Todavía nos faltaba atravesar la mayor parte de Persia, pero era su parte vacía, quizá la más vacía del mundo entero, y por el camino no nos encontramos a un solo persa ni a muchas cosas más, ni vimos en la arena rastros de animales mayores que un insecto. En otras regiones de Persia, también deshabitadas y no cultivadas por el hombre, los viajeros nos tendríamos que haber puesto en guardia contra grupos de leones cazadores, o contra jaurías de perros Sutur-murq que no vuelan y que según nos dijeron podían reventar las entrañas de un hombre con una patada. Pero en el desierto donde no vive ningún ser vivo no hay que temer nada de esto. Vimos en ocasiones a algún buitre o milano, pero se quedaban en lo alto del cielo ventoso y al pasar no se detenían. Incluso parece que los vegetales eviten este desierto. La única cosa verde que vi crecer era un arbusto bajo con hojas largas de aspecto carnoso.
—Es una euforbia —nos dijo Narices —. Y crece aquí únicamente porque Alá dispuso que sirviera de ayuda al viajero. En la estación del calor, la vaina de la euforbia madura y se rompe proyectando sus semillas. Empiezan a reventar cuando el aire del desierto alcanza exactamente el mismo grado de calor que la sangre humana. Luego las vainas estallan con frecuencia cada vez mayor a medida que el aire se calienta más. De este modo basta que el viajero oiga la fuerza con que estallan las euforbias para que sepa si el aire se pone tan caliente y es tan peligroso que debe detenerse por necesidad y buscar abrigo a la sombra si no quiere morir.
Este esclavo, a pesar de su escuálido cuerpo, de su erotismo sexual y de su carácter detestable, era un experto viajero y nos contó o nos mostró innumerables cosas útiles y de interés. Por ejemplo, en la primera noche que pasamos en el desierto, cuando nos detuvimos para acampar, bajó de su camello y clavó su palo de aguijón en la arena dejándolo inclinado en la dirección hacia la que íbamos.
—Podemos necesitarlo mañana —explicó —. Decidimos dirigirnos hacia el lugar por donde sale el sol. Pero si en aquella hora la arena sopla quizá no tengamos otro medio que el palo para encontrar este punto.
Las traidoras arenas del Kasht-e-Kavir no son la única amenaza para el hombre. Como ya he dicho, este nombre significa Gran Desierto de Sal, y esto tiene su explicación. Grandes extensiones de este desierto no son de arena, sino que están formadas por inmensas superficies de una pasta salada, no tan mojada que pueda llamarse lodo o pantano, y el viento y el sol han secado la pasta convirtiendo la superficie en un pan de sal sólida. A menudo el viajero tiene que atravesar una de estas costras de sal blanca,
brillante, crujiente, temblorosa y cegadora, y debe hacerlo con agilidad. Los cristales de sal son más abrasivos que la arena: incluso las callosas pezuñas de un camello pueden desgastarse rápidamente y quedar tiernas y sangrantes, y si el jinete se ve obligado a desmontar, sus botas pueden acabar igual, y luego sus pies. Además las superficies de sal tienen un grueso variable, y hay algunas zonas que Narices llamaba «tierras temblorosas». A veces el peso de un camello o de una persona puede romper la costra. Entonces el animal o la persona se hunden en la pastosa suciedad que hay debajo. Es imposible salir de esas arenas movedizas de sal sin ayuda ajena, o quedarse metido en ellas y esperar que alguien venga a ayudar. La pasta estira hacia abajo ineluctablemente todo lo que cae sobre ella, lo chupa hasta debajo de su superficie y se cierra luego por encima. Si no hay nadie presente que pueda rescatar al infortunado caído, alguien situado en tierra más firme, éste está condenado. Según Narices, caravanas enteras de personas y animales han desaparecido así sin dejar rastro.
Por ello, cuando llegamos a la primera de estas superficies de sal nos detuvimos a estudiarla respetuosamente aunque su aspecto era tan inocuo como una capa de escarcha caída fuera de temporada sobre el suelo. La costra blanca brillaba ante nosotros y continuaba sin interrupción hasta el horizonte, y se extendía a ambos lados hasta donde alcanzaba la mirada.
—Podríamos intentar dar un rodeo —dijo mi padre.
—Los mapas del Kitab no dan detalles de este tipo —intervino mi tío rascándose meditativamente el codo —. No hay manera de saber su extensión ni de imaginar qué
rodeo sería más corto, si hacia el norte o hacia el sur.
—Y si queremos dar un rodeo a todos los obstáculos que encontremos —dijo Narices —nos pasaremos la vida en el desierto.
Yo no dije nada porque ignoraba totalmente el arte de viajar por el desierto y no me avergoncé de dejar la decisión en manos de gente más experta. Los cuatro hicimos sentarse a nuestros camellos y miramos hacia el resplandeciente desierto. Pero el niño Aziz aguijoneó detrás nuestro su camello de carga, lo mandó arrodillarse y desmontó. No nos dimos cuenta de lo que hacía hasta que pasó entre nosotros y se puso a caminar sobre la costra de sal. Giró la cabeza, nos miró desde abajo y sonriendo encantadoramente nos dijo con su vocecita de pájaro:
—Ahora podré pagar la bondad que demostrasteis llevándome con vosotros. Caminaré
delante vuestro y según sienta temblar el suelo bajo mis pies sabré la resistencia de la superficie. Iré por el suelo más firme, y vosotros sólo tendréis que seguirme.
—Te lastimarás los pies —protesté yo.
—No, mirza Marco, porque peso poco. Además me he tomado la libertad de sacar estas placas de los bultos. —Nos enseñó dos de los platos dorados que el sha Zaman había enviado con nosotros —. Me los ataré debajo de las botas como protección adicional.
—Sin embargo tu idea continúa siendo peligrosa —dijo mi tío —. Ha sido un acto de valentía por tu parte ofrecerte voluntario, muchacho, pero hemos jurado que no te pasará nada malo. Mejor que uno de nosotros…
—No, mirza Mafio —respondió Aziz sin inmutarse —. Si por casualidad se rompiera la sal y cayera dentro os sería más fácil sacarme a mí que a una persona mayor.
—Tiene razón, amos —dijo Narices —. El niño sabe lo que dice. Y como veis tiene un corazón dotado de valor y de iniciativa.
Dejamos, pues, que Aziz nos precediera, y nosotros le seguimos a una distancia discreta. La marcha era lenta, porque él avanzaba casi arrastrando los pies, pero de este modo el camino resultaba menos penoso para los camellos. Cruzamos con seguridad aquella tierra temblorosa y antes de que cayera la noche llegamos a una zona de arenas más seguras donde acampar.
Sólo en una ocasión se equivocó Aziz al juzgar la costra de sal. Ésta se rompió con un crac cortante, como si fuera una lámina de cristal, y el niño se hundió hasta la cintura en la pasta. No lanzó una exclamación de terror cuando esto sucedió ni se puso siquiera a lloriquear durante el tiempo que tardó tío Mafio en bajar de su camello, hacer un lazo en la cuerda de su silla, echarlo sobre el niño y estirarlo suavemente por encima del suelo hasta un lugar más firme. Pero Aziz sabía perfectamente que todo ese rato estuvo suspendido precariamente sobre un abismo sin fondo porque su rostro estaba muy pálido y sus ojos azules eran muy grandes cuando todos nos juntamos alrededor suyo con gran solicitud. Tío Mafio abrazó al chaval y le tuvo abrazado murmurando palabras de aliento, mientras mi padre y yo le quitábamos el lodo salado que se secaba rápidamente sobre sus ropas. Cuando le hubimos quitado todo el lodo, el niño había recuperado el ánimo e insistió en que quería precedernos de nuevo, despertando con esto la admiración de todos.
En los días que siguieron, cada vez que llegábamos a una superficie de sal no podíamos hacer otra cosa que imaginar su hipotética extensión o decidir por votación si nos aventurábamos sobre la costra o acampábamos allí, cerca del borde, y esperábamos hasta la mañana siguiente para reemprender el camino. Siempre cabía la posibilidad de que al caer la noche nos encontráramos todavía en plena tierra temblorosa, y tuviéramos que decidirnos por una de dos alternativas, igualmente desagradables: proseguir la marcha desafiando la oscuridad de la noche y su niebla seca, que podía ser mucho más terrible que un trayecto diurno, o acampar sobre la superficie salada y prescindir del fuego, porque temíamos que al encender un fuego sobre aquella superficie la sal se fundiría y nos precipitaría a nosotros, a nuestros animales y todo el equipaje en las arenas movedizas. Sin duda salimos con bien gracias únicamente a nuestra buena fortuna, o a la bendición de Alá, como habrían dicho nuestros dos musulmanes, y ciertamente no se debió a que nuestras suposiciones estuvieran informadas por sabiduría alguna, pero en cada ocasión acertamos y cuando caía la noche habíamos atravesado ya sin peligro la sal.
O sea que nunca tuvimos necesidad de acampar en frío sobre las terribles tierras temblorosas, pero acampar en cualquier punto de ese desierto, aunque pudiéramos confiar en que la arena no se disolvería bajo nuestros cuerpos, no era una experiencia agradable. La arena, si uno la mira atentamente, no es más que una multitud infinita de piedrecitas diminutas. Las rocas no conservan el calor, y tampoco lo hace la arena. Los días en el desierto eran bastante confortables, incluso cálidos, pero cuando el sol se ponía, las noches eran frías, y la arena bajo nuestras mantas más fría aún. Siempre necesitábamos un fuego para mantenernos en calor hasta que llegaba el momento de arrastrarnos dentro de las tiendas y meternos entre las mantas. Pero muchas noches eran tan frías que dividíamos la fogata en cinco fuegos distintos, bien separados, y dejábamos que calentaran estas parcelas separadas de suelo, y sólo entonces extendíamos las mantas y levantábamos las tiendas encima de los lugares calentados. Incluso así, la arena no conservaba durante mucho tiempo el calor, y por la mañana nos encontrábamos helados y tiesos, y en este estado poco alegre teníamos que levantarnos y enfrentarnos con otro día de desierto triste.
Los fuegos nocturnos de campamento nos daban calor y una cierta ilusión de hogar en medio de aquel desierto vacío, solitario, silencioso y oscuro, pero no nos servían mucho para cocinar. En el Dasht-e-Kavir la madera es inexistente y utilizábamos excrementos secos de animales como combustible. Los animales de innumerables generaciones anteriores que habían cruzado el desierto habían dejado caer suministros fáciles de encontrar, y nuestros propios camellos contribuían con sus depósitos al suministro de futuros viajeros. Sin embargo, nuestros únicos víveres eran algunas variedades de
carnes y frutos secos. Un pedazo de cordero seco y frío puede mejorar su gusto si se remoja y luego se asa sobre el fuego, pero no sobre un fuego de excrementos de camello. Nosotros ya olíamos todos a lo mismo gracias al humo de estos fuegos, pero no podíamos decidirnos a comer algo impregnado del mismo olor. A veces, cuando creíamos que podíamos gastar agua, la calentábamos y remojábamos la comida en ella, pero esto tampoco mejoraba mucho el plato. Cuando se ha llevado mucho tiempo agua en un odre de cuero, empieza a tener el aspecto, olor y gusto del agua que hay en la vejiga de una persona. Teníamos que bebería para sobrevivir, pero cada vez deseábamos menos cocinar con ella, y preferíamos roer la carne seca y fría. También cada noche dábamos de comer a los camellos: un puñado doble de habas secas para cada uno, y luego una buena ración de agua para que las habas se hincharan en el interior de sus vientres y les dieran la ilusión de una buena cena. No digo que los animales disfrutaran mucho con estas escasas raciones, pero ya se sabe que los camellos no disfrutan con nada. No habrían murmurado ni gruñido menos si les hubiésemos ofrecido un banquete de manjares refinados, y al día siguiente no hubiesen llevado a cabo mejor sus tareas impulsados por la gratitud.
Si estas palabras hacen pensar que tengo a los camellos en poca estima, así es. Creo que en el mundo he cabalgado o me he subido sobre todo tipo de animal de transporte, pero prefiero cualquier otro a un camello. Reconozco que el de dos gibas de las tierras más frías de Oriente es algo más inteligente y tratable que el camello con una giba de los países cálidos. Y esto apoya en cierto modo la idea que algunos tienen que el cerebro de un camello está en su giba, suponiendo que tenga alguno. Cuando la giba ha disminuido por la sed y el hambre, el animal es todavía más hosco, irritable e intratable que un camello bien alimentado, pero no mucho.
Los camellos tenían que descargarse cada noche, como se haría con cualquier animal de caravana, pero no hay ningún otro tan exasperantemente difícil de cargar de nuevo por la mañana. Los camellos gritaban, retrocedían, bramaban y se encabritaban, y cuando estos trucos sólo conseguían exasperarnos sin disuadirnos, escupían contra nosotros. Además por el camino no hay animal más desprovisto del sentido de la dirección o de la propia preservación que el camello. Los nuestros se habrían metido indiferentes, uno tras otro, en todos los agujeros con arenas movedizas de los panes de sal que encontramos si los jinetes o nuestro camellero no nos hubiésemos esforzado en evitarlos. A los camellos también les falta el sentido del equilibrio, más que a cualquier otro animal. Un camello, como una persona, puede levantar y transportar una tercera parte de su propio peso durante un día entero y a considerable distancia. Pero un hombre, que tiene dos piernas, no se balancea tanto como un camello, que tiene cuatro patas. Frecuentemente uno u otro de nuestros camellos resbalaba en la arena, y con mayor frecuencia incluso en la sal, y se caía grotescamente de lado, y era imposible levantarlo de nuevo si no lo descargábamos del todo, lo animábamos a gritos y lo ayudábamos con todas nuestras fuerzas combinadas. Todo lo cual él nos lo agradecía escupiéndonos.
He utilizado la palabra «escupir» porque incluso en Venecia yo había oído a los viajeros de lejanos países contar que los camellos escupían, pero la palabra no es correcta. Hubiese preferido que lo fuera. Lo que en realidad hacían era sacarse de su molleja más profunda una horrible masa de materia regurgitada y escupirla. En el caso de nuestros camellos esta materia era una sustancia compuesta por habas secas comidas, remojadas, hinchadas y gaseosas, luego medio digeridas y medio fermentadas, y finalmente, en el punto máximo de nocividad de la sustancia, removidas con los jugos estomacales, vomitadas, recogidas en la boca del camello, apuntadas con labios protuberantes y proyectadas con toda la fuerza imaginable contra alguno de nosotros,
preferentemente a los ojos.
Como es de esperar no hay ningún caravasar en todo el Dasht-e-Kavir, pero durante el mes largo que tardamos en cruzarlo tuvimos en dos ocasiones la bendita buena fortuna de llegar a un oasis. El oasis es una fuente que sale del suelo, sólo Dios o Alá sabe por qué. Sus aguas son frescas, no saladas, y a su alrededor ha crecido una zona de vegetación que se extiende por varios zonte. Nunca pude descubrir nada comestible creciendo en estos oasis, pero el mismo verdor de los árboles achaparrados y de los arbustos raquíticos y de la hierba rala constituía un refresco tan agradecido como la fruta o las verduras frescas. En ambas ocasiones tuvimos el placer de detener un momento nuestra jornada antes de continuar. Cogíamos agua de la fuente para bañar nuestros cuerpos cargados de polvo e incrustados de sal, que olían a humo y a excrementos, y sacábamos agua para llenar los depósitos de los vientres de los camellos, y cogíamos agua que hervíamos y pasábamos por el filtro de carbón que mi padre siempre llevaba consigo, para limpiar luego y llenar con ella nuestros odres. Cuando finalizábamos estas tareas nos estirábamos y disfrutábamos de la sensación nueva que suponía descansar bajo una sombra verde.