Cada noche, cuando nuestra barcaza se dirigía a tierra para acampar y no encontrábamos un claro con un pueblo mian construido de cañas, Yissun y los barqueros tenían que salir blandiendo cada uno un cuchillo ancho y pesado llamado dah y dejar libre un espacio suficiente para extender nuestras camas enrolladas y hacer fuego. Yo tenía siempre la impresión de que al día siguiente bastaría alcanzar la siguiente curva río abajo para que la jungla, exuberante, codiciosa y ardiente, se cerrara de nuevo sobre el pequeño hoyuelo que habíamos practicado en ella. Esto no es tan exagerado como parece. Siempre que acampábamos cerca de un bosquecillo de cañas zhugan podíamos oírlo crujir, aunque no soplara viento; era el sonido que producía al crecer.
Yissun me contó que a veces estas cañas muy duras y de crecimiento rápido rozaban contra un árbol de la jungla de madera blanda, y el calor de la fricción desencadenaba un incendio, que a pesar del estado permanentemente húmedo y pegajoso de la vegetación podía extenderse y propagarse durante centenares de li en todas direcciones. Sólo los que conseguían alcanzar el río sobrevivían al terrible incendio, y probablemente acababan siendo víctimas de los ghariyal que convergían siempre sobre cualquier escena de desastre. El ghariyal era una tremenda y horrible serpiente de río que según creo está relacionada con la familia del dragón. Tenía un cuerpo nudoso tan grande como un tonel, ojos como platos, protuberantes, mandíbulas y cola de dragón, pero sin alas. Los ghariyal estaban en todas partes por las orillas del río, normalmente acechando inmóviles en el fango como troncos con ojos resplandecientes, pero no nos molestaron nunca. Era evidente que se alimentaban principalmente de los monos que en sus monerías caían frecuentemente al río, chillando.
Tampoco nos molestó ningún otro animal de la jungla, aunque Yissun y los habitantes de los poblados mian que encontrábamos por el camino nos advirtieron de que en el
Dong Nat habitaban cosas peores que el nat y el ghariyal. Cincuenta especies diferentes de serpientes venenosas, dijeron, y tigres, leopardos, perros salvajes, jabalíes, elefantes y el buey salvaje llamado seladang. Yo comenté frívolamente que no me importaría encontrarme con un buey salvaje, pues en mi opinión el tipo doméstico que veía en los poblados me parecía ya de suficiente maldad. Era tan grande como un yak, de un color gris azulado, con cuernos planos que se levantaban formando un creciente dirigido hacia atrás, por encima de la cerviz. Como a la serpiente ghariyal, le gustaba revolcarse en una poza fangosa y quedarse al acecho con sólo el morro y los ojos sobresaliendo de la superficie, y cuando el gran animal salía pesadamente del fango, se oía un ruido como una explosión de huoyao.
—Este animal es sólo el karbau —dijo Yissun con indiferencia —. No es más peligroso que una vaca. Un niño pequeño puede conducirlo. Pero un seladang tiene una altura en la cruz superior a la de vuestra cabeza, e incluso los tigres y los elefantes lo evitan cuando se pasea por la jungla.
Siempre podíamos saber con anticipación que nos acercábamos a un pueblo de la orilla del río, porque sobre él se cernía continuamente una especie de nube de color negro herrumbroso. Esta era en realidad un dosel de cuervos, llamados por los mian «hierbajos con alas» que proclamaban roncamente su alegría por la rica basura del pueblo. Cada poblado además de tener los cuervos por encima y la bazofia por debajo poseía una pareja o dos de bueyes de tiro karbau, unas cuantas escuálidas gallinas de plumas negras que corrían por el fango, una gran cantidad de cerdos, de cuerpo largo y colgante en su mitad, que escarbaban en la porquería, y un número increíble de niños desnudos que se parecían mucho a cerditos. Cada poblado tenía también una pareja o dos de elefantas domesticadas. Esto se explicaba porque el único oficio y actividad de los mian de la jungla era la extracción de madera y otros productos forestales de la jungla, y los elefantes llevaban a cabo la mayor parte del trabajo.
No todos los árboles de la jungla eran feos e inútiles, como los que se apretujaban en los manglares de la orilla del río, o bellos e inútiles como los llamados cola de pavo, que formaban una masa maciza de flores llameantes. Algunos proporcionaban frutos y nueces comestibles, de otros colgaban lianas de pimienta, y los árboles llamados chaulmugra daban una savia que es la única medicina conocida para la lepra. Otros proporcionaban buena madera dura: el abnus negro, el kinam moteado, la saka dorada que se conoce con el nombre de teca cuando la madera ha curado y se ha vuelto de un marrón rico y moteado. Ahora podría decir que la madera de teca tiene un aspecto mucho más hermoso en forma de cubiertas y planchas de buque que en su estado natural. Los árboles de teca eran altos y tan rectos como las líneas de un libro de mayor, pero tenían la corteza deslustrada y gris, unas pocas y escuálidas ramas y un follaje escaso y mal puesto.
También podría comentar que los mian no constituían ningún adorno del paisaje. Eran feos, achaparrados y culibajos; la mayoría de los hombres medía dos palmos menos que yo, y las mujeres un palmo menos que ellos. Como ya he dicho en sus labores cotidianas los hombres dejaban que los elefantes hicieran la mayor parte del trabajo, y en todo lo demás se comportaban de modo descuidado y ocioso, mientras que las mujeres eran dejadas y apáticas. En el clima tropical de Ava no tenían necesidad real de vestirse, pero podían haber inventado algún traje más gracioso que el suyo. Ambos sexos llevaban sombreros de fibra entretejida en forma de grandes hongos, pero iban desnudos de la cintura para arriba y de las rodillas para abajo, y se enrollaban una tela sucia alrededor de las caderas como una falda. Las mujeres, indiferentes a sus tetas aleteantes, llevaban un artículo más por motivos de modestia. Era una faja larga cuyos extremos cargados de cuentas colgaban por delante y por detrás, tapando así sus partes privadas cuando se
ponían en cuclillas, que era su postura acostumbrada. Ambos sexos se ponían mangos de tela en las pantorrillas cuando tenían que vadear un río, como protección contra las sanguijuelas. Pero siempre iban desnudos, y sus pies tenían callos tan duros que resistían cualquier elemento irritante. Recuerdo que en toda aquella región sólo vi a dos hombres que tuvieran zapatos. Los llevaban colgando del cuello con un bramante, para no estropear un artículo tan raro.
Los hombres mian ya eran bastante feos cuando estaban de pie, pero habían inventado un sistema para aumentar esta impresión. Se embadurnaban la piel con pinturas y dibujos de colores. Más que pintura era un colorante picado sobre y dentro de la piel, que ya no podía eliminarse nunca más. Con una astilla puntiaguda de zhugan se aplicaba hollín de aceite de sésamo quemado. El hollín era negro, pero una vez depositado bajo la piel se transparentaba en forma de puntos y líneas azules. Gente considerada artista en este oficio se desplazaba de pueblo en pueblo y era bien venida en todas partes, porque un mian se creería afeminado si no se decoraba como una alfombra qali. El punteado se iniciaba en la adolescencia, dejando tiempo para descansar entre cada sesión, muy dolorosa, y continuaba hasta que el hombre exhibía un enrejado de dibujos azules desde las rodillas hasta la cintura. Luego, si era una persona realmente vanidosa y podía permitirse posteriores actuaciones del artista, se hacía ejecutar entre los dibujos azules otros con algún tipo de pigmento rojo, y todos lo tenían por una persona realmente hermosa.
Esta fealdad estaba reservada a los varones, pero ellos compartían generosamente con las hembras otro carácter más: el repugnante hábito de masticar constantemente. Creo que los mian de la jungla llevaban a cabo sus trabajos forestales únicamente para poder comprar otro producto de la jungla, un producto masticable que no podían plantar y que tenían que importar. Era la nuez de un árbol llamado areca, que crecía únicamente en las regiones costeras. Los mian compraban estas nueces, las hervían, las cortaban a tiras y las dejaban secar al sol hasta ennegrecer. Cuando les apetecía, es decir, continuamente, tomaban una tira de nuez de areca, le ponían un poco de cal, la enrollaban con la hoja de una liana llamada betel, se metían el taco en la boca y lo masticaban, o más bien masticaban a lo largo de todo el día una sucesión constante de tacos. Masticar era para los mian como rumiar para las vacas: su única diversión, su único placer, la única actividad que emprendían que no era absolutamente necesaria para su existencia. Un pueblo lleno de hombres, mujeres y niños mian no era nada atractivo. Y no lo mejoraba verlos a todos moviendo sus mandíbulas arriba y abajo y de un lado a otro. Tampoco éste era su grado máximo de deliberado ensuciamiento personal. Masticar un taco de areca y betel tenía otro efecto: la saliva se volvía de color rojo brillante. Los niños mian empezaban a masticar cuando los destetaban y con el tiempo sus encías y labios se volvían rojos como llagas abiertas, sus dientes negros y ondulados como corteza de teca. Si los mian consideraban hermosos a los hombres que complicaban todavía más sus colores corporales, ya terribles de por sí, también consideraban bella a la mujer que aplicaba una capa de laca de corteza de teca a sus dientes y les daba un color negro profundo. Cuando una belleza mian me dirigió por primera vez una sonrisa formada exclusivamente por negro de betún y rojo de úlcera, retrocedí tambaleándome de repulsión. Cuando me hube recuperado, pregunté a Yissun el motivo de aquella horrible deformación. Él lo preguntó a la mujer y me transmitió su altanera respuesta.
—¡Pues qué! ¡Los dientes blancos son sólo para los perros y los monos!
Hablando de blancura, yo hubiese esperado que aquella gente demostrara algo de sorpresa o incluso de temor ante mi aparición, pues seguramente era el primer hombre blanco que había llegado a la nación ava. Sin embargo me recibieron sin emoción. Yo podía haber sido perfectamente uno de los nat menos temibles, y un nat bastante inepto,
que había decidido presentarse con un disfraz de cuerpo humano incoloro y deficiente. Pero los mian tampoco demostraron ningún resentimiento, temor ni odio contra Yissun y nuestros barqueros, aunque sabían muy bien que los mongoles habían conquistado recientemente su país. Cuando hablé de su actitud indiferente, se encogieron de hombros y repitieron una especie de proverbio campesino mian, o eso me pareció, que Yissun me tradujo:
—Cuando el karbau lucha, lo que queda aplastado es la hierba. Y cuando les pregunté si estaban consternados porque su rey había huido y se había escondido, volvieron a encogerse de hombros y repitieron una invocación campesina tradicional:
—Líbranos de los cinco males —que luego enumeraron —: Inundaciones, incendios, ladrones, enemigos y reyes.
Cuando pedí a uno de los jefes del poblado de aspecto algo más inteligente que los bueyes karbau del lugar, que me informara sobre la historia del pueblo mian, Yissun me tradujo lo siguiente:
—¡Amé, U Polo! Nuestro gran pueblo tuvo en otros tiempos una espléndida historia y una gloriosa tradición. Todo quedó escrito en libros, con nuestro poético idioma mian. Pero hubo una gran hambruna, y la gente hirvió los libros, les puso salsa y se los comió, y ahora no podemos recordar nada de nuestra historia y no sabemos nada de la escritura. No dijo más, ni tampoco puedo yo dar más explicaciones, excepto que «amé!» era la exclamación favorita de los mian, palabrota y blasfemia a la vez (aunque sólo significaba «madre»), y que «U Polo» era el tratamiento respetuoso que me daban. Mi título era «U» y el de Huisheng era «Dau», y ésta era su manera de decir messere e madona Polo. En cuanto a la historia de «poner salsa a los libros y comérselos», por lo menos puedo confirmar lo siguiente: los mian tenían una salsa que era su comida favorita, utilizada con tanta frecuencia como la exclamación «amé!». Era un condimento líquido hediondo, repugnante, absolutamente nauseabundo, que exprimían del pescado fermentado. La salsa se llamaba nuoc-mam, y la ponían sobre el arroz, el cerdo, el pollo, la verdura, sobre todo lo que comían. El nuoc-mam daba a todos los alimentos su mismo y horrible gusto, y los mian estaban dispuestos a comerse cualquier cosa horrible si antes la cubrían de nuoc-mam, por lo tanto no dudo ni un instante que pudieran haber puesto salsa a todos sus archivos históricos y comérselos luego. Una tarde llegamos a un poblado cuyos habitantes, de modo muy poco natural, no se mostraban flemáticos y ociosos, sino que saltaban por todas partes presas de gran excitación. Todos eran mujeres y niños, o sea que ordené a Yissun que se informara de lo sucedido y preguntara dónde se habían ido los hombres.
—Dicen que los hombres han cazado un badak-gajah, un unicornio, y que pronto van a traerlo aquí.
Bueno, esta noticia me excitó incluso a mí. La fama de los unicornios había llegado hasta la misma Venecia. Alguna gente creía en su existencia, y otros los consideraban seres míticos, pero todos comulgaban con cariño y admiración con la idea del unicornio. En Kitai y Manzi había conocido a muchos hombres, normalmente muy entrados en años, que ingerían una medicina elaborada con el «cuerno de unicornio» triturado, capaz de aumentar la virilidad. La medicina era escasa, sólo disponible en raras ocasiones e increíblemente cara, lo cual constituía una cierta prueba de que los unicornios existían realmente y de que eran tan raros como las leyendas decían. Por otra parte las leyendas contaban lo mismo en Venecia que en Kitai, y las pinturas trazadas por los artistas representaban al unicornio como un animal bello, gracioso, parecido a un caballo o a un ciervo, con un único cuerno dorado, largo, agudo, retorcido, que le salía de la frente. Yo dudaba de que aquel unicornio ava fuera el
mismo. En primer lugar era difícil imaginar que una criatura de ensueño como aquélla viviese en aquellas junglas de pesadilla y se dejara cazar por los zoquetes mian. En segundo lugar el nombre local, badak-gajah, significaba únicamente «un animal grande como un elefante» y esto no le pegaba mucho.
—Pregúntales, Yissun, si cazan al unicornio exponiendo a una doncella virgen para seducirlo y capturarlo.
Lo preguntó y pude ver las miradas de incomprensión que suscitó mi pregunta, y varias mujeres murmuraron «amé!», o sea que no me sorprendió la respuesta negativa que me trajo el intérprete: no, no habían tenido ocasión de probar ese método.
—Ah —dije —. ¿Los unicornios son tan raros que no habéis tenido ocasión de hacerlo?
—Aquí lo raras son las vírgenes.
—Bueno, veamos cómo cazan al animal. ¿Puede alguien conducirnos al lugar de su captura?