El viajero (31 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

por primera vez, pero que después la seguí viendo en otros palacios, viviendas y templos a lo largo de toda Persia y también en otros lugares de Oriente. Creo que podría aprovechar la idea cualquier persona en cualquier lugar del mundo que ame los jardines, y ¿quién no ama un jardín?

En realidad, es una manera de meter un jardín dentro de casa, sin tener que cuidarlo, ni escardarlo ni regarlo nunca. En Persia le llaman qali, y consiste en una especie de alfombra o tapiz que se extiende en el suelo o se cuelga de una pared, pero no se parece

a ningún otro objeto occidental que yo conozca. El qali está coloreado con todos los colores de un exuberante jardín, y sus líneas forman el perfil de multitud de flores, parras, enredaderas y hojas, o sea todos los elementos de un jardín, formando bellos dibujos. (Sin embargo, para respetar la prohibición coránica de las imágenes, las flores representadas en un qali persa no se parecen a ninguna conocida.) La primera vez que vi un qali pensé que el jardín debía de estar pintado o bordado encima. Pero al examinarlo detenidamente me di cuenta de que toda esa complejidad estaba tejida. Me maravillaba que un tejedor de tapices pudiera lograr algo tan delicioso, simplemente con la urdimbre y la trama de hilazas teñidas, y hasta al cabo de algún tiempo no descubrí el maravilloso modo de realizarlo.

Pero con esto me he anticipado ya a mi historia.

Los tres llevamos nuestros cinco caballos a través del tambaleante y ondulante puente de barcas que se tendía sobre el río Diylah. En el muelle de Bagdad, que estaba lleno de personas de todas las razas, vestidos y lenguas, nos acercamos al primero que vimos vestido con ropa occidental. Era un genovés; pero debo aclarar que todos los occidentales cuando están en Oriente se tratan entre sí con bastante cordialidad, incluso los genoveses y los venecianos, a pesar de sus rivalidades comerciales y de que sus repúblicas nativas puedan en ese momento estar enzarzadas en una de sus frecuentes guerras marítimas. El mercader genovés nos dijo amablemente el nombre del actual sha, shahinshah Zaman Mirza, y nos indicó el palacio, situado en «el barrio Karj, reservado a la realeza».

Cabalgamos hacia allí, encontramos el palacio en un jardín cercado y nos dimos a conocer a los guardas de la puerta. Los cascos de estos guardas parecían de oro macizo, aunque era imposible porque su peso habría resultado insoportable; pero aunque sólo fueran de madera o cuero chapado, eran objetos de gran valor. Eran también objetos interesantes pues su forma permitía que sus portadores dejaran ver una abundancia de pelo y patillas con dorados rizos. Uno de los guardas entró por la puerta y atravesó el jardín hasta el palacio. Cuando regresó y nos hizo señales, otro guarda se hizo cargo de nuestros caballos y nosotros entramos.

Nos condujeron a una habitación con suelos y paredes ricamente revestidos de magníficos qalis donde se hallaba el shahinshah, medio sentado medio reclinado sobre un diván de almohadones amontonados, de colores también luminosos y ricas telas. Pero él no iba vestido con tonos alegres: desde el turbante hasta las babuchas, sus atuendos eran de un uniforme marrón pálido. Para los persas, éste es el color del luto, y el sha entonces siempre vestía de marrón pálido para lamentar su perdido imperio. Nos sorprendió bastante, por tratarse de una casa musulmana, ver que una mujer ocupaba otro montón de cojines a su lado, y que en la sala se encontraban otras dos mujeres. Hicimos las pertinentes reverencias acompañadas de salaams, y aún estábamos inclinados cuando mi padre saludó al shahinshah en lengua farsi, y luego levantó sobre sus dos manos la carta del kan Kubilai. El sha la cogió y leyó en voz alta su saludo:

—«Serenísimos, potentísimos, altísimos, nobles, ilustres, honorables, sabios y prudentes emperadores, ilkanes, shas, reyes, señores, príncipes, duques, condes, barones y caballeros, como también magistrados, oficiales, jueces y regentes de todas las buenas ciudades y lugares, sean eclesiásticos o seculares, quienes vean este firman o lo oigan leer…»

Cuando el shahinshah hubo estudiado el documento entero, nos dio la bienvenida, dirigiéndose a cada uno de nosotros como «mirza Polo». Eso resultaba un poco confuso, pues yo había entendido que mirza era uno de sus nombres. Pero según observé, él utilizaba la palabra como un título honorífico de respeto, equivalente al jeque de los árabes. Y finalmente, me di cuenta de que mirza delante de un nombre significa lo

mismo que micer en Venecia, y cuando se pospone al nombre significa realeza. El nombre del sha en realidad era simplemente Zaman, y su título entero de shahinshah significa sha de todos los shas; y nos presentó a la dama que estaba junto a el como a su primera esposa real o shahryar, con el nombre de Zahd.

Eso fue prácticamente todo lo que consiguió decir ese día, porque en cuanto la shahryar Zahd se introdujo en la conversación demostró ser una efusiva e incansable habladora. Nos dio su bienvenida personal a Persia, a Bagdad y al palacio, interrumpiendo primero a su marido, y luego haciéndole callar; mandó a nuestro guardián acompañante que regresara a la puerta, golpeó un pequeño gong que tenía a su lado para hacer venir a un maggiordomo de palacio, al que según nos dijo llamaban visir; le dio instrucciones para que preparase nuestros aposentos en palacio y nos asignó

nuestros criados. Luego nos presentó a las otras dos mujeres de la sala: una era su madre y la otra la hija mayor de ella y del sha Zaman, y nos informó de que ella misma, Zahd Mirza, era una descendiente directa de la fabulosa Balkis, reina de Sabea, que por supuesto también lo eran su madre y su hija; y nos recordó que la famosa visita de la reina Balkis al Padsha Solaiman estaba citada tanto en los anales del Islam como en los del judaísmo y cristianismo (observación que me permitió reconocer a la reina de Saba y al rey Salomón bíblicos). Luego siguió informándonos de que la propia reina Balkis era una yinniyeh, descendiente de un demonio llamado Eblis, que era el yinni jefe de todos los demonios yinn, y que además…

—Contadnos, mirza Polo —dijo el sha casi desesperadamente a mi padre —, algo de vuestro viaje.

Mi padre obedientemente comenzó un relato de nuestros viajes, pero no había llegado a sacarnos aún de la laguna de Venecia cuando la shahryar Zahd saltó con una descripción lírica de varias piezas de cristal de Murano que había comprado recientemente a un mercader veneciano en el centro de Bagdad, y eso le trajo a la memoria un viejo cuento persa poco conocido sobre un vidriero que en una ocasión fabricó un caballo de vidrio soplado y persuadió a un yinni para que con un hechizo mágico hiciera volar al caballo como un pájaro, y…

El cuento era bastante interesante, pero inverosímil, o sea que trasladé mi atención a las otras dos mujeres de la sala. La presencia misma de mujeres en una reunión de hombres, sin mencionar la incansable garrulería de la shahryar, era prueba de que los persas no ocultan ni secuestran a sus mujeres como la mayoría de los demás musulmanes. Los ojos de aquellas mujeres podían verse sobre un simple medio velo chador, que además era bastante transparente y no ocultaba la nariz, la boca ni la barbilla. Vestían en la parte superior del cuerpo blusa y chaleco, y en la inferior el voluminoso pai-yamah. Sin embargo, aquellas ropas no eran gruesas ni con abundantes capas como las de las mujeres árabes, sino gasas finas y translúcidas que permitían fácilmente distinguir y apreciar las formas de sus cuerpos.

Sólo eché un vistazo a la envejecida abuela: arrugada, huesuda, jorobada, casi calva, con desdentadas encías que apretaba sobre sus granulosos labios, con ojos enrojecidos y legañosos. Una mirada al vejestorio me bastó. Pero su hija, la shahryar Zahd Mirza, era una mujer excepcionalmente bella, por lo menos cuando no hablaba, y la hija de ella era una muchacha de mi edad, de magnífica belleza y buen talle. Era la princesa heredera o shahzrad, se llamaba Magas, que significa mariposa nocturna, y llevaba como subtítulo el mirza real. He olvidado decir que los persas no son, como los árabes, de tez oscura y fangosa. Aunque todos tienen también el cabello negro azulado y los hombres llevan barbas del mismo color, como la de tío Mafio, su piel es tan clara como la de cualquier veneciano, y muchos no tienen los ojos de color marrón sino más claros. La shahzrad Magas Mirza en ese momento me estaba calibrando con sus ojos verde esmeralda.

—Hablando de caballos —dijo el sha agarrándose a la cola del caballo volador del cuento, antes de que su mujer pudiera recordar alguna otra historia —, vosotros, caballeros, deberíais pensar en cambiar vuestros caballos por camellos antes de abandonar Bagdad. Yendo hacia el oeste hay que atravesar el Dast-e-Kavir, un inmenso y terrible desierto. Los caballos no pueden resistir…

—Los caballos mongoles pudieron —le contradijo agudamente su esposa —. Un mongol va a cualquier parte a caballo, y ninguno cabalgó jamás un camello. Os contaré cómo desprecian y maltratan a los camellos. Cuando estaban sitiando esta ciudad, los mongoles capturaron una manada de camellos, los cargaron con fardos de hierba seca, prendieron fuego al heno e hicieron huir a los pobres animales por nuestras calles. Los camellos, con el fuego quemando ya su piel y sus gibas de grasa corrían en estampida, enloquecidos por la agonía, y era imposible capturarlos. Recorrieron a toda velocidad nuestras calles, de un lado a otro, y prendieron fuego a casi todo Bagdad, antes de que las llamas los consumieran, atacaran sus centros vitales y murieran desplomados.

—Vuestro viaje —nos dijo el sha, cuando la shahryar se detuvo para tomar aliento —puede ser mucho más corto si hacéis parte del camino por mar. Desde aquí podríais dirigiros hacia el sureste, a Basora, o incluso más hacia el golfo, a Hormuz, y comprar pasaje para algún barco que vaya a la India.

—En Hormuz —dijo la shahryar Zahd —cada hombre sólo tiene el pulgar y los dos dedos exteriores de la mano derecha. Y os diré por qué. Esa ciudad portuaria ha conservado durante muchos años su importancia e independencia, debido a que todos sus ciudadanos se han entrenado siempre como arqueros en su defensa. Cuando los mongoles asediaron Hormuz bajo el mando del ilkan Hulagu, el ilkan hizo un ofrecimiento a los padres de la ciudad. Les dijo que si le prestaban sus arqueros el tiempo necesario para ayudarlos a conquistar Bagdad, dejaría en pie Hormuz, mantendría su independencia y dejaría con vida a sus ciudadanos arqueros. También prometió que permitiría a los hombres volver a Hormuz para defenderla de nuevo. Los padres de la ciudad aceptaron, y sus nombres, aunque a regañadientes, se unieron a Hulagu en el asedio de esta ciudad, lucharon con valor, y finalmente nuestra querida Bagdad fue derrotada.

Tanto ella como el sha suspiraron profundamente.

—Bien —continuó la shahryar —, a Hulagu le impresionó tanto el valor y la destreza de los hombres de Hormuz que, acto seguido, los mandó acostarse con todas las jóvenes mujeres mongoles que acompañan siempre a sus ejércitos. Como veis, Hulagu deseaba incorporar la potencia de la simiente de Hormuz a la descendencia mongol. Tras varias noches de forzosa cohabitación, cuando Hulagu supuso que sus hembras se habían impregnado suficientemente, mantuvo su promesa y liberó a los arqueros para que volvieran a Hormuz. Pero antes de dejarlos partir, amputó a cada hombre los dos dedos que sujetan la cuerda del arco. En efecto, Hulagu cogió el fruto de los árboles y luego los taló. Aquellos hombres mutilados no podían en absoluto defender Hormuz, y por supuesto la ciudad pronto se convirtió, como nuestra querida y derrotada Bagdad, en una posesión del kanato mongol.

—Querida mía —dijo el sha, aturdido —, estos caballeros son emisarios de ese kanato. La carta que me presentaron es un firman del propio gran kan Kubilai. Dudo mucho que les divierta oír relatos sobre… ejem, sobre la mala conducta de los mongoles.

—Oh, no, podéis contar atrocidades con toda libertad, sha Zaman —tronó mi tío sinceramente —. Aún somos venecianos, no mongoles adoptivos, ni apologistas suyos.

—En ese caso podré contaros —prosiguió la shahryar, inclinándose de nuevo con impaciencia —el trato terrorífico que Hulagu dio a nuestro califa al-Mustasim-Billah, el hombre más santo del Islam.

El sha suspiró otra vez y fijó su mirada en un punto lejano de la habitación.

—Como quizá vos ya sabéis, mirza Polo, Bagdad era para el Islam lo que Roma es para la cristiandad. Y el califa de Bagdad era para los musulmanes lo que vuestro Papa es para los cristianos. Así, cuando Hulagu sitió esta ciudad, propuso las condiciones de la rendición al califa Mustasim, no al sha Zaman —dirigió un rápido parpadeo despreciativo a su marido —. Hulagu ofreció levantar el cerco si el califa accedía a ciertas peticiones, entre ellas entregar gran cantidad de oro, pero éste se negó diciendo:

«Nuestro oro alimenta nuestro santo Islam.» Y el sha reinante no se opuso a esta decisión.

—¿Qué podía hacer yo? —preguntó el sha con débil voz, como si fuese un tema ya muy discutido —. El poder espiritual es superior al temporal.

Su mujer continuó implacable:

—Bagdad podía haber resistido a los mongoles y a sus aliados de Hormuz, pero no pudo resistir el hambre impuesta por el asedio. Nuestro pueblo comió todo lo comestible, hasta ratas de ciudad, pero la gente se fue debilitando, muchos murieron y los demás ya no pudieron seguir luchando. Cuando la ciudad inevitablemente cayó, Hulagu encarceló

al califa Mustasim en reclusión solitaria, y le hizo padecer más hambre todavía. Al final, el viejo santo tuvo que suplicar que le dieran de comer. Hulagu con sus propias manos le dio una bandeja llena de monedas de oro, y el califa gimió: «Ningún hombre puede comer oro.» Entonces Hulagu dijo: «Tú lo llamaste alimento cuando yo te lo pedí. ¿No alimentaba vuestra ciudad santa? Reza, entonces, para que te alimente a ti.» Luego fundió el oro y vertió el metal líquido incandescente en la garganta del anciano, matándole de un modo horrible. Mustasim fue el último representante de un califato que había durado más de quinientos años, y ahora Bagdad ya no es ni la capital de Persia ni del Islam.

Movimos la cabeza en un gesto de debida conmiseración, lo cual animó a la shahryar a añadir:

—Un ejemplo de lo bajo que ha caído el shanato: aquí, mi marido, el sha Zaman, que fue en el pasado shahnishah de todo el Imperio persa, actualmente se dedica ¡a cuidar palomas y a recoger cerezas!

—Querida… —dijo el sha.

—Es verdad. Uno de los kanes menores de algún lugar de Oriente, a quien ni siquiera conocemos, tiene afición a las cerezas maduras. También le encantan las palomas, y sus palomas están amaestradas para regresar siempre a casa desde cualquier lugar a donde las lleven. Ahora tenemos varios cientos de esas ratas emplumadas en un palomar situado junto a los establos de palacio, y hay una diminuta bolsa de seda para cada una. Mi marido, el emperador, ha recibido órdenes. El próximo verano, cuando nuestras huertas maduren, tenemos que recoger las cerezas, poner una o dos en cada bolsita, atarlas a las patas de las palomas y dejarlas sueltas. Del mismo modo que el ave ruj lleva por el aire a hombres, leones y princesas, las palomas llevarán nuestras cerezas al ilkan que las espera. Si no pagamos este humillante tributo, sin duda vendrá desbocado desde Oriente y volverá a asolar nuestra ciudad.

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