—Ahora estamos en guerra con Champa —me informó con tanta tranquilidad como diría alguien que no fuese mongol: «Estamos construyendo un estanque en el jardín trasero.»
—Esto supuse —dije —. He visto a los soldados marchando hacia el sur, y a transportes de hombres y de caballos bajando por el Gran Canal. Supongo que vuestro real padre se ha replanteado la expansión por oriente hacia Riben Guo y ha decidido hacerlo por el Sur.
—En realidad la cosa fue bastante fortuita —dijo —. El pueblo yi de Yunnan ha aceptado nuestra soberanía. Pero en Yunnan hay una raza minoritaria, un pueblo llamado shan, que no ha querido que los gobernáramos y ha emigrado multitudinariamente hacia el sur, entrando en Champa. Mi hermanastro Hukoji, el wang de Yunnan, envió una embajada a Champa proponiendo al rey de Ava que nos devolviera a nosotros, sus señores, amistosamente, estos refugiados. Sin embargo no habían advertido a nuestros embajadores que ante el rey Ava todo el mundo tenía que quitarse los zapatos; ellos no lo hicieron, el rey se sintió ofendido, y ordenó a sus guardias: «¡Quitadles los pies!»
Como es lógico mutilar a nuestros embajadores fue un insulto contra nosotros, y un buen motivo para que el kanato declarara la guerra a Ava. Vuestro viejo amigo Bayan está de nuevo en campaña.
—¿Ava? —pregunté —. ¿Es otro nombre de Champa?
—No exactamente. Champa se aplica a todo aquel país tropical, una tierra llena de jungla, elefantes, tigres, calor y humedad. El pueblo que lo habita está compuesto por diez o veinte razas distintas, ¿quién sabe? Casi cada una dispone de su propio y diminuto reino, y cada uno tiene varios nombres según sea quien lo pronuncie. Ava, por ejemplo, se conoce también como Myama, Birmania y Mian. El pueblo shan al huir de nuestro Yunnan buscó refugio en un reino fundado hace tiempo por antiguos emigrantes shan en Champa. Se le conoce por distintos nombres como Sayam, Muang Thai, y Sukhotai. Hay otros reinos por allí, Annam, Cham, Layas, Khmer, Kambuja, y quizá
muchos más. —Luego agregó displicentemente —: Mientras conquistamos Ava, quizá nos quedemos también con dos o tres reinos más.
Yo comenté, como un auténtico mercader:
—Nos ahorraríamos el precio exorbitante que exigen por sus especias, su madera, sus
elefantes y sus rubíes.
—Mi intención era continuar hacia el sur a partir de aquí y seguir la ruta de campaña de Bayan para estudiar personalmente esos países tropicales. Pero no me veo con fuerzas para emprender un viaje tan riguroso. Me quedaré descansando aquí un tiempo con vos y con Huisheng, y luego regresaré a Kitai. —Suspiró y agregó con cierta melancolía —: Lamento no poder ir. Mi real padre está envejeciendo, y no puede faltar mucho para que yo deba sucederle como gran kan. Me gustaría haber viajado más antes de instalarme permanentemente en Kanbalik.
Este aire de cansancio y resignación no era habitual en el príncipe Chingkim, y observé
que realmente parecía cansado y agotado. Poco después, cuando él y yo entramos un poco en el bosque para hacer aguas menores en privado, observé otra cosa, y lo comenté
sin darle importancia:
—Sin duda en alguna posada del camino comisteis aquella verdura roja y viscosa llamada daihuang. No creo que lo hicierais en nuestra mesa, porque a mí no me gusta.
—A mí tampoco —dijo —. Tampoco he caído recientemente de un caballo, lo que podría explicar esta meada de color rosa. Pero me pasa desde hace algún tiempo. El médico de la corte ha estado tratando este desarreglo, al estilo han, es decir, clavándome agujas en los pies y quemando montoncitos de pelusa de moxa arriba y abajo de mi espinazo. Yo le repito continuamente al viejo hakim Gansui que ni meo con los pies ni… —Se detuvo y miró hacia los árboles —. Escuchad, Marco. Un cuco. ¿Sabéis qué canta el cuco según los han?
Chingkim volvió a casa, como aconsejaba el cuco, pero no sin haber disfrutado antes de nuestra compañía durante un mes aproximadamente y del ambiente de descanso de Hangzhou. Me alegré de que dispusiera de este mes de placeres simples, lejos de las preocupaciones de su cargo y del estado, porque cuando volvió a casa volvió a un lugar mucho más distante que Kanbalik. Al cabo de poco tiempo llegaron a Hangzhou correos al galope, con caballos enjaezados de púrpura y blanco, para anunciar al wang Agayachi que debía adornar su ciudad con estos colores de duelo han y mongol, porque su hermano Chingkim había regresado a casa sólo para morir.
Sucedió que en nuestra ciudad apenas había finalizado el periodo de duelo por el príncipe heredero, y estaban a punto de quitar los crespones de colores cuando llegaron de nuevo correos con la orden de dejarlos colgados. Ahora el duelo era por el ilkan Abagha de Persia, quien también había fallecido, y no en batalla sino también de alguna enfermedad. La pérdida de un sobrino no fue como es lógico una tragedia tan terrible para Kubilai como la pérdida de su hijo Chingkim, y no provocó en todas partes los mismos murmullos y especulaciones sobre la futura sucesión. Abagha había dejado a un hijo ya adulto, Arghun, quien asumió inmediatamente el ilkanato de Persia, casándose incluso con una de las esposas persas de su difunto padre, para asegurar mejor sus pretensiones al trono. Pero Temur, el hijo de Chingkim y siguiente heredero de todo el Imperio mongol, era todavía menor de edad. Kubilai estaba entrado en años, como Chingkim había comentado. El pueblo temía que si moría pronto el kanato podría verse dividido y convulsionado por la intervención de pretendientes distintos de Temur: los numerosos tíos, primos y otros parientes ansiosos por expulsarlo y apoderarse del kanato.
Pero de momento no sufrimos nada peor que el dolor por la prematura desaparición de Chingkim. Kubilai no dejó que su pena distrajera su atención de los asuntos de estado, y yo no dejé que la mía se interfiriera con el envío regular del tributo de Manzi al tesoro. Kubilai continuó su guerra contra Ava, e incluso amplió la misión del orlok Bayan, como había predicho Chingkim, ordenándole que se apoderara también de las naciones vecinas de Champa que pudiesen estar maduras para la conquista.
Me inquietaba saber que pasaban tantas cosas en el mundo exterior, mientras yo me consumía en el lujo de Hangzhou. Mi inquietud era irracional, desde luego. Pensemos en todo lo que yo tenía. Era un personaje muy estimado en Hangzhou. Ya nadie miraba de reojo mi pelo color de gui cuando me paseaba por la calle. Tenía muchos amigos, vivía muy confortablemente y estaba feliz y contento con mi amada y amorosa consorte. Huisheng y yo podíamos haber vivido felices siempre más, como se dice de los amantes en las páginas finales de un román courtois, tan felices como entonces. Yo poseía todo lo que podía desear un hombre racional. Todas esas cosas tan preciosas eran mías en aquel punto culminante, en aquella cresta de mi vida recortada sobre el horizonte. Además yo ya no era un mozuelo temerario como antes, ante el cual sólo se extendía un mañana sin fin. Había dejado muchos ayeres detrás mío. Ya tenía más de treinta años de edad y a veces descubría un pelo gris entre mis cabellos color de demonio, y podía haber decidido juiciosamente que la cuesta descendente de mi vida fuera un camino dulce y suave.
Sin embargo me sentía inquieto y la inquietud se convirtió inexorablemente en insatisfacción conmigo mismo. Sí, había cumplido bien en Manzi, pero ¿debía alumbrarme el resto de mis días con el brillo reflejado de este éxito? Cuando se ha logrado algo grande su simple perpetuación ya no lo es tanto. En mi caso, sólo necesitaba estampar mi firma yin sobre papeles de recepción y despacho, y enviar mis correos a Kanbalik una vez al mes. Mi trabajo no era mejor que el de un maestro de postas en una de las estaciones de relevo de caballos. Decidí que había disfrutado durante demasiado tiempo del tener; deseaba que me faltara algo. Me horrorizaba la visión de mí mismo envejeciendo en Hangzhou, como un vegetal patriarca han, sin tener nada de que enorgullecerme aparte de mi supervivencia hasta la vejez.
—«Tú nunca envejecerás, Marco» me dijo Huisheng cuando abordé el tema. La expresión de su rostro al afirmar esto era de cariñosa diversión, pero también de sinceridad.
«Viejo o no —le dije —.Creo que hemos vivido demasiado tiempo en el lujo de Hangzhou. Vayámonos a otro sitio.»
Ella estuvo de acuerdo:
«Vayamos a otro sitio.»
«¿Adonde te gustaría ir, querida?»
«Adonde quiera que vayas», contestó sencillamente.
2
Mi siguiente correo hacia el norte llevó al gran kan un mensaje mío pidiendo respetuosamente que me relevara de mi misión, cumplida desde hacía mucho tiempo, de mi título de guan y de mi botón de coral en el sombrero; que me diera permiso para volver a Kanbalik, donde podría moverme buscando alguna nueva aventura en que ocuparme. El correo trajo de vuelta el amable consentimiento de Kubilai, y Huisheng y yo no necesitamos mucho tiempo para preparar nuestra marcha de Hangzhou. Todos nuestros sirvientes y esclavos nativos lloraron, se retorcieron y se echaron al suelo en frecuentes koutous, pero mitigamos su aflicción regalándoles muchas cosas que habíamos decidido no llevar con nosotros. Hice otros ricos regalos de despedida al wang Agayachi y a mi ayudante Feng Weini, a mi escriba director y a otras personalidades que habían sido amigos nuestros.
—El cuco llama —dijeron todos tristemente, uno detrás de otro, mientras brindaban por nosotros con sus vasos de vino en los innumerables banquetes y bailes de despedida celebrados en nuestro honor.
Nuestros esclavos empaquetaron en fardos y cajas nuestras pertenencias personales, nuestra ropa y los numerosos objetos adquiridos en Hangzhou que nos llevábamos con nosotros: muebles, rollos pintados, porcelanas, marfiles, jades, joyas, etc. Nos llevamos también a la doncella mongol que habíamos traído de Kanbalik y a la yegua blanca de Huisheng (ahora con algo de plata alrededor del morro) y subimos a una barcaza del canal de considerables dimensiones. Huisheng no quiso que empaquetaran y guardaran en la bodega una de nuestras posesiones: su incensario de porcelana blanca, que ella misma se encargó de llevar consigo.
Durante nuestra estancia en Hangzhou el Gran Canal quedó completado llegando hasta la orilla de la ciudad. Pero nosotros ya habíamos cubierto la ruta del canal cuando nos dirigimos hacia el sur, y decidimos tomar un camino de vuelta muy diferente. La bar-caza nos llevó únicamente hasta el puerto de Zhenjiang, donde el Gran Canal cruza el río Yangzi. Allí, por primera vez tanto para mí como para Huisheng, abordamos un gigantesco chuan de alta mar, navegamos hacia el mar por el río Tremendo, entramos en el infinito mar de Kitai y subimos hacia el norte bordeando la costa. Comparado con aquel chuan el buen navío Doge Anafesío, la galeazza con la que crucé
el Mediterráneo, parecía una góndola o un sampán. No puedo nombrar el chuan por su nombre, porque carecía de él para que los armadores rivales no pudieran maldecirlo y persuadir a los dioses que enviaran vientos contrarios u otros infortunios El chitan tenía cinco mástiles, cada uno como un árbol, y de ellos pendían velas tan grandes como las plazas de mercado de algunas poblaciones, fabricadas con tiras de caña zhugan, y empleadas como ya he contado. El tamaño del casco, en forma de pato, estaba en consonancia con unas obras muertas que rascaban el cielo. Sobre la cubierta y en los alojamientos de los pasajeros de debajo había más de cien camarotes, en cada uno de los cuales cabían confortablemente seis personas. Es decir, que el navío podía transportar a más de seiscientos pasajeros además de una tripulación que totalizaba perfectamente cuatrocientos hombres, de varias razas y lenguajes. (En este viaje corto sólo llevaba unos cuantos pasajeros. Aparte de Huisheng, yo y la doncella, había algunos mercaderes viajantes, unos funcionarios del gobierno de menor categoría, y unos cuantos capitanes desocupados de otros buques que entre viaje y viaje se habían embarcado para disfrutar de unas vacaciones de marinero.) Las bodegas del chuan llevaban una gran variedad de bienes, al parecer suficientes para aprovisionar a una ciudad. Yo diría, para dar una simple idea de la capacidad de las bodegas, que el buque podía transportar hasta dos mil toneles venecianos.
He dicho «bodegas» deliberadamente en lugar de bodega, porque los chuan estaban construidos ingeniosamente con el interior del casco dividido por mamparas que formaban numerosos compartimientos de un extremo al otro del buque. Todos los compartimientos estaban alquitranados y eran impermeables: si el chuan chocaba contra un arrecife o se abría un agujero debajo de la línea de flotación, sólo se inundaba el compartimiento afectado, los otros se mantenían secos y el barco continuaba flotando. Sin embargo un arrecife capaz de agujerear aquel chuan hubiese tenido que ser muy cortante y sólido. Todo su casco tenía un triple forro de planchas, en realidad estaba construido tres veces, y cada caparazón envolvía al anterior. El capitán han, que hablaba mongol, me mostró con orgullo la disposición de las planchas del forro: el casco interior tenía las planchas verticales, de la quilla a la cubierta, el siguiente tenía las planchas formando un ángulo diagonal con la vertical y el casco más exterior estaba dispuesto en filas horizontales de la proa a la popa.
—Sólido como una roca —dijo con satisfacción golpeando con un puño una mampara y produciendo un sonido parecido al de una roca golpeada con un martillo —. Buena madera de teca, procedente de Champa, y sostenida con buenas puntas de hierro.
—En la parte de Occidente de donde procedo no hay madera de teca —dije, casi pidiendo perdón —. Nuestros constructores navales trabajan con roble. Pero también utilizamos puntas de hierro.
—¡Estúpidos constructores de buques ferenghU —bramó con una gran carcajada —.
¿Todavía no se han dado cuenta de que la madera de roble exuda un ácido que corroe el hierro? En cambio la teca contiene un aceite esencial que conserva el hierro. Acababan de ofrecerme otro ejemplo del ingenio de los artesanos orientales que dejaba chico a mi Occidente natal. Con cierto despecho confié en encontrar un ejemplo de estupidez oriental que equilibrara la balanza; supuse que descubriría uno antes de acabar el viaje, y pensé que lo tenía cuando un día, ya bien lejos de la segura costa, topamos con una gran tempestad, bastante peligrosa. Hubo viento, lluvia y relámpagos, el mar se encrespó, los mástiles y vergas del buque se entrelazaron con el chisporroteo azul del fuego de San Telmo, y oí al capitán gritar a su tripulación en varios idiomas.