante acudiera rápidamente en ayuda de las víctimas de la inundación y que las rescatara y les buscara tierras seguras, y les diera nuevos campos y las ayudara a recuperar la prosperidad. Si estas circunstancias benefactoras permanecieran registradas en los archivos como parte de la historia de aquel reino, la dinastía Yuan parecería en comparación un régimen de menor benevolencia. Por ello cambiamos la historia ligeramente, y dejamos constancia de que aquel anterior emperador se mostró insensible ante los sufrimientos de su pueblo.
—¿Y los Yuan parecen buenos en comparación? Pero supongamos que Kubilai y sus sucesores demostraran ser realmente insensibles ante tales calamidades, ¿qué sucedería entonces?
—Entonces tenemos que revisar la historia de nuevo y hacer a los anteriores monarcas más duros de corazón. Creo que ahora os estáis dando cuenta de la importancia de mi trabajo y de la diligencia y creatividad que exige. No es una labor para una persona
indolente, o estúpida. Escribir la historia no es anotar simplemente los acontecimientos diarios, como en un cuaderno de bitácora. La historia es un proceso fluido, y la obra de un historiador no acaba nunca.
Yo le dije:
—Los acontecimientos históricos pueden describirse de distintos modos, ¿pero y los acontecimientos actuales? Por ejemplo en el año del Señor mil doscientos setenta y cinco, Marco Polo llegó a Kanbalik. ¿Qué más puede decirse de esta insignificancia?
—Si realmente es una insignificancia —dijo el ministro sonriendo —, hay que mencionarla en la historia. Pero podría resultar más tarde que esta insignificancia tuviera relieve. Por ello yo tomo nota de ella, y espero un tiempo para saber si conviene inscribirla en los archivos como un motivo de satisfacción o de tristeza.
Volvió a su pupitre, abrió una gran carpeta de cuero y pasó revista a los papeles de su interior. Cogió uno de ellos y leyó lo siguiente:
—En la hora de Xu del sexto día del séptimo mes, en el año del Cerdo, el año tres mil novecientos setenta y tres del calendario han, del año cuarto de Yuan, regresaron de la ciudad occidental de Weinisi a la ciudad del kan los dos forasteros, Poluo Niklo y Poluo Mahfyo, trayendo consigo un tercero y más joven Poluo Mage. Queda por ver si este joven hará algún bien a Kanbalik con su presencia —me miró maliciosamente de reojo y adiviné que ya no leía del papel —o si acabará siendo un estorbo, entrometiéndose con los ocupados funcionarios e interrumpiendo sus deberes actuales.
—Me voy —dije riendo —. Sólo una última pregunta, ministro. Si vos podéis escribir una historia nueva en su totalidad, ¿no podría también otra persona reescribir la vuestra?
—Desde luego —dijo —. Y alguien lo hará. —Parecía sorprendido de que hubiese hecho la pregunta —. Cuando la anterior dinastía Jin era nueva, su primer ministro de Historia volvió a escribir todo lo que se había hecho antes, para que el período Jin pareciera la edad de oro de todos los tiempos. Pero las dinastías nacen y desaparecen; la dinastía Jin duró sólo ciento diecinueve años. Podría ser muy bien que la dinastía Yuan y todo mi trabajo aquí —movió el brazo señalando su habitación y la otra, llena de escribas —, dure menos que mi propia vida.
Me fui, pues, resistiendo la tentación de proponer al ministro que dejara de ejercer su erudición y ciencia, y empleara mejor sus músculos ayudando a amontonar los bloques de kara para la nueva colina que se estaba construyendo en los jardines del palacio. Era menos probable que las futuras generaciones desmantelaran aquella colina en lugar de desmantelar el montón de falsedades que estaba amontonando en los archivos de la capital.
Yo estaba ya llegando a la conclusión de que muchos grandes hombres se dedicaban a asuntos de muy poca importancia, pero no la confié inmediatamente al gran kan durante mi audiencia de aquella semana. Sin embargo él mismo empezó a hablar sobre un tema bastante similar. Al parecer había ordenado recientemente que se hiciera un recuento de los diversos y numerosos santos varones que habitaban por aquel entonces Kitai y el resultado le había disgustado.