—Preparad el chuan para el sacrificio.
Parecía una rendición innecesaria y escandalosamente prematura, porque el enorme casco del chuan apenas se mecía en la tempestad. Yo sólo era un «marinero de agua dulce», como dicen burlonamente los marineros auténticos en Venecia, pero pensé que para capear el peligro bastaba con acortar algo las velas. Desde luego aquella tormenta no se merecía el temido nombre de taifeng. Sin embargo, ya era lo bastante marinero para saber que no podía dar consejos al capitán ni demostrar ningún desprecio por su agitación, al parecer exagerada.
Me alegré de no haberlo hecho. Pues mientras me disponía tristemente a bajar y a preparar a mis mujeres para que abandonaran el buque, me encontré con dos marineros que subían alegremente por la escalera de cámara, sin ningún miedo, llevando con cuidado un buque hecho enteramente de papel, un buque de juguete, una copia en miniatura del nuestro.
—El chuan para el sacrificio —me dijo el capitán, imperturbablemente mientras lo echaba por la borda —. Engañará a los dioses del mar. Cuando lo vean disolverse en el agua, pensarán que han hundido nuestro buque real y dejarán que la tempestad se calme en vez de aumentar su gravedad.
Era un nuevo recordatorio de que los han incluso cuando hacían algo estúpido era de forma ingeniosa. No sé si el sacrificio del barco de papel tuvo algún efecto, pero la tempestad se calmó pronto, y unos días después desembarcamos en Qinhuangdao, la ciudad costera más cercana a Kanbalik. Desde allí continuamos por tierra seguidos por una pequeña caravana de carros que transportaba nuestros bienes. Como es natural, cuando llegamos al palacio, Huisheng y yo fuimos primero a hacer koutou al gran kan. Observé que en sus cámaras reales al parecer todos los mayordomos y criadas mayores que estaban antes a su servicio habían sido sustituidos por media docena de jóvenes pajes. Todos tenían la misma edad, todos eran guapos y tenían el cabello y los ojos insólitamente claros, como los miembros de aquella tribu de Aryana en India que afirmaban descender de los soldados de Alejandro. Me pregunté
vagamente si Kubilai en su vejez estaba desarrollando un afecto perverso hacia los chicos guapos, pero luego olvidé el tema. El gran kan nos saludó muy cordialmente y ambos nos dimos mutuamente el pésame por la pérdida él de su hijo y yo de mi amigo Chingkim. Luego dijo:
—Debo felicitarte de nuevo, Marco, por el espléndido éxito de tu misión en Manzi. Supongo que no te quedaste ni un solo qian del tributo en todos estos años. No, creo que no. Fue culpa mía. Antes de que te fueras olvidé decirte que un recaudador de impuestos normalmente no cobra sueldo, y se mantiene reteniendo una veintava parte de lo que recauda. Es un estímulo para que trabaje diligentemente. Sin embargo no puedo
quejarme de la diligencia que has demostrado en tu labor. Por lo tanto, si quieres visitar al ministro Linan verás que durante todo este tiempo ha ido separando la parte que te corresponde, una respetable suma total.
—¿Respetable? —balbuceé —.Excelencia, ¡tiene que ser una fortuna! No puedo aceptarlo. Yo no trabajaba para sacar beneficios, sino para mi señor gran kan.
—Entonces con mayor motivo te lo mereces. —Yo abrí la boca de nuevo, pero él dijo severamente —: No quiero que se hable más del tema. Sin embargo, si te interesa demostrar tu gratitud, podrías aceptar un nuevo cargo.
—El que sea, excelencia —dije, con la boca todavía abierta por la magnitud de la sorpresa.
—Mi hijo y amigo tuyo, Chingkim, tenía grandes deseos de ver las junglas de Champa, pero no consiguió llegar hasta allí. Tengo mensajes para el orlok Bayan, que guerrea actualmente en el país de Ava. Se trata de comunicaciones rutinarias, no urgentes, pero darán pie a que realices el viaje que Chingkim no pudo efectuar. El que fueras en su lugar podría ser un consuelo para su espíritu. ¿Irás?
—Sin dudas ni retrasos, excelencia. ¿Puedo hacer algo más por vos en aquellas tierras?
¿Matar dragones? ¿Rescatar a princesas cautivas?
Lo decía sólo medio en broma, porque el gran kan acababa de convertirme en un hombre rico.
Sonrió con aprecio, pero con cierta tristeza:
—Tráeme algún pequeño recuerdo. El recuerdo que un hijo cariñoso hubiese traído a su anciano padre.
Le prometí que buscaría algo único, nunca visto en Kanbalik, y Huisheng y yo nos despedimos de él. Fuimos a saludar primero a mi padre, quien nos abrazó a los dos y dejó caer unas lágrimas de alegría hasta que las detuve contándole el gran favor que acababa de hacerme Kubilai.
—Mefé! —exclamó —. ¡Esto no es un hueso duro de roer! Siempre me había considerado un buen hombre de negocios, pero te juro, Marco, que podrías vender luz del sol en agosto, como dicen por Rialto.
—Todo fue obra de Huisheng —le aseguré, apretándola cariñosamente contra mí.
—Bueno… —dijo mi padre, pensativo —. Esto… junto con lo que la Compagnia ha enviado ya a casa a través de la Ruta de la Seda… Marco, quizá sea hora de que pensemos también nosotros en volver a casa.
—¿Qué? —exclamé sorprendido —. Pero padre, tú siempre repetías otro refrán. Hay un tipo de persona para la cual todo el mundo es su casa. Mientras continuemos prosperando aquí…
—Mejor un huevo hoy que una gallina mañana.
—Pero nuestras perspectivas todavía son buenas. Gozamos aún de la estima del gran kan. El imperio está en su momento más rico, está maduro para que lo explotemos. Tío Mafio está bien cuidado, y…
—Mafio ha vuelto de nuevo a los cuatro años, o sea que no le importa donde esté. Pero yo me acerco a los sesenta, y Kubilai tiene por lo menos diez años más.
—Tú estás muy lejos de la senilidad, padre. Es cierto que el gran kan muestra sus años, y un cierto desespero, pero ¿qué importa?
—¿Has pensado cuál sería nuestra posición si él muriera repentinamente? El simple hecho de que él nos tenga afecto hace que otros sientan resentimiento hacia nosotros. Ahora es un resentimiento furtivo, pero probablemente se manifestará cuando su mano protectora desaparezca. Incluso los conejos bailan en el funeral de un león. Además se producirá un resurgimiento de las facciones musulmanas que él suprimió, y éstas no nos quieren en absoluto. No es preciso que mencione la probabilidad de desórdenes más
graves: si estallara una guerra de sucesión los levantamientos podrían alcanzar hasta Levante. Cada vez estoy más contento de haber enviado durante todos estos años nuestros beneficios a Occidente, a tío Marco de Constantinopla. Haré lo mismo con tu nueva fortuna Sin embargo todo lo que hayamos acumulado aquí quedará secuestrado cuando se produzca la muerte de Kubilai.
—¿Podemos preocuparnos por esto, si llega a suceder, teniendo en cuenta todas las riquezas que hemos sacado ya de Kitai y de Manzi?
Negó con la cabeza sombríamente:
—¿De qué nos sirve tener nuestra fortuna esperándonos en Occidente, si quedamos encallados aquí? ¿O si morimos aquí? Supongamos que entre todos los aspirantes a la sucesión del kanato, el vencedor fuera Kaidu.
—Realmente correríamos peligro —dije —. Pero ¿tenemos que abandonar el buque ahora mismo, cuando no se ve todavía ninguna nube en el cielo?
Me di cuenta con humor que en presencia de mi padre empezaba a hablar como él, con parábolas y metáforas.
—El paso más duro es cruzar el umbral —dijo —. Sin embargo si no estás decidido porque te preocupa el destino de tu dulce señora, supongo que no estás imaginando que sugiero abandonarla. Sacro, ¡no! Como es lógico tienes que llevarla contigo. Quizá durante una temporada sea una curiosidad en Venecia, pero todos la querrán. Da novelo xe tuto helo. No serás el primero que vuelve a casa con una esposa extranjera. Recuerdo un capitán de navio, uno de los Doria, que llevó a su casa una esposa turca cuando se retiró del mar. Era alta como un campanile, y…
—Yo me llevo a Huisheng a todas partes —dije, dirigiendo a ella una sonrisa —. Sin ella estaría perdido. Me la llevaré ahora a Champa. Ni siquiera nos detendremos para deshacer los paquetes con los objetos que trajimos de Manzi. Y mi intención siempre había sido llevarla a Venecia cuando regresáramos. Pero, padre, ¿supongo que no estás recomendando que nos marchemos sigilosamente hoy mismo?
—¡Oh, no! Sólo que hagamos planes. Que estemos a punto para partir. Que vigilemos con un ojo la sartén y con el otro al gato. De todos modos necesitaré algún tiempo para cerrar o traspasar los talleres de kasi, y para no dejar ningún cabo suelto.
—Creo que tenemos mucho tiempo por delante. Kubilai parece viejo, pero no moribundo. Si como sospecho tiene la vivacidad suficiente para jugar con muchachos no creo que caiga muerto tan repentinamente como Chingkim. Déjame que cumpla con la última misión que me ha encargado, y cuando yo vuelva…
—Nadie, Marco, puede predecir el día.
Estuve a punto de replicarle secamente. Pero era imposible que me exasperara con él, o que compartiera su pesimismo, o que se me pegaran sus aprensiones. Acababa de convertirme en un hombre rico, y en un hombre feliz, y estaba a punto de emprender un viaje a un nuevo país, teniendo a mi lado a mi compañera más querida. Me limité a apoyar mi mano sobre el hombro de mi padre y a decirle, no con resignación, sino con auténtica alegría:
—¡Dejemos que llegue este día! Sto mondo xe fato tondo!
De nuevo partía de viaje para encontrarme con el orlok Bayan, y aunque en esta ocasión él estaba mucho más lejos, yo no tenía necesidad alguna de apresurarme. De nuevo me ocupé de que Huisheng y yo dispusiéramos para el viaje de ayudantes y suministros: su doncella mongol, dos esclavos para las tareas necesarias de acampada,
escoltas mongoles de protección, y una recua de animales de carga. También me encargué de fijar la marcha de cada día, para que el viaje no fuera arduo. Conseguimos con frecuencia monturas frescas en las postas de caballos, y cada noche llegábamos a algún caravasar decente o a alguna población importante o incluso a algún palacio provincial. En total teníamos que cubrir unos siete mil li de todo tipo de terreno: llanuras, tierras de labranza y montañas; pero lo hicimos lentamente y con calma en un trayecto de más de cinco mil li conseguimos dormir confortablemente cada noche. Salimos desde Kanbalik en dirección al suroeste y por lo tanto seguimos más o menos la misma ruta que yo había tomado para dirigirme a Yunnan deteniéndonos en muchos de los mismos lugares en los que yo había pernoctado, las ciudades de Xian y Chengdu, por ejemplo, y sólo después de Chengdu entramos en un territorio que no había visto antes.
Desde Chengdu no fue preciso como antes girar al oeste, hacia las altiplanicies de To-Bhot. Continuamos en dirección suroeste, directamente hacia la provincia de Yunnan y su capital, Yunnanfu, la última gran ciudad de nuestra ruta, donde el wang Hukoji nos recibió y nos hospedó regiamente. Yo tenía una razón para interesarme tanto por Yunnanfu, pero no se la expliqué a Huisheng. Cuando estuve por primera vez en aquellas regiones, me fui al finalizar mi misión en la guerra de Yunnan antes de que Bayan sitiara la capital, y no aproveché su invitación para participar en el grupo privilegiado de saqueadores y violadores de vanguardia. Ahora miraba todo lo que tenía a mi alrededor con un interés especial, para saber lo que me había perdido al renunciar a esa oportunidad de «comportarme como un mongol nato», y observé que desde luego las mujeres yi eran bellas, como me habían dicho. Sin duda me lo hubiese pasado bien divirtiéndome con las «esposas castas y las hijas vírgenes» de Yunnanfu, y desde luego hubiera creído que estaba disfrutando de las mujeres más hermosas de todo Oriente. Pero luego había tenido la gran fortuna de descubrir a Huisheng, y ahora las mujeres yi me parecían bastante inferiores, y mucho menos deseables que ella, y no me sentí
privado de nada por no haber poseído a ninguna de ellas.
Continuamos a partir de Yunnanfu hacia el suroeste, y emprendimos la Ruta del Tributo, llamada así desde tiempos antiguos. Según me contaron, este nombre se debía a que desde la lejana antigüedad todas las naciones de Champa habían sido en alguna época u otra estados vasallos de las poderosas dinastías han del norte, los Song y sus predecesores, y este camino había quedado allanado y cómodo gracias a las patas de los elefantes que llevaban en caravana a aquellos amos el tributo de Champa, desde arroz a rubíes, desde esclavas a monos exóticos.
Cuando hubimos atravesado las últimas montañas de Yunnan, la Ruta del Tributo nos llevó al interior de la nación de Ava, a una llanura fluvial y a un lugar llamado Bhamo, que no era más que una cadena de fortalezas de construcción bastante primitiva. Al parecer no eran muy efectivas, porque los invasores de Bayan habían dominado fácilmente las tropas que las defendían, habían tomado Bhamo y continuado hacia el sur. Nos recibió un capitán, comandante de los pocos mongoles que habían quedado de guarnición en aquel lugar, y nos informó de que la guerra ya había concluido, que el rey de Áva estaba escondido en algún lugar, y que Bayan celebraba en aquel momento su victoria en la capital, Pagan, situada a gran distancia río abajo. El capitán nos dijo que el modo más confortable y rápido de llegar allí era utilizar una barcaza fluvial, y nos dio una, con tripulación mongol y un soldado de caballería mongol, un escriba llamado Yissun que conocía el lenguaje mian del país.
Dejamos a nuestros ayudantes en Bhamo, y Huisheng, su doncella y yo emprendimos el lento viaje, río abajo para cubrir los últimos mil li, más o menos, de nuestra misión. Este río era el Ira-wadi, que había comenzado su carrera como un alocado torrente en N'mai,
en el País de los Cuatro Ríos, en las alturas de To-Bhot. Pero su curso en este país bajo y llano era tan ancho como el Yangzi y corría tranquilamente hacia el sur formando grandes meandros. Transportaba tantos sedimentos, quizá procedentes del mismo To-Bhot, que sus aguas eran casi viscosas como una cola diluida, y desagradablemente tibias. El color de su inmensa vastitud, iluminada por el sol, era de un moreno enfermizo, que se volvía marrón en la sombra profunda de ambos extremos proyectada por un bosque casi ininterrumpido de árboles gigantes que sobresalían por encima de las distantes orillas.
La amplitud enorme y la longitud sin fin del río Irawadi debían de parecer a las innumerables aves que volaban sobre él como un intersticio insignificante contorsionándose a través de la vegetación que cubría el país. Ava estaba cubierto casi enteramente por lo que nosotros llamaríamos jungla y que los nativos llamaban Dong Nat, o Bosque de los Demonios. Supuse que los nat locales eran similares a los gui del norte: demonios con varios grados de maldad, desde la diablura hasta la auténtica malicia, normalmente invisibles, pero capaces de asumir cualquier forma, incluyendo la humana. Me imaginé que los nat raramente recurrían a la corporeidad, porque en la densa espesura de aquella jungla Dong apenas había espacio para ellos. Detrás de las fangosas orillas no podía verse la tierra, sólo una profusión de helechos, lianas, hierbas, arbustos en flor y bosquecillos de caña de zhugan. Por encima de esta confusión se elevaban los árboles, en filas superpuestas, empujándose y abriéndose camino hacia arriba. En sus cimas, el follaje de las copas se fundía en el aire, formando un auténtico tejado sobre toda la tierra, una cubierta tan espesa que impedía el paso tanto de la lluvia como de la luz del sol. Sólo parecía dejar paso a los animales que vivían allí arriba, pues las copas de los árboles crujían y se estremecían continuamente por el ir y venir de aves alegres y por los saltos y balanceos de monos habladores.