El viajero (37 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

Aunque la princesa no llevaba perfume, esa parte suya estaba fresca y fragante, como helecho o lechuga tierna. Y no había exagerado al hablar de su zambur, parecía como si mi lengua encontrara allí la punta de otra lengua, y me lamiera, rozara y se introdujera en respuesta a la mía. Y eso sumía a Magas en un estado de paroxismo constante, cuya

intensidad crecía y disminuía ligeramente, como el canto sin palabras con que se acompañaba.

Delirio, había dicho Magas, y el delirio llegó. Yo realmente creí, cuando solté mi spruzzo por primera vez, que había sido dentro de su mihrab, aunque éste estaba apretado, cálido y húmedo contra mi boca. Hasta que volví a recobrar la noción de las cosas no me di cuenta de que otra hembra se había sentado a horcajadas sobre la parte inferior de mi cuerpo, y que ésta debía de ser la hermana recluida, Shams. No podía verla, ni lo intenté ni lo deseaba; pero por la ligereza de su peso sobre mi cuerpo pude deducir que la otra princesa debía de ser pequeña y frágil. Separé mi boca del ávido e inquieto montículo de Magas para preguntar:

—¿Tu hermana es mucho más joven que tú?

Magas, como si regresara a regañadientes de muy lejos, interrumpió su éxtasis el tiempo necesario para decir, con un hilo de voz jadeante:

—No… no mucho…

Y volvió a sumirse en la distancia, y yo continué haciéndolo lo mejor que pude para enviarla aún más lejos y más arriba, y varias veces me uní a ella en esa encumbrada exultación, y volví a soltar varios spruzzi más en el desconocido mihrab, sin preocuparme de quién era; pero confiando vagamente, a pesar de todo, en que la joven y fea princesa Luz del Sol estaría disfrutando de mí tanto como yo disfrutaba de ella. La zina tripartita continuó un largo rato. Después de todo, la princesa Magas y yo estábamos en la primavera de nuestra juventud y podíamos mantenernos excitados el uno al otro hasta renovados florecimientos, y la princesa Shams recogía regocijada (suponía yo) cada uno de mis bouquets. Pero al final incluso la aparentemente insaciable Magas pareció saciada, y sus temblores disminuyeron, y lo mismo le sucedió a mi zab que al final se encogió y se hundió en un fatigado descanso. Por entonces notaba mi miembro bastante irritado y gastado, me dolían las raíces de la lengua, y sentía todo el cuerpo vacío y agotado. Magas y yo nos quedamos un rato tumbados recuperándonos, ella abandonada sobre mi pecho con su cabellera derramada en mi rostro. Las tres cerezas del adorno se habían soltado y desaparecido con las sacudidas hacía rato. Mientras estábamos así, noté un untuoso y húmedo beso sobre la piel de mi vientre, y luego se oyó un breve susurro mientras Shams se retiraba precipitadamente de la habitación, sin ser vista.

Me levanté y me vestí, y la princesa Magas se puso una pequeña y corta túnica que no acababa de cubrir su desnudez y me llevó de nuevo por los pasillos del anderun hasta los jardines. Desde alguno de los minaretes, el primer muecín del día trinaba la llamada a la oración de la hora que precede al amanecer. Sin que ningún guardián me detuviera, encontré el camino a través de los jardines hasta el ala de palacio donde estaban mis aposentos. El criado Karim estaba esperándome diligentemente despierto. Me ayudó a desnudarme antes de acostarme, y profirió algunas reverenciales exclamaciones admirativas cuando vio mi estado de extremo agotamiento.

—O sea que la lanza del joven mirza ha encontrado su blanco —dijo, pero sin preguntar nada más audaz.

Únicamente suspiró un poco, y pareció entristecido porque ya no necesitaría sus pequeños servicios, y luego se fue a su cama.

Mi padre y mi tío estuvieron fuera de Bagdad tres semanas o más. En ese tiempo pasé

casi todos los días acompañado por la shahzrad Magas, con su abuela siguiéndonos los pasos, viendo cosas interesantes, y pasé casi cada noche abandonándome al zina con ambas hermanas reales, Mariposa Nocturna y Luz del Sol.

De día, la princesa y yo fuimos a lugares como la Casa del Engaño, ese edificio que era una combinación de hospital y prisión. Fuimos un viernes, el día festivo, que era cuando

acudían más ciudadanos a pasar el rato allí, y también visitantes extranjeros llegados de cualquier parte, pues era una de las principales diversiones de Bagdad. Iban en familia y en grupos conducidos por guías, y en la entrada el portero entregaba a cada uno una bata larga para cubrirse la ropa. Luego todos se paseaban recorriendo el edificio, y los guías les informaban sobre los diferentes tipos de locuras que presentaba cada preso o presa, y todos nos reíamos de sus payasadas o hacíamos comentarios. Algunas de estas manías eran realmente divertidas, otras muy patéticas, otras graciosamente obscenas, pero algunas eran simples guarrerías. Por ejemplo, a algunos de los hombres y mujeres trastornados parecía ofenderles nuestra visita, y nos tiraban cuanto caía en sus manos. Pero todos estos presos iban prudentemente desnudos y no tenían nada al alcance de la mano, los únicos proyectiles de que disponían eran sus propios excrementos. A eso se debía la distribución de batas en la portería, y nosotros nos alegramos de llevarlas. A veces de noche, en los aposentos de la princesa, yo mismo me sentía como aprisionado, sujeto a su vigilancia y exhortaciones. Me sentí así por tercera o cuarta vez cuando una noche, al comenzar los actos nocturnos antes de que la hermana entrara sigilosamente, Magas y yo nos habíamos desnudado y comenzábamos a disfrutar de nuestros preludios, ella detuvo sus activas manos para agarrar las mías y me dijo:

—Mi hermana Shams quiere pedirte un favor, Marco.

—Me lo temía. Desea prescindir de tu intermediación y quiere ocupar tu lugar delante —aventuré.

—No, no. Eso jamás lo haría. Tanto ella como yo estamos contentas con este arreglo, excepto en un pequeño detalle.

Yo me limité a gruñir con cautela.

—Ya te dije, Marco, que Luz del Sol ha hecho zina con mucha frecuencia. Con tanta y tan vigorosamente que, bueno, la abertura mihrab de la pobre muchacha se ha agrandado bastante por este desenfreno. Para hablar francamente, está tan abierta ahí

abajo como una mujer que hubiera dado a luz a muchos niños. Su placer en nuestra zina aumentaría mucho si tu zab se agrandara en cierto modo con…

—No —dije firmemente, y comencé a moverme como un cangrejo intentando salir de debajo de Magas —. No me someteré a ningún cambio en…

—Espérate —protestó ella —y calla. No te propongo nada de eso.

—No sé lo que tienes en mente ni por qué —dije, moviéndome todavía —. He visto el zab de numerosos orientales y el mío es ya superior. Me niego a cualquier…

—¡Te he dicho que te calles! Tienes un zab admirable, Marco. Casi ni me cabe en la mano. Y estoy segura de que en longitud y circunferencia satisface a Shams. Ella sólo sugiere un refinamiento en la ejecución.

Eso ya era insultante.

—Ninguna mujer se ha quejado nunca de mi modo de hacerlo —grité —. Si ésa es tan fea como dices, creo que no está en condiciones de criticar lo que le dan.

—¡Mira quién critica ahora! —se burló Magas —. ¿Tienes idea de cuántos hombres sueñan, y lo hacen inútilmente, en acostarse alguna vez con una princesa real? ¿O

simplemente en ver una sola vez a una princesa con el rostro descubierto? ¡Y tú aquí

tienes a dos acostándose cada noche contigo, totalmente desnudas y complacientes!

¿Pretenderías negarle a una de ellas un pequeño capricho?

—Bueno… —dije sumisamente —. ¿Cuál es ese capricho?

—Hay una manera de incrementar el placer de una mujer que tenga un orificio grande. No se trata de aumentar el zab en sí, sino el… ¿cómo llamas tú a su cabeza?

—En veneciano es la fava, el haba. Me parece que en farsi es la lubya.

—Muy bien. Por supuesto me he dado cuenta de que no estás circuncidado, y eso está

bien, porque este refinamiento no puede realizarse con un zab circuncidado. Lo único

que tienes que hacer es esto. —Y ella me lo hizo, estrechando con su mano mi zab y empujando hacia arriba la piel de la cápela hasta donde llegaba, y luego un poquito más

—. ¿Ves? Esto ensancha más el bulto de la haba.

—Pero es muy incómodo. Casi duele.

—Sólo un momento, Marco, puedes soportarlo. Hazlo justamente cuando vayas a introducirlo. Shams dice que eso produce en los labios de su mihrab esa primera sensación deliciosa de sentir que los separan. Una especie de violación bien acogida, dice ella. A las mujeres les gusta eso, creo; claro que yo no podré saberlo hasta que no me case.

—Dio me varda! —murmuré.

—Y desde luego no tienes que hacerlo tú, arriesgándote a tocar el feo cuerpo de Shams. Ella hará con su propia mano esa pequeña presión y ensanchamiento. Sólo desea tu permiso.

—¿Y no desea Shams algo más? —pregunté mordazmente —. Para ser un monstruo parece más delicado de la cuenta.

—¡Si te oyeras! —se burló Magas de nuevo —. Estás aquí, en una compañía que cualquier otro hombre envidiaría. Has aprendido de la realeza un truco que la mayoría de los hombres nunca aprenden. Y lo agradecerás, Marco, cuando algún día quieras satisfacer a una mujer con un mihrab grande o dilatado, agradecerás haber aprendido a hacerlo. Y

ella también estará agradecida. Ahora, antes de que Luz del Sol llegue, hazme agradecida a mí una vez o dos, de aquella manera…

5

Como entretenimiento y edificación, algunos días Magas y yo asistíamos a las sesiones del tribunal real de justicia. Lo llamaban simplemente el Daiwan, por su diván con profusión de cojines en donde se sentaban el sha Zaman, el visir Yamsid y varios ancianos muftíes de la ley islámica, y a veces algunos visitantes mongoles emisarios del ilkan Abagha.

Traían ante ellos criminales para ser procesados y ciudadanos que presentaban querellas o solicitaban favores, y el sha, su visir y sus demás funcionarios escuchaban las acusaciones, alegatos o súplicas, deliberaban y luego entregaban sus juicios, soluciones o sentencias.

El Daiwan me pareció instructivo como mero espectador. Pero si hubiera sido un criminal, me hubiera aterrorizado que me llevaran allí. Y si hubiese sido un ciudadano agraviado, el agravio debería ser inmenso para que me atreviera a presentarlo al Daiwan. En la terraza descubierta situada justamente a la salida de la sala, se levantaba un tremendo brasero ardiendo, y encima suyo burbujeaba un caldero gigante de aceite caliente, y junto a él esperaban algunos robustos guardianes de palacio y el verdugo oficial del sha preparados para ponerlo en funcionamiento. La princesa Magas me dijo confidencialmente que su uso estaba aceptado no sólo para todos los malhechores condenados, sino también para todos aquellos ciudadanos que presentaran falsas acusaciones, o querellas malévolas o dieran falso testimonio. Los guardianes de la caldera tenían un aspecto bastante amedrentador, pero la figura del verdugo estaba calculada para inspirar auténtico terror. Iba encapuchado, enmascarado y vestido enteramente de rojo, tan rojo como el fuego del infierno.

Sólo vi a un malhechor sentenciado realmente a morir en la caldera. Yo le habría juzgado menos duramente, pero yo no soy musulmán. Era un rico mercader persa cuyo anderun estaba formado por las cuatro esposas permitidas además de las numerosas concubinas habituales. El delito del que le acusaron se leyó en voz alta: «Jalwat.» Eso

sólo significa «proximidad comprometedora», pero los detalles del procesamiento eran más aclaratorios. Acusaban al mercader de haber hecho zina con dos de sus concubinas al mismo tiempo, mientras sus cuatro esposas y una tercera concubina tenían libertad para mirar; y todas estas circunstancias juntas eran haram bajo la ley musulmana. Al escuchar las acusaciones me sentí decididamente solidario del acusado, pero también claramente incómodo con mi propia persona, puesto que yo casi cada noche hacía zina con dos mujeres que no eran mis esposas. Pero miré de reojo a la princesa Magas y no vi en su cara ni culpabilidad ni aprensión. Poco a poco me fui dando cuenta en aquel proceso de que la ley musulmana no castiga ni el delito haram más vil a menos que cuatro testigos oculares declaren que ha sido cometido. El mercader, caprichosa, orgullosa o estúpidamente, había dejado que cinco mujeres observaran su proeza, y después, por resentimiento, celos o algún otro motivo femenino, habían presentado contra él la acusación de Jalwat. Y del mismo modo las cinco mujeres pudieron observar cómo se lo llevaban, pateando y gritando, a la terraza y lo arrojaban vivo en el aceite hirviendo. No voy a detenerme hablando de los minutos que siguieron. No todos los castigos decretados por el Daiwan eran tan extraordinarios. Algunos respondían de modo ingenioso a los crímenes cometidos. Un día, llevaron a un panadero ante el tribunal y le acusaron de haber vendido a sus clientes panes de menor peso, y fue sentenciado a que le metieran en su propio horno y le cocieran hasta morir. En otra ocasión, un hombre fue acusado del singular delito de haber pisado un papel mientras andaba por la calle. Su acusador era un muchacho que caminaba detrás de este hombre, recogió el papel y descubrió que el nombre de Alá figuraba entre las palabras escritas en él. El acusado alegó que ese insulto al todopoderoso Alá había sido involuntario; pero otros testigos declararon que el acusado era un blasfemo incorregible. Según dijeron, le habían visto poner a menudo otros libros sobre su ejemplar del Corán, y que a veces incluso sujetaba el Libro Sagrado por debajo de su cintura, y que una vez lo había cogido con su mano izquierda. En consecuencia fue sentenciado a que los guardianes y el verdugo lo pisotearan, como un pedazo de papel, hasta morir. Pero el palacio del sha sólo era un lugar de piadoso terror durante las sesiones del Daiwan. En otras ocasiones religiosas más frecuentes, el palacio se convertía en escenario de galas y festejos. Los persas reconocen unos siete mil profetas antiguos del Islam, y cada uno tiene su día de celebración. En las fechas en que se hace honor a los profetas más importantes, el sha celebra fiestas, invitando generalmente a la realeza y la nobleza de Bagdad, pero a veces deja abiertas las puertas de palacio a todo el mundo. Aunque yo no era de la realeza ni noble, ni siquiera musulmán, era un residente de palacio, y asistí a algunas de esas fiestas. Recuerdo una noche en que se celebró al aire libre en los jardines de palacio la festividad de algún profeta hacía tiempo difunto. Cada invitado, en vez de recibir la habitual pila de almohadones para sentarse o reclinarse, tenía para él solo un gran montón de frescos y fragantes pétalos de rosa. Cada rama de cada árbol estaba punteada con velas adheridas a la corteza, y la luz de éstas se filtraba a través de las hojas proyectando todos los tonos y matices del verde. Cada arriate de flores estaba lleno de candelabros y a la luz de sus velas brillaba a través de la variada multitud de flores con todos los tonos y matices de color. Estas velas eran insuficientes por sí solas para que el jardín brillara y tuviera tantos colores como si fuera de día. Pero además los criados del sha habían recogido con anterioridad hasta la más pequeña tortuga de tierra y mar que podría comprarse en el bazar o que los niños cazaban en el campo, habían colocado una vela sobre el caparazón de cada tortuga, y habían dejado a todos esos miles de animales sueltos paseando por los jardines como puntos de iluminación móviles.

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