Read El viajero Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (102 page)

Luego, como si no tuviera bastantes cosas de qué preocuparme, una nueva se añadió a las anteriores. Una voz murmuró en mi oído, en idioma mongol:

—No os giréis. No os mováis. No miréis.

Quedé inmóvil donde estaba, esperando en el instante siguiente sentir una puñalada o el filo de una espada. Pero sólo me llegó otra vez la voz:

—Tiembla, ferenghi. Teme la llegada de lo que mereciste. Pero no ahora, porque esperar y temer y no saber forman parte del castigo.

Comprendí en aquel momento que la voz no estaba al lado de mi oído. Di la vuelta, miré a mi alrededor y no vi a nadie. Entonces pregunte secamente:

—¿Qué he merecido? ¿Qué queréis de mí?

—Sólo que me esperes —murmuro la voz.

—¿Quién? Y ¿cuándo?

La voz murmuró sólo cinco palabras más, cinco palabras cortas y simples, pero cargadas de un peso más terrible que la amenaza más declarada, y luego no volvió a hablar. Dijo sólo de modo claro y terminante:

—Espérame cuando menos me esperes.

13

Esperé algo más y cuando nada oí, hice una pregunta o dos, pero sin obtener respuesta. Eché a correr alrededor de la terraza hacia mi derecha hasta volver a la Puerta de la Luna, sin ver tampoco a nadie. El muro sólo tenía aquella entrada, y por lo tanto me detuve allí y miré hacia abajo por la Colina de Kara. Aquel día varios señores y damas estaban también tomando el aire paseando solos o en parejas por los niveles inferiores

de la colina. Cualquiera de ellos podía ser la persona que me había hablado sin que pudiera verla: podía haber corrido hasta allí y luego moderar el paso. O el propietario del murmullo podía haber tomado otro camino. El camino enlosado que partía de la Puerta de la Luna descendía un corto trecho antes de bifurcarse en dos, y uno de los caminos daba la vuelta al pabellón por detrás, descendiendo por la ladera trasera de la colina. O la persona podía estar aún dentro del muro conmigo y podía fácilmente dejar el pabellón interpuesto entre los dos, por rápido que corriera yo o por cautelosamente que avanzara por el paseo. Era inútil buscar más; me quedé en la entrada y medité. La voz podía ser tanto de un hombre como de una mujer, y pertenecer a varias personas que podían desear mi mal. Entre la misma hora del día anterior y la de aquel día tres personas me habían anunciado que «lamentaría» una u otra de mis acciones: el gélido Achmad, la enfurecida Buyantu y la ofendida señora Zhao. También podía suponer que el fugitivo ministro Bao había dejado de ser amigo mío, y que estaba aún en los confines del palacio. Y si tenía que contar a todas las personas de palacio a quienes había ofendido desde mi llegada tendría que incluir también al maestro Ping, el acariciador. Todos estos personajes hablaban mongol, como la voz que había murmurado en mis oídos.

Había incluso otras posibilidades. La dama gigantesca escondida en los aposentos de Achmad podía imaginarse que yo la había reconocido, y tenerlo en cuenta. O la dama Zhao podía haber contado a su marido algún embuste sobre mi visita, y él podía en este momento estar tan enfadado conmigo como ella. Yo había repetido chismes ofensivos sobre el eunuco astrólogo de la corte, y los eunucos como es sabido son muy resentidos. Además había comentado en una ocasión con Kubilai que en mi opinión la mayoría de sus ministros estaban mal empleados y este comentario podía haber llegado a oídos suyos, y cada uno de ellos podía estar mortalmente ofendido por mi presunción. Mi mirada recorría una y otra vez los tejados curvados de los distintos edificios del palacio, como si quisiera atravesar sus tejas amarillas e identificar a mi atacante, cuando de repente vi una gran nube de humo subir como una erupción del edificio principal. El humo era tan abundante que no podía proceder de un brasero o de un horno de cocina, y había aparecido de modo demasiado repentino para ser un incendio de una habitación o cosa parecida. Aquel humo negro mientras se iba expandiendo parecía hervir y llevar mezclados en su interior fragmentos del edificio y del tejado. Una tracción de instante después me llegó el sonido correspondiente: un trueno tan fuerte y violento que agitó

literalmente mi cabello y los pliegues sueltos de mi ropa. Vi que las demás personas que estaban en la colina también se tambaleaban por efecto del sonido, daban la vuelta para mirar y echaban a correr ladera abajo hacia la escena.

No tuve que acercarme mucho para comprender que la erupción había salido de mis propios aposentos. De hecho la sala principal de mi estancia tenía los muros y el techo reventados, había quedado abierta al cielo y los pocos elementos de su interior que no se habían desintegrado directamente estaban ardiendo. El humo negro de la explosión inicial, todavía muy denso y revolviéndose e hirviendo lentamente, se estaba desplazando ahora sobre la ciudad, el humo menor del incendio de la habitación era tan espeso que la mayoría de espectadores se mantenían a una respetuosa distancia. Sólo unos cuantos criados del palacio entraban y salían corriendo entre el humo llevando baldes de agua y echándola sobre los ardientes restos. Uno de ellos soltó su balde cuando me vio y vino corriendo hacia mí, o más bien tambaleándose. Estaba tan negro de humo y con la ropa tan chamuscada que tardé un instante en reconocer a Narices.

—¡Oh, mi amo! ¡No os acerquéis más! ¡Es una destrucción terrible!

—¿Qué ha sucedido? —le pregunté, aunque ya suponía la respuesta.

—Lo ignoro, mi amo. Yo estaba durmiendo en mi armario cuando de repente,

bismillah!, y me encontré despierto y debatiéndome aquí, sobre la hierba de este patio del jardín, con la ropa encendida y fragmentos de mobiliario lloviendo a mi alrededor.

—¡Las chicas! —exclamé —. ¿Qué les ha sucedido?

—Masallah, mi amo, están muertas, y del modo más horrible. Si no fue obra de un yinni vengativo, sufrimos el ataque de un dragón con aliento de fuego.

—No lo creo así —dije tristemente.

—Entonces sin duda fue un ruj que desgarra locamente a sus víctimas con el pico y las garras, porque las chicas no están solamente muertas, sino que ya no existen, por lo menos como chicas separadas. No son más que una salpicadura sobre las paredes que quedan en pie. Trozos de carne y manchas de sangre. Mellizas fueron en vida y emparejadas han entrado en la muerte. Serán inseparables para siempre, porque ningún maestro funerario podrá separar los fragmentos y decir quién es quién.

—Bruto barabáo —murmuré horrorizado —. Pero no fue ningún ruj ni yinni ni dragón.

¡Ay de mí!, fui yo quien lo hice.

—Y pensar, mi amo, que en una ocasión me dijisteis que no podríais matar nunca a una mujer.

—¡Esclavo insensible! —grité —. ¡No lo hice deliberadamente!

—Ah, bueno, todavía sois joven. Mientras tanto agradezcamos que las que murieron no guardaran consigo en casa un perro, un gato o un mono, porque estarían entremezclados con ellas en la otra vida.

Tragué saliva, mareado. Tanto si era culpa mía como obra de Dios, había sufrido la pérdida terrible de dos mujeres jóvenes y encantadoras. Pero debía pensar que ya las había perdido antes, y de modo muy real. Una de ellas o las dos me habían estado traicionando con el hostil Achmad, y yo había sospechado que Buyantu podía ser también la voz murmuradora del Pabellón del Eco. Ahora era evidente que ella no pudo haber sido. Pero en aquel momento di un nuevo salto cuando otra voz murmuró a mi oído:

—Lamentable mamzar, ¿qué habéis hecho?

Me giré. Era el artificiero de la corte, quien sin duda había llegado corriendo al reconocer el ruido distintivo de su propio producto.

—Estaba intentando un experimento en al-kimia, maestro Shi —contesté compungido —. Dije a las chicas que mantuvieran el fuego muy bajo, pero sin duda debieron…

—Os advertí que el polvo de fuego no es para jugar —gruñó él entre dientes.

—Nadie puede contarle nada a Marco Polo —dijo el príncipe Chingkim quien en su calidad de wang de Kanbalik había acudido al parecer para comprobar qué tipo de desgracia se había abatido sobre su ciudad. Añadió secamente —: Marco Polo ha de verlo todo personalmente.

—Preferiría no haber visto esto —murmuré.

—Entonces no miréis, mi amo —dijo Narices —. Porque aquí llega el maestro funerario de la corte y sus ayudantes, para recoger los restos mortales. El fuego se había amortiguado y sólo se veían pequeñas columnas de humo y se oían silbidos ocasionales de vapor. Los espectadores y los criados con sus baldes abandonaron el lugar, porque, como es natural, la gente prefería alejarse de los funcionarios encargados de preparar los funerales. Yo me quedé, por respeto hacia las difuntas, y lo propio hizo Narices, para acompañarme, y también Chingkim, en su calidad de wang, para que todo se hiciera correctamente, y lo mismo hizo el maestro Shi, impulsado por el deseo profesional de examinar los destrozos y tomar notas que le sirvieran para sus futuros trabajos.

El maestro de funerales y sus ayudantes, todos vestidos de color púrpura, demostraban a las claras el desagrado que les causaba aquel trabajo, aunque sin duda estaban

acostumbrados a ver la muerte en muchas formas. Echaron un vistazo por el lugar, luego se fueron y volvieron con unos recipientes de cuero negro, unas espátulas de madera y unos lampazos de tela. Con estos objetos y con expresiones de repulsión recorrieron mi habitación y la zona exterior del jardín, rascando, fregando y depositando los resultados en los recipientes. Cuando hubieron cumplido su misión nosotros cuatro entramos y examinamos las ruinas, pero sólo superficialmente porque el olor era terrible. Era un hedor compuesto de humo, carbonilla, carne asada y, aunque no sea galante decirlo de las jóvenes bellezas fallecidas, el hedor de excrementos, porque aquella mañana yo no había dado tiempo a las chicas para hacer su aseo.

—Para que el huoyao produjera toda esta destrucción —dijo el artificiero mientras rebuscábamos lóbregamente por la sala principal —tuvo que estar muy apretado y confinado cuando entró en ignición.

—Estaba dentro de una vasija de gres bien tapada, maestro Shi dije yo —. Creo que no podía entrar en ella ninguna chispa.

—Bastaba con que la vasija se calentara mucho —dijo mirándome con irritación —. ¿Y

una vasija de gres? De mayor potencial explosivo que una nuez india o que una caña pesada de zhugan y si las mujeres estaban en aquel momento cerca de la vasija… Yo me alejé porque no quería oír más comentarios sobre las pobres muchachas. En un rincón descubrí con gran sorpresa un objeto intacto en aquella habitación destruida. Era sólo un jarro de porcelana, pero estaba entero, intacto, excepto el borde algo desportillado. Cuando miré su interior entendí por qué había sobrevivido. Era la vasija en la que había vertido la primera medida de huoyao, que luego había mezclado con agua. El polvo se había secado formando una masa sólida que llenaba casi todo el jarro y le permitía resistir golpes.

—Mirad esto, maestro Shi —dije enseñándole el jarro —. El huoyao puede conservar además de destruir.

—O sea que primero intentasteis humedecerlo —comentó mirando la vasija —. Podía haberos advertido que se secaría y solidificaría formando una masa inútil. En realidad creo que os lo dije. Ayn davar, pero el príncipe tiene razón: nadie puede deciros nada… Yo había dejado de escuchar, y me aparté nuevamente de él, porque un nebuloso recuerdo estaba tomando forma en mi mente. Me llevé la vasija al jardín, cogí una de las piedras encaladas que bordeaban un parterre y la utilicé como martillo para romper la porcelana. Cuando hubieron caído todos los fragmentos tuve una masa pesada y gris, en forma de vaso, del polvo solidificado. Lo que había recordado en aquel momento era la fabricación de un alimento que los mongoles llamaban grut. Recordaba que las mujeres mongoles de las llanuras extendían la cuajada de leche al sol y dejaban que se endureciera hasta tener una masa dura, luego la deshacían en forma de bolas de grut que se conservaban indefinidamente sin echarse a perder, de modo que quien quisiera podía preparar con ellas una comida de emergencia. Cogí de nuevo mi piedra y golpeé la masa de huoyao hasta que saltaron unas cuantas bolitas, parecidas en tamaño y aspecto a excrementos de ratón. Las miré, luego volví al artificiero y le dije sin muchas esperanzas.

—Maestro Shi, mirad esto y decidme si me he equivocado…

—Probablemente —dijo con un ronquido de desprecio —. Son cagarrutas de ratón.

—Son bolitas sacadas de aquella masa de huoyao. Creo que estas bolitas conservan en firme suspensión las proporciones correctas de los tres polvos separados. Y puesto que están secas se inflamarán como si…

—Yom mejayeh! —exclamó con voz ronca, creo que en idioma ivrit. Recogió de mi mano aquellas bolitas con mucha lentitud y delicadeza, se inclinó para estudiarlas atentamente y exclamó de nuevo, ahora, según entendí, en idioma han, varias

palabras más como «haojiahuo», que es una expresión de asombro, y «jiaohao», que es una expresión de satisfacción, y «chanruan», que es un término utilizado habitualmente para alabar a una mujer hermosa.

De repente se puso a correr por la habitación en ruinas hasta que encontró una astilla de madera todavía en ascuas. Sopló sobre ella para que diera fuego y salió corriendo al jardín. Chingkim y yo le seguimos mientras el príncipe decía:

—¿Qué pasa ahora? —y —: ¡Otra vez, no! —cuando el artificiero tocó las bolitas con el ascua y éstas se encendieron con una llama brillante y un silbido, como si conservaran su forma original de polvo fino.

—Yom mejaveh! —exclamó de nuevo el maestro Shi y luego se volvió hacia mí y con los ojos muy abiertos murmuró —: Bar mazel! —luego se dirigió al príncipe Chingkim y dijo en han —: Mu bu jian jie.

—Un viejo proverbio —me dijo Chingkim —. El ojo no puede ver sus propias pestañas. Creo que habéis descubierto algo nuevo en relación al polvo de fuego, nuevo incluso para el experimentado artificiero.

—Es sólo una idea que se me acaba de ocurrir —dije modestamente. El maestro Shi se me quedó mirando con los ojos abiertos como platos, sacudiendo la cabeza y murmurando palabras como «jajem» y «jalutz». Luego se dirigió de nuevo a Chingkim:

—Príncipe, no se si teníais intención de procesar a este imprudente ferenghi por los daños y las muertes que ha causado. Pero la Mishna nos cuenta que un mal nacido que piensa se merece más consideración que un gran sacerdote que predica rutinariamente. Os confieso que este joven aquí presente ha conseguido algo de más valor que acabar con unas cuantas criadas o con unos fragmentos de palacio.

Other books

Playing Hard To Get by Grace Octavia
Running Out of Time by Margaret Peterson Haddix
BegMe by Scarlett Sanderson
Catch as Cat Can by Claire Donally
Free Lunch by David Cay Johnston
Beyond Reason by Karice Bolton
How to Wrangle a Cowboy by Joanne Kennedy