Mi padre me interrumpió severamente con un proverbio:
—Uno ve mejor hacia atrás que hacia adelante. No vamos a ponerte un guardián, hijo mío. Pero creo que sería una buena idea comprar un esclavo que fuese tu criado personal y mirara por tus intereses. Iremos al bazar.
El melancólico visir Yamsid nos acompañó para servirnos de intérprete si nuestro dominio del farsi resultaba insuficiente. Por el camino nos explicó algunas curiosidades que yo veía por primera vez. Por ejemplo, en la calle observé que los hombres no dejaban que sus barbas de color negro azulado encanecieran al envejecer. Vi que todos los hombres tenían la barba de un violento color rosa anaranjado, como el vino de Shiraz. Yamsid explicó que eso se conseguía con un tinte fabricado con las hojas de un arbusto llamado hinna, que las mujeres también utilizaban mucho como cosmético, y
los carreteros para adornar sus caballos. Debería mencionar que los caballos utilizados en Bagdad para arrastrar carruajes y carros no son los magníficos caballos árabes de cabalgadura, sino unos diminutos, no mayores que los perros mastines, y resultan muy bonitos con sus agitadas crines y colas teñidas de ese brillante color rosa anaranjado. Por las calles de Bagdad había personas de muchos otros países. Algunos vestían ropas occidentales y tenían, como nosotros, rostros que serían blancos si no los hubiera oscurecido el sol. Los había con la cara negra, marrón, otros de una especie de tono canela, y muchas caras parecían cueros curtidos. Éstos eran los mongoles de las guarniciones ocupantes, vestidos todos con armadura de cuero barnizado o con mallas metálicas, que caminaban con aire despectivo entre la multitud de las calles dando zancadas y apartando de en medio a quien se interpusiera en su camino. También había por las calles muchas mujeres con teces de distintos tonos. Las personas vestían ligeros velos, algunas ni siquiera llevaban chador, costumbre bastante inusual en una ciudad musulmana. Pero, incluso en una ciudad liberal como Bagdad, ninguna mujer iba sola; cualquiera que fuese su raza o nacionalidad, siempre iba acompañada por una o varias mujeres o por un acompañante masculino de volumen considerable y rostro barbilampiño.
Me deslumbre tanto el bazar de Bagdad que apenas podía creer que aquella ciudad hubiera sido conquistada, saqueada y sometida a tributo por los mongoles. Debió de recuperarse dignamente de su reciente empobrecimiento, porque era el centro comercial más rico y próspero que había visto hasta entonces; superaba en mucho a todos los mercados de Venecia por la variedad, abundancia y valor de las mercancías en venta. Los mercaderes de telas esperaban con aire orgulloso entre los fardos y rollos de tejidos de seda, lana, pelo de cabra de Ankara, algodón, lino, pelo de camello fino y el camelote más grueso. Había tejidos orientales aún más exóticos, como la muselina de Mosul, el dungri de la India, el bajram de Bujara y el damasquillo de Damasco. Los comerciantes de libros exhibían volúmenes de fina vitela, de pergamino y papel, magníficamente ilustrados con muchos colores y pan de oro. La mayoría de los libros me resultaban incomprensibles, pues eran copias de obras de autores persas como Sadi y Nimazi, y porque, como es lógico, estaban escritos en farsi con la escritura árabe de convulsivos gusanillos. Pero al ver las ilustraciones de uno de ellos, titulado 1skandarnama, pude reconocer que se trataba de una versión persa de mi lectura favorita, El Libro de Alejandro.
En las boticas del bazar se apilaban frascos y ampollas de cosméticos para hombres y mujeres: al-kohl negro, malaquita verde, summaq marrón, hinna rojiza, enjuagues de colirio para dar brillo a los ojos, perfumes de nardo, mirra, incienso y attar de rosas. Había pequeñas bolsitas con un polvo fino casi impalpable que según dijo Yamsid eran semillas de helecho, empleadas para volverse invisibles quienes conocían los encantamientos mágicos que debían acompañarlos. Había un aceite llamado triaca que se obtenía exprimiendo pétalos y vainas de amapola; y según dijo Yamsid, los médicos lo recetaban para aliviar calambres y otros dolores, pero cualquier persona abatida por la vejez o la miseria podía comprarlo y tomárselo como una manera fácil de acabar con una vida insoportable.
El bazar también brillaba, relucía y fulguraba con metales preciosos, gemas y piezas de joyería. Pero de todos los tesoros que allí se vendían, el que más me gustó fue uno muy concreto. Había un mercader que vendía exclusivamente ejemplares de un cierto juego de mesa. En Venecia lo llaman, sin mucha imaginación, el Juego de los Cuadrados, y se juega con piezas baratas talladas en maderas ordinarias. En Persia ese juego se llama la Guerra de los Shas, y las piezas del juego son auténticas obras de arte, valoradas por encima de las posibilidades de cualquiera que no sea un sha auténtico o alguien de
equiparable riqueza. En un típico tablero que ofrecía ese mercader de Bagdad, los cuadrados eran de ébano y marfil alternados, materiales caros ya de por sí. Las piezas de un lado (el sha y su general, los dos elefantes, los dos camellos, los dos guerreros ruji y los ocho soldados de infantería pedayeh) era de oro incrustado con gemas y las otras dieciséis piezas del lado opuesto eran de plata incrustada con gemas. No puedo recordar el precio que pedían por él, pero era desorbitado. Tenía otros juegos de shas de diversos materiales: porcelana, jade, maderas preciosas, cristal puro; y todas las piezas estaban esculpidas tan exquisitamente como si fuesen estatuas en miniatura de monarcas vivientes con sus generales y sus hombres armados.
Vimos comerciantes de ganado, y no tan sólo de caballos, jacas, asnos y camellos, sino también de otros animales. Algunos los conocía sólo de oídas y los vi aquel día por primera vez, como un oso grande y peludo que me recordaba a mi tío Mafio; una especie de delicado ciervo llamado qazel, que la gente compraba para embellecer sus jardines; y un perro salvaje amarillo llamado saqal, que los cazadores podían amaestrar y entrenar para que atacara y matara a un jabalí en plena embestida. (Un cazador persa puede enfrentarse sólo con su cuchillo a un león salvaje, pero le da miedo encontrarse con un puerco salvaje. Si se tiene en cuenta que un musulmán evita incluso hablar de una comida de cerdo, seguramente debe considerar que morir en los colmillos de un jabalí es una muerte horrorosa, más allá de lo imaginable.) También vimos en el mercado de ganado el suturmurq, que significa «pájaro-camello», y que realmente parece un cruce de razas de estas dos criaturas distintas. El pájaro-camello tiene el cuerpo, las plumas y el pico de un ganso gigante, pero su cuello está desplumado y es largo como el de un camello, y sus dos patas son largas y desgarbadas como las cuatro de ese animal, y sus pies aplanados son tan grandes como las pezuñas del camello, y no puede volar más de lo que vuela un camello. Yamsid nos dijo que capturaban y guardaban este animal por la única cosa bonita que podía ofrecer: las ondulantes plumas que crecían en su grupa. También había monos en venta, el mismo tipo de los que a veces los toscos marineros llevan a Venecia, en donde se los llama simiazze: son esos monos tan grandes y feos como los niños etíopes. Yamsid llamó a esos animales nedyis, que significa «indeciblemente sucios», pero no me dijo el porqué de ese nombre ni qué
motivo tendría una persona, aunque fuese un marinero, para comprar un animal semejante.
En el bazar había muchos fardabab, o adivinos. Eran hombres viejos, resecos, con barbas anaranjadas, agachados detrás de bandejas llenas de arena cuidadosamente alisada. El cliente que pagaba una moneda sacudía la bandeja y la arena ondulaba formando unos dibujos que el viejo leía e interpretaba. También había muchos mendigos santos, los derviches, tan andrajosos, roñosos y sucios como los de cualquier ciudad oriental y con el mismo diabólico aspecto. Allí, en Bagdad, tenían una característica adicional: bailaban, brincaban, aullaban, se retorcían y agitaban tan violentamente como un epiléptico en pleno ataque. Supongo que al menos ofrecían cierto entretenimiento a cambio del bakchís que mendigaban. Antes de poder inspeccionar alguno de los almacenes del bazar nos interrogó un funcionario del mercado, llamado recaudador de contribuciones, y tuvimos que convencerle de que poseíamos los medios tanto para comprar como para pagar la yizya, que es un impuesto que debe cotizar cualquier vendedor o comprador no musulmán. El visir Yamsid, aunque él mismo era un funcionario de la corte, nos dijo, privada y confidencialmente, que el pueblo despreciaba a todos aquellos funcionarios y empleados del gobierno de poca monta, y que los llamaban batlanim, que significa «los vagos». Cuando mi padre sacó delante de un vago de éstos una bolsa blanca de almizcle, cuyo valor era seguramente suficiente para pagar por lo menos un juego de
shas, el recaudador de contribuciones dijo con un gruñido de desconfianza:
—¿Os lo dio un armenio, habéis dicho? Entonces no creo que contenga almizcle de ciervo, sino su hígado troceado. Tendremos que comprobarlo. El vago cogió una aguja, una hebra y un diente de ajo. Enhebró la aguja y con ella atravesó el ajo varias veces, hasta que la hebra hedía fuertemente a ajo. Luego cogió la bolsa de almizcle y la atravesó con el hilo y la aguja una sola vez. Olió y pareció
sorprenderse:
—El olor ha desaparecido, ha quedado totalmente absorbido. En verdad, tenéis un almizcle auténtico. ¿En qué rincón del mundo encontrasteis a un armenio honesto?
A continuación nos dio un firman, un papel que nos autorizaba a comerciar en el bazar de Bagdad.
Yamsid nos condujo a la cuadra de esclavos de un tratante persa que, según dijo, era digno de confianza; nos quedamos entre la multitud formada por otros posibles compradores y simples mirones, mientras el tratante detallaba el linaje, la historia, los atributos y méritos de cada esclavo, y sus fornidos ayudantes los traían hasta el podio,
—Aquí tenemos al eunuco típico —dijo presentando a un negro obeso y reluciente, con un aspecto bastante alegre a pesar de ser esclavo —. Garantizamos su placidez y obediencia, y seguramente nunca se le ha pillado robando más de lo normal. Sería un excelente criado. Pero si buscáis un auténtico amo de llaves, aquí tenemos a un perfecto eunuco —y presentó a un joven blanco, rubio y musculoso, bastante guapo pero con el aire melancólico que podía esperarse de un esclavo —. Estáis invitados a examinar la mercancía.
Mi tío dijo al visir:
—Sé lo que es un eunuco, claro. En nuestro propio país tenemos castróni, muchachos de voz melodiosa castrados para que continúen cantando siempre con la misma dulzura. Pero ¿cómo puede calificarse a una criatura totalmente asexuada de típica y perfecta?
¿Se debe esto a que uno es etíope y el otro ruso?
—No, mirza Polo —dijo Yamsid, y se explicó en francés para que no nos confundiéramos con las palabras farsi, que no conocíamos —. Al eunuco ordinario le quitan los testículos cuando es aún pequeño, para que crezca dócil y obediente y no sea rebelde. Y el sistema es sencillo. Se ata y aprieta un hilo alrededor de las raíces del escroto del niño y en cuestión de semanas esa bolsa se marchita, se vuelve negra y se cae. Esto suele bastar para hacer de él un buen sirviente de utilidad general.
—¿Qué más puede querer un amo? —dijo tío Mafio, no sé si sincera o sarcásticamente.
—Bueno, como amo de llaves se prefiere al eunuco extraordinario. Pues éste debe vivir en el anderun, los aposentos donde residen las mujeres y concubinas de su amo, y vigilarlo. Y estas mujeres, especialmente si no son demasiado solicitadas en el lecho del amo, pueden resultar de lo más emprendedor e inventivo, incluso con carne masculina inerte. Por eso, este tipo de esclavo debe estar desprovisto de todas sus partes; tanto de la vara como de las pelotas. Y esta supresión es una operación seria, que no se efectúa tan fácilmente. Mirad y observad. Están examinando la mercancía. Nosotros miramos. El tratante había ordenado a los dos esclavos que se bajaran los pai-yamahs, y allí estaban en pie con sus horcajaduras expuestas al escrutinio de un viejo judío persa. El negro gordo no tenía pelo ni bolsas ahí abajo, pero tenía un miembro de tamaño respetable, aunque de un repelente color negruzco y púrpura. Me imaginé que si una mujer del anderun estaba tan desesperada por la falta de un hombre, y era tan depravada como para querer que eso estuviera dentro suyo, podría idear algún tipo de tablilla para erguirlo. Pero el joven ruso, bastante más presentable, no tenía siquiera un fláccido apéndice. Enseñaba sólo un largo manojo de pelo rubio en la alcachofa, y por entre el vello sobresalía grotescamente algo parecido al extremo de un palito blanco;
aparte de eso, su ingle era tan lisa como la de una mujer.
—¡Bruto barabáo! —gruñó tío Mafio —. ¿Cómo se hace eso, Yamsid?
El visir dijo tan inexpresivamente como si estuviera leyendo un texto médico:
—Llevan al esclavo a una habitación cargada con el humo de hojas de banj en combustión, le meten en un baño caliente y le dan a beber triaca, todo para amortiguar la sensación dolorosa. El hakim que lleva a cabo la operación coge una larga venda y la enrolla fuertemente comenzando en la punta del pene del esclavo, continuando hacia dentro, hasta la raíz, y envolviendo también las bolsas de los testículos de modo que los órganos formen un único paquete. Luego, con una cuchilla bien puntiaguda y afilada, el hakim corta con un solo y rápido movimiento todo aquel paquete vendado. Inmediatamente aplica sobre la herida un apósito de pasas en polvo, hongo bejín y alumbre. Cuando la hemorragia se detiene introduce una canilla limpia, que quedará
dentro del esclavo para el resto de su vida. El peligro principal de la operación es que el conducto urinario se cierre al cicatrizar. Si al tercer o cuarto día el esclavo no ha evacuado orina suficiente a través de la canilla, su muerte es segura. Y es triste decirlo, pero eso sucede en casi tres de cada cinco casos.
—Capón mal capona! —exclamó mi padre —. Suena horripilante. ¿Habéis presenciado realmente esta operación?
—Sí —dijo Yamsid —. La observé con cierto interés cuando me la hicieron a mí. Yo tenía que haberme dado cuenta de que eso explicaba su invariable aspecto melancólico, y tenía que haberme callado. En vez de eso, solté:
—Pero vos no sois gordo, visir, y tenéis una gran barba.
Yamsid, sin reprender mi impertinencia, contestó:
—A los que sufren la castración en su infancia nunca les crece barba y sus cuerpos se desarrollan con un contorno corpulento y femenino, y a menudo les crecen bastante los pechos. Pero cuando la operación se realiza después de que el esclavo ha pasado la pubertad, éste sigue siendo masculino, al menos en apariencia. Yo era un hombre totalmente desarrollado, con mujer e hijo, cuando los curdos cazadores de esclavos hicieron una incursión en nuestra finca. Los curdos sólo buscaban esclavos robustos para trabajar, o sea que no se llevaron a mi mujer ni a mi niño. Se limitaron a violarlos varias veces a los dos y luego los degollaron.