El viajero (157 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

Un pescador de Java, que acababa de traer su pesca para vendémosla, contempló el espectáculo sin ninguna emoción y luego dijo, traducido por un han de la tripulación:

—Ese hombre seguramente ha tocado un pez piedra. Es el animal más venenoso de todos los mares. Si alguien lo toca sufre una agonía tan terrible que antes de morir se vuelve loco. Si esto le vuelve a ocurrir a otra persona, hay que abrir un durian maduro y aplicarlo sobre la herida. Es el único remedio.

Yo sabía que el durian tenía muchas cualidades dignas de elogio, había estado comiéndolo con voracidad desde que supe que aquí crecían profusamente, pero nunca hubiera sospechado que el fruto tuviera propiedades medicinales. Sin embargo, poco después, una de las peluqueras de Kukachin fue también a nadar y volvió llorando por el dolor que le producía una picadura de espina en el brazo, y el médico probó entonces el remedio del durian. Ante la alegre sorpresa de todos, dio resultado. La muchacha no sufrió más que una hinchazón dolorosa en el brazo. El médico lo anotó cuidadosamente en su inventario de materia médica, diciendo con cierto asombro:

—Imagino que la pulpa del durian digiere de algún modo el veneno del pez piedra antes de que pueda producir efectos calamitosos.

También presenciamos lo que sucedió con la pérdida de otros dos miembros del grupo. Las lluvias habían cesado finalmente y el sol había aparecido; nuestros capitanes

estaban todos en sus cubiertas, examinando el cielo y esperando ver si el buen tiempo se aguantaría hasta que pudiéramos levar anclas y zarpar, y mientras tanto murmuraban conjuros han para que así fuera. El mar de color verde jade de Java aquel día se veía tan bello que casi tuve tentaciones de meterme en él; parecía una lámina tranquila con escamas de relucientes cristalitos de luz. Pero tentó a otros dos hombres, a Koja y a Apushka, dos de los tres enviados del ilkan Arghun. Se desafiaron el uno al otro a una carrera de natación hasta un lejano arrecife, se tiraron al agua desde la borda del chuan y se alejaron levantando la espuma con cada brazada, y todos nosotros nos reunimos en la barandilla para animarlos.

En aquel momento bajaron barriendo el cielo unos cuantos albatros. Los pájaros, imaginé yo, se habían visto obligados a interrumpir su pesca por el largo período de lluvias, ahora estaban impacientes por rebuscar entre la basura de nuestro barco y encontrar algo de carne fresca. Comenzaron a echarse en picado sobre los dos nadadores, golpeando con sus largos picos ganchudos las partes de los hombres que asomaban por encima del agua, es decir, sus cabezas. Koja y Apushka dejaron de nadar, intentaron apartar a la bandada de pájaros y mantenerse por encima del agua al mismo tiempo. Pudimos oírlos gritar, luego maldecir, luego chillar y vimos la sangre que corría por sus rostros. Y cuando los albatros les arrancaron los ojos a los dos, los hombres se sumergieron desesperados bajo el agua. Trataron de salir a la superficie para respirar una o dos veces, pero los pájaros los estaban esperando. Y al final los dos hombres prefirieron simplemente morir ahogados que ser desgarrados a pedazos. Pero desde luego, en cuanto sus cuerpos flotaron inertes e hinchados sobre la superficie, los albatros se cebaron en ellos, y los pelaron e hicieron trizas durante todo el resto de aquel día.

Era triste que Apushka y Koja, habiendo superado los incontables peligros del viaje por tierra desde Persia a Kitai, y después los del largo recorrido por mar hasta allí, murieran tan bruscamente y de una manera tan poco digna de un mongol. Todos nosotros, en especial Kukachin, lamentamos mucho aquella pérdida. No se nos ocurrió considerarla una premonición de alguna pérdida futura y quizá más dolorosa; ni siquiera mi padre murmuró «los males siempre vienen de tres en tres»; sin embargo, tal como se desarrollaron los acontecimientos, podíamos muy bien haber visto en el accidente un presagio.

Después de dos días más de tiempo claro y despejado, nuestros capitanes decidieron confiar en que duraría. Las tripulaciones se situaron en los inmensos mangos de los remos, y sacaron remando lentamente nuestros pesados barcos de la desembocadura del río hacia mar abierto, se izaron las vastas velas de tiras, el viento volvió a empujarnos, y viramos hacia Occidente en dirección a casa. Pero cuando hubimos rodeado un alto promontorio y viramos de nuevo hacia el sur entrando en un canal tan estrecho que podíamos ver la otra costa lejana al otro lado, un vigía desde lo alto de un mástil del barco delantero se puso a dar voces. No gritó una de las usuales y bruscas frases marineras, como «¡Barco a la vista!» o «¡Arrecifes a proa!»; porque sin duda no había una frase aceptada y abreviada para lo que vio. Sólo gritó dirigiéndose a los de abajo con voz de sorpresa: «¡Mirad cómo hierve el mar!»

Todos los que estábamos en cubierta fuimos a mirar por la borda, y eso era exactamente lo que parecía estar haciendo el estrecho de la Sonda: hervir y burbujear, como un puchero lleno de agua puesto sobre el brasero para preparar el cha. Y luego, justamente en medio de la flota, el mar se levantó formando una giba, se abrió como la boca de un monstruo y exhaló una gran ráfaga de vapor. El penacho continuó brotando hacia arriba durante varios minutos, y el vapor se dispersó entre los barcos. Nosotros, los pasajeros, habíamos estado profiriendo exclamaciones de diversa índole, pero

cuando la nube de vapor nos envolvió comenzamos a toser y a escupir, por culpa del sofocante hedor a huevos podridos. Y cuando el vapor hubo pasado por encima nuestro, sobre nuestra piel y nuestras ropas se había esparcido un fino polvillo amarillo. Restregué el polvo de mis escocidos ojos y al lamer el que se depositó sobre mis labios, sentí el distintivo sabor rancio del azufre.

Los capitanes gritaban órdenes a sus tripulantes, se produjo un gran revuelo de carreras arriba y abajo y desplazamiento de vergas, y todos nuestros barcos dieron media vuelta y huyeron por donde habían venido. Cuando el pedazo de mar hirviente y eructante quedó a salvo detrás nuestro, el capitán de nuestro navío me dijo excusándose:

—Más allá, en el mismo estrecho, acecha el anillo negro de montañas marinas llamado Pulau Krakatau. Aquellos picos son en realidad las cimas de volcanes submarinos, y se sabe que entran en erupción con devastadoras consecuencias. Provocan olas tan altas como montañas, olas que recorren el estrecho de un extremo a otro, arrasando a todo ser viviente. No puedo saber si esta ebullición del agua presagia una erupción, pero no podemos arriesgarnos a atravesarlo.

Así que la flota tuvo que volver sobre su camino a través del mar de Java, y luego virar en dirección norte hasta el estrecho de Malaca entre Java la Menor, o Sumatera, y la tierra de los malayu. Era ésta una extensión de agua de tres mil li de longitud y tan ancha que yo la hubiera tomado por un mar, de no haber sido porque las circunstancias nos obligaron a cruzarlo repetidamente de un lado a otro, y me enteré bien de que a ambos márgenes había extensas tierras, y llegué a conocerlas bastante mejor de lo que hubiera deseado. Sucedió que el tiempo empeoró de nuevo y continuó amenazándonos y hostigándonos constantemente desde la pantanosa orilla oriental del estrecho, la orilla de los malayu, para volver de nuevo al otro lado, obligándonos a refugiarnos en bahías o en calas de una ribera u otra, y a repostar agua y alimentos frescos en pequeños y mise-rables villorrios de caña demasiado insignificantes para merecer nombre, aunque todos lo tuviesen: Muntok, Singapura, Melaka y muchos otros que ya he olvidado. Tardamos cinco meses enteros en superar todos los obstáculos del estrecho de Malaca. En el extremo norte había mar abierto y allí podíamos haber virado hacia occidente, pero nuestros capitanes continuaron en dirección noroeste, navegando en prudentes y cortas etapas de una isla a la siguiente por una larga hilera de islas llamadas archipiélago de Necuveram y Angamanam, utilizándolas como pasaderas. Finalmente llegamos a la isla que según ellos era la más extrema de las Angamanam, y allí

anclamos a poca distancia de la costa y pasamos el tiempo suficiente para rellenar todos nuestros aljibes de agua y hacernos con todas las frutas y verduras que pudimos conseguir diplomáticamente de sus poco hospitalarios nativos. Eran éstos los seres humanos más bajos que he visto nunca, y los más feos. Tanto hombres como mujeres se paseaban totalmente desnudos, pero la visión de una hembra angamanam no habría despertado la menor lujuria ni siquiera en un marinero cansado de navegar. Tanto los hombres como las mujeres eran achaparrados y fornidos, con enormes y protuberantes mandíbulas, y tenían la piel más negra y lustrosa que la de cualquier africano. Podía haber posado fácilmente mi barbilla sobre la cabeza del más alto de ellos, pero nunca hubiera hecho tal cosa, porque el cabello era su característica más repelente: no eran más que mechones dispersos de pelusa rojiza. Cabría esperar que unas personas tan grotescamente feas intentaran compensarlo cultivando un carácter agradable, pero los angamanam eran sin excepción hoscos y ceñudos. Eso se debía, según me dijo un marinero han, a que estaban decepcionados y enojados de que no hubieran encallado uno o dos de los navíos de nuestra flota en los arrecifes coralíferos de la isla, pues la única ocupación de aquel pueblo, su única religión y regocijo era saquear barcos embarrancados, degollar a sus tripulantes y comérselos

ceremoniosamente.

—¿Comérselos? ¿Por qué? —pregunté —. No creo que a los habitantes de una isla tropical, con todas las provisiones que ofrece el mar y la jungla, les falte comida.

—No se comen a los marineros de los barcos naufragados para alimentarse. Ellos creen que ingerir un navegante aventurero los hace ser tan intrépidos y audaces como lo era éste.

Pero nosotros éramos demasiados e íbamos muy bien armados para que los enanos negros intentaran agredirnos. Nuestro único problema era convencerles para que nos cedieran su agua y sus verduras, ya que aquella gente no tenía interés en el oro ni en ningún otro tipo de recompensa monetaria. Sin embargo, al igual que otros pueblos desesperadamente feos, eran muy vanidosos. Así que repartiendo entre ellos pedazos de baratijas, cintas y otros perifollos con los que pudieron adornar sus indecibles personas, conseguimos lo que necesitábamos y zarpamos de nuevo.

A partir de entonces, nuestra flota atravesó sin incidentes la bahía de Bengala en dirección oeste, y es el único mar en el extranjero que he cruzado ya tres veces, y agradecería no tenerlo que hacer de nuevo. Esta travesía nos llevó algo más hacia el sur que mis dos anteriores, pero la panorámica era la misma: una extensión infinita de agua azul celeste con escotillas blancas de espuma abriéndose y cerrándose aquí y allí, como si las sirenas estuvieran lanzando furtivas miradas al mundo de arriba, y bancos de delfines retozando alrededor de nuestros cascos. Se precipitaban a bordo tantos peces voladores que nuestros cocineros, que ya habían agotado desde hacía tiempo el pescado fresco de nuestros aljibes, los recogían de vez en cuando de cubierta y nos los cocinaban.

Doña Kukachin preguntaba con humor:

—Si los habitantes de Angamanam se vuelven más valientes al comerse a personas valientes, ¿nos permitirán estas comidas a nosotros volar como estos peces?

—Es más probable que nos contagien su olor —gruñó la doncella que atendía su sala de baño.

Estaba disgustada porque, en esta larga travesía por la bahía, los capitanes nos habían ordenado bañarnos sólo con agua de mar subida a cubos, para no desperdiciar agua fresca. El agua salada limpia bastante, pero deja una maldita sensación de aspereza e incomodidad.

3

Al llegar a la orilla occidental de la gran bahía recalamos en la isla de Srihalam. No se hallaba muy al sur de la costa del Cholamandal en la India, donde yo había pasado anteriormente una temporada, y los isleños eran físicamente muy parecidos a los cholas; los habitantes de sus costas, al igual que los cholas, se dedicaban principalmente al comercio y pesca de perlas. Pero las similitudes no iban más allá. Los isleños de Srihalam se habían convertido a la religión de Buda; de ahí que fueran muy superiores a sus primos hindúes de la península en cuanto a moral, costumbres, vivacidad y atractivo personal. La isla era un lugar encantador, tranquilo, exuberante y de clima generalmente benévolo. A menudo he observado que los lugares más bellos reciben una gran diversidad de nombres: tal es el caso del Jardín del Edén, que también se llama Paraíso, Arcadia, Elíseo, y hasta los musulmanes le dan un nombre, Djennet. Del mismo modo, Srihalam ha recibido nombres diferentes de los distintos pueblos que la han admirado. Los antiguos griegos y romanos la llamaron Taprobane, que significa Estanque de Lotos, los primeros marineros moros la llamaron Tenerisim, o Isla de las Delicias, y actualmente los navegantes árabes la llaman Serendib, o sea una

pronunciación defectuosa del nombre que los propios isleños dan al lugar, Srihalam. Este nombre, Lugar de las Gemas, está a su vez traducido a otras lenguas: Ilanare en el idioma de los cholas de la península, Lanka en el de otros hindúes, Bao Difang en el de nuestros capitanes han.

Tomamos puerto en Srihalam por necesidad, para aprovisionarnos de agua y de otros suministros; sin embargo, tanto nuestros capitanes y su tripulación, como Kukachin, su séquito, mi padre y yo no tuvimos el menor inconveniente en pasar allí una temporadita. Mi padre incluso hizo de comerciante (el propio nombre, Lugar de las Gemas, es tan descriptivo como poético), y compró algunos zafiros de una calidad que no habíamos visto en ningún otro lugar, incluyendo algunas inmensas piedras de un azul intenso con rayos estelares fulgurando en sus profundidades. Yo no emprendí ningún negocio y me limité a vagar de un lado a otro para contemplar sus panoramas. Había algunas ciudades antiguas, deshabitadas y abandonadas a la jungla, pero que aún mostraban una belleza arquitectónica y ornamental que me obligaron a preguntarme si aquellas gentes de Srihalam eran los restos de la admirable raza que había habitado la India antes que los hindúes, y que había construido los templos que ahora los hindúes pretendían atribuirse. El capitán de nuestro barco y yo, felices de poder estirar las piernas después de tanto tiempo a bordo, pasamos un par de días escalando el camino hasta un santuario situado en la cima de una montaña donde, como me había contado una vez un pongy en Ava, Buda había dejado impresa la huella de su pie. He de decir que los budistas la consideraban la huella de Buda, los peregrinos hindúes afirmaban que era la marca de su propio dios Siva, los peregrinos musulmanes insistían en que fue obra de Adán, algunos visitantes cristianos conjeturaban que probablemente la dejó san Tommaso o padre Zuáne, y mi acompañante han dijo que en su opinión la había impreso allí Pangu, el antecesor han de toda la humanidad. Yo no soy budista, pero me inclino a pensar que aquella muesca de forma oblonga practicada allí en la roca, casi tan larga y tan ancha como yo mismo, debió de haberla hecho Buda, porque yo había visto su diente y sabía que fue un gigante. Además no había visto personalmente ningún otro vestigio de los demás pretendientes.

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