—Quizá acabas de proporcionarme ayuda y salvación. Cuéntame: ¿aprendiste de niña este juego?
Sí, de niña. Hacía ya algunos años, después de que una banda de merodeadores mongoles incendiara su pueblo, matara a todos los adultos, y se llevara esclavos a ella y a los demás niños. La eligieron para criarla como lon-gya de concubinas, y un chamán efectuó los cortes que la dejaron callada a ella y dejaron en silencio todo su mundo. La anciana que había cuidado de ella en su convalecencia le había enseñado cariñosamente aquel juego, porque podía jugarse sin pronunciar ni oír ninguna palabra. Huisheng calculaba que en aquel momento tenía unos seis años de edad. Yo la abracé con más fuerza.
5
Al cabo de tres años, todos me consideraban el hombre más rico de Manzi. En realidad no lo era, porque enviaba escrupulosa y puntillosamente todos mis beneficios al tesoro imperial de Kanbalik, mediante mensajeros mongoles de confianza acompañados por guardias bien armados. A lo largo de los años transportaron una fortuna en papel moneda y en monedas de metal, y me imagino que continúan haciéndolo. Huisheng y yo habíamos decidido conjuntamente el nombre del juego: Hua Dou Yinhang, que significa más o menos «Romped la Banca de las Habichuelas», y fue un éxito desde el principio. El magistrado Feng, incrédulo de entrada, pronto quedó
encantado con la idea y convocó una sesión especial de su Cheng únicamente para poner el sello de la legalidad sobre mi empresa y para proporcionarme patentes y títulos, que llevan siempre el crisantemo de Manzi estampado en relieve, de modo que nadie pudiese copiar la idea y competir con mi juego. El wang Agayachi al principio expresó
sus dudas sobre la decencia de mi iniciativa:
—¿Ha visto alguien que un gobierno patrocine un juego de azar?
Pero pronto empezó a alabar el juego y a mí, y a declarar que yo había convertido Manzi en el territorio más lucrativo de todos los conquistados por el kanato. Yo respondía a cada espaldarazo con modestia y sinceridad:
—No fue obra mía sino de mi inteligente e ingeniosa señora. Yo sólo cosecho. Huisheng es la jardinera de la varita de oro.
Ella y yo iniciamos la empresa con una inversión tan trivial y escasa que hubiese avergonzado a un pescadero montando una pobre parada en el mercado. Nuestro equipo estaba formado únicamente por una mesa y un paño. Huisheng buscó un paño de color bermellón brillante, el color han de la buena suerte, y bordó sobre él en negro el cuadrado cuarteado, y en oro los cuatro números en el interior de las casillas, y enviamos a todos nuestros sirvientes a recorrer las calles, los canales y la orilla del río gritando:
—¡Venid, venid todos, almas venturosas! ¡Apostad un qian y ganad un liang! ¡Venid y Romped la Banca de las Habichuelas! ¡Convertid vuestros sueños en realidad, y vuestros antepasados levantarán asombrados las manos! ¡La fortuna veloz os espera en el establecimiento de Polo y de Eco! ¡Venid todos y cada uno!
Y vinieron. Quizá algunos sólo lo hicieron para poder echarme un vistazo a mí, el ferenghi de pelo de demonio. Quizá otros llegaron impulsados por una avaricia real, por la esperanza de ganar fácilmente una fortuna, pero la mayoría parecía simplemente que venían llenos de curiosidad deseando ver lo que ofrecíamos, y algunos no hicieron más que desviarse de su camino hacia otros lugares. Pero vinieron. Algunos bromearon y se burlaron exclamando:
—¡Es un juego de niños!
Pero todos jugaron por lo menos una partida. Algunos echaban su qian o sus dos qian sobre el paño rojo enfrente de Huisheng como si sólo satisfacieran el capricho de una niña guapa, pero todos esperaban para ver si ganaban o perdían. Y aunque entonces muchos se limitaron a reír con buen humor y a salir del jardín, otros se sintieron intrigados y jugaron de nuevo. Y de nuevo. Y como sólo podían jugar cuatro personas a la vez, hubo leves conatos de pelea y de empujones, y los que no pudieron jugar se quedaron para mirar fascinados el juego. Y al final del día, cuando declaramos cerrado el juego, nuestros sirvientes tuvieron que acompañar fuera del jardín a una considerable multitud de personas. Algunos jugadores se fueron con más dinero del que habían traído consigo y se fueron contentos por haber descubierto «una caja fuerte sin guardián», e hicieron votos para volver y saquearla de nuevo. Y algunos se fueron con la bolsa algo más ligera que antes de entrar, y se fueron censurándose a sí mismos por haber perdido en un «deporte tan poco serio» e hicieron votos para volver y vengarse de la mesa de la Banca de las Habichuelas.
O sea que aquella noche Huisheng bordó otro paño, y nuestros sirvientes casi se herniaron trasladando otra mesa de piedra al jardín. Y al día siguiente en lugar de quedarme de pie guardando el orden mientras Huisheng hacía de banquero, me senté en la otra mesa. Yo no jugaba tan rápido como ella y no recogí tanto dinero, pero los dos trabajamos duro todo el día y acabamos la jornada de juego agotados. La mayoría de los ganadores del día anterior habían vuelto, y los perdedores también, y más personas además de ellos, personas que se habían enterado de este nuevo e insólito establecimiento en Hangzhou.
Bueno, no es preciso que continúe. No tuvimos que enviar más a nuestros criados para que anunciaran en público «¡Venid todos!». La casa de Polo y Eco se había convertido de la noche a la mañana en un establecimiento fijo y popular. Enseñamos a los criados, a los más inteligentes, a hacer de banqueros, y así Huisheng y yo pudimos descansar de
vez en cuando. Poco tiempo después Huisheng tuvo que confeccionar más manteles de juego negros, dorados y rojos y compramos todas las mesas de piedra que tenía en existencia un picapedrero vecino, e instalamos en ellas a los sirvientes como banqueros permanentes. Por raro que parezca, la vieja criada que se divertía tanto al oler el limón resultó uno de los mejores aprendices de banquero, tan rápida y precisa como la misma Huisheng.
Creo que yo no me había dado cuenta plenamente del enorme triunfo conseguido por nuestra empresa hasta que un día el cielo dejó caer unas gotas sin que nadie abandonara corriendo el jardín. Al contrario, llegaron todavía más clientes desafiando la lluvia, y continuaron jugando todo el día, insensibles al remojón. Ningún han hubiese soportado la lluvia en otras circunstancias, ni para visitar a la más legendaria cortesana de Hangzhou. Cuando descubrí que habíamos inventado una diversión más compulsiva que el sexo, me di un paseo por la ciudad y alquilé otros jardines abandonados y solares vacíos, y di instrucciones a nuestro vecino picapedrero para que empezara a labrar urgentemente más mesas para nosotros.
Nuestros clientes procedían de todos los niveles de la sociedad de Hangzhou: ricos nobles retirados del viejo régimen, mercaderes prósperos y de aspecto aceitoso, comerciantes de rostro preocupado, porteros y porteadores de palanquín de cara famélica, pescadores que olían mal y barqueros sudorosos. Eran de raza han o mongol, unos cuantos eran musulmanes e incluso algunas personas me parecieron judíos nativos. Los pocos jugadores excitados y nerviosos que de entrada parecían mujeres resultó que llevaban brazaletes de cobre. No recuerdo que visitara nunca nuestro establecimiento una mujer auténtica, y si lo hacía era para mirarnos con aire divertido y distante, como solían hacer los visitantes de las Casas del Engaño. Simplemente, las mujeres han no tenían el instinto del juego, pero apostar era para los hombres una pasión más fuerte que beber en exceso o ejercitar sus diminutos órganos masculinos. Los hombres de las clases inferiores, que llegaban confiando desesperadamente en mejorar su suerte en la vida, solían apostar únicamente las pequeñas monedas de qian con un agujero en el centro que eran la moneda de los pobres. Los hombres de las clases medias arriesgaban normalmente moneda volante, pero de valor nominal reducido (y a menudo en billetes arrugados y viejos). La gente rica que llegaba pensando que podría Romper la Banca de las Habichuelas con un fuerte asedio o un largo desgaste, depositaba tranquilamente grandes fajos de billetes grandes de moneda volante. Pero todos, tanto si apostaban un único qian, como si apostaban un montón de liang, tenían idéntica posibilidad de ganar cuando el banquero iba separando de cuatro en cuatro las habichuelas para revelar el número de la casilla vencedora. Nunca me preocupé de calcular cuál era exactamente la posibilidad de que alguien sacara una fortuna. Lo único que sé es que volvían a casa más ricos un número de clientes aproximadamente igual al de los que volvían más pobres; lo único que hacían era intercambiar su propio dinero, y una porción apreciable de este dinero se quedaba en nuestra Banca de las Habichuelas. Mi escriba y yo pasábamos gran parte de la noche clasificando el papel moneda en fajos del mismo valor nominal y enfilando las monedas pequeñas para formar sartas de cientos y madejas de miles.
Como es lógico, al final el negocio creció demasiado y se complicó tanto que ni yo ni Huisheng pudimos ocuparnos personalmente de él. Después de fundar muchas Bancas de las Habichuelas en Hangzhou, hicimos lo mismo en Suzhou, y luego en otras ciudades, y al cabo de unos años no había ni un pueblo de Manzi por pequeño que fuera que no dispusiera de un establecimiento funcionando. Colocamos como banqueros a hombres y mujeres de confianza probada, y mi ayudante Feng contribuyó al buen orden instalando en cada establecimiento un funcionario jurado de la ley como supervisor
general y auditor de cuentas. Ascendí a mi escriba al cargo de director de toda esta gran operación, y ya no tuve que ocuparme más del negocio. Me limité a llevar las cuentas de los recibos procedentes de toda la nación, pagar los gastos con parte de esta cantidad, y enviar el considerable remanente, un remanente muy considerable, a Kanbalik. No me quedé con parte alguna de los beneficios. En Hangzhou, como en Kanbalik, Huisheng y yo teníamos una residencia elegante y multitud de criados, y comíamos opulentamente. Todo esto nos lo proporcionaba el wang Agayachi, o más bien su gobierno, que vivía de las rentas imperiales y que por lo tanto estaba mantenido en gran parte por nuestras Bancas de las Habichuelas. Si deseaba satisfacer algún lujo o locura adicional mío o de Huisheng, tenía los ingresos de la Compagnia Polo de mi padre, que continuaba prosperando y que enviaba ahora azafrán y otros artículos para su venta en Manzi. O sea que de los ingresos de las Bancas de las Habichuelas deducía regularmente sólo lo necesario para pagar los alquileres y el mantenimiento de los jardines y edificios de las bancas, los sueldos de los banqueros, supervisores y correos, y los costes de equipo, costes éstos ridículamente reducidos (poca cosa más aparte de mesas, manteles y cantidad de habichuelas secas). Lo que cada mes iba a parar al tesoro era, como he dicho, una fortuna. Y como también he dicho, probablemente el río no se ha interrumpido.
Kubilai me había advertido que no exprimiera hasta la última gota de sangre de las venas de sus súbditos de Manzi. Podría parecer que yo estaba contraviniendo sus órdenes y haciendo precisamente eso. Pero no era cierto. La mayoría de jugadores aventuraban en nuestras Bancas de Habichuelas el dinero que ya habían ganado y guardado y que podían permitirse arriesgar. Si lo perdían, esto les impulsaba a trabajar más y a ganar más dinero. Incluso los que se empobrecían imprudentemente en nuestras mesas no se hundían sin más en inactividad desesperanzada o en la mendicidad como habría sucedido si hubiesen perdido todos sus bienes por culpa de un recaudador de impuestos. La Banca de las Habichuelas ofrecía siempre la esperanza de recuperar todas las pérdidas, en cambio un recaudador de impuestos no permite recuperar nunca nada, de modo que incluso las personas totalmente arruinadas tenían motivos para trabajar y escalar de nuevo el camino desde la nada a una prosperidad que les permitiera volver a nuestras mesas. Tengo la satisfacción de afirmar que nuestro sistema no obligaba a nadie, como sucedía con los antiguos sistemas fiscales, a recurrir al expediente desesperado de pedir un préstamo en términos de usura y caer así en las terribles garras de una deuda profunda. Pero esto no fue obra mía, se debió a las limitaciones que el gran kan impuso a los musulmanes; simplemente ya no había usureros que pudiesen prestar dinero. En definitiva, y por lo que pude ver, nuestras Bancas de las Habichuelas no sólo no exprimieron la sangre de Manzi sino que dieron al país un nuevo impulso y nuevas iniciativas y productividad. Beneficiaron a todos los afectados, desde el kanato en su conjunto hasta la entera población trabajadora (no hay que olvidar que muchas personas encontraron en nuestras bancas empleo permanente), y hasta el campesino más pobre del rincón más apartado de Manzi, que por lo menos pudo aspirar a algo ante el reclamo de una fortuna fácil.
Kubilai me había amenazado con comunicarme rápidamente si mi actuación como agente del tesoro en Hangzhou no le satisfacía. Desde luego no tuvo nunca motivo para adoptar esta decisión. Muy al contrario, acabó enviando a su dignatario de mayor rango, el príncipe heredero y vicerregente Chingkim, para comunicarme su cordial enhorabuena y felicitación por la labor excepcional que estaba llevando a cabo.
—Por lo menos esto me dijo que os comunicara —me contó Chingkim con su tono vagamente irónico —. En realidad creo que mi real padre quería que espiara un poco y procurara averiguar si estáis o no al frente de una banda de forajidos que saquea todo el
país.
—No hay necesidad de saquear nada —dije con satisfacción —. ¿Por qué preocuparse de robar lo que la misma gente desea entregarme?
—Sí, vuestra actuación ha sido un éxito. El ministro de Finanzas Linan me ha explicado que Manzi está contribuyendo al kanato con más riquezas incluso que la Persia de mi primo Abagha. Por cierto, hablando de familia, Kukachin y los niños os envían recuerdos, a vos y a Huisheng. Y lo propio hace vuestro estimable padre Nicoló. Me dijo que el estado de vuestro tío Mafio ha mejorado tanto que ha aprendido varias canciones nuevas de la dama que lo cuida.
Chingkim, en lugar de alojarse en el palacio de su hermanastro Agayachi, nos hizo, a mí y a Huisheng, el gran honor de instalarse con nosotros durante su visita. Habíamos delegado desde hacía tiempo la dirección de las Bancas de las Habichuelas a nuestros subordinados, y disponíamos de tiempo ilimitado para el ocio, es decir, que pudimos dedicar todo nuestro tiempo y atención a cuidar de nuestro huésped real. Aquel día, nosotros tres, sin criados que nos sirvieran, estábamos disfrutando de una merienda en el campo, pues Huisheng había preparado con sus propias manos un cesto con comida y bebidas. Habíamos sacado los caballos del caravasar donde nos los guardaban y habíamos salido de Hangzhou por la Avenida Pavimentada que Serpentea Largamente entre Árboles Gigantescos, etcétera, y cuando estuvimos bien lejos de la ciudad pusimos un mantel en el suelo y comimos bajo aquellos árboles, mientras Chingkim me contaba otros sucesos acaecidos en varios lugares del mundo.