El viajero (51 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

que él musitaba:

—¿No te calienta esto todavía más?

Calor no era la palabra más adecuada. Su hermana Sitaré había contado que Aziz era un especialista en este arte, y era evidente que el niño sabía excitar lo que Narices había llamado «la almendra de dentro», porque mi miembro se puso erecto con tanta rapidez y dureza como una lona de tienda cuando se mete el palo dentro de su dobladillo. No sé

qué hubiese sucedido después. Podía decirse que yo estaba descuidando gravemente mi guardia, pero creo que los karauna se habrían acercado y nos habrían atacado sin ser descubiertos aunque yo hubiese estado más atento. Algo me golpeó la nuca tan fuertemente que la negra noche que me envolvía se hizo más negra todavía, y lo siguiente que pude notar cuando volví en mí fue que me arrastraban dolorosamente por los cabellos a través de la hierba y de la arena.

Me arrastraron hasta el fuego del campamento que alguien encendía, alguien que no era ninguno de nosotros. Los invasores eran hombres en comparación de los cuales los mongoles que nos habían visitado parecían gentileshombres de corte, elegantes y mundanos. Eran siete en total, iban sucios y harapientos, y eran feos, y aunque no sonreían nunca tenían siempre al aire sus dientes quebrados. Cada uno tenía un caballo, pequeño como un caballo mongol, pero huesudo, y con las costillas a la vista y lleno de llagas y pústulas. Observé otra cosa a pesar de mi estado medio inconsciente: no tenían orejas.

Uno de los merodeadores estaba encendiendo el fuego, los demás arrastraban a mis compañeros hacia él, y todos balbuceaban en voz estridente un lenguaje que yo desconocía. Narices parecía ser el único capaz de entenderlo, y aunque también le habían golpeado y lo habían sacado a rastras de la tienda y el terror lo consumía, se tomó la molestia de traducir y de gritar a todos nosotros.

—¡Son los karauna! Tienen un hambre mortal. ¡Dicen que no nos matarán si les damos de comer! ¡Por favor, mis amos, en nombre de Alá, apresuraos y enseñadles la comida!

Los karauna nos echaron a todos al lado del fuego y empezaron a coger frenéticamente agua de la fuente con las manos y a echársela gaznate abajo. Mi padre y mi tío corrieron obedientes a sacar la comida. Yo me quedé echado en el suelo, sacudiendo la cabeza, esforzándome en quitarme de encima el dolor, las tinieblas y el zumbido de su interior. Narices, que intentaba mostrarse adecuadamente ocupado y servicial, y que sin duda estaba muerto de miedo, continuó sin embargo gritando:

—¡Dicen que no nos robarán ni nos matarán a los cuatro! Desde luego mienten, y lo harán, pero esperarán a que los cuatro les hayamos alimentado. Por amor de Alá,

continuemos dándoles comida mientras quede. ¡Los cuatro!

Lo que más me preocupaba era la ruina que tenía dentro de la cabeza, pero supuse confusamente que Narices me estaba pidiendo también a mí que demostrara algo de vida y de actividad. O sea que me puse en pie medio tambaleándome y conseguí verter algunos albaricoques secos en un vaso de agua para reblandecerlos. Oí que tío Mafio gritaba también.

—¡Tenemos que obedecer, los cuatro!. Pero luego, mientras ellos se atraquen de comida, tenemos que buscar los cuatro una oportunidad para recuperar nuestras espadas y luchar.

Finalmente comprendí el mensaje que él y Narices intentaban comunicarnos. Aziz no estaba entre nosotros. Cuando los karauna nos atacaron vieron cuatro tiendas y sacaron a rastras de ellas a cuatro hombres, y ahora tenían a cuatro cautivos que cumplían obedientes sus órdenes. Esto fue porque yo había desmontado la tienda de Aziz. Cuando me sacaron de la mía, Aziz pudo haber salido también cogido a mí, pero no fue así. Y

debió de entender lo que pasaba, es decir que continuaría escondido, a no ser que… El chico era valiente. Podía intentar alguna salida desesperada… Uno de los karauna nos bramó algo. Una vez satisfecha su sed parecía encantarle vernos convertidos en sus esclavos. Se golpeó el pecho con los puños como un conquistador victorioso y nos dirigió a gritos un largo discurso narrativo, que Narices nos tradujo con un hilo de voz:

—Los mongoles los han perseguido tanto que estaban casi muertos de sed y de hambre. Han abierto varias veces las venas de sus caballos para beber sangre y continuar. Pero los caballos se han debilitado tanto que renunciaron a esto, aunque al final les cortaron las orejas y se las comieron. Ayy, mashallah, che arz konam!… —y finalizó su traducción con otro torrente de plegarias.

La confusión también disminuyó, y los siete karauna dejaron de dar vueltas a la fuente, permitieron que sus maltratados caballos se acercaran a ella, y se fueron al lugar donde habíamos puesto la comida, alrededor del fuego. Con dientes al aire y gruñidos guturales nos indicaron que nos quedáramos de pie a un lado, para no molestarlos. Los cuatro nos retiramos, y los karauna se arrojaron babeando sobre las provisiones, pero en aquel instante estalló una confusión indescriptible. Tres caballos más emergieron de un salto de las tinieblas llevando a tres jinetes que gritaban agitando en el aire sus espadas.

¡La patrulla mongol había regresado! Mejor dicho: los mongoles se habían quedado todo el rato vigilando en algún lugar próximo, y ni yo mismo, el guarda del campamento, había sospechado su presencia. Sabían que éramos un cebo irresistible para los karauna, y se habían limitado a esperar a que los bandidos cayeran en la trampa. Los karauna, aunque fueron sorprendidos de improviso, desmontados y con la atención fija en la comida que tenían delante, ni se rindieron al momento ni cayeron ante las relucientes espadas. Dos o tres de los sucios hombres marrones se tiñeron mágicamente de rojo brillante ante nuestros ojos, al brotar la sangre de las heridas que recibieron de los mongoles. Pero ellos, al igual que los que habían quedado indemnes, desenvainaron también sus espadas.

Los mongoles que habían irrumpido montados a caballo sólo pudieron asestar estos golpes rápidos antes de que sus monturas los llevaran más allá del escenario. Sin girar sus caballos, se deslizaron de las sillas para continuar la lucha a pie. Pero los karauna se habían apresurado tanto para sentarse a comer que no habían trabado ni atado ni desensillado sus monturas. La tentación de resistir y luchar debió de ser muy grande porque tenían la comida delante suyo y eran siete contra tres. Probablemente el motivo de su fuga fue que estaban débiles por el hambre, y sabían que tres mongoles bien alimentados podían muy bien con ellos; lo cierto es que saltaron a horcajadas sobre sus

tristes caballos, cruzaron sus armas con los mongoles, que ahora estaban en el suelo, espolearon sus caballos y saltaron del círculo de luz en la dirección desde la cual me habían arrastrado.

Los mongoles tuvieron la consideración de pararse el tiempo suficiente para echarnos una ojeada y comprobar que no estábamos heridos visiblemente, luego cogieron sus caballos, montaron de un salto y salieron en persecución de los bandidos. Todo sucedió

en medio de un tumulto tan furioso, desde mi tortazo hasta el retorno repentino de la calma del oasis, que parecía como si una tormenta del desierto, un simún, se hubiera abatido sobre nosotros, nos hubiese hecho un lío a todos y hubiera seguido inmediatamente su curso.

—Gésu… —exhaló mi padre.

—Al-hamdo-lillah… —rezó Narices.

—¿Dónde está el niño, Aziz? —me preguntó tío Mafio.

—Está a salvo —dije en voz alta para que se oyera sobre el tintineo que todavía resonaba en mi cabeza —. Está en mi tienda.

E hice señas hacia el lugar por donde habían marchado los caballos y en donde no se había posado todavía el polvo que ellos habían levantado.

Cuando mi tío se hubo puesto alguna ropa marchó corriendo en aquella dirección. Mi padre vio que yo me restregaba la cabeza, se me acercó, la tocó y dijo que tenía un buen chichón. Ordenó a Narices que pusiera a calentar un cazo de agua. Entonces mi tío llegó corriendo desde las tinieblas y gritando:

—¡Aziz no está! ¡Está su ropa, pero él ha desaparecido!

Mi padre y mi tío dejaron a Narices para que me bañara la cabeza y me vendara un emplasto de ungüento sobre ella, y fueron en busca del niño. No lo encontraron. Tampoco lo encontramos los demás, Narices y yo, cuando nos juntamos a ellos, a pesar de recorrer una y otra vez metódicamente todo el oasis. Nos reunimos en conferencia e intentamos reconstruir lo sucedido.

—Sin duda salió de la tienda. A pesar de ir desnudo y del frío.

—Sí, debió de pensar que más tarde o más temprano la saquearían.

—Es decir que buscó un lugar más seguro para esconderse.

—Lo más probable es que se acercara sigilosamente a nosotros para ayudarnos.

—En todo caso cuando los karauna huyeron repentinamente él estaba en lugar descubierto.

—Y ellos lo vieron, lo cogieron y se lo llevaron.

—Lo matarán a la primera oportunidad —dijo tío Mafio con voz afligida —. Lo matarán de algún modo bestial, porque sin duda están furiosos pensando que nosotros montamos esta emboscada.

—Quizá no tengan tiempo. Los mongoles les están pisando los talones.

—Los karauna no matarán al niño, sino que lo guardarán como rehén. Como un escudo para defenderse de los mongoles.

—Y si los mongoles no atacan, suponiendo que así sea —dijo mi tío —, imaginad lo que harán los karauna a este niño.

—Mejor que no lloremos hasta que alguien sufra daño —dijo mi padre —. Pero sea cual fuere el resultado, tenemos que estar allí. Narices, quédate aquí. ¡Mafio, Marco, montemos!

Golpeamos con los palos nuestros camellos, y como nunca los habíamos hostigado, los animales se sorprendieron tanto que no pensaron en protestar ni resistir, sino que partieron a galope tendido y lo mantuvieron. A consecuencia de aquel movimiento mi cabeza parecía rebotar contra el extremo superior de mi espina dorsal con una pulsación terriblemente dolorosa, pero no me quejé.

En la arena los camellos corren más que los caballos, o sea que alcanzamos a los mongoles bastante antes del alba. De todos modos también habríamos dado con ellos porque regresaban tranquilamente al oasis. La niebla seca se había abatido ya sobre el suelo y los vimos desde cierta distancia a la luz de las estrellas. Dos de ellos iban a pie conduciendo sus caballos y sosteniendo al tercero en su silla, que se bamboleaba y doblaba sobre ella, porque estaba sin duda malherido. Los dos nos dijeron algo cuando nos acercamos y movieron las manos en la dirección de donde venían.

—¡Es un milagro! ¡El niño está con vida! —dijo mi padre y fustigó con mayor fuerza su camello.

No nos detuvimos para hablar con los mongoles, sino que proseguimos nuestra marcha hasta que vimos formas negras e inmóviles esparcidas por la arena. Eran los siete karauna y sus caballos, todos muertos, llenos de rajas y de flechazos; algunos hombres estaban separados de sus manos cortadas, que empuñaban todavía las espadas. Pero no nos ocupamos de ellos. Aziz estaba sentado en la arena, en un gran charco formado por la sangre de uno de los caballos caídos, y estaba recostado sobre su silla. Había cubierto su cuerpo desnudo con una manta que debió de sacar de una albarda, y estaba empapado de sangre. Saltamos de nuestros camellos antes de que acabaran de arrodillarse y corrimos hacia él. Tío Mafio, con el rostro cubierto de lágrimas, acarició cariñosamente el cabello del niño y mi padre le puso la mano sobre el hombro y los tres exclamamos llenos de admiración y alivio:

—¡No tienes nada!

—Gracias sean dadas al buen san Zudo de los Imposibles.

—¿Qué te sucedió, querido Aziz?

Él contestó con su vocecita de pájaro más tranquila de lo corriente:

—Me fueron pasando del uno al otro mientras cabalgaban, para que cada uno tuviera su turno sin disminuir la marcha.

—¿Y no te han hecho daño?

—Tengo frío —dijo Aziz con indiferencia.

De hecho estaba temblando violentamente debajo de aquella manta raída. Tío Mafio insistió ansiosamente:

—¿No… no abusaron de ti? ¿Aquí?

Puso una mano sobre la manta, entre los muslos del niño.

—No, no hicieron nada de esto. No les dio tiempo. Y creo que estaban demasiado hambrientos. Y luego los mongoles nos alcanzaron. —Hizo pucheros con pálido rostro como si fuera a llorar —. Tengo tanto frío…

—Sí, sí, muchacho —dijo mi padre —. Pronto te recuperarás con nosotros. Marco, quédate con él y confórtale. Mafio, ayúdame a buscar estiércol para hacer fuego. Me quité el alba y la extendí sobre el niño para darle más calor, sin preocuparme de la sangre que empezó a empaparlo. Pero él no se arropó con este abrigo. Se quedó donde estaba, recostado en la silla tumbada, con sus piernecitas estiradas ante él y sus manos flojas a ambos lados. Intenté animarle y alegrarle diciendo:

—Todo este rato, Aziz, he estado pensando en el curioso animal que yo tenía que acertar.

Una débil sonrisa se formó brevemente sobre sus labios.

—No supiste cómo contestar a mi acertijo, ¿verdad, Marco?

—Sí, me rendí. Pregúntame otra vez.

—Un ser del desierto… que reúne en sí mismo… las naturalezas de siete animales distintos. —Su voz se hundía de nuevo en la indiferencia —. ¿No puedes adivinarlo todavía?

—No —respondí con el ceño fruncido como antes, y fingiendo que exploraba a fondo mi

mente —. No, me rindo, no puedo.

—Tiene la cabeza de un caballo… —dijo lentamente, como si le costara recordar, o le costara hablar —. Y el cuello de un toro… las alas de un ruj… el vientre de un escorpión… los pies de un camello… los cuernos de una qazel… y las… las grupas… de una serpiente…

Me preocupaba esta insólita falta de vivacidad, pero no podía discernir a qué se debía. A medida que su voz bajaba, sus párpados se cerraban. Yo le apreté el hombro para animarlo y dije:

—Debe de ser un animal muy maravilloso. Pero ¿qué es? Aziz, explícame el acertijo.

¿Qué es?

El niño abrió sus bellos ojos, me miró, sonrió y dijo:

—No es más que la langosta común.

Luego cayó de repente hacia adelante y su rostro chocó con la arena que tenía entre las rodillas, como si pudiera plegarse por la cintura. Se notó un aumento repentino y perceptible del hedor a sangre y a olores corporales y a estiércol de caballo y a excrementos humanos. Horrorizado me puse en pie de un salto y llamé a mi padre y a mi tío. Vinieron corriendo y se quedaron mirando con ojos incrédulos al niño.

—Ninguna persona viva puede doblarse así y caer de plano —exclamó mi tío con horror. Mi padre se arrodilló, cogió una de las muñecas del niño y la sostuvo un momento, luego nos miró y movió tristemente la cabeza.

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