El viajero (77 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

—¿Cómo es posible? —le pregunté —. ¿Fueron siempre los demás ejércitos más guerreros que los defensores han?

—¿Qué defensores, uu? —preguntó Ussu despreciativamente.

—Me refiero a los centinelas de los parapetos. Sin duda pudieron ver desde lejos a los enemigos cuando se aproximaban. Y debían de tener legiones a punto para repelerlos.

—Sí, esto es cierto.

—Bueno, en este caso, ¿era tan fácil derrotarlos?

—¡Derrotarlos! —dijeron los dos al unísono con sus voces cargadas todavía de desprecio. Ussu explicó la razón de este desdén:

—Nadie tuvo que derrotarlos nunca. Cualquier forastero que deseara cruzar la muralla sólo tenía que sobornar a los centinelas con un poco de plata. Vaj! No hay muralla más alta o más fuerte o más difícil que los hombres que hay detrás de ella. Y yo comprendí que así era. La Gran Muralla, construida sabe Dios con cuánto derroche de dinero, tiempo, trabajo, sudor, sangre y vidas humanas, no fue nunca para los invasores un freno más efectivo que una simple línea de demarcación trazada sobre un mapa. La Gran Muralla sólo puede aspirar a que la consideren como el monumento a la futilidad más extraordinario del mundo.

Un ejemplo de ello: unas semanas después llegamos finalmente a la ciudad que estas murallas envuelven del modo más seguro, donde los muros son más altos, más gruesos y están mejor conservados. La ciudad situada detrás de la muralla se ha conocido a lo

largo del tiempo por muchos nombres distintos: Richeng, Ji, Yuzhuo, Chongdu y muchos nombres más, y en una época u otra ha sido capital de muchos imperios diferentes de los han: las dinastías Qin, Zhou y Tang, y sin duda otras. Pero ¿de qué le sirvió esta enorme muralla? Hoy en día la ciudad en la cual entramos se llama Kanbalik,

«Ciudad del kan», conmemorando el último invasor que atravesó la Gran Muralla y que conquistó esta tierra, en opinión mía la mayor de todas: el hombre que tomó el título sonoro pero justificado de gran kan, kan de todos los kanes, kan de las naciones, hijo de Tulei y hermano de Mangu Jan, nieto de Chinghiz Kan, el más poderoso de los mongoles, el gran kan Kubilai.

KANBALIK

Cuando entramos en Kanbalik, es decir, cuando en el crepúsculo de un día que se apagaba llegamos a un lugar donde la polvorienta carretera se convertía en una amplia avenida, pavimentada y limpia, que conducía a la ciudad, con gran sorpresa mía nuestra pequeña caravana recibió la bienvenida de un considerable comité de recepción. Nos esperaba en primer lugar una banda de soldados mongoles de a pie que lucían armaduras de paseo de metal muy pulido y cueros engrasados y brillantes. No se interpusieron en nuestro camino como habían hecho los guardias de Kashgar a las órdenes de Kaidu. Presentaron e inclinaron con unánime precisión sus brillantes lanzas para saludarnos y luego formaron un cuadrado alrededor de nuestro grupo y nos acompañaron a lo largo de la avenida, mientras multitudes de habitantes normales de la ciudad hacían una pausa en sus ocupaciones para mirarnos con curiosidad. Esperaban luego para saludarnos unos cuantos caballeros ancianos de aspecto distinguido, unos mongoles, otros han, unos cuantos claramente árabes o persas, que llevaban vestidos largos de colores variados y vivos, y cada uno de ellos tenía detrás un criado que sostenía sobre su cabeza con un palo alto un dosel ribeteado. Los ancianos se pusieron en marcha a ambos lados de nosotros, y los criados apretaron el paso para mantener los doseles sobre ellos, y todos nos sonreían y nos dirigían gestos tranquilos de bienvenida y nos decían en sus diversas lenguas: «Mendu! Yingjie! Salaam!», aunque estas palabras rápidamente quedaron ahogadas por un grupo de músicos que se unieron a la procesión con un concierto inverosímil de cuernos y címbalos que chirriaban y tañían. Mi padre y mi tío sonrieron, movieron la cabeza y se inclinaron sobre sus sillas, como si hubiesen esperado aquella exagerada acogida, pero Narices, Ussu y Donduk parecían tan sorprendidos como yo.

Ussu me dijo por encima del ruido:

—Como es natural han estado vigilando vuestro grupo a lo largo del camino, como se hace con todos los viajeros y los jinetes de posta han mantenido informadas a las autoridades de Kanbalik sobre vuestra llegada. Nadie llega a la ciudad del kan sin que se sepa de antemano.

—Pero —dijo Donduk con un nuevo tono de respeto —, normalmente sólo el wang de la ciudad se ocupa de registrar las llegadas y salidas de los viajeros, Al parecer vosotros, ferenghi —pronunció por primera vez la palabra benignamente —, erais conocidos del mismo palacio y se os esperaba con interés y se decidió tributaros una acogida excepcional. Creo que estos ancianos que nos acompañan son los mismos cortesanos del gran kan.

Yo estaba mirando a ambos lados de la avenida ansioso por hacerme alguna idea del aspecto de la ciudad, pero de repente la vista se oscureció y mi atención se centró en

otra cosa. Se oyó un ruido como un trueno y se vio una luz como un relámpago, no en lo alto del cielo sino terriblemente cerca de nuestras cabezas. Me sobresalté y mi caballo respingó con tanta violencia que perdí los estribos, frené al animal antes de que se desbocara y lo retuve en una danza nerviosa, mientras el terrible ruido estallaba de nuevo una y otra vez, acompañado siempre por una llamarada de luz. Vi que todos los demás caballos también habían respingado y que mis compañeros estaban ocupados controlándolos. Lo lógico hubiese sido que las personas presentes en la avenida hubiesen corrido a refugiarse, pero todos ellos no sólo conservaron el sosiego sino que parecía que disfrutasen con el tumulto, las luces y la oscuridad. Mi padre, mi tío y los demás mongoles estaban igualmente tranquilos, incluso sonreían contentos mientras tiraban de las riendas de los caballos que corcoveaban. Al parecer los chispazos y la conmoción sólo me trastornaban a mí y a Narices, quien miraba frenéticamente a todas partes con los ojos desorbitados buscando el origen de todo aquello. El origen se encontraba en los tejados de curvos aleros situados a ambos lados de la avenida. De estos tejados se elevaban bolas de brillante luz, como grandes chispas, o quizá como las misteriosas «cuentas del cielo» del desierto, y se inclinaban encima de nuestras cabezas. Cuando llegaban a nuestra vertical estallaban con un sonido atronador y se convertían en constelaciones enteras de chispas, rayas y fragmentos de luz de muchos colores que descendían, disminuían y morían antes de alcanzar el pavimento de la calle, dejando un rastro de humo azul de fuerte olor. Se elevaban tantas de los tejados y estallaban a intervalos tan seguidos que sus fogonazos creaban una claridad casi constante, eliminando la penumbra natural y sus truenos se concertaban dando un estrépito tal que nuestra banda acompañante no podía oírse. Los músicos que avanzaban despreocupados a través de las nubes de humo azul parecía que ejecutasen una silenciosa pantomima con sus instrumentos. La multitud de ciudadanos alineados a ambos lados de la avenida, aunque tampoco se oían, a juzgar por los saltos, los saludos con los brazos y los movimientos de boca, aplaudían entusiasmados cada nueva sacudida y estallido. Quizá también mis ojos se desorbitaban ante la vista de este inexplicable fuego volador. Porque cuando hubimos avanzado un trecho más por la avenida y dejamos atrás el humo y la tempestad de fuegos artificiales, Ussu acercó de nuevo su caballo al mío y me dijo en voz alta para que la oyera por encima de la banda de música y sus estridentes notas:

—Nunca visteis espectáculo semejante, ¿verdad, ferenghi? Es un juguete inventado por la infantil mente de los han. Lo llaman huoshu yinhua, árboles de fuego y flores chispeantes.

Denegué con la cabeza y dije:

—¡Un juguete, desde luego! —pero conseguí sonreír como si también yo hubiese disfrutado con el espectáculo.

Luego volví a mirar a mi alrededor para ver el aspecto que presentaba la fabulosa ciudad de Kanbalik.

Luego hablaré de eso. De momento diré que la ciudad había sufrido, supongo, muchas devastaciones cuando los mongoles la tomaron, unos años antes de nacer yo, pero desde entonces estaba en continuo proceso de reconstrucción, con todas las casas de nueva planta. Cuando yo llegué después de tantos años todavía se estaban añadiendo edificios y se estaba refinando y embelleciendo la ciudad para que tuviera la magnificencia propia de la capital del mayor imperio del mundo. Durante mucho rato aquella ancha avenida nos condujo en línea recta a nosotros y a nuestra procesión de soldados, ancianos y músicos entre las fachadas de bellos edificios, hasta finalizar ante una impresionante entrada situada de cara al sur en una muralla que era casi tan alta, gruesa y formidable como los tramos mejor construidos de la Gran Muralla en el campo. Pasamos por este portal y entramos en uno de los patios del palacio del gran kan. Pero

la palabra palacio no es lo bastante amplia. Aquello era más que un palacio, era una ciudad de tamaño considerable, situada dentro de la ciudad; pero continuaba siendo un edificio. El patio estaba lleno de carros, carromatos y animales de tiro, de canteros, carpinteros, yeseros, doradores y gente de oficios similares, y de los vehículos de campesinos y comerciantes que llevaban provisiones y artículos de primera necesidad para los habitantes de la ciudad palaciega, y de monturas, coches y palanquines con sus porteadores de otros visitantes que habían llegado por otros negocios procedentes de tierras tanto cercanas como lejanas.

Se avanzó de entre el grupo de cortesanos que nos habían acompañado por la ciudad un han muy anciano y de aspecto frágil, y nos dijo en farsi:

—Voy a llamar a los criados, señores míos.

Se limitó a dar una suave palmada con sus pálidas y apergaminadas manos y no sé

cómo aquella orden imperceptible penetró en la confusión del patio y fue instantáneamente obedecida. Llegaron de algún lugar media docena de mozos de establo, y el anciano les ordenó que se encargaran de nuestras monturas y caballos de carga, y que condujeran también a Ussu, a Donduk y a Narices a sus aposentos en los cuerpos de guardia del palacio. Luego volvió a dar una palmada casi inaudible y de modo igualmente mágico hicieron su aparición tres criadas.

—Estas doncellas os servirán, señores míos —dijo a mi padre, a mi tío y a mí —. Os alojaréis provisionalmente en el pabellón de los huéspedes de honor. Vendré mañana y os conduciré ante el gran kan, que está muy ansioso por saludaros y que sin duda os asignará una residencia más permanente.

Las tres mujeres se inclinaron cuatro veces ante nosotros ejecutando el saludo han, de abyecta humildad, llamado koutou, consistente en una postración tan baja que la frente de quien se inclina debe tocar literalmente el suelo. Luego las mujeres nos hicieron señas sonriendo y nos guiaron por el patio con pasos pequeños y algo saltarines, parecidos curiosamente a los de un pájaro, mientras la multitud se apartaba para dejarnos paso. Recorrimos otra distancia considerable a través de la ciudad palaciega envuelta en el crepúsculo: pasamos por galerías, atravesamos claustros y patios abiertos, bajamos por corredores y subimos por terrazas, hasta que las mujeres hicieron de nuevo koutou ante el pabellón de los huéspedes. La casa tenía una pared aparentemente sin aberturas, de papel aceitado traslúcido enmarcado en filigranas de madera, pero las mujeres las abrieron fácilmente deslizando a ambos lados dos paneles y con una inclinación nos indicaron que entráramos. Nuestras habitaciones consistían en tres dormitorios y una sala de estar, todo conectado, lujosamente decorado y adornado, con un vistoso brasero ya encendido que quemaba carbón limpio, no estiércol de animal ni fumosos carbones de kara. Una de las mujeres se puso a destapar nuestras camas, auténticas camas altas que lo parecían más aún debido a la cantidad de edredones y de almohadas que tenían; mientras otra ponía a calentar agua en el brasero para nuestros baños y la tercera empezó a traer bandejas de comida ya caliente procedente de alguna invisible cocina.

Primero nos abalanzamos sobre k comida, casi arrancándola de los platos y apuñalándola con nuestros palillos o tenacillas ágiles, porque estábamos hambrientos y la cena era de calidad: trocitos de carne con salsa de ajo, verduras adobadas en mostaza y cocidas con habas gruesas, la familiar pasta mian, unas gachas muy parecidas a nuestra polenta de harina de castañas, un cha perfumado con almendras y de dulce pequeñas manzanas silvestres azucaradas empaladas en ramitas para facilitar comerlas. Luego en nuestras habitaciones separadas nos bañamos todo el cuerpo, o nos bañaron, mejor dicho. Mi padre y mi tío aceptaron al parecer estas ayudas con tanta indiferencia como si aquellas jóvenes mujeres hubiesen sido masajistas varones de un hammam.

Pero yo recibía por primera vez los servicios de una hembra desde los días tan lejanos de Zia Zuliá, y sentí turbación y excitación al mismo tiempo. Para distraerme contemplé a la muchacha en lugar de mirar lo que me hacía. Era una mujer han joven, quizá algo mayor que yo pero en aquel momento aún no sabía calcular la edad de seres tan extraños. Iba mucho mejor vestida que cualquier criada occidental, pero era también mucho más mansa, dócil y solícita que una de ellas. Su cara y sus manos tenían un tinte marfileño, llevaba una mata de azulado cabello negro peinado hacia arriba, cejas apenas perceptibles, no se le veían pestañas y sus ojos permanecían invisibles, porque las aberturas eran muy estrechas y además siempre tenía la mirada recogida. Sus labios eran capullos de rosa, rojos y llenos de rocío, pero la nariz era casi inexistente. (Yo ya empezaba a resignarme a no ver nunca una hermosa nariz al estilo de Verona en estos países.) En aquel momento su marfileño rostro estaba afectado por una mancha en la frente debida a su koutou en el patio. Sin embargo una pequeña imperfección en una mujer puede ser a veces un rasgo muy atractivo. Empecé a tener muchas ganas de ver cómo era el resto de su cuerpo, bajo sus muchas capas de brocado: la estola, la túnica, el vestido, las fajas, los lazos, los volantes y otros elementos.

Estuve tentado de sugerirle que después de limpiarme todo me sirviera de otro modo. Pero no lo hice. No podía hablar su lenguaje y quizá los gestos necesarios de comunicación le habrían parecido más una ofensa que una invitación. Tampoco sabía lo liberales o estrictas que eran las convenciones locales en relación a estos temas. Decidí

que procedía actuar con prudencia, y cuando mi baño hubo finalizado y ella hubo hecho koutou dejé que se fuera. Era aún temprano, pero había sido un día muy cansado. La fatiga del viaje combinada con la excitación de haber finalmente llegado y la languidez inducida por el baño me sumieron inmediatamente en el sueño. Soñé que desnudaba a la criada han como si fuera una muñeca, capa por capa, y cuando acabé de quitarle la última ropa se convirtió de repente en el otro juguete, aquel espectáculo de estallidos y luces llamado árboles de fuego y flores chispeantes.

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