Estos comentarios solían inspirar a dos o tres de los más ambiciosos comerciantes allí
presentes, quienes llamaban a un criado para que transmitiera un mensaje urgente a su central comercial, diciendo algo así, supongo: «Probemos la absurda idea de este hom-bre.» Pero no por ello los comerciantes abandonaban la reunión, porque cuando las señoras se retiraban a otro lugar para charlar de sus asuntos femeninos, yo divertía a los hombres con historias más picantes.
—Mi médico personal que me ha acompañado hasta aquí, el dótor Abano, tiene sus dudas sobre este tema, miceres, pero yo traje de Kitai una receta para la longevidad y quiero compartirla con ustedes. Los han que profesan la religión llamada Tao mantienen la firme creencia de que la exhalación de todas las cosas contiene partículas tan diminutas que son invisibles, pero que producen en nosotros un poderoso efecto. Por ejemplo, las partículas de la rosa, o lo que llamamos fragancia de rosa, nos hacen sentirnos benévolos cuando las inhalamos. Las partículas de carne que despide en forma de olor un buen asado de carne nos hacen la boca agua. Del mismo modo, los taoístas afirman que el aliento que pasa a través de los pulmones de una chica joven se carga con las partículas de su joven y fresco cuerpo y que entonces, cuando ella exhala, impregna el aire del ambiente con calidades vigorosas y vigorizantes. De modo que la receta es: si queréis vivir una larga vida, rodeaos de vivaces y jóvenes doncellas. Estad lo más cerca posible de ellas. Inhalad sus dulces exhalaciones. Eso estimulará vuestra sangre, vuestros humores y otros jugos. Fortalecerá vuestra salud y alargará vuestra vida. Ni que decir tiene que si mientras tanto encontraseis otro empleo para las deliciosas y jóvenes vírgenes…
Entre risas roncas, ruidosas y prolongadas, uno de los viejos flamencos golpeó con una mano huesuda su rodilla puntiaguda gritando:
—¡Que se vaya a la porra vuestro médico personal, Mainheer Polo! Creo que es una receta extraordinaria. Yo recurriría a las jóvenes muchachas ahora mismo, ¡vaya si lo haría!, si no fuera porque sin duda mi vieja esposa tendría algo que objetar. Entre risas aún más ruidosas, levanté la voz y le dije:
—No, si actuáis con astucia, micer. El remedio para las mujeres mayores son, por supuesto, los muchachos jóvenes.
Las risas siguieron aumentando de volumen, y entre bromas socarronas circuló una nueva ronda de jarras de fuerte cerveza flamenca, y muchas veces, cuando Donata y yo dejábamos la reunión, agradecía tener a mi disposición un palanquín consular para volver a casa.
Durante el día aún tenía menos que hacer, y generalmente Donata estaba ocupada con nuestras hijas, así que me dediqué a realizar un proyecto que consideraba ventajoso para el comercio en general y para Venecia en particular. Decidí instituir allí, en Occidente, algo que me había parecido eminentemente útil en Oriente. Establecí una posta de caballos en imitación de aquella que había inventado hacía tanto tiempo el ministro de Caminos y Ríos del kan Kubilai. Me llevó tiempo, trabajo y discusiones conseguirlo, puesto que en aquellas tierras no disponía de autoridad absoluta, como la hubiera tenido en cualquier parte del kanato. Tuve que enfrentarme a una generalizada apatía, timidez y oposición de los gobiernos. Y estas dificultades se veían multiplicadas por la cantidad de gobiernos implicados: Flandes, Lorena, Suabia y otros, cada uno de los ducados y principados recelosos y de estrechas miras situados entre Brujas y Venecia. Pero yo estaba decidido y empeñado en ello y lo logré. Cuando estuvo instalada aquella cadena de postas de jinetes y estaciones de relevo, pude enviar a Venecia los manifiestos de la carga de la flota en cuanto ésta zarpaba de Sluys. La posta tardaba siete días en transportar los papeles a lo largo de setecientas millas, una cuarta parte del tiempo que podía tardar como mínimo la flota, y a menudo los mercaderes destinatarios de Venecia habían vendido ventajosamente todos los artículos del cargamento antes incluso de recibirlos.
Cuando nos llegó el momento a mi familia y a mí de dejar Brujas, tuve la tentación de trasladarnos hasta casa por el mismo y rápido sistema de postas. Pero dos de los miembros de la familia eran pequeños y Donata estaba embarazada de nuevo, o sea que la idea era impracticable. Llegamos a casa, como habíamos salido, en barco, y lo hicimos en el buen momento para que nuestra tercera hija, Morata, naciera en Venecia. La Ca'Polo seguía siendo un lugar de peregrinaje para los visitantes que deseaban conocer y conversar con micer Marco Milione. Durante mi estancia en Flandes, mi padre los había ido recibiendo; pero él y Dona Lisa se estaban cansando de esta obligación, pues los dos eran muy ancianos y de precaria salud, y se alegraron de que yo volviera a ocupar mi sitio.
Vinieron a verme, durante aquellos años, además de bobalicones y papanatas, algunas personas distinguidas e inteligentes. Recuerdo a un poeta, Francesco da Barberino, que (como tú, Luigi) deseaba saber algunas cosas sobre Kitai para una chanson de geste que estaba escribiendo. Recuerdo al cartógrafo Merino Sañudo, que vino a pedirme permiso para incorporar algunos de nuestros mapas a un gran mapa del mundo que estaba compilando. Y se presentaron varios frailes historiadores, Jacopo D'Acqui y Francesco Pipino, y uno de Francia, Jean D'Ypres, que estaban escribiendo diversas crónicas del mundo. Vino también el pintor Giotto di Bondone, famoso por su O y por sus frescos de capilla, que deseaba saber algo sobre las artes ilustradas que practicaban los han. Pareció impresionarle lo que yo pude contarle y mostrarle, y se marchó diciendo que iba a intentar aplicar alguno de aquellos exóticos efectos en sus propias pinturas. También llegaron, a través de los muchos agentes que tenía en países orientales y occidentales, noticias de personas y lugares que había conocido. Me enteré de la muerte de Eduardo, rey de Inglaterra, a quien había conocido como príncipe cruzado en Acre. Supe que el padre Zuáne de Montecorvino, a quien había conocido justo el tiempo suficiente para detestarlo, había sido nombrado por la Iglesia primer arzobispo de
Kanbalik, y había recibido varios sacerdotes para atender las misiones que estaba fundando en Kitai y en Manzi. Me enteré de las muchas guerras que había emprendido con éxito el entonces insignificante y joven Ghazan. Entre sus diversas victorias anexionó totalmente el Imperio selyúcida a su il-kanato de Persia, y yo me pregunté qué
habría sido del bandido kurdo Zapatos y de mi vieja amiga Sitaré, pero no lo supe nunca. Tuve noticias de otras expansiones del kanato mongol: en el sur se apropió de Java, la Mayor y la Menor, y en el oeste entró hasta el Tazhikistán; pero, tal como yo había aconsejado a Kubilai, ninguno de sus sucesores se molestó nunca en invadir la India.
También pasaron cosas más cerca de casa, y no todas fueron alegres. En rápida sucesión murieron mi padre, tío Mafio y luego maregna Fiordelisa. Sus funerales fueron tan espléndidos y suntuosos, tuvieron una asistencia tan nutrida y la ciudad entera lo la-mentó tanto, que casi eclipsaron las exequias del dogo Gradenigo, que murió poco después. Aproximadamente en la misma época, aquí en Venecia quedamos horrorizados cuando el francés que había sido nombrado papa Clemente y trasladó sumariamente la Sede Apostólica de Roma a Aviñón, en su Francia natal, para que Su Santidad pudiera estar cerca de su querida, que por ser la esposa del conde de Périgord, no podía visitarle cómodamente en la Ciudad Eterna. Quizá hubiéramos contemplado aquello con tolerancia, como una aberración pasajera, típica de un francés, si no hubiera sido porque tres años después, Clemente fue sucedido por otro francés, Juan XXII, quien al parecer estaba de acuerdo con que el palacio papal permaneciera en Aviñón. Mis agentes no me tuvieron bien informado de lo que pensaba el resto de la cristiandad sobre este sacrilegio, pero, a juzgar por la tormenta que levantó aquí en Venecia, incluyendo algunas sugerencias nada frívolas para que los cristianos venecianos nos sometiéramos a la Iglesia griega, debo suponer que el pobre san Pedro estaba rabiando en su catacumba romana.
El dogo que sucedió a Gradenigo ocupó el cargo brevemente antes de morir él también. El actual dogo Zuáne Soranzo es un hombre más joven, y probablemente estará con nosotros una temporada. También ha sido un hombre innovador. Ha instituido una carrera anual de góndola y batéli en el Gran Canal, llamada la Regata, porque los ganadores reciben premios. La Regata ha ido adquiriendo en cada uno de los cuatro años transcurridos más vida, colorido y popularidad. Actualmente, es una fiesta de un día entero-de duración, con carreras para embarcaciones de un remo, de dos remos, e incluso embarcaciones remadas por mujeres; y los premios cada año son más valiosos y más ansiados, hasta el punto de que la Regata se ha convertido en un espectáculo anual comparable a las Bodas del Mar.
Otra cosa que hizo el dogo Soranzo fue pedirme que asumiera de nuevo un cargo público, como uno de los Proveditori del Arsenal, y aún sigo en él. Es una obligación puramente ceremonial, como ser supracomito de un buque de guerra; pero de vez en cuando me acerco hasta ese extremo de la isla para fingir que realmente estoy supervisando los astilleros. Me gusta estar allí en medio del sempiterno olor a brea hirviente, viendo cobrar vida a una galera en un extremo de la atarazana a partir del simple tronco de la quilla, luego tomar forma a medida que avanza de un equipo de obreros al siguiente, que le proporcionan las costillas y el tablaje; y moviéndose siempre lentamente, pasa a través de los cobertizos donde los obreros completan su casco por ambos lados y añaden todo lo necesario, desde el cordaje y las velas de repuesto hasta el armamento y las principales provisiones, mientras otros arsenaloti están acabando la cubierta y las piezas superiores, hasta que finalmente flota en el muelle del Arsenal, convertido en un navío nuevo y completo, listo para subastarlo a algún comprador y preparado para zambullir los remos o izar las velas y emprender viaje. Es un patético
espectáculo para alguien que no va a viajar nunca más.
Yo no volveré a marcharme, a ninguna parte, y en cierto modo, podría no haber estado casi nunca fuera. Aún soy estimado en Venecia, pero ahora como algo permanente, no como una novedad, y los niños ya no van tras de mí dando cabriolas por las calles. Algún visitante ocasional de algún país extranjero, donde acaba de aparecer por primera vez la Descripción del Mundo, aún viene para conocerme, pero mis colegas venecianos se han cansado de oír mis recuerdos y no me agradecen que contribuya con ideas recogidas de lugares lejanos.
Hace poco tiempo, en el Arsenal, el maestro naviero se sonrojó cuando yo le conté, con bastante detenimiento, que los marineros han timoneaban sus macizos navíos chuan, con sólo un único remo de dirección centrado, mucho más hábilmente que los timoneles de nuestras galeazze, que eran más pequeñas y llevaban remos dobles, uno a cada lado. El maestro naviero escuchó pacientemente mientras yo discurseaba, pero luego se alejó
gruñendo algo en voz alta sobre los «diletantes que no respetan la tradición». Sin embargo, sólo al cabo de un mes vi una nueva galera acabada de montar que no llevaba la habitual vela latina sino el aparejo cuadrado al estilo de las cocas flamencas, y un único remo de dirección, centrado y montado en la proa. No me invitaron al viaje de prueba de aquel barco, pero probablemente funcionó bien, pues a partir de entonces el Arsenal se ha dedicado a crear cada vez más modelos parecidos. También últimamente me honraron invitándome a cenar en el palazzo del dogo Soranzo. La cena estaba acompañada por la música apagada de un conjunto de músicos desde una galería alta que daba a la sala. En una pausa de la conversación comenté ante todos los comensales:
—En una ocasión, en el palacio de Pagan, en la nación de Ava, en las tierras de Champa, nos amenizaba la cena un conjunto de músicos que eran todos ciegos. Yo pregunté al mayordomo si los ciegos en aquel país encontraban trabajo como músicos con mayor facilidad. El mayordomo me dijo« «No, U, Polo. Si un niño demuestra tener talento musical, sus padres le ciegan deliberadamente para que así su oído se afine y concentre exclusivamente su atención en perfeccionar su música, de este modo algún día puede aspirar a una plaza como músico de palacio.»
Se hizo un silencio general. Luego la dogaresa dijo nerviosamente:
—No me parece una anécdota adecuada para contar en la mesa. Y desde entonces no me han invitado más.
Cuando un joven llamado Bragadino, que había estado últimamente haciendo el cascamorto a mi hija mayor Fantina, colmándola de lánguidas miradas y de enternecidos suspiros, finalmente se armó de valor y vino a pedirme si podría iniciar visitas formales de cortejo, yo para que se sintiera cómodo le dije jovialmente:
—Esto me recuerda, joven Bragadino, algo que ocurrió una vez en Kanbalik." El Cheng, el tribunal de justicia, había detenido a un hombre acusado de pegar a su mujer. La Lengua del Cheng preguntó al hombre si tenía buenos motivos para haberse comportado así, y el desgraciado dijo que sí, que había pegado a su mujer porque ella había ahogado a su hija inmediatamente después de nacer. Preguntaron a la mujer si tenía algo que decir y ella gritó: «Era sólo una hija, excelencia. No es un crimen deshacerse de las hijas que sobran. Además eso ocurrió hace quince años.» La Lengua preguntó entonces al hombre: «¿Cómo es posible, hombre, que te hayas decidido ahora a pegar a tu mujer?»
Y el hombre contestó: «Excelencia, quince años atrás eso no importaba. Pero últimamente una epidemia de alguna enfermedad femenina ha matado a casi todas las demás doncellas jóvenes de nuestro distrito. Las novias están ahora muy buscadas, y las pocas disponibles se están cotizando a precios de princesa.»
Al cabo de un rato, el joven Bragadino carraspeó y preguntó:
—Er, ¿esto es todo, micer?
—Es todo —dije —. No recuerdo la sentencia que dio el Cheng en este caso. Cuando el joven Bragadino se hubo marchado, con aire confundido y moviendo la cabeza, mi esposa y Fantina entraron enfurecidas en la habitación y empezaron a regañarme. Sin duda las dos habían estado escuchando detrás de la puerta.
—Papá, ¿qué has hecho? ¡Gramo mi, has rechazado la mejor oportunidad de casarme de mi vida! ¡Seré para siempre una solitaria y despreciada zitella! ¡Moriré con la joya!
¿Qué has hecho, papá?
—Marcolfo vecchio! —dijo Donata en el memorable estilo de su madre —. ¡No hay escasez de hijas en esta casa! ¡Mal puedes permitirte despedir a ninguno de sus pretendientes! —También la emprendió con Fantina —. Pues desde luego no son bellezas sensacionales ni muy buscadas. —Fantina soltó un gemido desesperado y salió indignada de la habitación —. ¿No podrías dejar por una vez tus viejos y eternos recuerdos y tus viejas gracias de viajero?