—No se trata siempre de la intervención del buen Dios —dije —. En Oriente se conocen varios sistemas para prevenir la concepción…
Donata quedó con la boca abierta y se santiguó:
—¡No digas nunca esas cosas! ¡Ni siquiera menciones un pecado tan horrible! Pero,
¿qué diría el buen pare Nardo si soñara siquiera que has imaginado tales cosas? Oh, Marco, asegúrame que no has escrito en tu libro nada tan criminal, sórdido y poco cristiano. Yo no he leído el libro, pero he oído que algunas personas lo consideran escandaloso. ¿Era éste el escándalo a que se refieren?
—Realmente no me acuerdo —dije para calmarla —. Creo que era una de las cosas que omití. Sólo quería decirte que esas cosas son posibles, suponiendo que…
—¡No lo son en la cristiandad! ¡Es horrible, impensable!
—Sí, sí, querida mía. Perdóname.
—Sólo si me prometes una cosa —dijo con firmeza —. Prométeme que olvidarás esta y todas las demás costumbres detestables que hayas podido presenciar en Oriente. Prométeme que nuestro matrimonio de buenos cristianos nunca estará corrompido por ninguna de las cosas profanas que aprendiste, viste o incluso oíste en aquellas tierras paganas.
—Bueno, no todo lo pagano es detestable…
—¡Prométemelo!
—Pero Donata, imagina que se presenta cualquier oportunidad u ocasión de ir a Oriente, y que deseo llevarte conmigo. Tú serías la primera mujer occidental, por lo que yo sé, que alguna vez…
—No. No iré nunca, Marco —dijo tajantemente, y su rubor se esfumó. Ahora tenía la cara lívida y los labios crispados —. Tampoco quiero que tú vayas. Ya lo he dicho. Eres un hombre rico, Marco, y no necesitas aumentar tus riquezas. Eres famoso gracias a tus viajes y no es preciso que aumentes esa fama o que vuelvas a viajar. Tienes responsabilidades, y pronto yo seré otra responsabilidad más, y espero que los dos juntos tengamos otras. Tú ya no eres un muchacho como cuando te marchaste. Yo no desearía pasarme con un muchacho, Marco, ni entonces ni ahora. Yo quiero un hombre maduro, serio y formal, y le quiero en casa. Te tomé por ese hombre. Si no lo eres, si aún llevas escondido dentro de ti a un inquieto e imprudente muchacho, creo que
deberías confesarlo ahora. Pondremos buena cara a nuestros familiares y amigos y a todos los chismosos de Venecia cuando anunciemos la disolución de nuestro compromiso.
—Realmente eres muy parecida a tu madre —suspiré —. Pero eres joven, y con el tiempo puede que incluso desees viajar…
—Pero no fuera de la cristiandad —dijo aún con voz severa —. Prométemelo.
—Muy bien. Nunca te sacaré de tierras cristianas…
—Ni tampoco irás tú.
—Pero, Donata, eso no puedo prometerlo de buena fe. Mi propio negocio puede exigirme en alguna ocasión al menos una última visita a Constantinopla, y todos los alrededores de aquella ciudad son territorios no cristianos; mi pie podría resbalar y…
—Entonces prométeme sólo esto, que no te marcharás hasta que nuestros hijos, si Dios nos los da, hayan crecido y tengan una edad responsable. Tú mismo me has contado que tu padre abandonó a su hijo y que él se crió sin disciplina, entre la gente de la calle. Yo me reí:
—Donata, tampoco todas estas personas eran detestables. Una de ellas era tu madre.
—Mi madre me educó para que fuera mejor que ella. No quiero que mis propios hijos queden abandonados. Prométemelo.
—Te lo prometo —dije. No me detuve a calcular que si nuestro matrimonio nos daba un hijo en el intervalo normal, yo tendría unos sesenta y cinco años antes de que el niño alcanzara su mayoría. Confiaba sólo en que Donata, aún tan joven, podría cambiar de parecer durante nuestra vida en común —. Te lo prometo, Donata. Mientras haya niños en casa, y a menos que tú decretes lo contrario, yo me quedaré en casa. Y en el primer año del nuevo siglo, en el año mil trescientos uno, nos casamos. Todo se hizo siguiendo puntillosamente los cánones sociales. Cuando nuestro período de noviazgo se consideró lo bastante largo, el padre de Donata, el mío y un notario se reunieron en la iglesia de San Zuáne Grisostomo para la ceremonia de impalmatura, leyeron varias veces el contrato de matrimonio, y lo firmaron y afirmaron, como si yo fuera un novio tímido, torpe y adolescente, cuando de hecho era yo quien había supervisado la escritura del contrato, con el consejo de los abogados de mi Compagnia. Al terminar la impalmatura, puse el anillo de pedida en el dedo de Donata. Los domingos siguientes el pare Nardo proclamó desde el pulpito los bandos y los fijó en la puerta de la iglesia, pero nadie vino a poner impedimentos al matrimonio anunciado. Luego dona Lisa encargó a un fraile con una excelente caligrafía que escribiera las participaciones de nozze y las hizo enviar por un mensajero con librea a todos los invitados, cada una con el tradicional paquete de almendras confeti. La recibieron todas las personas de alguna importancia en Venecia, pues, aunque había leyes suntuarias para limitar los despilfarros de las ceremonias públicas en la mayoría de las familias, el dogo Gradenigo nos concedió graciosamente una exención. Y cuando llegó el día hicimos una celebración al nivel de una auténtica fiesta ciudadana: después de la misa, siguieron el banquete y el festejo, la música, las canciones y los bailes, las bebidas y los brindis, los invitados medio borrachos que iban a parar al Canal Corte, y el lanzamiento de confeti y coriándoli. Cuando la presencia de Donata y mía ya no era imprescindible, sus damas de honor le entregaron la donora: pusieron en sus brazos durante un momento un bebé prestado, y metieron en el zapato de ella un sequin de oro, símbolos de que sería bendecida para siempre con la fecundidad y la riqueza. Luego dejamos la aún tumultuosa fiesta y nos dirigimos al interior de Ca'Polo, habitada únicamente por los sirvientes, pues los familiares se quedaron en casas de amigos durante nuestra luna de miel. Y en nuestro dormitorio, en la intimidad, descubrí en Donata una vez más a Doris, pues su cuerpo era del mismo color blanco lechoso, ornado con los mismos dos puntitos
de un rosa nacarado. Salvando la diferencia de que Donata era una mujer crecida y totalmente desarrollada con una pelusa dorada para demostrarlo, era la propia imagen de su madre, incluso con el idéntico apéndice que yo había comparado una vez con el dulce llamado labios de dama. La mayor parte de la noche fue una repetición de una tarde robada muchos años atrás. Igual que entonces enseñé, enseñaba ahora, comenzando por convertir los puntitos rosa nacarado de Donata en un ruboroso e impaciente rosa coralino. Pero aquí correré otra vez la cortina de la intimidad conyugal, aunque con un cierto retraso, porque ya lo he dicho todo: los sucesos de aquella noche fueron casi los mismos que los de aquella lejana tarde. Y esta vez también, los dos disfrutamos. Arriesgándome a parecer infiel a los viejos tiempos, puedo incluso decir que esta ocasión fue más deliciosa que las anteriores, porque ahora no estábamos pecando. 7
Cuando Donata estuvo de parto, yo estaba allí, en casa, en el hogar, a mano, junto a ella; en parte por la promesa que le había hecho a ella y a nuestra familia aún no nacida, y en parte por mi recuerdo de aquella otra ocasión en la que había estado imperdonablemente ausente. No me iban a dejar entrar en la habitación de Donata durante el parto, por supuesto, ni yo lo deseaba. Pero había hecho todo lo posible para preparar el momento, incluso había pagado generosamente al sabio médico Piero Abano, para que delegara todos sus demás pacientes a otro médico y no hiciera otra cosa más que asistir a Donata durante su embarazo. El doctor primero le inculcó lo que llamaba su régimen de los seis elementos: dieta adecuada de comidas y bebidas, períodos adecuadamente alternados de movimiento y descanso, sueño y vigilia, evacuación y retención, aire fresco durante el día, ambientes cerrados de noche, y
«control de las pasiones de la mente». El parto no presentó dificultades, quizá porque este régimen era el más apropiado o por la «buena raza campesina» de Donata. El doctor Abano, sus dos comadronas y mi madrastra vinieron, todos juntos, a decirme que el parto de Donata había sido fácil y que el crío salió disparado como una pepita de naranja. Tuvieron que despertarme a sacudidas para contármelo pues yo había estado reviviendo mi propia experiencia pasada dé aquellos dolores de parto, y para aliviarlos, me había bebido tres o cuatro botellas de Barolo y había sucumbido al bendito olvido.
—Siento que no sea un niño -murmuró Donata cuando me dejaron entrar en la habitación para contemplar a nuestra hija por primera vez —. Debería haberlo imaginado. El embarazo y el parto fueron demasiado fáciles. La próxima vez haré caso a las viejas que dicen: «Te esfuerzas un poco más y pares un varón.»
—Calla, calla —dije —. Ahora soy el feliz destinatario de dos regalos. La llamamos Fantina.
Aunque, desde que nos conocimos, Donata se oponía bastante a que yo introdujera
«ideas no cristianas» en nuestra casa, pude convencerla de la validez de algunas costumbres extranjeras. No me refiero a las cosas que le enseñé en la cama. Donata era virgen cuando nos casamos, o sea que no podía distinguir las prácticas venecianas de las exóticas, y las universales de las particulares. Pero también le enseñé, por ejemplo, lo que yo sabía sobre el sistema que utilizan las mujeres han para estar limpias por dentro y por fuera. Le impartí, con mucha delicadeza, esos conocimientos en los inicios de nuestro matrimonio; ella vio las ventajas del hábito poco cristiano de bañarse, y lo adoptó. Después del nacimiento de Fantina insistí en que la bañaran también con frecuencia, de momento por fuera, y cuando fuera algo mayor también por dentro. Donata se resistió de entrada diciendo:
—Bañarla sí. Pero, ¿también la irrigación interna? Eso está muy bien para una mujer
casada; pero borraría la virginidad de Fantina y nunca tendría pruebas de su virginidad. Yo dije:
—En mi opinión, la pureza se descubre mejor en el vino que en el sello lacrado de la botella. Enséñale a Fantina a conservar su cuerpo limpio y dulce, y ten la seguridad de que probablemente también se conservará así su moral. Un futuro marido apreciará esa cualidad, y no necesitará más pruebas físicas.
Así que Donata obedeció, y dio instrucciones a la niñera de Fantina para que la bañara frecuentemente y a conciencia, y lo mismo hizo con todas las demás niñeras que tuvimos en la casa. Algunas al principio se sorprendían y criticaban, pero poco a poco fueron aprobándolo, y creo que entre sus círculos de sirvientes hicieron correr la voz de que la limpieza no cristiana del cuerpo no era, como se creía comúnmente, debilitante, porque con el tiempo los venecianos de ambos sexos y de todas las edades comenzaron a ir bastante más aseados que en épocas pasadas. Yo, introduciendo esa única costumbre han, había contribuido notablemente a mejorar la ciudad de Venecia, de piel hacia fuera, por así decirlo.
Nuestra segunda hija nació casi exactamente un año después, y también sin dificultades, pero no en el mismo lugar. El dogo Gradenigo me convocó un día y me preguntó si aceptaría un puesto consular en el extranjero, en Brujas. El ofrecimiento de ese cargo oficial era un honor, yo por entonces había formado un buen equipo de colaboradores que podían ocuparse de la Compagnia Polo en mi ausencia, y en Brujas podía conseguir muchas cosas que redundarían en beneficio de la compañía. Pero no dije que sí de entrada. Aunque el empleo era en buenas tierras cristianas de Flandes, pensé que antes debería consultarlo con Donata.
Ella estuvo de acuerdo conmigo en que, por lo menos una vez en la vida, debía ver algo fuera de su nativa Venecia, así que acepté el puesto. El embarazo de Donata estaba ya avanzado cuando zarpamos, pero nos llevamos con nosotros a nuestro sabio médico veneciano, y el viaje, a bordo de una coca flamenca pesada y sólida como una roca, no fue doloroso ni para ella ni para nuestra pequeña Fantina. Sin embargo, el doctor Abano estuvo mareado durante todo el trayecto. Afortunadamente, se había recuperado ya cuando Donata salió de cuentas; y el parto volvió a ser fácil esta vez, y de nuevo Donata se quejó sólo de que había sido demasiado fácil, pues había dado a luz a otra niña.
—Calla, calla —dije —. En las tierras de Champa un hombre y una mujer no se casan hasta después de haber tenido dos hijos. Así que ahora es como si acabáramos de empezar.
A ésta la pusimos Bellela.
Venecia mantenía en Brujas un consulado permanente, y favorecía a sus más distinguidos ciudadanos Ene Acá con la oportunidad de servir allí por rotación, pues dos veces al año una numerosa flota de galeras venecianas zarpaban de Sluys, puerto suburbial de Brujas, cargadas con productos procedentes de toda la Europa del Norte. Así, Donata, Fantina y yo y poco después la pequeña Bellela, pasamos un delicioso año en la elegante residencia consular de la place de la Bourse, una casa lujosamente amueblada con todo lo necesario, incluyendo una plantilla permanente de sirvientes. Yo no estaba demasiado cargado de trabajo, pues no tenía nada más que hacer aparte de supervisar los manifiestos de embarque de la flota dos veces al año, y decidir si esta vez navegarían directamente hacia Venecia o si tenía que dejar sitio para otras mercancías, en cuyo caso podía dirigir uno o todos los barcos vía Londres o Southampton, pasando por el canal, o vía Mallorca o Ibiza en el Mediterráneo, para recoger algún producto de aquellos lugares.
Donata y yo pasamos la mayor parte del año consular regiamente agasajados por otras delegaciones consulares y por familias de comerciantes flamencos con bailes, banquetes
y fiestas locales, como la Procesión de la Preciosísima Sangre. Muchos de nuestros anfitriones habían leído la Descripción del Mundo, en una u otra lengua, todos habían oído algo sobre ella, y todos hablaban la lengua comercial, el sabir, así que me preguntaban muchas cosas sobre un tema u otro del libro, y me estimulaban a ampliar diversos aspectos. Una reunión de tarde a menudo se prolongaba hasta bien entrada la noche, porque los presentes continuaban dándome conversación y Donata se quedaba allí sentada, sonriendo con aire posesivo. Mientras había damas delante, me limitaba a hablar de temas inocuos:
—Nuestra flota ha sido cargada hoy con vuestros buenos arenques del mar del Norte, señores mercaderes. Es un pescado excelente, pero yo personalmente prefiero tomarlo fresco, como anoche, no salado ni ahumado ni escabechado. Os propongo que consideréis la posibilidad de comerciarlo fresco. Sí, sí, ya lo sé: el pescado fresco no viaja. Pero yo he visto hacerlo en el norte de Kitai, y vuestro clima es muy parecido. Podríais adoptar el sistema utilizado allí o alguna variante. En el norte de Kitai, el verano es sólo de tres meses, así que los pescadores saquean los lagos y los ríos con todas sus energías, y recogen más pesca de la que pueden vender en esa misma temporada; echan el pescado sobrante en un estanque y lo mantienen vivo allí hasta el invierno. Luego rompen el hielo del estanque y sacan uno a uno los peces que, al quedar expuestos al aire invernal, se congelan y quedan de una pieza. Los atan como leños, los cargan en haces sobre asnos y los envían así a las ciudades, donde la gente rica paga por estos manjares precios exorbitantes. Y una vez derretido y cocinado, sabe tan fresco como cualquier pez cogido en el verano.