Vaj.
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La ciudad llamada Suzhou por la cual pasamos de camino hacia el sur, era encantadora, y casi nos supo mal dejarla. Pero cuando alcanzamos nuestro punto de destino,
Hangzhou, comprobamos que era un lugar todavía más bello y gracioso. Hay un proverbio en verso, conocido incluso por los han de lejanas regiones que no han visitado ninguna de estas dos ciudades:
Shangye Tian tang.
Zhe ye Su, Hang
Que podría traducirse así:
Tenemos el cielo lejos, yo y tú.
Pero en la tierra tenemos Hang y Su.
Como ya he dicho Hangzhou se parecía a Venecia en un aspecto: estaba rodeada por todas partes de agua y atravesada por vías fluviales. Era una ciudad ribereña del río y del mar, pero no era un puerto marítimo. Estaba situada en la orilla septentrional de un río llamado Fuchun, que aquí se ensanchaba, perdía profundidad y se abría en abanico, formando al este de la ciudad muchos canales separados que atravesaban un vasto, extenso y plano delta de arena y guijarros. Este delta vacío se extendía a través de unos doscientos li desde Hangzhou hasta el borde generalmente distante del mar de Kitai. (Pronto explicaré qué significa esta aclaración de «generalmente»). Ninguna nave de altura podía cruzar aquel inmenso bajío arenoso y por ello Hangzhou carecía de instalaciones portuarias, excepto los pocos muelles necesarios para servir a los botes pequeños y no muy numerosos que se dirigían al interior del país desde la ciudad. Todas las avenidas principales de Hangzhou eran canales que corrían desde el río a la ciudad, la atravesaban y la rodeaban. En algunos lugares estos canales se ensanchaban y formaban lagos anchos, serenos y lisos como un espejo, y en aquellas islas había parques públicos, llenos de flores, aves, pabellones y banderas. Las calles menos importantes estaban bien adoquinadas, y eran anchas, pero tortuosas y retorcidas, y saltaban sobre los canales mediante puentes ornamentados de altos arcos, en número superior al que yo pudiera contar. Desde cualquier recodo de cualquier calle o canal se disfrutaba de la vista de una de las numerosas puertas de la ciudad, altas y muy trabajadas, o se veía una tumultuosa plaza de mercado, o el edificio de un palacio o de un templo, de hasta diez o doce pisos de altura con los típicos aleros han retorcidos proyectándose hacia fuera en cada uno de los pisos.
El arquitecto de la corte en Kanbalik me había dicho en una ocasión que las ciudades han carecían de calles rectas porque el pueblo bajo creía estúpidamente que los demonios sólo podían avanzar en línea recta, y los han creían estúpidamente que poniendo recodos en todas sus calles podían prevenirse contra los demonios. Pero esto era absurdo. En realidad las calles de una ciudad han, tanto las adoquinadas como las más fluviales de Hangzhou, estaban trazadas emulando deliberadamente el estilo de la escritura han. La plaza del mercado de la ciudad, o cada una de las plazas en una ciudad como Hangzhou que contaba con tantas, era un cuadrado de lados rectos, pero todas las calles adyacentes tenían dobleces, curvas y sinuosidades, suaves o abruptas, imitando los trazos de pincel de una palabra han escrita. Mi propio yin personal, con mi firma, podría haber sido muy bien el plano de una ciudad han rodeada de murallas. Hangzhou, como corresponde a una capital, era una ciudad muy civilizada y refinada, y manifestaba muchos rasgos de buen gusto. En cada calle había a intervalos vasijas altas donde los vecinos o tenderos ponían flores para satisfacción de los paseantes. En aquella estación todos los jarros estaban rebosantes de crisantemos resplandecientes y deslumbrantes. Aprovecho para decir que esta flor era el símbolo nacional de Manzi,
reproducido en todos los carteles, documentos oficiales y escritos semejantes, y se reverenciaba porque los elementos exuberantes de su flor recuerdan el sol y sus rayos. También a lo largo de las calles había a intervalos postes con cajas y una inscripción que decía, según mi escriba: «Receptáculo para depositar respetuosamente el papel sagrado.» Me explicó que la denominación se refería a cualquier trozo de papel escrito. La basura corriente se barría y se recogía, pero la palabra escrita tenía tan alta consideración que todos estos papeles se llevaban a un templo especial y se quemaban ritualmente.
Pero Hangzhou era también bastante voluptuosa y alegre en otros aspectos, como corresponde a una ciudad comercial próspera. Parecía como si todas las personas de la calle, excepto los recién llegados como nosotros, cubiertos con el polvo del camino, fueran lujosamente vestidos con sedas y terciopelos e hicieran sonar sus joyas al andar. Los admiradores de Hangzhou llamaban a la ciudad un Cielo en la Tierra, pero los habitantes de otras ciudades decían envidiosamente que era «el Crisol del Dinero». También vi paseándose tranquilamente por las calles a plena luz del día a muchas de aquellas chicas de alquiler que los han llaman «flores silvestres». Había muchas tiendas de vino y de cha abiertas a la calle, con nombres como Pura Delicia, Fuente del Refresco y Jardín de Djennet (ésta última frecuentada por los residentes y visitantes musulmanes), y según mi escriba algunas de estas tiendas servían realmente vino y cha, pero el negocio principal de todas eran las flores silvestres. Supongo que los nombres de las calles y puntos de interés de Hangzhou estaban a medio camino entre lo elegante y lo voluptuoso. Muchos eran bellos y poéticos: una isla con parque se llamaba el Pabellón Desde Donde las Garzas Parten al Amanecer. Algunos nombres parecía que recordaran alguna leyenda local: un templo era la Casa Santa Que Nació Aquí a Través del Cielo. Algunos eran tersamente descriptivos: un canal llamado Tinta para Beber no era negro, sino claro y limpio. El canal estaba bordeado de escuelas, y cuando un han habla de beber tinta se refiere a los estudios escolásticos. Algunos nombres eran más ricamente descriptivos: la calle de las Flores Adornadas con Plumas de Aves de Colores era una callejuela llena de tiendas donde se fabricaban sombreros. Y algunos nombres eran simplemente inmanejables: la calle principal que llevaba desde la ciudad al interior del país tenía el título de Avenida Pavimentada que Recorre un Largo Camino Entre Árboles Gigantes y Riachuelos que Caen en Cascadas y Llega al Final a un Antiguo Templo Budista en la Cima de una Colina.
Hangzhou también se parecía a Venecia porque no permitía la entrada de animales grandes en el centro de la ciudad. Los jinetes que llegan a Venecia procedentes de Mestre en la tierra firme deben dejar su caballo atado en un campo situado en el lado noroccidental de la isla y tomar una góndola para recorrer el resto del camino. Nosotros cuando llegamos a Hangzhou dejamos nuestras monturas y nuestros asnos de carga en un caravasar de las afueras y continuamos tranquilamente a pie (el mejor sistema para examinar el lugar) recorriendo las calles y pasando por muchos puentes, mientras nuestros esclavos llevaban el equipaje que necesitábamos. Cuando llegamos al inmenso palacio del wang, incluso tuvimos que dejar fuera nuestras botas y zapatos. El mayordomo que nos recibió en el portal principal nos advirtió que ésta era la costumbre han, y nos proporcionó zapatillas blandas para andar por el interior. El wang de Hangzhou, recientemente nombrado, era otro de los hijos de Kubilai, Agayachi, algo mayor que yo. Un jinete de avanzadilla le había informado de nuestra llegada, y nos recibió muy efusivamente:
—Sain bina, sain urkek.
Y saludó también a Huisheng llamándola respetuosamente «sain nai».
Cuando ella y yo nos hubimos bañado y cambiado nuestra ropa por un atavío más presentable, y nos sentamos con Agayachi para asistir a un banquete de bienvenida, él me sentó a su derecha y a Huisheng a su izquierda, no en una mesa separada para mujeres. Pocas personas se habían fijado mucho en Huisheng cuando era una esclava, porque si bien en aquel tiempo su belleza no era menor, e iba vestida de acuerdo con el alto nivel de todas las esclavas de la corte, ella había cultivado la discreción propia de los esclavos. Ahora, en su calidad de consorte mía, vestía tan ricamente como cualquier mujer noble, pero la gente se fijaba en ella, con aprobación y admiración, porque dejaba brillar su radiante personalidad.
La comida que servían en Manzi era opulenta y deliciosa, pero algo diferente de la que era popular en Kitai. Los han por algún motivo no hacían caso de la leche ni los productos lácteos, que tanto gustaban a sus vecinos mongoles y bho. Es decir, que no teníamos mantequilla ni quesos ni kumis ni arki, pero había novedades suficientes que compensaban esta ausencia. Cuando los criados llenaron mi plato con algo llamado pollo maotai pensé que me emborracharía con su carne, pero el pollo no era espirituoso sino deliciosamente delicado. El mayordomo del comedor me dijo que no cocinaban el ave con aquel fuerte licor, sino que lo mataban con él. Explicó que después de administrar a un pollo una bebida de maotai se desmayaba como una persona, quedaba con todos los músculos relajados, y moría con toda felicidad por lo que luego se cocía muy tiernamente.
Sirvieron un plato ácido y salado de col cortada a trozos y fermentada hasta reblandecerse, que yo alabé, siendo esto motivo de risa de los demás, pues mis compañeros de mesa me informaron de que en realidad era comida de campesinos, inventada hacía muchos años como un alimento barato y de fácil transporte para los trabajadores que construían la Gran Muralla. En cambio no era probable que hubiese estado al alcance de muchos campesinos otro plato con un nombre de raíz auténticamente campesina: arroz del mendigo. Según el mayordomo le dieron este nombre porque en su origen era una simple mezcla de restos e ingredientes sueltos de la cocina. Sin embargo, en aquella mesa palaciega era el risotto más rico y variado que haya existido nunca. El arroz servía sólo de matriz para todo tipo de marisco, trozos de cerdo y de buey, hierbas, brotes de habichuela, retoños de zhugan y otras delicias vegetales, con todo el conjunto teñido de amarillo… con pétalos de gardenia, no con azafrán; nuestra Compagnia no había empezado aún a vender en Manzi. Había crujientes rollos de primavera hechos de batido de huevo relleno de espigas de trébol al vapor, y el pececito dorado zujin, frito entero y comido de golpe, y pasta mián preparada de varias maneras, y cubos dulces de pasta de guisante enfriada. La mesa estaba también repleta de bandejas con los manjares propios de la localidad, y procuré
probarlos todos, comiendo primero y preguntando después su identidad, para que sus nombres no me quitaran las ganas. Había lenguas de pato en miel, dados de carne de serpiente y de mono con salsas suculentas, babosas de mar ahumadas, huevos de paloma cocidos con una especie de pasta plateada, que eran en realidad tendones de aletas de tiburones. Como dulces había grandes y fragantes membrillos, peras doradas del tamaño de un huevo de ruj, los incomparables melones hami, y un pastel plumoso hecho, según dijo el mayordomo, de «burbujas de nieve y flores de albaricoque». Para beber había vino de gaoliang, de color de ámbar, y vino de rosas con el mismo color de los labios de Huisheng, y la variedad de cha más apreciada en Manzi, que se llamaba Cha del Trueno Precioso.
Después de concluir la cena con la sopa, un caldo claro hecho con ciruelas de dátil, y cuando su autor hubo salido de la cocina para que todos le aplaudiéramos, nos fuimos a otra sala para discutir allí mi misión. Formábamos un grupo de más o menos una docena
de personas, el wang y su equipo de ministros menores, todos ellos han, aunque sólo unos cuantos eran gente del país, de la anterior administración Song; la mayoría procedían de Kitai y por lo tanto podían conversar en mongol. Todos ellos, incluyendo a Aga-yachi, llevaban la ropa han que llegaba hasta el suelo, de líneas rectas pero elegantemente bordada, con mangas amplias para introducir en ella las manos y llevar cosas. El primer tema tratado rué mi traje: el wang me dijo que fuera vestido como me apeteciera, y en aquel momento yo llevaba como solía hacer desde hacía mucho tiempo el atuendo persa formado por un sencillo tulband, una blusa con puños ajustados, y una capa para el exterior, pero el wang propuso que en las reuniones oficiales cambiara el tulband por el mismo sombrero han que llevaban él y sus ministros. Era un objeto cilíndrico y poco profundo como una caja de píldoras, con un botón encima, y el botón era la única indicación de rango entre los presentes. Supe que había nueve rangos de ministros, pero todos iban tan bien vestidos y tenían un aspecto tan distinguido que sólo podían distinguirse por la discreta insignia de los botones. El botón del sombrero de Agayachi era un único rubí. Tenía tal tamaño que valía una fortuna, y demostraba que era el rango más elevado posible en aquel lugar, el de wang, pero era una insignia mucho menos visible por ejemplo que el brillante morrión de oro de Kubilai o la scufieta del dogo de Venecia. Yo podía llevar un sombrero con un botón de coral, que indicaba el rango siguiente, el de guan, y Agayachi ya tenía preparado para mí un sombrero de este tipo. Los demás ministros llevaban botones diversos de rango descendente: zafiro, turquesa, cristal, concha blanca, etcétera, pero necesité algún tiempo para poder distinguirlos de un vistazo. Deshice mi tulband y coloqué la caja de píldoras sobre mi cabeza y todos dijeron que me había convertido en la imagen misma de un guan, todos excepto un anciano caballero han que gruñó:
—Deberíais estar más gordo.
Pregunté por qué, y Agayachi contestó riendo:
—Existe la creencia en Manzi de que los niños, los perros y los funcionarios deben ser gordos, se supone de lo contrario que tienen mal genio. Pero no os preocupéis, Marco. Dicen también que un funcionario gordo hace la sisa al tesoro y acepta sobornos. Siempre se critica a los funcionarios, tanto si son gordos como delgados, feos o guapos. Pero el mismo anciano gruñó de nuevo:
—Además, guan Polo, deberíais teñir de negro vuestro pelo. Pregunté de nuevo el motivo, porque el suyo era gris y empolvado. El me contestó:
—Todo Manzi odia y teme a los gui, a los malos demonios, y todo Manzi cree que éstos tienen el pelo rojizo, como vos.
El wang soltó de nuevo una carcajada:
—La culpa de esto la tenemos nosotros, los mongoles. Mi tatarabuelo Chinghiz tenía un orlok llamado Subatai que llevó a cabo muchas depredaciones en esta parte del mundo, y los han odiaron mucho a este general mongol, que tenía el pelo de color rojo claro. Ignoro el posible aspecto de los gui en épocas anteriores, pero desde la época de Subatai, todos se han parecido a él.