Y Huisheng era bella por todas partes. Esto bastaría para describirla adecuadamente, pero debo dar algunos detalles para corregir ideas equivocadas que yo mismo había tenido con anterioridad. He mencionado ya la fina pelusilla que le crecía delante de las orejas y en la nuca, y dije entonces que imaginé la posibilidad de que tuviera abundancia de pelo en otras partes de su cuerpo. Me habría equivocado totalmente si hubiese esperado esto. Huisheng no tenía nada de pelo en las piernas ni en los brazos, ni debajo de los brazos, ni incluso en su alcachofa. Estaba tan limpia en este lugar, tan lisa y sedosa como lo había estado la niña Doris de mi juventud. Esto no me importó en absoluto, porque a un órgano tan accesible se le pueden dedicar atenciones íntimas
imposibles con uno peludo, pero le hice algunas preguntas al respecto. ¿Esta ausencia de pelo era cosa suya, o quizá utilizaba algún mumum para conseguirla? Ella contestó
que ninguna mujer min (ni han, ni yi ni de otras razas semejantes) tenía pelo en el cuerpo, o si lo tenía era un rastro imperceptible.
Todo su cuerpo era igualmente infantil. Sus caderas eran estrechas y sus pequeñas nalgas cabían en mis dos manos. Sus pechos también eran pequeños, pero de forma perfecta y bien separados. Yo desde hace tiempo tenía el convencimiento de que las mujeres con grandes pezones y con un considerable halo oscuro a su alrededor eran mucho más sensibles sexualmente que las mujeres con pezones pequeños y pálidos. Los pezones de Huisheng eran diminutos si se comparaban con los de otras mujeres, pero no lo eran si se comparaban con sus pechos, que eran como tazas de porcelana. No eran ni oscuros ni pálidos, sino brillantes, tan rosados como sus labios. Y no indicaban falta de sensibilidad, porque los pechos de Huisheng, al contrario de los de mujeres más grandes que sólo respondían cuando les hacían cosquillas en la punta, tenían una maravillosa sensibilidad en todo el hemisferio. Bastaba con que yo los acariciara en algún lugar para que sus «estrellitas» asomaran tan frescamente como si fueran pequeñas lenguas. Lo mismo pasaba abajo. Quizá debido a la falta de pelo su bajo vientre y los muslos adyacentes eran sensibles en todas partes. Bastaba acariciarlos en algún punto para que por su rajita modesta de doncella emergiera lentamente la bella y rosada «mariposa entre los pétalos», y lo hacía de modo más apreciable y encantador porque no quedaba oculta por ninguna pilosidad.
Nunca supe, y evité preguntarlo, si Huisheng había sido virgen cuando vino por primera vez a mí. Un motivo de esta ignorancia es que ella era casi perpetuamente virginal, como voy a explicar ahora mismo. Otro motivo es que, según me contó, las mujeres de estas razas no llegan nunca al matrimonio con el himen intacto. Están acostumbradas desde la infancia a bañarse, y no sólo por fuera sino también por dentro, utilizando fluidos delicados fabricados con zumos de flores. Su refinamiento superaba en mucho al de las damas venecianas más civilizadas, finas y de gran alcurnia (por lo menos hasta que yo ordenara a las mujeres de mi propia familia veneciana adoptar esta costumbre). Un resultado de una limpieza tan escrupulosa era que el himen de las niñas se iba dilatando de modo gradual e indoloro, se replegaba y desaparecía. De este modo la chica llegaba al tálamo nupcial sin temor a la primera penetración y sin sufrir ningún dolor cuando ésta tenía lugar. Y a consecuencia de ello estas razas de Kitai y de Manzi no daban importancia como otros pueblos al certificado de desfloración consistente en una sábana manchada.
Al hablar de otros pueblos permítaseme observar que los hombres de los países musulmanes guardan como un tesoro una cierta creencia. Creen que cuando mueren y van al cielo, que llaman Djen-net, retozarán durante toda la eternidad con anderuns enteros de mujeres celestiales llamadas haura, las cuales entre sus muchos talentos tienen la habilidad de renovar continuamente su virginidad. Los hombres budistas piensan lo mismo de las mujeres devatas con quienes disfrutarán en su celeste tierra pura entre cada vida. Ignoro si existen estas hembras sobrenaturales en el más allá, pero puedo testificar que las mujeres min poseían en esta tierra la maravillosa cualidad de que sus partes no se volvían nunca flojas ni fláccidas. O por lo menos Huisheng tenía esta cualidad.
Su abertura no sólo era pequeña e infantil por fuera, como un hoyuelo de lo más tímido y encantador, sino también por dentro emocionantemente prieta y capaz de estrechar. Y
sin embargo también era madura, en el sentido de que era delicadamente musculosa en toda su longitud interior, e impartía no un apretón constante, sino una sensación ondeante y repetitiva que avanzaba de un extremo al otro. Aparte de los demás efectos
deliciosos debidos a su pequeñez, cada vez que entraba en Huisheng era como entrar por primera vez. Ella era haura y devala: perpetuamente virginal. Me di cuenta de algunos de sus únicos caracteres anatómicos en la primera noche que nos acostamos juntos, e incluso antes de copular. Debo decir también en relación a esta primera cópula que no se produjo porque yo tomara a Huisheng sino porque ella se entregó a mí. Yo había mantenido de modo resuelto mi decisión de no pedirle ni apresurar nada, y me había dedicado a cortejarla con toda la galantería y florituras de un trovatore que demuestra su afecto a una dama situada muy por encima de su humilde nivel social. Durante aquel tiempo ignoré a todas las demás mujeres y todo tipo de distracción, y pasé todo el tiempo posible con Huisheng o cerca de ella, y ella se alojó
en mis habitaciones, pero los dos dormimos siempre separados. Ignoro qué atracción o atención ganó finalmente su consentimiento, pero sé cuándo sucedió. Fue el día que pasamos en el pabellón de las flautas de cerámica, cuando me enseñó a percibir la música con el tacto y no sólo con el oído. Y aquella noche, trajo por primera vez a mis habitaciones el incensario y lo alumbró al lado de mi cama, y se metió en ella conmigo y, para decirlo de este modo, me dejó de nuevo palpar la música además de oírla, de verla y de gustarla (y de olerla también a través de aquel dulce aroma del incienso, como trébol caliente después de una lluvia suave).
Hubo también otro olor y otro gusto perceptible cuando hice el amor con Huisheng. Aquella primera noche, antes de comenzar, me preguntó tímidamente si deseaba tener hijos. Sí, realmente hubiese deseado tenerlos de una persona tan preciosa como ella, pero por el hecho de ser ella tan preciosa para mí, no deseé someterla a los horrores del parto y contesté claramente que no. Aquello la dejó algo abatida, pero inmediatamente tomó precauciones contra la eventualidad. Se levantó y cogió un limón muy pequeño, lo peló hasta lo blanco y lo cortó por la mitad. Yo expresé ciertas dudas de que algo tan simple y corriente como un limón pudiese conseguir algo tan difícil como impedir la concepción. Ella sonrió para calmarme y me enseñó cómo proceder. Me entregó el trozo de limón y me pidió que lo aplicara yo mismo. (De hecho a partir de entonces dejó que lo hiciera yo todas las noches que dormimos juntos.) Se recostó y abrió las piernas descubriendo la bolsita arrugada de color de melocotón que tenía allí debajo; yo separé
suavemente su rajita y metí dentro un trozo de limón. Entonces me di cuenta por primera vez de lo muy pequeña y virginalmente prieta que era, pues se iba ajustando a mi mismo dedo mientras yo empujaba cuidadosa y trémulamente el limón por el cálido canal hasta la firme y lisa protuberancia de su matriz, que el limón acabó cubriendo con ansia y amor.
Cuando retiré la mano, Huisheng sonrió de nuevo, quizá al ver mi rostro sonrojado o al verme sin aliento, y quizá confundió mi excitación por una muestra de preocupación, pues se apresuró a asegurarme que la caperuza de limón era un preventivo de accidentes seguro y cierto. Según dijo se podía demostrar que era superior a cualquier otro sistema, como las semillas de helecho de las mujeres mongoles, o la inserción de una pepita puntiaguda de sal de roca practicada por las bho, o el absurdo sistema de las mujeres hindúes que soplan humo de madera en su interior o el sistema de las mujeres de Champa que obligan a sus hombres a atarse sobre el órgano un sombrerito de caparazón de tortuga. Nunca había oído hablar sobre la mayoría de estos métodos, y no puedo hacer comentarios sobre su utilidad. Pero más tarde tuve pruebas de la eficacia del limón a este respecto. Y también descubrí aquella misma noche que era un método mucho más agradable que la mayoría de los otros, porque daba un aroma y un gusto fresco, ácido y brillante a las partes impecablemente limpias y fragantes de Huisheng y a sus emanaciones y esencias…
Y esto es todo. Ya he dicho que no me detendría en los detalles de nuestros placeres de
cama.
2
Cuando partimos para Hangzhou nuestra caravana estaba formada por cuatro caballos y diez o veinte asnos. Uno de los caballos era la briosa yegua blanca de Huisheng; los otros tres, no tan hermosos, eran para mí y para dos escoltas mongoles armados. Los asnos llevaban todo nuestro equipaje, a un escriba han (que escribiría e interpretaría para mí), a una de mis doncellas mongoles (que nos acompañaba para servir a Huisheng) y a dos indeterminados esclavos para las tareas de acampada y otros trabajos duros.
Del cuerno de mi silla pendía otra de las placas de marfil inscritas en oro de Kubilai, pero no abrí las credenciales que me había entregado hasta que estuvimos de camino. Como es lógico estaban escritas en han, para uso de los funcionarios de Manzi a quienes tendría que mostrarla, y por lo tanto ordené a mi escriba que me explicara su contenido. Me dijo, con un tono de cierta admiración, que me habían nombrado agente del tesoro imperial y me habían concedido el rango de guan, o sea, que tendrían que obedecerme todos los magistrados, prefectos y otros funcionarios del gobierno, todos ellos excepto el wang, señor máximo. El escriba añadió a modo de información:
—Amo Polo, quiero decir guan Polo, tendréis derecho a llevar el botón de coral. Lo dijo como si fuera el mayor honor de todos, pero hasta más tarde no comprendí su significado.
Fue un trayecto fácil, tranquilo, agradable y generalmente llano hacia el sur partiendo de Kanbalik y atravesando la provincia de Zhili, la Gran Llanura de Kitai, una vasta tierra de labranza que se extiende de horizonte a horizonte, pero que está absurdamente dividida y vallada formando minúsculas fincas familiares de sólo un mou o dos de extensión. No había dos familias vecinas de campesinos que se hubiesen puesto de acuerdo sobre la cosecha ideal para aquella tierra y estación, y por lo tanto una parcela era de trigo, la siguiente de mijo, la otra de trébol o de hortalizas o de otra cosa. O sea que aquella nación entera de verdura era en realidad un tablero moteado con todos los matices, colores y tonos del verde. Después del Zhili vino la provincia de Shandong, y las tierras de labor dejaron paso a arboledas de moreras, cuyas hojas alimentan a los gusanos de seda. Procede de Shandong la tela de seda pesada, áspera y muy buscada llamada también shandong.
Observé una cosa en todos los caminos principales de aquella región meridional de Kitai: estaban provistos a intervalos de carteles informativos. Yo no podía leer la escritura han, pero mi escriba me lo traducía. Una columna erigida al lado del camino tenía por ejemplo dos tablas, una señalando en cada dirección, y diciendo la primera:
«Hacia el norte, a Gairi, diecinueve li», y la otra: «Hacia el sur a Zhenning, veintiocho li.» De este modo el viajero sabía siempre dónde estaba, y adonde iba, y de dónde venía (por si lo había olvidado). Los carteles eran especialmente útiles en las encrucijadas donde podía leerse todo un montón de tablas con las listas de todas las ciudades y pueblos existentes en cualquier dirección a partir de allí. Tomé nota de este invento han tan útil, pensando que podría recomendar su adopción en el resto del kanato, o incluso en toda Europa, donde estas cosas eran desconocidas.
Durante la mayor parte de nuestro camino hacia el sur a través de Kitai, cabalgábamos siempre al lado mismo del Gran Canal o teniéndolo a la vista. Este canal tenía un tráfico intenso y si nos alejábamos algo podíamos ver un extraño espectáculo: barcas y navíos que al parecer surcaban campos de cereales y navegaban entre los árboles frutales. La inspiración o la necesidad de construir aquel canal provino de los cambios continuos
que experimentaba el curso del Huang o río Amarillo. A lo largo de la historia escrita, el tramo oriental del río había saltado de un extremo a otro del país como la punta de un látigo, aunque desde luego no tan rápidamente. En uno u otro siglo había desembocado en el mar de Kitai muy al norte de la península de Shandong, a sólo un par de centenares de li del sur de Kanbalik. Unos siglos después, su inmenso y serpenteante lecho se había desplazado por el mapa como una culebra llevando sus aguas al mar, muy al sur de la península de Shandong, a más de mil li de distancia de su anterior desembocadura. Para entender el hecho imaginemos un río que corriera por Francia y que en una época vaciara sus aguas en la Bahía de Vizcaya, en el puerto inglés de Burdeos, y que más tarde se retorciera por toda la amplitud de Europa y acabara desembocando en el Mediterráneo, en la República de Marsella. Y en otros momentos de la historia, el río Amarillo se había abierto camino hacia el mar de Kítai en varios puntos intermedios entre estos dos extremos del norte y del sur. La inconstancia del río había dejado aislados por las tierras que solía atravesar muchos ríos de menor importancia, lagos y lagunas. Algunas de las anteriores dinastías reinantes aprovecharon astutamente este hecho y excavaron un canal para conectar entre sí y aprovechar las aguas existentes, creando una vía navegable que corre aproximadamente de norte a sur por tierra firme, lejos del mar. Creo que hasta hace poco no era más que un canal inconexo y fragmentario, que unía solamente dos o tres poblaciones en cada tramo. Pero Kubilai, o más bien su jefe de excavación del Gran Canal, había reclutado ejércitos de trabajadores, había abierto más cauces y dragado o mejorado los existentes. El canal era, pues, ancho, profundo y permanente, sus orillas estaban bien niveladas y pavimentadas con losas, y disponía de compuertas y aparatos de arrastre para poder cruzar terrenos altos. El canal permitía a embarcaciones de todo tamaño, desde botes sanban hasta navíos chuan de alta mar, recorrer a vela, o remando o remolcados todo el trayecto desde Kanbalik hasta la frontera meridional de Kitai, donde el delta del otro gran río, el Yangzi, desemboca en abanico en el mar de Kitai. El reino de Kubilai se ha extendido ahora al sur del Yangzi, y en consecuencia están prolongando el Gran Canal hasta la capital Manzi, Hangzhou, El Gran Canal era un logro de los tiempos modernos casi tan extraordinario, espectacular y sorprendente como la antigua Gran Muralla, y mucho más útil a la humanidad.