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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (141 page)

—Es de adorno. ¿Qué más puede representar?

—Es también útil, U Polo —dijo el pongyi —. El Rey Que Huyó era un gran aficionado al juego llamado Min Tranh. Min en nuestro idioma significa rey, Tranj significa guerra, y…

—¡Claro! —exclamé —. Es lo mismo que la Guerra del Shahi. O sea que forma un inmenso tablero para jugar al aire libre. Sin duda el rey disponía de piezas de juego de su misma talla.

—Las tenía: súbditos y esclavos. Para los juegos de cada día, él mismo representaba a uno de los min y un cortesano favorito era su contrincante. Los esclavos se ponían las máscaras y trajes de las otras piezas: el general de cada bando, los dos elefantes de cada bando, jinetes, guerreros y peones. Luego los dos min dirigían el juego y cada pieza perdida se perdía al pie de la letra. Amé! La sacaban del tablero y la decapitaban: allí, entre las flores.

—Porco Dio —murmuré.

—Sin embargo si el min, me refiero al rey real, se enfadaba con algún cortesano o con más de uno, los obligaba a ponerse los trajes de los peones de primera fila. En cierto modo era un trato más misericordioso que ordenar pura y simplemente su decapitación, pues les quedaba alguna esperanza de sobrevivir al juego y de conservar sus cabezas. Pero es triste decir que en tales ocasiones el rey-jugaba sin ningún cuidado y no era corriente que los parterres floridos, amé!, dejaran de regarse abundantemente con sangre.

Pasamos el resto de la tarde paseando entre los templos ph'ra de Pagan, aquellos edificios circulares construidos como enormes campanitas. Creo que un explorador realmente devoto podría pasar su vida entera vagando entre los templos, sin acabar nunca de verlos todos. La ciudad podía haber sido el taller de alguna deidad budista encargada de la construcción de aquellos templos de formas extrañas, porque sus mangos campanario formaban un auténtico bosque que sobresalía por encima de la llanura del río y se extendía por una distancia de unos veinticinco li arriba y abajo del río lrawadi, adentrándose por la llanura seis o siete li a ambos lados del río. Nuestro guía pongyi nos contó orgulloso que había más de mil trescientos p'hra, cada uno atiborrado de imágenes, y todos rodeados por una veintena o más de monumentos menores, estatuas de ídolos y columnas esculpidas que él llamaba thupo.

—Prueba —dijo —de la gran santidad de esta ciudad y de la Piedad de todos sus habitantes, pasados y presentes, que construyeron estos edificios. Los ricos financian su erección y los pobres consiguen trabajo pagado en las obras, y ambas clases pueden ganarse un mérito eterno. O sea que aquí en Pagan es imposible mover una mano o un pie sin tocar algún objeto sagrado.

Pero no pude dejar de observar que sólo una tercera parte de los edificios y monumentos parecían en buen estado, y que el resto presentaba variados aspectos de decrepitud. Cuando llegó el breve crepúsculo tropical y las campanas de los templos repicaron por toda la llanura llamando a los fieles de Pagan, éstos se dirigieron a los pocos p'hra que estaban en buen estado, mientras que los muchos templos hundidos o medio derrumbados salieron aleteando largas procesiones de murciélagos como penachos de humo negro sobre el cielo púrpura. Comenté que al parecer la piedad local no incluía la preservación de lo sagrado.

—Bueno, U Polo —dijo el viejo pongyi, con un toque de aspereza en la voz —. De hecho nuestra religión confiere un gran mérito a quienes construyen monumentos sagrados, y poco a quienes los reparan. Y aunque un noble o un mercader ricos quisieran malgastar sus méritos en una actividad de este tipo, los pobres no estarían dispuestos a hacer el trabajo. Como es lógico preferirían construir un thupo, aunque fuera pequeño, que reparar un gran p'hra.

—Entiendo —dije secamente —. Una religión con un concepto claro de los negocios. Cuando la noche se precipitó sobre nosotros emprendimos el intrincado camino de regreso al palacio. Habíamos seguido el consejo de Bayan y hecho nuestro paseo en la hora más fresca del día, fresca para lo acostumbrado en Ava. Sin embargo Huisheng y yo nos sentimos bastante sudorosos y llenos de polvo cuando volvimos a casa, y decidimos no responder a la invitación que nos hizo Bayan de acompañarle en la sesión nocturna de la interminable obra de teatro que estaban representando para él. Fuimos directamente a nuestra estancia y ordenamos a la doncella thai, Arun, que nos preparara otro baño; cuando la inmensa bañera de teca estuvo llena de agua, perfumada con hierba de miada y endulzada con azúcar de gomuti, nos quitamos los dos nuestras sedas y nos metimos juntos en el baño.

La doncella, mientras agarraba los paños para lavar, los ungüentos y las pequeñas vasijas con jabón de aceite de palma, me señaló con el dedo, sonrió y dijo:

—Kublau —luego sonrió de nuevo, señaló a Huisheng y dijo —: Saongam. Más tarde preguntando a otros que hablaban thai me enteré de que me había llamado

«guapo» y a Huisheng «radiante belleza». Pero en aquel momento sólo pude arquear las cejas y lo mismo hizo Huisheng, porque Arun se quitó su propia ropa enrollada y se dis-puso a meterse en el agua caliente con nosotros. Al ver la doncella que intercambiábamos miradas algo sorprendidas y perplejas, se detuvo y ejecutó una elaborada pantomima de explicación. Sin duda hubiese sido incomprensible para la mayoría de extranjeros, pero Huisheng y yo éramos expertos en el lenguaje de los gestos y conseguimos comprender que la chica estaba excusándose por no haberse desnudado con nosotros durante nuestro baño anterior. Nos explicó que en aquella ocasión íbamos simplemente «demasiado sucios» y que no nos pudo atender desnuda, como debía. Si le perdonábamos aquel anterior fallo de participación, ahora nos atendería del modo adecuado. Mientras decía esto se deslizó dentro de la bañera, con su equipo de baño, y empezó a enjabonar el cuerpo de Huisheng. Otras criadas nos habían atendido a menudo en el baño y como es lógico a menudo me habían bañado a mí criados de mi propio sexo, pero aquélla era la primera ocasión en que una criada se bañaba con nosotros. Bueno, otras tierras, otras costumbres, o sea que nos limitamos a intercambiar una mirada ligeramente divertida. ¿Qué mal había en ello?

Desde luego la participación de Arun no tenía nada de desagradable, muy al contrario, en mi opinión, porque era una persona hermosa, y no me importaba en absoluto estar en compañía de dos mujeres bellas y desnudas de razas diferentes. Arun era una muchacha, pero tenía más o menos la misma talla que Huisheng, ya una mujer, y su figura era muy similar, algo infantil, con pechos como capullos, nalgas pequeñas y bien delineadas, et-cétera. Se diferenciaba principalmente en que su piel tenía un color más amarillo cremoso, el color de la carne de durian y sus «pequeñas estrellas» tenían color de cervato y no de rosa, y sólo presentaba un amago de pelo corporal, justamente a lo largo de la línea donde se unían los labios de sus partes rosadas. Puesto que Huisheng no podía hablar, y que a mí no se me ocurría nada pertinente que decir, los dos estábamos callados, y yo me quedé sentado empapándome en el agua perfumada, mientras, al otro extremo de la bañera, Arun limpiaba a Huisheng y charlaba al mismo tiempo alegremente. Supongo que aún no se había dado cuenta de que Huisheng era sordomuda, porque era evidente que Arun estaba aprovechando la oportunidad para enseñarnos unos rudimentos de su propio lenguaje. Tocaba a Huisheng en un lugar, luego en otro dejando pequeñas huellas de jabón, y pronunciaba las palabras thai correspondientes a estas partes del cuerpo; luego se tocaba a sí misma en los mismos lugares y repetía las palabras.

La mano de Huisheng era mu, y cada dedo niumu, al igual que las partes

correspondientes de Arun. La fina pierna de Huisheng era khaa, y su esbelto pie tau, y cada dedo del pie, como una perla, era niutau, y lo mismo en Arun. Huisheng sonreía tolerantemente mientras la chica le tocaba el pom, el kiu y el jamo, su pelo, cejas y nariz, y soltó una risa silenciosa de apreciación cuando Arun tocó sus labios, baá, y luego hizo pucheros con los suyos como si fuera a besar diciendo «jup». Pero los ojos de Huisheng se abrieron algo más cuando la chica le tocó los pechos y los pezones dejando en ellos marcas de jabón y los identificó llamándolos nom y kuanom. Y luego Huisheng enrojeció bellamente porque sus estrellitas parpadearon y se levantaron erectas a través de las burbujas, como si se alegraran de tener un nuevo nombre, kuanom. Arun al verlo rió también en voz alta y en demostración de simpatía jugó con sus propios kuanom hasta que alcanzaron la prominencia de los de Huisheng. Luego señaló la diferencia entre sus cuerpos que ya había notado. Indicó que tenía muy poco pelo allí, pelo que recibía el nombre de moé, mientras que Huisheng no tenía ninguno. Sin embargo, agregó, tenían una cosa en común allí abajo, y se tocó primero sus partes rosadas y luego las de Huisheng persistiendo ligeramente en el toque, y dijo en voz baja «hü». Huisheng dio un pequeño salto que hizo ondular el agua de la bañera, me miró interrogativamente y luego miró de nuevo a la chica, que respondió a su mirada con una sonrisa abiertamente provocadora y desafiante. Arun se movió en el agua para ponerse cara a mí, como si solicitara mi aprobación para su descaro, señaló mi correspondiente órgano y dijo riendo: «kue».

Creo que el comportamiento desenvuelto e irreprensible de Arun había divertido a Huisheng sin ofenderla. Quizá al sentir aquel toque final que era una caricia franca, sintió sólo un poco de aprensión por su poder. Pero ahora se puso de parte de la chica y me señaló alegremente con el dedo, llegando mi turno de sonrojarme, porque los anteriores acontecimientos habían excitado vigorosamente mi kue y estaban en flagrante evidencia. Quise cubrirlo avergonzado con un paño de lavarse, pero Arun me lo impidió

y se apoderó de mí con una mano jabonosa, repitiendo «kue», mientras con la otra mano bajo el agua continuaba acariciando la parte correspondiente de Huisheng y decía de nuevo «hii». Huisheng continuó riendo silenciosamente, sin importarle nada, como si la situación empezara a darle placer. Luego Arun soltó brevemente a los dos, dijo alegremente «aukan!» y dio una palmada con las dos manos para indicarnos lo que estaba sugiriendo.

Huisheng y yo no habíamos tenido ocasión de disfrutar el uno del otro durante nuestro viaje de Bhamo a Pagan, ni las circunstancias nos lo hicieron desear mucho. Ahora estábamos más que preparados para recuperar este tiempo perdido, pero no hubiésemos soñado nunca con pedir la ayuda de nadie para hacerlo. No habíamos necesitado antes ninguna ayuda, ni tampoco la necesitábamos entonces, pero decidimos aceptarla y disfrutarla. Quizá lo hicimos simplemente porque Arun se mostraba tan vivaz y deseosa de ayudarnos, o quizá porque estábamos en un país nuevo y exótico, y queríamos aceptar las nuevas experiencias que nos ofrecía. O quizá el durian y sus supuestas propiedades hicieron algún efecto.

Dije que no hablaría de ninguna de las actividades privadas entre Huisheng y yo, y tampoco ahora voy a tocar el tema. Sólo señalaré que aquella noche no nos comportamos exactamente como yo y las mellizas mongoles nos habíamos comportado mucho tiempo antes. En esta ocasión, la chica adicional actuó principalmente como casamentera muy activa, e instructora y manipuladora de nuestras varias partes, enseñándonos unas cuantas cosas que sin duda eran métodos aceptados entre su gente pero nuevos para nosotros. Entonces pensé que no era extraño el nombre de thai apli-cado a su pueblo, que significa Libre. Sin embargo, Huisheng o yo, y normalmente los dos a la vez, disponíamos siempre de alguna parte no ocupada con la cual podíamos dar

también placer a Arun, y sin duda a ella le gustaba, porque con frecuencia ronroneaba o exclamaba «aukan!, aukan!» y «saongam!» y «chan pom rak kun!» que significa «os amo a los dos» y «chakati pasad!» de cuyo significado no voy a hablar. Hicimos aukan ana y otra vez, los tres, la mayoría de las noches que Huisheng y yo pasamos en el palacio de Pagan, y a menudo lo hicimos también en otros días, cuando el calor apretaba demasiado y no podíamos hacer nada útil al aire libre. Pero recuerdo sobre todo aquella primera noche, y recuerdo también todas las palabras thai que Arun me enseñó, y no por lo que hicimos, sino porque tiempo después tuve ocasión de recordar una cosa que aquella noche me había pasado por alto. 3

Unos días después Yissun me dijo que acababa de descubrir los establos reales del antiguo rey de Ava, a una cierta distancia de palacio y me preguntó si quería visitarlos. A primeras horas de la mañana siguiente, antes de que el calor del día apretara, él, Huis-heng y yo nos dirigimos allí en palanquines transportados por esclavos. El mayordomo de los establos y sus ayudantes estaban orgullosos de sus pupilos kuda y gajah, los caballos y elefantes reales, les tenían cariño y estaban ansiosos por enseñárnoslos. Huisheng conocía ya los caballos y nos limitamos a admirar los mejores corceles kuda mientras pasábamos por sus suntuosas residencias, pero nos detuvimos más tiempo en el patio que contenía los establos de los gajah, porque Huisheng no había tenido todavía ocasión de acercarse a ningún elefante.

Era evidente que los grandes elefantes no habían trabajado mucho desde que el rey había huido montado en una de sus hermanas, y los mozos de establo asintieron con placer, cuando a través de Yissun les pregunté si podíamos montar en un gajah.

—Éste —indicaron mientras sacaban a un enorme ejemplar —. Podéis disfrutar del raro honor de montar en un elefante sagrado blanco.

Estaba espléndidamente enjaezado con manto de seda y cofia enjoyada, arneses con perlas y hauda de teca ricamente labrada y dorada, pero como ya me habían contado hacía tiempo, el elefante blanco no era todo blanco. Tenía sobre su piel arrugada y de color gris pálido algunas zonas de color vagamente parecido al de la carne humana, pero el mayordomo y los mahawats nos contaron que el apelativo «blanco» ni siquiera se refería a esto: «blanco» aplicado a elefantes sólo significaba «especial, distinto, superior». Señalaron algunos rasgos de aquel ejemplar que permitían a una persona conocedora de elefantes situarlo muy por encima de la clase ordinaria.

—Observad —dijeron —la bella curvatura hacia adelante de sus patas delanteras, y la inclinación pronunciada que presenta su grupa por detrás, y la gran papada que le cuelga del pecho. Pero la demostración inconfundible de que es un animal digno de recibir el trato de un sagrado elefante blanco la tenéis aquí —nos dijeron llevándonos a contemplar la cola del animal.

Aquel animal, además de tener el habitual penacho cerdoso de pelos en la punta de la cola, tenía también una franja de pelos a ambos lados del apéndice. Quise demostrar mi experiencia y facilidad de trato con aquellos animales, exhibiéndome como suelen hacer los hombres ante su pareja, y dije a Huisheng que se apartara y que mirara. Pedí a uno de los mahawat su gancho ankus y di un golpe con él al elefante en el lugar adecuado de su trompa: él la dobló obedientemente formando un estribo, la bajó, puse el pie encima y la trompa me levantó hasta la nuca del animal. Debajo Huisheng bailaba y aplaudía con admiración, como una niña excitada, y Yissun exclamaba más tranquilamente: «Hui!, hui!» El mayordomo y los mahawats vieron que trataba bien al elefante sagrado, y moviendo las manos indicaron que lo podía llevar sin

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