El viajero (130 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

Cuando nuestra pequeña expedición pasó en barca el Yangzi, el río Tremendo, pareció

que estuviéramos cruzando un mar de color marrón, tan ancho que apenas podíamos distinguir la línea de un marrón más oscuro que marcaba al otro lado la orilla de Manzi. Me costó recordar que aquél era el mismo río que una pedrada mía había podido atravesarlo, muy al oeste, río arriba, en Yunnan y To-Bhot, donde recibe el nombre de Jinsha.

Hasta entonces habíamos atravesado un país habitado principalmente por han, pero que durante muchos años había estado sometido al dominio mongol. Pero ahora entrábamos en lo que hasta hacía muy poco había sido el Imperio Song, y nos encontrábamos entre gente han cuyos estilos de vida no habían quedado en absoluto influidos o desplazados por la sociedad mongol, más robusta y vigorosa. Desde luego había patrullas mongoles que recorrían el país para mantener el orden y cada centro de población tenía un nuevo jefe, que en general era han, pero que había sido importado desde Kitai e instalado por los mongoles. Pero éstos no habían tenido tiempo de introducir ningún cambio en las formas anteriores del país. Además el Imperio Song se había rendido y convertido en Manzi sin lucha alguna, de modo que el país no había combatido y no estaba asolado ni saqueado. Era una tierra pacífica, próspera y agradable de contemplar. Por lo tanto después de desembarcar en la orilla de Manzi empecé a interesarme todavía más por todo lo que nos rodeaba, y quise ver cómo eran los han en su estado natural, por decirlo

así.

El aspecto más notable de todos era su increíble ingenio. En el pasado yo había tendido a denigrar esta cualidad suya, tan loada, porque a menudo había visto que sus inventos y descubrimientos eran muy poco prácticos, como por ejemplo su círculo dividido en trescientos sesenta y cinco segmentos y un cuarto. Pero me impresionó más la inteligencia de los han en Manzi, y la mejor demostración de ella me la dio un próspero terrateniente que me guió por sus propiedades, en las afueras de la ciudad de Suzhou. Me acompañaba el escriba, quien traducía para mí.

—Una gran finca —dijo nuestro anfitrión, moviendo en círculo los brazos. Quizá lo era en un país donde el campesino poseía en promedio un miserable mou o dos de tierra. Pero se habría considerado ridículamente pequeña en cualquier otro lugar, por ejemplo en el Véneto donde las propiedades se miden en extensiones de zonte. Lo único que podía ver allí era una parcela apenas suficiente para contener la propia chabola del propietario, de una habitación, que era su «casa de campo», pues ya tenía una mansión de categoría en Suzhou, y un atiborrado huerto al lado de la chabola, un emparrado lleno de uva, unas desvencijadas pocilgas, un estanque de tamaño no superior al menor de los estanques de un jardín de palacio en Kanbalik, y una pequeña arboleda, que estaba formada, según deduje al ver sus ramas retorcidas como puños, por simples moreras.

—Kankan! ¡Mirad! ¡Mi huerto, mis pocilgas, mi viña y mi piscifactoría! —dijo orgullosamente como si describiera una entera prefectura, fértil y próspera —. Produzco seda, cerdos, el pescado zujin y vino de uva, cuatro elementos básicos para una vida feliz.

Convení en que lo eran, pero comenté que no veía allí mucho espacio para producir una cantidad provechosa de estos elementos, y que además me extrañaba mucho ver aquel cuarteto de cosechas juntas.

—Las cuatro se apoyan y se incrementan mutuamente —dijo algo sorprendido —. Así no se precisa mucho terreno para producir una cosecha abundante. Habéis visto mi casa de la ciudad, guan Polo, y por lo tanto sabéis que soy rico. Mi riqueza proviene ínte-gramente de esta finca. No pude contradecirle, por lo tanto le pregunté cortésmente que me explicara sus métodos agrícolas, pues debían de ser magistrales. Empezó contándome que en el diminuto huerto cultivaba rábanos.

Esto me sonó tan vulgar que murmuré:

—No me habíais hablado de este elemento básico de una vida feliz.

—No, no, no son para la mesa, guan, ni para el mercado. Los rábanos son únicamente para la uva. Si se guardan las uvas en un pote de raíces de rábano, se conservan frescas, dulces y deliciosas durante meses si es preciso.

Continuó. La parte superior de los rábanos, las hojas verdes, las daba de comida a los cerdos. Las pocilgas estaban situadas más arriba del huerto de moreras y los excrementos de los cerdos bajaban colina abajo por unos surcos revestidos de tejas fertilizando los árboles. Las hojas estivales y verdes de los árboles alimentaban a los gusanos de seda, y en otoño cuando las hojas se volvían marrones, servían también de comida para los cerdos. Mientras tanto los excrementos de los gusanos de seda eran la comida favorita de los peces zujin, y los excrementos de éstos enriquecían el fondo del estanque, cuyos sedimentos se dragaban de vez en cuando para alimentar la viña. De este modo, kankan! ecco! Mirad!, en aquel universo en miniatura cada ser vivo era interdependiente, y prosperaba gracias a ello y le hacía rico a él.

—¡Ingenioso! —exclamé, sinceramente convencido.

Los han de Manzi eran inteligentes también en otros extremos menos espectaculares, y

no sólo lo eran las clases superiores, sino las gentes más humildes. Cuando un campesino han calculaba la hora del día echando un vistazo a la altura del sol, desde luego no hacía nada que no pudiera hacer cualquier campesino del Véneto. Sin embargo, en casa, la esposa del campesino podía saber dentro de su cabaña exactamente la hora de empezar a preparar la cena de su marido: le bastaba echar un vistazo a los ojos del gato de la familia y apreciar el grado de dilatación de sus pupilas causado por la luz menguante. También la gente del pueblo era diligente, frugal e increíblemente paciente. Ningún campesino compraba una horca, por ejemplo. Buscaba una rama de árbol que terminara en tres ramitas flexibles, las ataba en paralelo y esperaba años hasta que se convertían en ramas sólidas; cortaba luego la rama principal y conseguía así una herramienta que le serviría a él y probablemente a sus nietos. Me impresionó mucho la ambición y perseverancia de un muchacho campesino que conocí. La mayoría de campesinos han eran analfabetos y no les importaba continuar así, pero aquel chico había aprendido a leer, no sé cómo, estaba decidido a superar su pobreza y había pedido prestados libros para estudiar. No podía descuidar el trabajo del campo, porque él era el único sostén de sus ancianos padres, y cuando conducía su buey para labrar el campo ataba un libro a los cuernos del animal y leía. Y de noche, leía alumbrándose con la luz de los gusanos de luz que recogía de los surcos del campo durante el día, pues la familia no podía permitirse siquiera comprar grasa para la lámpara de aceite.

No voy a decir que todos los han de Manzi eran la encarnación de virtudes, talentos y atributos no menos valiosos. Conocí algunos ejemplos detonantes de fatuidad e incluso de locura. Una noche llegamos a un poblado en el que tenía lugar algún tipo de fiesta religiosa. Había música, cantos, bailes y hogueras encendidas por todas partes, y con frecuencia quebraban la noche los truenos y explosiones de los árboles de fuego y de las flores chispeantes. El centro de toda la celebración era una mesa montada en la plaza del pueblo. En ella se amontonaban las ofrendas a los dioses: muestras de los mejores productos locales del campo, frascos de putao y de maotai, cuerpos de cochinillos y de corderos sacrificados, finas viandas cocinadas, jarros de flores bellamente dispuestos. Había un hueco en el centro de esta abundancia: habían practicado un agujero en medio de la mesa, y de vez en cuando un habitante del pueblo se arrastraba debajo de ella, metía la cabeza por el agujero, se quedaba un rato en esta postura y luego salía para dejar paso a otro. Cuando pregunté extrañado qué sentido tenía todo aquello, mi escriba hizo averiguaciones y me informó:

—Los dioses miran hacia abajo y ven los sacrificios amontonados para ellos. Entre las ofrendas ven las cabezas. Cada aldeano se va con la confianza de que los dioses le han visto ya muerto y borrarán su nombre de la lista de mortales locales que han de sufrir desgracias, penas y la muerte.

Podía haberme echado a reír. Pero se me ocurrió que si aquella gente se comportaba ingenuamente, por lo menos lo hacía de forma ingeniosa. Después de pasar algún tiempo en Manzi y de admirar innumerables ejemplos de la inteligencia han, y de deplorar un número igual de ejemplos de estupidez, llegué a una conclusión. Los han poseían una inteligencia, una laboriosidad y una imaginación prodigiosas. Este extremo constituía su fallo principal: que a menudo echaban a perder sus dones en el cumplimiento fanático de sus creencias religiosas, creencias claramente estúpidas. Si los han no se hubiesen preocupado tanto por sus nociones de lo divino, y se hubieran dedicado a buscar «la sabiduría en lugar del conocimiento» (como me dijo en cierta ocasión uno de ellos), creo que esas personas, como pueblo, podrían haber llevado a cabo grandes cosas. Si no se hubiesen quedado perpetuamente postrados en adoración, posición que invitaba a que pasara sobre sus cuerpos una serie continua de dinastías

opresoras, podrían haberse convertido ya en los dominadores de todo el mundo. El chico de quien he hablado, cuya iniciativa y tenacidad me pareció tan admirable, perdió algo de mi consideración cuando hablamos más y me dijo a través de mi escriba:

—Mi pasión por la lectura y mi deseo de aprender podría apenar a mis ancianos padres. Podrían calificar mi ambición de arrogancia excesiva, pero…

—¿Por qué iban a pensar esto?

—Nosotros seguimos los preceptos de Kong Fuzi, y una de sus enseñanzas es que una persona de baja cuna no debería aspirar a superar la posición prescrita para él en esta vida. Pero iba a decir que mis padres no se oponen, porque mis lecturas me dan oportunidad también de manifestar mi piedad filial, y otro de los preceptos es que debemos honrar a los padres por encima de todo. O sea que cada noche soy el primero de los tres en retirarme porque quiero estar con mis libros y con mis luciérnagas. Entonces me tiendo en mi jergón y me obligo a permanecer totalmente inmóvil mientras leo, para que todos los mosquitos de la casa puedan chupar tranquilamente mi sangre. Yo parpadeé y dije:

—No lo entiendo.

—Cuando mis ancianos padres estiran sus viejos cuerpos sobre sus jergones, los mosquitos están saciados y hartos y no les molestan. Sí, mis padres lo cuentan a menudo con orgullo a nuestros vecinos, y todos me consideran un ejemplo para sus hijos. Yo le dije con incredulidad:

—Es algo maravilloso: ¿estos viejos tontos están orgullosos de que te dejes comer vivo, y no lo están de que te esfuerces por mejorar?

—Bueno, hacer lo primero es obedecer a los preceptos, mientras que lo otro…

—Vaj! —exclamé, le di la espalda y me aparté de él.

Un padre tan apático que era incapaz de aplastar sus propios mosquitos no merecía en mi opinión que le dedicaran muchos honores, ni que le prestaran atención, ni creo que valiera la pena conservarlo. Como cristiano creo que debemos demostrar devoción a nuestro padre y a nuestra madre, pero no pienso que el mandamiento obligue a demostrar una filialidad abyecta que excluya todo lo demás. En caso afirmativo, ningún hijo dispondría nunca de tiempo ni de oportunidad para producir un hijo que le honrara a él.

Este Kong Fuzi, o Kong el Maestro, de quien había hablado aquel muchacho, era un antiguo filósofo han, el originador de una de las tres religiones principales de este pueblo. Las tres fes estaban fragmentadas en numerosas sectas contradictorias y antagonistas, y las tres en la práctica popular estaban muy entremezcladas y entreveradas con rastros de muchos cultos menores, la adoración de dioses y diosas, de demonios, de espíritus de la naturaleza, y antiguas supersticiones, pero en general las religiones eran tres: el budismo, el Tao y los preceptos de Kong Fuzi. Ya he hablado del budismo, que promete a las personas la salvación de los rigores de este mundo mediante una serie de renacimientos continuos y ascendentes hasta la nada del Nirvana. También he mencionado el Tao, el Camino por el cual una persona podría armonizar su vida y vivir felizmente con todas las cosas buenas que el mundo le ofrece. Los preceptos no se ocupan tanto del mundo de aquí ni del de más allá como de todo-lo-que-fue. Para decirlo de forma simple, un practicante del budismo mira hacia el vacío hueco del futuro; un seguidor del Tao se esfuerza por disfrutar del presente lleno de vida y de acontecer; pero un devoto de los preceptos se ocupa principalmente del pasado, de los viejos, de los muertos.

Kong Fuzi predicó el respeto por la tradición, y sus preceptos llegaron a convertirse en esta misma tradición. Ordenó que los hermanos pequeños reverenciaran a los hermanos mayores, que una esposa reverenciara a su marido, y que todos reverenciaran a los

padres, y ellos a los ancianos o jefes de la comunidad, etc. El resultado fue que el mayor honor recaía, no en el mejor, sino en el más viejo. Un nombre que se había enfrentado heroicamente con fuerzas terribles, para conseguir alguna gran victoria o para alcanzar alguna eminencia notable, se consideraba menos digno que alguna especie de vegetal humano que no había hecho más que quedarse sentado sin hacer nada y que había existido y sobrevivido hasta alcanzar una edad venerable. Todo el respeto que deberían merecer los hombres excelentes recaía sobre la ancianidad vegetal. Para mí esto no era razonable. Yo había conocido a demasiados viejos imbéciles, no sólo en Manzi, y sabía que la edad no confiere de modo inevitable sabiduría, dignidad, autoridad o valor. Los años por sí solos no dan este resultado; los años han de haber contenido experiencia, educación, resultados y un trabajo constante; y los años de la mayoría de las personas no han sido así.

Peor todavía. Si un abuelo viviente se merecía la veneración, en tal caso, su padre y su abuelo, aunque hubieran muerto y desaparecido, eran aún más viejos, no xe vero?, y tenían que venerarse todavía más. O por lo menos así interpretaban los preceptos sus devotos, y estos preceptos habían impregnado la conciencia de todos los han, incluyendo a quienes profesaban la fe del budismo o del Tao o del Tengri de los mongoles o la versión nestoriana del cristianismo o alguna de las religiones menores. Había una actitud general de: «¿Quién sabe? Quizá no sirve de nada, pero tampoco perjudica, quemar un poco de incienso para la deidad del vecino, por absurda que me parezca.» Incluso las personas que más se aproximan a la racionalidad, los han convertidos a la cristiandad nestoriana, que no harían nunca koutou al ídolo absurdamente gordo del prójimo ni a los huesos divinizados de un chamán ni a los palitos que un taoísta utiliza para dar consejos, ni a nada, incluso ellos consideran que no es perjudicial y que quizá es beneficioso hacer koutou a sus propios antepasados. Una persona puede ser pobre en bienes materiales, pero incluso el desgraciado más miserable tiene naciones enteras de antepasados. Hacer las debidas reverencias a todos ellos mantiene perpetuamente agachadas a todas las personas vivientes del pueblo han, si no desde el punto de vista físico, ciertamente en su concepto de la vida. La palabra mianzi significa en han literalmente «cara», la cara que tenemos en la parte delantera de la cabeza. Pero los han raramente dejan que sus rostros expresen a través de su superficie sus propios sentimientos, y la palabra acabó refiriéndose a los sentimientos presentes detrás de estas caras. Insultar a una persona, humillarla o ganarla en una competición era hacerle «perder la cara». Y la vulnerabilidad de esta cara de los sentimientos persistió más allá de la tumba y se perpetuó en la eternidad. Si un hijo no se atrevía a comportarse de modo que avergonzara o entristeciera las caras de los sentimientos de sus antecesores vivientes, mucho más reprensible era herir las desencarnadas caras de los sentimientos de los difuntos. De este modo los han ordenaron sus vidas como si todas las generaciones de sus antepasados los estuvieran observando, escrutando y juzgando. Podría haber sido una superstición útil si hubiese estimulado a todos los hombres a llevar a cabo hazañas que merecieran el aplauso de sus antepasados. Pero no fue así. Sólo consiguió que trataran de evitar ansiosamente la desaprobación de sus ancestros. Una vida dedicada por entero a evitar el error rara vez logra algo excepcionalmente bueno, o no logra nada.

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