Pero volvió a entrar con paso vivo en la habitación, sin acompañantes, y me tiró un trozo de papel. Lo cogí al vuelo antes de que cayera al suelo. No pude leer las palabras mongoles escritas sobre el papel, pero ella me explicó su contenido diciendo desdeñosamente:
—El título de propiedad de la esclava Mar-Yanah. Os la doy. La turca es vuestra para que hagáis con ella lo que os plazca. —Su rostro, de acuerdo con su carácter inconstante, pasó del desprecio a una sonrisa seductora —. Y yo también. Haced lo que os plazca, para agradecerme adecuadamente este gesto.
Quizá me hubiera visto obligado a ello, y probablemente hubiese tenido el valor de hacerlo si me lo hubiera ordenado antes. Pero ella me había entregado el papel incautamente, sin ponerle antes precio. Lo doblé, lo metí en mi bolsa, me incliné y le dije con todas las fiorituras que pude:
—Desde luego vuestro humilde suplicante da las gracias fervorosamente a la señora Zhao Guan. Y estoy seguro que los viles esclavos igualmente honrarán y bendecirán vuestro nombre cuando los informe de vuestra generosa bondad, lo cual voy a hacer inmediatamente. Por lo tanto, noble dama, hasta que volvamos a vernos…
—¿Qué? —chilló como un carrillón de viento roto en mil pedazos —. ¿Seréis capaz de dar la vuelta y marcharos?
Tenía ganas de decirle que no, que me iría corriendo si la acción no fuera poco digna. Sin embargo le había hablado de mi noble cuna y mantuve mi actitud cortés: me incliné
repetidamente y fui retrocediendo de cara a ella hasta la puerta murmurando cosas como
«muy benévola» y «eterna gratitud».
Su rostro de papel era ahora un palimpsesto con la incredulidad, el escándalo y la irritación grabados en él, todo a ¡a vez. Tenía en la mano la bola de marfil como si fuera a tirármela.
—Muchos hombres han lamentado que los rechazara —dijo amenazadoramente, con los dientes apretados —. Vos seréis el primero en lamentar haberos ido sin mi permiso. Mis reverencias me habían llevado ya al pasillo, pero la oí gritar unas cuantas palabras cuando di la vuelta para huir a mis habitaciones.
—¡Os lo prometo! ¡Lo lamentaréis! ¡Os arrepentiréis de esto!
Debo decir que al huir de los propuestos abrazos de doña Zhao no lo hice por un
repentino ataque de rectitud ni preocupado por la sensibilidad de su marido, o por el temor a posibles consecuencias comprometedoras. Las consecuencias más probables vendrían por no haber utilizado adecuadamente a la dama. No, no se debió a nada de esto, ni fue tampoco la repugnancia general que me inspiraba. Para ser sincero, lo que más me repelió fueron sus pies. Debo aclarar este punto, porque muchas otras mujeres tenían el mismo tipo de pie.
Se llamaba a estos pies «puntos de loto», y los zapatos increíblemente pequeños con que se calzaban se llamaban «copas de loto». Sólo más tarde me enteré de que doña Zhao, aparte de las demás inmodestias que pude reconocer fácilmente, había superado en su lascivia los límites de cualquier ramera solamente por dejarme ver desnudos sus pies, sin sus copas de loto. Los han consideran que los puntos de loto de una mujer son sus partes más íntimas, y que éstas deben guardarse cubiertas más cuidadosamente que las partes rosadas que la mujer tiene entre las piernas.
Al parecer hace muchos años hubo en la corte han una bailarina que podía bailar de puntillas, y esta postura, el hecho de poder mantenerse en equilibrio casi sobre unos puntos, excitaba a todos los hombres que la veían bailar. A partir de entonces las demás mujeres intentaron envidiosamente emular aquella seductora de fábula. Seguramente las bailarinas contemporáneas suyas intentaron varios sistemas para disminuir el tamaño ya femenino de sus pies, y sin mucho éxito, porque las mujeres de épocas posteriores dieron un paso más. Cuando yo llegué a Kanbalik había ya muchas mujeres han cuyas madres les habían comprimido los pies desde la infancia. Ellas que habían crecido lisiadas, transmitían luego a los pies de sus hijas esta cruel tradición. La madre procedía del modo siguiente: cogía el pie de su hija niña, lo doblaba hacia abajo para que los dedos quedaran lo más cerca posible del talón y lo ataba en esta postura hasta que quedara fijo y pudiera luego doblarlo más fuerte y volver a atarlo. Cuando la chica alcanzaba la pubertad podía llevar unas copas de loto que literalmente tenían un tamaño igual al de copas de beber. Estos pies desnudos parecían las garras de un pajarito que acabara de soltarse de una rama delgada. Una mujer con puntos de loto tenía que caminar con pasos menudos y precarios, y raramente andaba, porque los han y otros pueblos consideraban este modo de andar como un gesto lo más provocador posible. Bastaba con pronunciar ciertas palabras como pies o dedos de pie o puntos de loto o caminar, referidas a una mujer o en presencia de una mujer decente, para causar tanta sorpresa y tantos gritos de indignación como si alguien gritara «pota!» en un salón veneciano.
Estoy de acuerdo en que la mutilación del loto infligida a una mujer han era menos cruel que la práctica musulmana de extirpar la mariposa de pétalos del loto situado a más altura del cuerpo. Sin embargo la visión de estos pies me producía asco, aunque estuviesen modestamente cubiertos, porque los zapatos de copa de loto se parecían a las vainas de cuero con que algunos mendigos cubren los muñones de sus amputaciones. La repugnancia que me inspiraban los puntos de loto me convirtió en una especie de bicho raro entre los han. Todos los hombres han a quienes conocí pensaban que yo era algo raro, quizá un impotente, o un depravado, cuando veían que apartaba mis ojos de una mujer con puntos de loto. Ellos me confesaban francamente que la visión fugaz de las extremidades inferiores de una mujer los excitaba como podía excitarme a mí ver un instante sus senos. Confesaban orgullosamente que sus pequeños órganos viriles se ponían literalmente tiesos cuando oían una palabra inmencionable como «pies», o cuando dejaban que sus mentes imaginaran estas partes no revelables de una persona de sexo femenino.
En todo caso aquella tarde doña Zhao había enfriado tanto mis ardores naturales que cuando Buyantu me desnudó a la hora de ir a la cama y se insinuó con algunas caricias
sugestivas le pedí que me excusara. O sea que ella y Biliktu se quedaron echadas en la cama mientras yo bebía arki y miraba a las dos chicas desnudas jugar la una con la otra y con un suyang. El suyang era una especie de seta originaria de Kitai, con la forma exacta de un órgano masculino, incluso con una retícula de venas a su alrededor, pero algo más pequeño en longitud y grosor. Buyantu la metió y la sacó suavemente de su hermana varias veces, provocando la emisión de los jugos yin de Biliktu; el suyang absorbió de algún modo estos jugos, aumentó de tamaño y se endureció. Cuando hubo alcanzado un tamaño realmente prodigioso, las mellizas se lo pasaron en grande utilizando entre sí este falocripto de modo variado e ingenioso. El espectáculo debería haberme excitado a mí tanto como los pies excitaban a un han, pero me limité a sonreírles con aire condescendiente y cuando hubieron agotado sus fuerzas me eché a dormir entre sus cuerpos cálidos y húmedos.
12
Fatigadas, las mellizas dormían todavía la mañana siguiente cuando me levanté de entre ellas y salí de la cama. Narices no se había presentado la noche anterior, y no estaba en su jergón cuando fui a verlo. Me había quedado de momento sin ningún criado, o sea que aticé las brasas del brasero en la sala principal y me preparé una taza de cha para desayunar. Mientras lo bebía pensé que podía intentar el experimento que había iniciado el día anterior. Puse suficiente carbón en el brasero para que quedara encendido, pero con una llama muy baja. Luego busqué por mis habitaciones hasta encontrar una vasija de gres con tapa, vertí en ella el resto de mis cincuenta liang de polvo inflamante, tapé
bien la vasija y la puse en el brasero. En aquel momento entró Narices, con aspecto bastante ojeroso y arrugado, pero contento.
—Amo Marco —dijo —, he estado en vela toda la noche. Algunos criados y mozos de establo organizaron anoche en las cuadras un juego de cartas zhipai con apuestas, que todavía sigue. Durante varias horas observé el juego hasta entender sus reglas. Luego aposté algo de plata, y también gané. Pero cuando recogí mis ganancias quedé
consternado al ver que sólo había ganado este fajo de papeles sucios, y me fui de allí
disgustado, porque aquellas personas sólo jugaban con vales sin valor.
—Eres un burro —le dije —. ¿No has visto todavía dinero volante? Por lo que veo aquí
tienes el equivalente a un mes de sueldo mío. Tenías que haber continuado, si la suerte te favorecía tanto. —El me miró sin entender y yo agregué —: Te lo explicaré después. Mientras tanto me alegra ver que uno de nosotros puede malgastar su tiempo con frivolidades. El esclavo hace el papel de pródigo mientras el amo trabaja yendo de un lado a otro para cumplir los encargos de su esclavo. Ayer me visitó tu princesa Mar-Yanah y…
—¡Oh, mi amo! —exclamó cambiando de color como si fuera un adolescente y yo me estuviera riendo de su primer amor.
—Más tarde hablaremos de esto. Sólo te digo que tus ganancias con el juego deberían servir para que tú y ella pudieseis instalaros juntos.
—¡Oh, mi amo! Al-hamdo-lillah az ihifat-i-shoma!
—¡Luego, luego! De momento debo ordenarte que dejes tus actividades de espionaje. Me han llegado manifestaciones de desagrado por parte de un señor a quien creo que no debemos contrariar.
—Como mandéis, mi amo. Pero quizá haya conseguido ya una pequeña información que podría interesaros. Esto fue lo que me obligó a pasar toda la noche en vela lejos de los aposentos de mi amo, no la frivolidad sino la entrega a la voluntad de mi amo. —Puso cara de sacrificio y rectitud —. Los hombres charlan como mujeres cuando se ponen a
jugar a cartas. Y estos hombres, para que todos entendiéramos, hablaron en mongol. Cuando uno de ellos se refirió casualmente al ministro Bao Neihe pensé que debía quedarme. Mi amo me había ordenado que no hiciera preguntas directas, o sea que sólo podía escuchar. Y mi devota paciencia me tuvo allí toda la noche, sin cerrar los ojos ni un instante, sin emborracharme nunca, sin ni siquiera salir un momento para hacer pis, sin…
—No es preciso que insistas sobre el tema, Narices. Acepto que mientras jugabas estabas trabajando. Ve al grano.
—No sé si es importante, mi amo, pero el ministro de Razas Menores es también de una raza menor.
Yo parpadeé:
—¿Qué dices?
—Es evidente que aquí se le toma por han, pero en realidad pertenece al pueblo yi de la provincia de Yunnan.
—¿Quién te dijo esto? ¿En qué se basa esta información?
—Como decía, el juego tuvo lugar en los establos. Ayer trajeron del sur una caballeriza y sus mozos están sin ocupación hasta que los despachen en otra caravana. Varios de ellos son nativos de Yunnan y uno dijo en un aparte que había visto de lejos al ministro Bao, aquí, en palacio. Más tarde otro dijo que sí, que también él le había reconocido, pues el ministro había sido en otros tiempos un pequeño magistrado de alguna pequeña prefectura de Yunnan. Y más tarde otro dijo: «Sí, pero no le traicionemos. Si Bao ha escapado del terruño y prospera ahora en la gran capital pasando por han, dejemos que disfrute de su fortuna.» Así hablaron, amo Marco, y no con falsedad sino sinceramente, por lo que a mí me pareció.
—Sí —murmuré.
Estaba recordando: el ministro Bao se había referido realmente a «nosotros los han»
como si él formara parte de aquel pueblo, y había hablado de «los turbulentos yi» como si también él considerara desagradable aquel pueblo. «Bueno —pensé —, quizá el primer ministro Achmad me ha ordenado demasiado tarde que abandone mis investigaciones encubiertas.» Pero si él tenía que enfadarse por haber descubierto yo ese único secreto, debía arriesgarme a que se enfadara todavía más.
Las mellizas se habían despertado, quizá al oír nuestras voces, y Buyantu entró en la sala principal, con un desaliño bastante apetecible. Le dije:
—Ve directamente a las habitaciones del kan Kubilai, presenta a sus ayudantes los cumplidos de Marco Polo y pregunta si pueden arreglarme una audiencia con el gran kan por una cuestión de cierta urgencia.
Ella hizo el movimiento de volver al dormitorio para arreglarse mejor el traje y el pelo, pero yo le dije:
—Lo urgente, Buyantu, es urgente. Ve tal como estás y apresure, —Luego dije a Narices
—: Tú ve a tu armario y recupera las horas de sueño perdidas. Discutiremos los otros asuntos cuando vuelva.
«Suponiendo que vuelva», pensé, mientras estaba en mi dormitorio para ponerme mi traje de corte más formal. Era perfectamente posible que al gran kan, como al valí
Achmad, no le gustara que yo me dedicara a husmear secretos, y podía expresar su desaprobación de algún modo violento que no fuera precisamente de mí agrado. Biliktu estaba haciendo en aquel momento la cama, una cama en el colmo del desorden, y me sonrió maliciosamente cuando encontró entre las sábanas el falocripto suyang, ahora tan pequeño y encogido como lo hubiera estado cualquier órgano real después de tanto ejercicio. Al verlo decidí aprovechar la oportunidad para llevar a cabo algunos ejercicios personales semejantes, pues ignoraba si aquélla iba a ser mi última
oportunidad durante algún tiempo. Yo estaba ya desnudo, y agarré suavemente a Biliktu para desnudarla.
Ella tuvo un pequeño sobresalto. Al fin y al cabo había pasado mucho tiempo desde que ella y yo nos habíamos dado aquella satisfacción. Se resistió un poco y murmuró:
—No creo que deba, amo Marco.
—Ven —le dije cordialmente —. Es imposible que estés indispuesta. Si utilizaste esto… —dije señalando con un gesto de la cabeza el abandonado suyang —, también puedes utilizar uno auténtico.
Y lo utilizó, sin más protestas que algún gimoteo ocasional, y una tendencia a separarse de mis caricias y ataques como para impedir que penetrara demasiado profundamente en ella. Supuse que estaba todavía cansada, o quizá algo dolida de la noche anterior, y su demostración femenina de reluctancia no impidió que yo disfrutara. De hecho mi placer quizá fue más intenso que el de los últimos tiempos porque me veía dentro de Biliktu y no de su hermana melliza.
Había acabado, del modo más delicioso, pero conservaba todavía mi joya roja dentro de Biliktu, disfrutando con las últimas contracciones cada vez más débiles de los músculos de sus pétalos de loto, cuando una voz dijo secamente: